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dilluns, 28 de juny del 2010

Sembrar vientos



En demasiadas ocasiones uno ha visto cómo algunos supuestos iluminados tienen la desfachatez de presentar como originales verdaderas estupideces y cómo algunos bobalicones de buena fe con escaso rigor y exigencia ausente permanecen boquiabiertos con los ojos como platos ensalzando las imaginarias virtudes de un objeto artístico, simplemente porque han oído previamente exclamaciones laudatorias pronunciadas por sesudos entendidos en la materia que se hallan por encima del resto de los mortales, pertenecientes a un limbo estratosférico, inimaginable, un círculo elitista de conocimiento exclusivo.

Esto no es ninguna novedad y de hecho pertenece a la esencia misma de la humanidad, porque timadores espabilados los ha habido y los habrá siempre y para muestra un botón o mejor dos, pertenecientes ambos a la más pura tradición literaria española: el más antiguo, perteneciente al Libro de los ejemplos del Conde Lucanor, recopilación del Infante Don Juan Manuel del que se supone muchos habrán oído alguna mención escolar, que, en su ejemplo XXXII expone claramente la cuestión, como luego lo haría el ilustre Cervantes de una forma que se adecúa mucho más a la temática de este bloc de notas, refiriendo engaño semejante pero sucediendo el mismo en el mundo de la farándula, en su célebre entremés El Retablo de las Maravillas.


El origen de la idea expositiva se pierde en los tiempos y hay quien asegura que en textos árabes milenarios e indostanos se hallan referencias y de lo que no hay duda es que ha sido fuente de inspiración también para Andersen en su no menos conocido cuento El traje nuevo del Emperador, lo cual demuestra que la inspiración es un motor importante para la creación y que cuando en la recreación hay talento, no hablamos nunca de plagio y sí de fuente de inspiración.

Esto lo tengo muy claro desde una tarde de verano, hace ya bastantes años, cuando leyendo un cuento en una antología de novela corta clásica, me topé con la historia de los amantes de Verona, con el mismo esquema que, años más tarde, dramatizó Shakespeare de forma ejemplar; a nadie se le ocurriría tachar al Bardo como plagiario y todos nosotros, cinéfilos al fin y al cabo, sabemos que Romeo y Julieta ha sido versionada en diversas películas, algunas tan libérrimas en su concepción que llegan al punto de trasladar el encono de Montescos y Capuletos a los barrios neoyorquinos del siglo pasado como lo hizo West Side Story, que no tan sólo asombra por su atrevimiento al cambiar la época sino que además reconvierte el drama romántico en película musical dotada de excelentes bailes y canciones, una película inolvidable.

Así pues, cuando uno se enfrenta a una versión de un original literario debe intentar hacerlo con la mente abierta confiando en el talento de quien va a procurar una nueva experiencia: en este bloc hemos comentado en alguna que otra ocasión reinterpretaciones de clá
sicos literarios, bien sean de novelas o piezas teatrales, y debemos aceptar que algunas de ellas han sido bastante atrevidas al trasladar acción y personajes a un tiempo y espacio muy distinto del pensado y escrito por el autor, pero normalmente el texto ha sido respetado y con ese respeto se ha guardado también la construcción identitaria de los prototipos creados hace años en letra impresa por célebres autores, consiguiendo que el espectador identifique y empatice rápidamente con sus héroes ficticios que, construidos a golpe de lectura e imaginación en el interior de cada cual, se erigen en nexo de unión insustituible entre espectador y pantalla.

Ese respeto por el original tan sensato y útil a la vez para poder conducir el ánimo del espectador hacia nuevas versiones, se halla ausente totalmente en el británico Guy Ritchie que estrenó a finales del año pasado un producto denominado Sherlock Holmes que se pudo visionar en los cines y que por causas imputables únicamente a las distribuidoras, pese a estar anunciado en "mi cine" durante semanas, al fin he visto en dvd de alquiler pues ya su exhibición comercial normal parece haber finiquitado, cine de consumo con fecha de caducidad cada vez más corta.

Así que, como ya advertí en su momento, aquí estoy para dar cuenta de la experiencia.

Vaya por delante que esta ha sido la primera película que he visto del afamado Guy al que tan sólo conocía de su aventura matrimonial con Madonna, con lo que ningún prejuicio ni en favor ni en contra me ha podido influir, salvo una diferencia enorme entre el británico y este aficionado cinéfago: a mí siempre me ha gustado leer y estudiar y además habré leído todas las aventuras de Sherlock Holmes unas cuatro veces, aunque es cierto que ya hace tiempo: y desconozco absoluta y totalmente esas cintas de cassete relatando historias de Sherlock en las que al parecer y según propia confesión se basó Mr. Ritchie para tener ideas firmes respecto al personaje creado por Arthur Conan Doyle hace ya tanto tiempo, cuyas hazañas al parecer todos menos Ritchie hemos leído, construyendo cada cual es su mente una configuración del personaje, pero siempre manteniendo sus virtudes y defectos característicos.

En alguna parte he leído algún comentario que asegura que Ritchie se basa en un tebeo que alguien hizo sobre Sherlock Holmes; esa afirmación, que no he podido corroborar, en mi opinión no tan solo no sirve para excusar la gran pifia obtenida sino que acrecienta la responsabilidad de Mr. Ritchie que manteniendo una actitud de insultante ignorancia pretende haber realizado una adaptación moderna del arquetipo creado por Conan Doyle.

No estaría tan sorprendido de la enorme zafiedad e ineptitud del guión si hubiera tenido la precaución de comprobar quiénes son los autores de semejante fechoría: sólo saber que Simon Kinberg está entre ellos y da la sensación de ser el autor de los "últimos retoques", sabiendo que es el ideólogo de cosas como Jumper, su anterior trabajo, ya es toda una declaración de principios: nada puede ir bien con estos antecedentes.

No es que no vaya bien: de hecho, va de mal en peor.

Ritchie y compañía demuestran un desconocimiento total de lo que representa Sherlock Holmes en el imaginario colectivo al tiempo que hacen patente su ignorancia y escasa preparación cultural para afrontar con una mínimas garantías de calidad una reinterpretación que nadie ha pedido ni solicitado.

Titular una película con el nombre de Sherlock Holmes, individuo que desde hace años persiste como icono del detective sagaz que basa sus éxitos en su inteligencia y enormes dotes de observación, es efectuar una llamada a los millones de seguidores que el personaje tiene en el mundo; presentar luego un personaje que poco o nada tiene a ver con el arquetipo, es cometer un engaño, una falsedad, aprovechando la fama para intentar pasar moneda falsa, piezas de latón -ni siquiera cobre- por doblones de oro. Y para dicho engaño no hay excusa posible, pues nadie ha obligado al inculto y escasamente preparado -según sus propias declaraciones- Mr. Ritchie a titular su bodrio con el nombre del famoso detective, aprovechando que su autor lleva años fuera de combate y nada puede objetar ni reclamar.

Pero para ese trabajo, el de protestar por la afrenta, están tipos como yo mismo, aunque llegue tarde, pero muy pronto para la secuela que están montando esos espabilados que se forran gracias a que venden muy bien un paño inexistente y han logrado que algunos vean bien sus muñequitos falsarios.

Porque ese Sherlock Holmes que nos presenta Ritchie adolece de serios defectos de todo tipo y condición: de entrada me quedo sorprendido por la inane condición del estilo cinematográfico de Ritchie, de quien he leído alabanzas por sus obras anteriores que, como he dicho, no he visto y me parece que no veré: la forma de filmar es caótica, al estilo de los video clips que han llevado a Ritchie a la fama: mucho efecto digital, como si filmar consistiera únicamente en dominar los trucos de la consola de edición; a Ritchie le pasa lo que a muchos que se las dan de buenos fotógrafos cuando lo único que saben es usar muy bien el editor de fotografía, como el que ha retocado el póster de la película, quitando unos cuantos añitos a ambos coprotagonistas, que vergüenza debería darles a esos dos de participar en productos de esta entidad.

Ritchie se ufana en presentar movimientos vertiginosos y planificaciones sincopadas, así como presentar escenas violentas reiteradas y con todo lujo de detalles mientras juega con su moviola y acelera o ralentiza digitalmente lo que mal rueda, porque ni él sabe planificar ni su fotógrafo sabe encuadrar y menos aun iluminar con un poco de gracia las escenas, recreando un ambiente opresivo y cansino por lo reiterado, oscuro y sucio.

Claro que eso pertenece al (mal) gusto del director y en ello lleva la razón pues es libre de presentar el ambiente como le plazca, siendo como es accesorio: importante, pero accesorio.

Lo que ya no es tan accesorio es el respeto que se le debe al autor que durante una serie de relatos ha perfilado una personalidad reconocible, lográndolo con tesón, trabajo y talento. Tres virtudes que a buen seguro Ritchie no tiene, porque nos presenta un Sherlock Holmes irreconocible, falto de todas sus virtudes e incluso sus defectos, y provisto de unas características que nada tienen que ver con el personaje.

Esto lo entiendo sin ambages como una falsedad, un engaño que se perpetra no contra tipos como yo que se han leído los relatos de Conan Doyle y están de vuelta ante intelectualoides de nuevo cuño como Ritchie, sino contra espectadores que todavía no han tenido la oportunidad o la ocasión de leer ninguna de las aventuras de Sherlock Holmes y se harán del personaje una idea que, probablemente, les apartará de la apetencia de la lectura.

Sépase pues que Ritchie engaña al espectador desprevenido y le presenta a un tipo al que llama Sherlock Holmes cuando quizás lo más oportuno sería llamarle Guy Ritchie, dando la cara con valentía en vez de parapetarse tras la fama del personaje creado por Arthur Conan Doyle.

Ese Sherlock presentado por Ritchie es un tipo harapiento y descuidado en su aspecto externo, sucio y maloliente, detalles que indican claramente una débil autoestima.

Además, es lo bastante estúpido para recibir trompazos a diestro y siniestro sucumbiendo siempre a los trucos y martingalas que le presenta su enamorada Irene Adler que también queda minimizada a la altura de una casquivana carterista preso su intelecto de sus sentimientos, una pareja disminuida respecto a la original en muchos grados.

Pero lo más grave, en mi opinión, es que Ritchie presenta al gran Sherlock Holmes como un adalid de la violencia, tergiversando profundamente la identidad del personaje y convirtiéndolo en un individuo que alberga una maldad inaudita: en dos ocasiones el basto Ritchie se recrea con su moviolita digital presentando con todo lujo de detalles los golpes que Sherlock propina a dos individuos mientras oímos su voz en off en la que calcula fríamente dónde y cómo dará los golpes y sus consecuencias, decidiendo sádicamente aplicar más castigo del necesario para solventar una situación de riesgo físico.

De entrada, el verdadero Holmes casi nunca debe enfrentarse físicamente a nadie porque su ventaja está en sus habilidades mentales y no precisa la acción física: cuando es necesario, sus acciones son rápidas, breves y económicamente contundentes y siempre excepcionales.

El Sherlock de Ritchie se recrea en la pelea al punto que la busca como mero entretenimiento y aun así, de solaz, causa más daño del necesario a su contrincante: es un bestia sin entrañas ni corazón, y con un sentido nulo de lo que es justo y necesario. Tal vez la sociedad en la que vivimos sea proclive a aceptar como héroe a un tipo así, que no lo creo, porque me produce náuseas: en cualquier otra película uno ve acciones semejantes e incluso peores, pero los personajes nunca se mueven con la misma sangre fría y la pasión les puede: este Sherlock es frío como un témpano y piensa mucho antes de atacar: se regodea y disfruta de antemano con el dolor que producirá.

Las facultades deductivas de Sherlock brillan en este caso por su ausencia porque, claro, tratándose de una historia inventada por esos ¿guionistas? pretender que la trama sea inteligente es pedir demasiado y por lo tanto, ya que el malo de la función es un timador de medio pelo que basa su estrategia en sobornar a todos para hacerse pasar por muerto y resucitado (vaya truco más bueno, Kinberg) para conseguir hacerse con el gobierno de la Gran Bretaña ¡y recuperar las "antiguas posesiones al otro lado del Atlántico" ! (¡¡Cielos, pretende apoderarse de los U.S.A.: que mieeedoooo !!) cualquiera con dos pies en el suelo se da cuenta de la endeblez y estupidez supina de la trama y evidentemente si el malo es flojito, a santo de qué va a lucirse el protagonista con su superior intelecto: lo guardan en una sombrerera en guardarropía, porque en la sombra permanece el célebre Moriarty que saldrá, si no hay justicia en el mundo (que no la hay, vamos) en sus pantallas dentro de un añito más o menos, porque toda esta troupe de engañabobos pretende seguir con el chollete visto que la mayoría de sus espectadores nunca ha leído a Conan Doyle y lo que es peor, nunca lo leerá, al paso que vamos.

Pero a mí, amigas y amigos, el tal Ritchie ya no me la da más con queso: directo a la lista negra de timadores que se hacen pasar por gentes de buen cine cuando en realidad son vendedores de humo: por mucho que sean cientos los papanatas que les aclamen y les rían las gracias, siempre aparece el quisquilloso que les saca las vergüenzas al aire: es lo que tiene sembrar vientos, que uno recoge tempestades.





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divendres, 25 de juny del 2010

Examen de Cinefilia (parte XXXIII)




A decir verdad uno puede sacar pecho y presumir de no ser supersticioso y de valiente porque aunque tengo sospechas más que fundamentadas relativas a los tejemanejes de algunos examinandos confabulados en torno a una hoguera con un muñequito canoso entre las manos y cánticos ululantes en sus gargantas mientras sus dedos como garfios arañaban y clavaban alfileres rememorando el vudú de la manera más torpe, ridícula e ineficaz (a la vista está) que uno pueda imaginarse, hete aquí que llega fin de mes y con él, mal que pese a algunos, la oportunidad de pasar cuentas atrasadas:

¿Os creísteis que se iban a acabar los exámenes, eh?

¡Pues no!

Así que agarren lapicero y papel, porque van a tener la oportunidad de repasar a fondo doce pistas, a cual más fácil, porque uno no es vengativo (je,je,je) y además comprendo que, precisamente, estamos en época de exámenes más importantes y la neurona debe andar ya escasa de fuerzas.

El interrogante de hoy es concerniente a una persona tan conocida en el mundo del cine que podríamos asegurar, sin exagerar nada, que se trata de una personalidad del cine desde hace ya algunos años.

Para averiguar su identidad, se ofrecen doce fragmentos de doce películas distintas en las que esta persona interviene; como es natural, son fragmentos hallados en youtube (espero que se mantengan todos) y la búsqueda puede completarse acudiendo a la red.

( Luego se quejan de la dificultad y me hacen vudú.... en fin...)

¿Preparados?




Ahí van:

Pista 1

Pista 2

Pista 3

Pista 4

Pista 5

Pista 6

Pista 7

Pista 8

Pista 9

Pista 10

Pista 11

Pista 12


Si se ha debido usar las dos últimas pistas, dése por rematadamente suspendido: que cada quien se otorgue, si es el caso, la puntuación del diez al cero, según la pista que haya sido la que da la clave del acertijo.

Como siempre, la respuesta correcta en el formulario y las quejas, maldiciones, burlas, chanzas, dimes y diretes en el recuadrito de comentarios, para que quede constancia...




Supercinexín ha enviado la respuesta correcta, demostrando buena memoria cinéfila al reconocer los vídeos insertados como pistas y habilidades en la consulta para llegar a la solución del acertijo.
¡Enhorabuena a la vencedora!


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dilluns, 21 de juny del 2010

Amigos de pesca






Que cumplidos setenta y cuatro años a uno le apetezca sobremanera explayarse loando las bondades del sitio donde nació no es precisamente una excepción sino más bien la constatación que, a menudo, el paso del tiempo dulcifica la memoria y otorga una benevolencia y misericordia que pueden complacer a unos y otros, aunque como en el tópico relativo a los pescadores, las piezas cobradas varían de tamaño según quien relate la hazaña; quizás aquella circunstancia vital no fuera en la realidad tan halagüeña y no encajara tan bien en la pequeña historia que el veterano se dispone a contar, pero...

Cuentistas de avanzada edad hay muchos y pocos son los que saben evitar la batallita reiterativa y convertir sus recuerdos y sensaciones en un relato interesante para sus escuchantes, presa su atención por el qué y el cómo, pues el donde radica en aquel lugar de la memoria en el que los sueños toman cuerpo...

Robert Altman nació en Kansas City, Missouri; sureño pues, alma de blues amante de la vida y socarrón sempiterno, se aprestó pasada holgadamente la setentena, a demostrar por una parte que su pulso seguía firme y que en Missouri ese pulso vital latía a otro ritmo: ni mejor ni peor:distinto.

Altman se basó en una historia al parecer ideada por Anne Rapp que nos presenta una serie de hechos acontecidos en el pueblo de Holly Springs para recrear un microcosmos que aunque forzosamente no debe guardar estrecha relación con sus propios orígenes de hombre nacido en el Sur, probablemente ofrezca tipologías utópicas y deseables.

Como ya ocurre en una película anterior suya, el título elegido por Al
tman para esta película, Cookie's Fortune (1999), es una muestra de ambigüedad clarísima, porque podría traducirse como La Fortuna de Cookie, pero también como Las Galletas de la Suerte, y, siendo ambas traducciones bien distintas de significado, vendrían a coincidir en la misma intencionalidad del astuto cineasta que apunta alto adrede para no herir a nadie con su tiro.

Porque Altman, sin dejar de señalar algún comportamiento humano criticable, construye una fábula amable con unos personajes que acaban por hacérsenos entrañables como queridos amigos que son entre sí: uno, cuando ve tranquilamente la película, tiene la sensación de asistir al encuentro de buenas gentes que le reciben bien y le invitan a entrar en sus casas, compartir sus secretos, llorar por sus penas y alegrarse por su fortuna, porque el viejo Altman sabe qué teclas debe tocar, que fibras pulsar, para que el espectador se identifique y empatice con los personajes que viven en la pantalla.

La trama, en la que Altman seguramente tuvo más intervención que la declarada en los títulos de crédito, versa sobre la confusión generada por el suicidio de una anciana, Jewel Mae "Cookie" Orcutt que es ocultado y transformado en asesinato por sus sobrinas Camille Dixon y Cora Duvall, con la inesperada consecuencia de la acusación sobre Willis Richland porque sus huellas son halladas en el revólver usado por tía Cookie para reunirse con su añorado difunto esposo Buck.

Nadie en todo el pueblo de Holly Springs, ninguno de sus habitantes, cree ni por un momento que Willis haya podido matar a tía Cookie, porque Willis es un buen tipo y todos saben que adoraba a tía Cookie, a la que cuidaba como un hijo. Vale que Willis tiene una cierta afición al wiskey Wild Turkey y que alguna noche birla un botellín en el bar de Theo, pero como el mismo Theo dice a su estrella del blues Josie, Willis devuelve a la mañana siguiente un botellín nuevo y entonces, Willis está en paz.

El espectador sabe que Willis es inocente porque ha visto a tía Cookie redactar una nota de despedida y pegarse un tiro: y sabe que habrá complicaciones cuando Camille se traga la nota de despedida y manipula el revólver tirándolo en el jardín, aunque sabe, también, que hay un testigo oculto.

Altman nos presenta pues una historia de falso culpable que no se parece en nada a cualquier otra, ya que el acusado da con sus huesos en la cárcel de inmediato, conducido por evidencias físicas y por el protocolo que siguen a rajatabla unos oficiales de la policía local que también tienen sus peculiaridades: el más veterano, Lester, sabe que Willis no ha sido el asesino "porque pesco con él", una forma de asegurar su amistad; amistad que comporta que Willis esté en su celda con la puerta abierta en todo momento, porque todos saben que no intentará escaparse.

A través de esa puerta abierta, símbolo de la amistad y confianza, se cuela Emma Duvall, la hija de Cora, que, al ser requerida para que se vaya, solicita que la detengan asegurando ser una delincuente, pues debe 254 dólares en multas por aparcar donde le da la gana, sin que ninguno de los agentes del sheriff se haya dignado jamás a pararla: al igual que con Willis, la policía sigue el reglamento, pero no ejecuta: cuando Jack, el único Abogado del pueblo, le pregunta a Willis si le han leído sus derechos, la respuesta es diáfana y clarificadora:

Sí y me han dado café y la Revista del Pescador, pero me falta concentración para leer.


Este panorama es observado con ojos incrédulos por el guapo detective Otis Tucker que ha llegado procedente de la capital del condado para iniciar las pesquisas teóricamente conducentes a la resolución del misterio, porque nadie se cree que Willis haya matado a tía Cookie y alguien ha debido matarla, pues el suicidio se descarta al hallarse el arma en el jardín, donde Camille lo dejó.

A todas éstas, Camille se dedica en cuerpo y alma a dirigir su versión de teatro aficionado de la obra Salomé, de Oscar Wilde, en la que participan prácticamente todos: el joven Jason, que ahora es policía, se apuntó al teatro para ligarse a Emma, pero ella está en los calabozos, durmiendo en la celda de Willis: cuando Jason vuelva al trabajo, de madrugada, ambos se encerrarán en un cuartucho para copular ruidosamente: es un amor físico, animal, apasionado y repentino.

Altman se toma todo el tiempo del mundo en filmar una historia que se detiene en múltiples detalles que configuran una forma de entender la vida muy sencilla, sin demasiado estrés: por ejemplo, cuando Otis procede a interrogar a Josie, ésta se pone a flirtear con el detective descaradamente y de inmediato la agente local, Wanda, que se cuida de grabar las entrevistas, se entromete, también flirteando, ante los ojos atónitos del detective venido de la ciudad, que no entiende nada. El humor sobrevuela la historia policial porque esa investigación sabemos que no puede acabar como empezó: no sería justo que Willis diera con sus huesos en la cárcel, en serio, de verdad, con la puerta cerrada, porque es un tipo que poco a poco, se nos va haciendo más cercano.

El ritmo cinematográfico empleado por Altman es lo más lejano a cualquier thriller y la planificación no busca crear tensión en modo alguno: la historia detectivesca, la trama del falso culpable, el aparente motivo de la película, no le importa para nada al director, que se ocupa de lo que realmente le interesa: un mosaico de caracteres únicos, personalidades muy especiales, a las que permite desarrollarse sin prisas pero sin pausas: Altman nos cuenta una historia con todo lujo de detalles descriptivos y tal como ocurre en la literatura, ello lleva su tiempo, porque los diálogos están muy bien escritos y las frases tienen el sentido preciso para que conozcamos la psicología de los personajes, pero, además, sus acciones, sus gestos, enfatizan tanto su ser propio como su interrelación con los demás y ello es importante, porque, en definitiva, ese grupo de personas constituye una pequeña comunidad con una forma de entender la vida muy propia, que coincidirá o no con la realidad del bello pueblo de Holly Springs que sirve de escenario natural, pero que, evidentemente, para Altman debió constituirse en idílica referencia a sus orígenes sureños.

Altman retrata a sus actores con mucho cariño y les deja aire: no parece que les haya dado prisas a la hora de incorporar con autenticidad esa indolencia que se presupone siempre en las gentes del sur, esas pocas ganas de precipitarse, con una fatalidad predispuesta a aceptar que, aunque la situación parece mala, tampoco las prisas ayudarán a resolverla favorablemente y lo cierto es que la trama presentada, con giros inesperados que redondearán el conjunto, al fin llegará a su punto y todos podrán, de nuevo, disfrutar de una buena tarde de pesca, como siempre han hecho.

Los intérpretes ofrecen una respuesta más que digna y consiguen hacer creíbles esos caracteres utópicos, esas buenas gentes que hemos visto vivir en la pantalla, consiguiendo que simpaticemos con ellos, porque su forma de hablar, de moverse, encaja perfectamente con la psicología de cada cual, dando marchamo de autenticidad a esa pequeña comunidad, ese pueblo sureño en el que el racismo no se hace evidente nunca, idílicamente recordado por el septuagenario Altman que nos ha prendido la atención durante casi dos horas explicándonos una fábula que nace de su corazón y memoria.

Una película imperdible para el cinéfilo amante de las historias bien contadas, con sentido del ritmo adecuado a la narración y dotadas de buen humor.








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divendres, 18 de juny del 2010

Secundarios de Lujo (23)




I have this theory about words. There's a thousand ways to say `Pass the salt.'It could mean, you know, `Can I have some salt?'; or it could mean, `I love you.'; It could mean `I'm very annoyed with you'; really, the list could go on and on.; Words are little bombs, and they have a lot of energy inside them.


La que precede no es ni mucho menos una mala teoría para lo que venimos en llamar en castellano antiguo un "cómico de la lengua": quizá si muchos de los intérpretes actuales respetaran en la misma forma el enorme potencial de la palabra bien dicha, otro gallo les cantara y a nosotros, sufridos cinéfilos, de rebote, también; claro que esta actitud denota una inteligencia que se supone pero no está presente siempre.

Evidentemente no es el caso del amigo Walken, nacido hace ya sesenta y siete años en el barrio de Queens, Nueva York, hijo de un panadero que le puso el nombre de Ronald: parece que no le halló fuerza artística y ya que su vocación desde muy joven
le llevaba a las tablas, lo cambió por el de Christopher Walken aunque luego, para los amigos, decidió recortarlo y dejarlo en Chris.




























Walken pisó muchos escenarios de teatro representando todo tipo de obras tanto dramáticas como musicales antes de aparecer en una pantalla de cine y aun tardó un poquito en llamar la atención de todos, crítica y público, por su breve actuación en una película de Woody Allen: seguramente pocos recordarán de memoria la magnética presencia de Walken en Annie Hall (1977), donde podemos ver a Walken, ya con treinta y cuatro años, en su primer atraco a mano armada de una escena, aunque
su oponente sea el mismísimo director de la película, al que infunde pánico.

Al año siguiente obtuvo el Oscar por su magnífica actuación como secundario en The Deer Hunter y a partir del descubrimiento más que reconocimiento del talento de Walken, no ha parado de trabajar, aprovechando una característica muy suya que le permite interpretar con mucha solvencia cualquier personaje que se le encargue: tiene una asombrosa facilidad para cambiar su aspecto con apenas un tinte de pelo y unas lentillas siempre, naturalmente, ayudado por su inmenso talento que le permite ofrecer una gestualidad apropiada, un leve matiz distinguible solo en los grandes intérpretes.

Claro que Walken tiene un vicio reconocido, una pasión muy confesa: le hubiera encantado ser bailarín profesional, ser reconocido como un gran bailarín, y es por ello que, a la más mínima. se pone a bailar: la primera muestra de su facilidad la dió en Pennies from heaven 1981

A la vista de su carrera, tan abundante, cualquiera diría que Walken es un caso de actor estajanovista que aprovecha todas las ofertas que se le hacen para ganar un buen dinero, sin importarle la bondad del proyecto en el que se dispone a intervenir: ello, que en algunos es cada vez más evidente, tiene en Christopher Walken una excepción, porque para Walken, lo mismo que para cualquier Secundario de Lujo de los que en esta sección aparecen, no hay papeles pequeños: todos merecen su atención al máximo, y el resultado se nota en pantalla inmediatamente.

Veamos unos ejemplos de mediados los noventa, época en la que Walken trabajó muy intensamente, pero primero leamos una frase suya que demuestra claramente su profesionalidad:

I put aside an hour every day to go over that monologue (On Pulp Fiction, 1994) again and again for months, and every time I got to the end of it, I would crack up.

En True Romance 1993 es un mafioso siciliano compartiendo escena con el recién fallecido Dennis Hooper

En Nick of Time 1995 es un policía corrupto, robándole la escena a Johnny Deep

En Things to do in Denver when you're dead 1995 aprovecha para darle un repasito al entonces ascendente Andy García.

En The Funeral 1996, de nuevo a las órdenes de Abel Ferrara, se muestra de nuevo como mafioso, demostrando que sigue siendo uno de esos tipos que, frente a la cámara, sigue dando miedo, porque nunca sabe cuando te va a pegar un tiro...

En Romance and Cigarettes 2005 demuestra estar muy en forma pasados los sesenta.

En cualquier escena, Walken se aplica a fondo y aunque la película al final no sea nada del otro mundo, seguro que, al salir del cine, el cinéfilo recordará aquel momento especial en el que Christopher Walken ha sabido fagocitar la atención de la sala y mantenerla en suspenso: por ese motivo es tan respetado en la profesión y por eso no podía faltar en esta sección.


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dilluns, 14 de juny del 2010

La última de Oscar (versión 2002)




Cincuenta años, diez lustros, cinco decenios o medio siglo, se diga como se diga, sigue siendo un espacio de tiempo muy grande para separar las dos únicas versiones cinematográficas de la última pieza teatral de Oscar Wilde, máxime teniendo en cuenta que por ejemplo de algunas obras de Shakespeare se han rodado en ese tiempo bastantes más y la que nos está ocupando es, desde luego, mucho más divertida; tengo para mí que dicha ausencia en las pantallas se debe principalmente a que, como ya he manifestado en varias ocasiones antes, la comedia es un género mucho más difícil que el drama, porque existe el peligro constante de caer en lo chabacano, vulgar y soez y abandonar el guiño inteligente al espectador por la astracanada, dando ese pequeño paso que lleva de lo sublime a lo ridículo.

Tan grande espacio de tiempo y tan pocas versiones, sino fuera por el desconocimiento generalizado de la primera de ellas, llevaría a entender que la segunda y última, dirigida por Oliver Parker y estrenada en 2002 con el título original The Importance of Being Earnest, naturalmente traducido al castellano como La Importancia de Llamarse Ernesto, se trata de un refrito, lo cual sería caer en un error conceptual grave y por partida doble:

Primero, porque como es usual y atendido el origen teatral de excepcional calidad de la idea original, como ya comentamos en su día aquí mismo, al igual que sucede en las muchas versiones de Otelo, por ejemplo, a nadie se le ocurre jamás tachar de refrito a la última versión, porque hay avenencia cultural de raíces milenarias que proclama la admisibilidad de la versión de la obra teatral como fundamento de la libertad artística del director que la interpreta a su modo y manera, convención que se ha extendido de forma natural a las versiones cinematográficas pero, curiosamente, sólo cuando se trata de originales escénicos, porque cuando la versión se basa en una novela, la tendencia diverge, difiere y se inclina a usar el refrito como definición. {Curioso: pero no nos apartemos del tema.}

Segundo, porque basándose en el mismo texto y siéndole también un tanto infiel en la confección del guión literario al original escrito por Wilde, Oliver Parker presenta su versión de la celebérrima comedia sin más nexo con la versión estrenada cincuenta años antes que el basarse en la misma pieza teatral, obteniendo en lógica consecuencia un resultado absolutamente diferente: ni mejor ni peor, pero sin duda diferente, como diferentes son las épocas en que ambas fueron rodadas, diferentes los medios cinematográficos e incluso diferente el ciudadano espectador interesado en una película de origen literario que no sea un superventas fruto de la mercadotecnia montaraz de los últimos lustros.

Parker ya había tenido en su anterior película cierto éxito al adaptar a Wilde al cine y en su tercer largometraje decidió repetir guionista literario con buen criterio, bien que retocando el texto original, quitando corrosión y añadiendo comicidad, ofreciendo pues una versión del clásico wilderiano distinta dotada de un burbujeo evanescente que hará las veces de burladero protector tras el que se parapeta, oculta, la ácida crítica social audible en la brillantez de los diálogos.

El origen teatral queda olvidado desde el inicio ya que Parker se cuida muchísimo de aplicar energía a su forma de rodar moviendo la cámara con libertad en travelings laterales y grúas bien emplazadas así como recurriendo a los exteriores a la que tiene ocasión, tanto de la ciudad como el campo; curiosamente, los interiores amplios en los que interactúan varios personajes, más teatrales, es donde Parker muestra su lado más débil, como indeciso, falto de fuelle en comparación.

La puesta en escena, como es habitual en las producciones británicas, sobresale por su eficacia y podríamos decir que Parker tira la casa por la ventana porque se gasta un dineral en adornar lujosamente escenarios complementarios, tanto como en vestir a un centenar largo de extras que concurren en diversas ocasiones, consiguiendo el objetivo de alejarse de los tópicos de una película deudora de la escena teatral mientras sus intérpretes principales, vestidos con sobria elegancia, incluso las damas, realizan actos físicos que refuerzan sus diálogos, porque en la versión de Parker no todos esos excéntricos y alocados personajes victorianos inventados por Wilde actúan en franca contradicción con lo que dicen, perdiendo de vez en cuando la seriedad y la famosa flema británica.

Así, los dos caballerosos sinvergüenzas que mantienen una identidad oculta conveniente para sus juergas y francachelas, Algernon Moncrieff (Rupert Everett) y Jack Worthing (Colin Firth), se comportan con los demás con solvencia y suficiencia educadas, pero entre ellos la actitud presenta visos de competición infantil que causa hilaridad, siendo uno de sus frentes de batalla la posesión de la comida, broma privada de Wilde que parece burlarse de la escasa calidad de la gastronomía inglesa y reduce los intereses apetentes a pelearse por unas tostadas de pan con mantequilla como expresión de familiaridades deseadas o deseables según el caso, subyacendo una alusión de contenido sexual bastante evidente.

Parker nos presenta a las dos damiselas enamoradas de un hombre llamado Ernesto de forma muy adecuada a cada personalidad: la bella Gwendolen Fairfax (Frances O'Connor) se erige como una mujer adelantada a su tiempo, decidida a conseguir lo que desea por encima de los deseos de su rígida madre Lady Augusta Bracknell (Judi Dench) y adoptando una clara posición dominante sobre su amado Ernesto (Jack) al que desde el primer momento apabulla y manipula dulcemente al extremo de casi hablar por él, cayendo el varón en una situación clamorosamente cercana al ridículo.

La joven Cecily Cardew (Reese Witherspoon), por contra, aparece como una soñadora que contempla a su amado desconocido Ernesto (Algernon) como un caballero andante vestido acorazado, en una fantasía ocurrente de Parker que por exceso acaba sobrando en algún momento, aunque ciertamente tiene su miga y resulta eficiente en la definición visual y gráfica del personaje de la pupila de Jack confiada su educación a la institutriz Miss Prism (Anna Massey) que mantiene una relación muy especial con el canónigo Casulla (Tom Wilkinson), cuya pareja de secundarios recibe toda la atención que merecen por Parker, sabedor de la importancia de sus caracteres y de las enormes posibilidades que se puede extraer de ambos intérpretes, brillantes, por cuyo motivo este comentarista se queda extrañado del evidente recorte de frases que sufre otro buen actor que los años ha llevado a secundario, Edward Fox, claramente limadas las frases de su personaje, el mayordomo Lane, al servicio de Algernon, quizá por demasiado irreverentes para con el matrimonio como forma de vida social.

Oliver Parker filma la comedia con muy buen ritmo incluso incorporando escenas con montajes paralelos que nos permitirán ver alguna cosa que no escribió Wilde pero que a buen seguro le hubiera encantado para reafirmar la chanza sobre la imprevisión y la permanencia y se apoya para reforzar el ambiente y las intenciones en las composiciones de Charlie Mole que ofrece una banda sonora alejada de verismos culturales pero eficaz y adecuada, incluso insertando un pequeño número musical humorístico provisto de letra del propio Oscar Wilde:

Lady come down

Es esta pues una versión muy cinematográfica de la farsa escrita por Wilde que aparca algunas frases vitriólicas del autor y enfatiza el aspecto hilarante de la trama, trasladándose al exterior a la más mínima oportunidad, como huyendo de unos interiores en los que la cámara de Parker parece más incómoda, quizá porque los rápidos y enérgicos movimientos que Parker desea en sus actores necesitan de ese aire de la bella campiña inglesa con un sol inusual, dotando de mayor alegría al conjunto; porque tampoco es que la cámara de Tony Pierce-Roberts rehuya los planos cercanos pues incluso en exteriores primeros planos y planos medios tienen su eficacia, con lo que uno llega a la conclusión que Parker -por algún motivo ignorado- no acaba de estar muy convencido de la bondad de su forma de mover a los actores dentro de plano porque a la que superan el número de tres se observa un cierto estatismo que sorprende y choca con el dinamismo del resto: una inmovilidad en sentido figurado que no real, que no sé a ciencia cierta si achacar a la disposición de los intérpretes en sus ubicaciones, o a la falta de convencimiento de éstos relativa a la idoneidad del cuadro, pero está claro que se siente un ligero parón en escenas como esta o, por lo menos, a mí me lo parece, sin que ello consiga demorar el espléndido tono general de la película que, ciñéndose a la hora y media adecuada al original, se disfruta en un suspiro entre carcajadas burlescas y cachondeo generalizado del espectador que en una segunda revisión probablemente percibirá la mala idea del texto dialogado pues en la primera el humor de la forma consigue ocultar la crítica que subyace en el inmarcesible texto de Wilde, que es interpretado por un elenco muy sólido en conjunto, más atento a la fisicidad de su labor que a la recreación de un acento específico de la época que retratan, probablemente por evitarse comparaciones odiosas en las que nada tenían que ganar: el taimado Tom Wilkinson roba a placer las escenas compartiendo la hazaña con Anna Massey (a la que uno recuerda en Frenzy) y los cinco intérpretes principales demuestran su solvencia a la hora de afrontar sin complejos una revisión de la farsa de Wilde con un aspecto mucho más vivo, alocado y cómico de lo que se acostumbra a ver.

En definitiva, una película interesante y muy divertida, imperdible para el cinéfilo aficionado al género teatral que agradecerá el buen rato pasado y la posibilidad de disfrutar de una versión alejada de inmovilismos clásicos, innovadora en la chanza sin perder el respeto al texto inicial inalterado y gozosamente efectivo a día de hoy.



Making off





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divendres, 11 de juny del 2010

La última de Oscar (versión 1952)



Recordaremos que en la entrada dedicada a la última pieza teatral fruto del talento de Oscar Wilde se hacía mención de su enorme éxito traducido en muchísimas representaciones en los escenarios desde su estreno un catorce de febrero de 1895, cosechando siempre el favor del público, no siendo pues nada extraño que el cine británico decidiera ofrecer una versión filmada de la celebérrima comedia; de hecho, lo extraño es que no se produjera el rodaje hasta mediado el siglo pasado, en 1952, cuando el director Anthony Asquith con una carrera prestigiosa forjada en varias adaptaciones de famosas obras teatrales de autores británicos como Bernard Shaw y Terence Rattigan, decidió al fin acometer la tarea de trasladar a la pantalla el texto creado por Wilde, manteniendo el mismo título, The Importance of Being Earnest, naturalmente mal traducido al castellano como La importan
cia de llamarse Ernesto.

Sin que pueda ofrecer una explicación plausible por mucho que lo he meditado, sorprende que Asquith modifique el conjunto de la pieza ideado por Wilde quitando alguna pequeña escena y modificando mínimamente algún texto sin que, leída la obra original, se vea mejora alguna en el resultado final, muy al contrario, restándole un poquito del mordiente sarcástico inicial.

Porque evidentemente no lo hace para aligerar el peso del origen teatral ya que lo primero que vemos es una introducción en la que el espectador viene a ser situado como as
istente a una representación escénica, viendo levantarse el telón y apareciendo los títulos de crédito a modo de folleto al uso en los teatros dando cuenta de los personajes y sus intérpretes.

Es decir que Asquith no tan sólo no intenta disimular sino que refuerza el origen teatral de la película, bien que luego con los emplazamientos de cámara y el uso de algún que otro exterior mengüe la sensación de as
istir a una representación teatral filmada.

Siendo esta la primera película que Asquith rodó en color, cabe otorgar el honor de su correcta factura visual a Desmond Dickinson que retrata e ilumina con eficacia los decorados y vestidos, abarrotados los primeros y abigarrados los segundos al máximo, un entorno de locura creado por las hábiles Carmen Dillon como directora artística, ayudada por Arthur Taksen como creador de los escenarios, y Beatrice Dawson que, seguramente siguiendo precisas instrucciones de Asquith, viste a los personajes de acuerdo con su idiosincrasia en un estimulante ejercicio colorista que tiene su cénit en los trajes de Jack, más delirantes que los de Lady Augusta: la apariencia externa recreada por Asquith con tan buenos colaboradores inventa una sociedad victoriana muy alejada de su realidad estética que se apareja íntimamente con la descripción que el ingenioso texto wilderiano hace de la misma por medio del asalto a toda lógica, reforzando así Asquith la hilaridad de la trama presentada al tiempo que perfila físicamente los caracteres que vemos discurrir en pantalla.

Sobre el estrambótico texto de Wilde, Asquith decide pues resaltar la comicidad caústica por medio del contraste, dirigiendo a su elenco en busca de una seriedad absoluta en los modos de comportamiento social, exquisitos, provistos de una perfección maravillosa en la dicción recreando, cabe suponer, el acento más victoriano posible en unos personajes que nos trasladan a una época remota.

En pocas ocasiones se ha podido ver en pantalla gentes más estiradas decir cosas más ridículas y absurdas con tanta distinción y clase:

Michael Redgrave (que tuvo la inmensa suerte de la negativa de John Gielgud a intervenir en la película) interpreta al joven Mr. Jack Worthing demostrando ser capaz de interpretar una comedia y ofreciendo un exhaustivo repertorio de guiños faciales impensables en un actor de su temple habitualmente dramático, confiriendo a su personaje esa ambivalencia que tiene en la ciudad y el campo.

Michael Denison ha sido para este comentarista un feliz descubrimiento, porque su representación del frescales Mr. Algernon Moncrieff debe ser el aristocrático caradura más cínico que haya habitado una pantalla y su forma de decir las frases es absolutamente increíble, manteniendo un absoluto dominio del tempo de la comedia, moviéndose en escena con una facilidad asombrosa, creando un tipo inolvidable.

Es evidente que Asquith sabe dirigir a sus actores extrayendo de ellos el máximo y su forma de organizar las escenas, conjugando los movimientos de cámara y el emplazamiento de la misma, la planificación en suma, al servicio del texto, logrando el ritmo necesario para servir la trama en su punto justo y moviendo a los actores en el cuadro con elegancia y eficacia.

Claro que contar con actrices de la talla de Edith Evans es una suerte para cualquier director, sea de teatro o de cine: la representación que hace de Lady Augusta Bracknell es irrepetible e inimitable y desde que uno la ve en pantalla ya no puede imaginar otra tía Augusta cuando relee el texto de Wilde : parece escrito para tan insigne actriz, que le otorga unos modos y una voz característicos, bordando un carácter que ha sido representado incluso por actores de primera fila convenientemente caracterizados como ya vimos hace un par de semanas y casi siempre por grandes actrices de la escena londinense, pues el personaje es un verdadero bombón, aunque desde luego no al alcance de cualquiera, como puede verse en el siguiente vídeo.

Donde Asquith se muestra más comedido es en la representación de las dos jóvenes enamoradizas: la decisión y firmeza unidas a la pasión amorosa tienen su adalid en la joven Gwendolen Fairfax interpretada por Joan Greenwood con su seductora voz, pero la que se lleva el gato al agua como delicada jovencita enamorada de un desconocido y casi inventado Ernest es Dorothy Tutin que ya en su primera película asombra y enamora con su composición de la joven Cecily Cardew.

Incluso en el tratamiento otorgado a la pareja cómica compuesta por el canónigo Dr. Casulla (Miles Malleson) y la institutriz Miss Prism (Margaret Rutherford ), Anthony Asquith mantiene un tono muy disciplinado, férreo, formal, sin permitirse fantasías que adornen el texto escrito por Wilde, ciñéndose al discurso teatral clásico, confiando en la comicidad implícita en el texto, sujetando en mi opinión en demasía a una actriz como la Rutherford, capaz de mejores histrionismos y limitando también su contraparte en el canónigo Casulla, lo que le resta a mi entender fuerza detonante para el extravagante final que bien merece una preparación en el ánimo del espectador.

Asquith desde luego sabe mantener el ritmo adecuado de la comedia y sin ser trepidante es consistente en el adecuadísimo metraje de hora y media y aunque la película no destaque ni merezca grandes elogios por sus méritos cinematográficos intrínsecos, permanece en la memoria por la exquisitez de su puesta en escena al servicio de un texto brillantísimo ofreciendo al espectador la oportunidad de haber asistido a una buenísima representación de la pieza de Wilde, que, forzosamente, hay que disfrutar en versión original, porque el esfuerzo de todo el elenco en adoptar ese acento tan especial de la época bien merece el correspondiente del espectador que saldrá ganando aun en el caso de no entender nada, porque el doblaje al castellano, con ser bueno, ni remotamente hace justicia a las voces originales, que difícilmente podrán ser igualadas jamás, un conjunto único e irrepetible.

En definitiva, una película imprescindible para cualquier cinéfilo y de visión obligada para quienes gusten de los buenos textos, del mejor teatro, y de las buenas interpretaciones.





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dilluns, 7 de juny del 2010

La última de Oscar



Algernon. Oh! . . . by the way, Lane, I see from your book that on Thursday night, when Lord Shoreman and Mr. Worthing were dining with me, eight bottles of champagne are entered as having been consumed.

Lane. Yes, sir; eight bottles and a pint.

Algernon. Why is it that at a bachelor's establishment the servants invariably drink the champagne? I ask merely for information.

Lane. I attribute it to the superior quality of the wine, sir. I have often observed that in married households the champagne is rarely of a first-rate brand.

Algernon. Good heavens! Is marriage so demoralising as that?



Uno sigue sorprendiéndose en sucesivas relecturas con las genialidades de Oscar Wilde, ese escritor irlandés que triunfó en las tablas escénicas victorianas de Londres y acabó con sus huesos en París a la temprana edad de cuarenta y seis años dejando una huella indeleble en la literatura mundial.

Ensayista, cuentista, poeta y dramaturgo, Wilde escribió su última pieza teatral en 1895, apenas unos meses después de haber triunfado clamorosamente con Un Marido Ideal, del mismo año, lo que le situó en una condición social y económica bastante acomodada.

Su última pieza, objeto de mi interés desde hace unas semanas, puede pasar por una comedia de enredo, una brillante farsa cómica y poco más en una visión rápida, pero si nos detenemos con calma en su título, de inmediato caemos en la cuenta que el genial dramaturgo nos propone un juego de despropósitos dirigido sin concesión ni piedad alguna a criticar con ferocidad a la sociedad victoriana en primer término como espectadora y a poner de manifiesto, gracias al virtuosismo de Wilde como escritor de afilada pluma, los defectos que la humanidad quizá todavía guarda en su forma de presentarse.

El título original es The Importance of Being Earnest y podríamos asegurar que es una espléndida definición de lo que Wilde va a presentar, porque la pronunciación de la palabra Earnest -que significa probo, franco, sincero, honesto, formal o severo- es idéntica, en inglés, al apelativo Ernest, que traduciríamos como Ernesto, lo cual de entrada al público hispano, que conoce la pieza con su título traducido como La Importancia de Llamarse
Ernesto, es engañado doblemente, pues la traducción más apropiada debería ser La Importancia de Ser Severo, por seguir el juego lingüístico planteado por Wilde.

En esta obra teatral, que fue la última, Wilde se nos presenta con un humor no tan sólo crítico sino incluso surrealista porque construye los diálogos con un desatino que, leídos antes que escuchados, inclinan al lector a pensar que el conjunto sería irrepresentable, sobre todo advirtiendo que el estreno se produce en 1895 en una sociedad que desde nuestro tiempo podemos clasificar como muy rigurosa y a pesar de ello, consiguió enardecer a su público e incluso alcanzar el indudable honor de ser la pieza de Wilde más representada en los escenarios desde su estreno, amén de ser versionada en sendas películas de las que hablaremos otro día.

Puede que la calificación de surrealista choque con la concepción que muchos tengan de Wilde, pero si leemos atentamente la escena que se ha destacado en la cabecera, creo que es una muestra perfectamente moderna para su época y que podría perfectamente haberse pronunciado por ejemplo, por cualquiera de los Hermanos Marx en una de sus alocadas películas.

Wilde subvierte la lógica del lenguaje dándole la vuelta una y otra vez como en un tornillo sinfín consiguiendo elevar la atención del espectador desde el primer minuto sin que en ningún momento de la obra haya algún diálogo que pueda calificarse como de normal, porque las situaciones se suceden a un ritmo diabólico y uno no tiene ocasión de pararse a comprender cuan locos están unos personajes que, además, están designados con unos nombres particularmente expresivos y llenos de intención, como, por ejemplo, el clérigo apellidado Casulla y la entrometida y marimandona Lady Bracknell.

Evidentemente ese surrealismo no tiene parangón con el de su coetáneo Alfred Jarry, que estrenó su Ubú Rey al año siguiente, en 1896, porque la estructura dramática y el lenguaje de Wilde continúan ofreciendo una apariencia clásica irreprochable: pero así como en la inmediata anterior Un Marido Ideal el retrato de la sociedad bien estante y políticamente dominante mantenía una cierta coherencia, una farisaica elegancia que oculta sus defectos y pecados, en su última pieza Wilde abre la caja de Pandora y los personajes mantienen unas actitudes y conductas totalmente excéntricas provistas de una sinceridad rayana en la desfachatez expresadas mediante unos diálogos brillantes, burbujeantes, literalmente increíbles e irreales pero casados en una continuidad escénica que requiere, evidentemente, grandes intérpretes para evitar naufragar en unas aguas aparentemente plácidas pero turbulentas como un maremoto que arrasa todo cuanto a su paso halla, sin dejar títere con cabeza, en un peculiar ajuste de cuentas de Wilde con la sociedad de su tiempo.

Si de entrada, como hemos podido leer en el encabezamiento, el mayordomo no tiene empacho en reconocer que el servicio de la casa aprovecha la presencia de invitados para dar cuenta de ocho botellas de champán, acto seguido comprobamos como los dos amigos Algernon y Jack se muestran claramente como falsarios y mentirosos empedernidos con una vida ociosa destinada únicamente a procurarse placer y comodidades mientras se ocultan tras identidades inventadas que chocarán con la ilusa concepción de las féminas Gwendolen y Cecily, crédulas a pies juntillas en la influencia que el nombre puede ejercer sobre la calidad del varón de sus sueños.

El juego de la identidad es una mera excusa aprovechada por Wilde con habilidad para inventar una trama estrambótica en la que unos personajes esperpénticos en el fondo pero muy delicados en las formas sirven al propósito del genial autor que reparte dardos envenenados contra todos los principios sociales, morales y culturales de la sociedad victoriana a una velocidad de vértigo, un alarde de subrepción wilderiana en la que estamentos como el matrimonio, la iglesia y la cultura se ven satirizados en frases ingeniosas pronunciadas con la habitual distinción y seriedad de las clases altas de la sociedad lo que acrecenta la hilaridad del efecto.

Wilde ametralla literalmente sin descanso los sentidos del espectador que debe estar atento para no perderse ninguna de las chanzas y la virtud del autor es tal que pese al cúmulo de frases ingeniosas revestidas de doble sentido la construcción de la trama es absolutamente perfecta, milimétrica en su ritmo y efectos de inicio a fin con un dominio absoluto del tempo de la comedia sin que nada falte ni sobre.

No es casual que ésta sea la última obra teatral de Wilde ya que coincidió con el desafortunado suceso de su proceso por conducta inapropiada, acusado de sodomita por el padre de su amigo Alfred Douglas, cuya victoriana madre vivía en Bracknell; el resultado, conocido, fue la prisión por dos años de Wilde y su lógico cambio de humor que le apartó de la asombrosa facilidad con la que escribe los hilarantes diálogos de esta farsa y construye un edificio dramático de primer orden, robusto, inalterable e inasequible, un bastión de la denuncia social proclamada a voces más que risueñas carcajeantes sobre unos individuos de toda clase y condición que son presentados desnudos de ropajes que puedan disimular sus torpezas, avidez y egoísmos que prevalecen sobre cualquier condición, consiguiendo Oscar Wilde en su última comedia teatral alcanzar el punto más álgido de su dramaturgia.

Ya sé que leer teatro no es una afición que esté muy extendida, pero no puedo menos que recomendar un vistazo a esta excelente comedia en una traducción al castellano que está disponible legalmente en la wikisource y que se parece bastante a la que yo he leído en papel: son apenas sesenta páginas y se leen en un suspiro. Y si se prefiere en inglés, aquí está también disponible.



Lady Bracknell.- ¡Mentiroso! ¿Mi sobrino Algernon? ¡Imposible! Es un alumno de Oxford.








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divendres, 4 de juny del 2010

Una pausa forzada



Lo que uno no espera que ocurra, sucedió el pasado miércoles 26 de mayo: después de haberme zampado un suculento almuerzo, me disponía a escribir respuestas a los amables examinandos del último acertijo publicado, cuando sentí un dolor en el pecho: un dolor frío, seco, que irradió hacia las extremidades superiores, como si mis dedos tuvieran reúma y además sentí ligero dolor de muelas y dientes de la mandíbula sup
erior.

Primero pensé que eran efectos de la copiosa comida: intenté iniciar una siestecita reparadora, pero acabé diciéndome a mí mismo que mejor iba en busca de un médico.

El primero que hallé resultó carecer de medios técnicos y el segundo, ya en la capital, tras pasar el filtro de una secretaria(slash)enfermera guapita e ineficaz, acabó con dejarme como una mezcla del monstruo de Frankenstein, el pecho lleno de electrodos y el alienígena de E.T., con un dedo permanentemente iluminado, y yo clamando: quiero irme a caaaasaaaaa.....

Ni de coña, gañán, me dijeron: que tu acabas de tener un infarto agudo en el ventrículo anterior y te vamos a meter un tubito por la muñeca y ya verás que vídeo más chulo te vas a llevar a casa, porque cuando te dejemos partir, la semana que viene, lo harás con un elemento de sofisticada tecnología en tu corazón....

Así que ya estoy en casa, con un cacharrito como una espiral en una arteria, un vídeo que no entiendo de nada y además está muy mal rodado (se nota que el guionista no está por la labor y el protagonista no tiene ni idea de lo que le pasa) y se me ocurre que quizá a partir de ahora mi vida dé un vuelco, porque una organización internacional me haya tomado en su poder a saber con qué intereses ocultos y puede que algún día en un callejón estrecho y oscuro escuche silbar una apasionada melodía y me tope con una rubia despampanante con una toalla mojada alrededor de su corazón que me invite a imitarla para huir juntos hacia destinos ignotos....

De momento, el tabaco a tomar por culo y los tragos de malta a buen recaudo en espera de tiempos más favorables....

Una cosa es segura: sin vicios, la vida será más larga... y menos llevadera...

Suerte que la cinefilia y su rico entorno ayudan a sobrellevarla....




p.d. 1: El proyecto que tenía sigue adelante, aunque más lento.

p.d. 2: Os visitaré, con calma.



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