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dilluns, 31 de gener del 2011

Científico a la fuga



Bien.
Algún imbécil ha inventado una tela indestructible.
¿Donde está?
¿Y cuánto dinero quiere?


Saber escribir conceptos con brevedad y concisión no está al alcance de todos los dialoguistas pero sin duda es virtud esencial para los dramaturgos y comediógrafos, esas extrañas gentes que a la hora de ponerse a escribir lo hacen pensando en un escenario y saben perfilar la psicología de un carácter ficticio a base de hacerle pronunciar frases más o menos afortunadas.

Roger MacDougall construyó una pieza teatral en la que satirizaba sin piedad capitalistas y obreros que tuvo un cierto reconocimiento en los teatros británicos y a su primo Alexander Mackendrick le gustó la trama y le propuso repetir la experiencia de cuando en 1937 ambos se ganaron unas libras esterlinas escribiendo un guión cinematográfico.

Con la diferencia que, esta vez, iba a ser Alexander Mackendrick el que tomara las riendas, como director, del rodaje de una de esas películas con poco presupuesto que la compañía Ealing Studios producía mediado el siglo pasado, despegando como quien dice de la Segunda Guerra Mundial.



La película, titulada como la pieza teatral The Man in The White Suit (El hombre vestido de blanco) se basa en la comedia de MacDougall convenientemente reforzada por el propio Mackendrick con la ayuda de John Dighton y nos presenta en menos de hora y media los avatares que suceden en torno a un personaje prototípico, el científico abstraído en su idea y que no ve otra forma de vivir que conseguir realizar lo que tiene en mente.

El guión literario y el guión técnico deben ser para el cinéfilo coleccionista piezas a conseguir porque Mackendrick demuestra en su segunda película una inteligencia cinematográfica remarcable: los primeros minutos de la película, en los que se nos presentan a los personajes, son una absoluta delicia que funciona perfectamente incluso sin escuchar para nada los diálogos:

Michael (el longevo Michael Gough, inolvidable como el mayordomo Alfred Pennyworth al servicio de varios Batman) está más o menos enamorado de la menuda pero sexy Daphne Birnley (Joan Greenwood), no por casualidad hija del magnate de la industria textil Alan Birnley (el siempre eficaz Cecil Parker) del que Michael espera más que la mano de su enamorada una fuerte inversión monetaria en su propio negocio de la industria textil.

Cuando todos visitan el laboratorio de la industria dirigida por Michael, se quedan pasmados ante una madeja de alambiques, serpentines y recipientes en ebullición que hace un característico ruido acompasado, sin que nadie parezca saber ni para qué sirve ni quien pueda ser el responsable del experimento. Un mozo del laboratorio, espectador mudo de la inquietud provocada por la maquinaria, permanece en un rincón: es Sidney Stratton (Alec Guinness, muchísimo antes de manejar espadas laser), en realidad un doctorado en química sin dinero para experimentar por sí mismo, convertido por necesidad en parásito de los laboratorios: en este caso, consumiendo cuatro mil libras inesperadas, evidenciando el descontrol de Michael sobre su inversión lo que aleja de inmediato al rico Birnley y de rebote a su hija que comprende que el amor de Michael por el dinero de su padre era superior al que sentía por ella.

Sidney es un científico con una idea en mente y una determinación a prueba de fracasos, así que se cuela como mozo en el laboratorio de Birnley.

Allí descubrirá, al fin, la fórmula para tejer una tela irrompible, indesmayable y, además, repelente a la suciedad.

Cuando Michael se entera, se lo chiva al magnate de magnates de la industria textil Sir John Kierlaw (Ernest Thesiger) que pronuncia inmediatamente la frase que encabeza estas notas.

El invento de Sidney no tan sólo obtiene el rechazo de la industria: también los sindicatos se opondrán al invento, comprobando todos ellos, patronal y trabajadores, que semejante dislate producirá un descenso en la necesidad de seguir comprando ropas y por lo tanto no hará falta fabricar tanta tela.

Burla burlando, Mackendrick sobrepasa con creces la postura de cine denuncia que se preocuparía por los impedimentos que la industria capitalista pudiera oponer a inventos que acabaran con industrias establecidas dando pingües beneficios, añadiendo la pérdida de estabilidad laboral de miles de trabajadores: desde siempre las teorías conspiranoicas nos hablan de las supuestas maravillas de algunos inventos que han sido acallados por la malvada empresa y sin entrar en el juego consistente en aceptar o negar tales premisas, lo cierto es que las repercusiones sociales hay que mirarlas con mucho cuidado.

Mackendrick planifica muy bien la película dándole un ritmo apropiado y sabe enfatizar los malévolos apuntes del guión que se burla de todos por igual y tomando lejanía se establece como observador sin tomar partido por ninguno de los dos bandos: en uno estará Sidney Stratton apoyado moralmente por Daphne (que simulará hallarse dispuesta a seducirle a fin de obtener su firma en la cesión de los derechos, con la aquiescencia de su propio padre y su hasta hace poco enamorado pretendiente, que ante su sorpresa la empujan hacia los brazos de Sidney) que al recibir la negativa de éste a ceder su invento, le dice:

"Si hubieras dicho que sí, te hubiera estrangulado yo misma."

Y de otra parte está el resto del mundo. Todos: capitalistas y obreros. Tan juntos, que incluso Mackendrick los mete a todos en el Rolls Royce de Sir John, persiguiendo por las callejuelas oscuras a Sidney cuando escapa.

Mackendrick, además de mover y emplazar la cámara, sabe contar cosas con los efectos especiales: gracias al sonido, identificamos, con Daphne, un nuevo experimento de Sidney; y gracias a los filtros de fotografía y a una buena iluminación, el traje blanco de Sidney parece brillar con luz propia y cuando espontáneamente coge una escoba y una tapa de una cuba, se nos asemeja de inmediato a un reluciente caballero armado, níveo adalid de la pureza de ideas.

Con escasos medios Mackendrick aprovecha la buena idea de su primo y sirve al guión con máxima eficacia aprovechando el buen hacer de los principales intérpretes, estrellas de la casa que siempre supieron aprovechar buenas líneas: Alec Guinness y Joan Greenwood en su segunda película juntos (la tercera y última sería El Padre Brown y la primera ya la vimos aquí) representan el ideal inquebrantable del avance de la ciencia: él como inventor y ella más filosóficamente rechazan considerar los supuestos efectos perniciosos que sobre el sistema económico pueda tener el invento: ella lo resume al afirmar que esa futura tela permitirá que los que carecen de vestido puedan disponer al menos de uno por toda su vida.

No hay tiempo -ni ganas, tampoco- de plantear en la trama consideraciones de mayor calado pero ello no obsta a la efectividad de la caricatura: así como en la grafía cuatro trazos sirven para invocar más que la realidad el espíritu identificable del personaje, así Mackendrick consigue pintar acertadamente la disposición de mundos teóricamente contrapuestos a unirse frente al idealista que a corto plazo les puede perjudicar y, además, los detalles que constantemente ofrece la narración tanto literal como cinematográficamente abundan en la distinción de ideas de cada personaje, con lo que la aspiración de la misma meta común, aniquilar el invento, consigue por un lado unirlos a todos y por otro enaltecer la figura de ese científico que acaba huyendo sonriente, mirando a un futuro en el que algunas marcas no tendrían razón de ser.

Una película sencilla, con pocas pretensiones, provista de un excelente guión que incluso destacó en una época especialmente brillante del cine mundial que debería estar en la estantería de cualquier cinéfilo para que pudiera solazarse con cine del bueno, de ése que requiere vista y oídos finos para poder disfrutar de los pequeños detalles -nada insignificantes de contenido- que trufan y dan sabor al conjunto y una buena tertulia después para seguir descubriendo lo que seguramente habrá pasado desapercibido. Imperdible muestra del mejor cine británico.


Tráiler






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divendres, 28 de gener del 2011

Examen de Cinefilia (Parte XL)



Mira por donde ya estamos otra vez a fin de mes y además es viernes, así que aprovecharemos que estamos de semana blanca, o gris, o negra, según como se mire, para apretar un poco las tuercas que tenemos dentro de lo que aguanta el sombrero y de paso haremos un poco de memoria, que nunca va mal.

Y al primero que haga un chiste fácil con el título que ha caído en suerte en ocasión tan señera, lo mando al rincón a leerse, de cuclillas, el guión de Avatar, así que están todos advertidos.

Aquí lo único en talla enorme es la calidad de los habituales concurrentes y su característico buen humor, ése, precisamente, que les inclina a pasar el martirologio una vez al mes y, mira, ya toca de nuevo.

Así que agarren lápiz y papel, porque vamos a tratar de seguir unas pocas pistas que nos llevarán de forma ineludible a conocer el título de la película (demasiado conocida, me temo) de la que, si les place, trataremos el lunes que viene, si no pasa nada raro.

¿Preparados?





Para averiguar la película que se oculta tras el interrogante, nada más sencillo que conocer los lazos que unen a las siguientes cinco pistas:

Pista nº1


¡No se precipiten, que hay más pistas...!


Pista nº2


He dicho que era fácil y sencillo, pero no tanto....


Pista nº3


No confíen en mi naturaleza bondadosa.... por si es un bulo.....


Pista nº4


Supongo que a estas alturas ya todos habrán alcanzado la seguridad de tener en mente el título de esa película, así que no les hará ningún daño dar un vistazo a la última de las pistas.


Pista nº 5


Las maldiciones, quejas y alabanzas en directo, pero las respuestas, de haberlas, por favor mándenlas a través del formulario:



Espero que, por lo menos, haya resultado entretenido estrujarse las neuronas un poco...


Enhorabuena a David, porque, después de pensar un poco, ha hecho diana. Dejaremos, de momento, la solución en silencio, por si hay interés en descifrarla.



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dilluns, 24 de gener del 2011

Charlatanes







En el diccionario en línea de la RAE hay cuatro definiciones del término charlatán (y su femenino charlatana) que se pueden aplicar como vestido hecho a medida a la pareja de protagonistas de una película que ya ha cumplido los cincuenta años y que, basada en una novela del estadounidense Sinclair Lewis, versa sobre unos personajes que se mueven en los tiempos de la depresión económica deambulando de pueblo en pueblo vendiendo ilusiones a los aldeanos huérfanos de formación espiritual.

La novela escrita por Sinclair Lewis se centra de hecho en un único personaje, que le da título y que describe perfectamente ya en las primeras líneas:

Elmer Gantry was drunk. He was eloquently drunk, lovingly and pugnaciously drunk. He leaned against the bar of the Old Home Sample Room, the most gilded and urbane saloon in Cato, Missouri, and requested the bartender to join him in “The Good Old Summer Time,” the waltz of the day.

Blowing on a glass, polishing it and glancing at Elmer through its flashing rotundity, the bartender remarked that he wasn’t much of a hand at this here singing business. But he smiled. No bartender could have done other than smile on Elmer, so inspired and full of gallantry and hell-raising was he, and so dominating was his beefy grin.


En esta novela, que puede leerse aquí, Sinclair Lewis describe con ironía y crudeza los andares de su protagonista entre las gentes de las variadas iglesias que existían -y siguen existiendo- en el vasto territorio estadounidense donde los predicadores sin apenas conocimientos éticos y teológicos pero sobrados de palabrería hallaban siempre la forma de aligerar los bolsillos de sus feligreses.

La novela de Lewis, como es de suponer, obtuvo toda clase de descalificaciones desde los muchos púlpitos ambulantes y tarimas itinerantes alcanzando dos popularidades bien distintas, según se hubiera leído o no su texto. Como siempre, vaya.

Richard Brooks, conocido cineasta, escritor, guionista y productor, ya había catado las mieles del triunfo en adaptaciones de famosas novelas y tenía el ojo puesto en la pieza de Sinclair Lewis que, por otra parte, tenía como antecedentes cinematográficos dos nominaciones a la mejor película, la primera en 1932 por Arrowsmith, de John Ford, y la segunda en 1937 por Dodsworth, de William Wyler, por sus novelas de iguales títulos.

Ese empeño de Brooks en llevar a la pantalla la historia no puede sorprender atendida su trayectoria, pero desde luego era una aventura arriesgada ya que cuando se llevó a los escenarios de Broadway siquiera llegó a las cincuenta representaciones: meterse a criticar el submundo de las variadas iglesias no era buen negocio a mediados del siglo pasado como tampoco lo es ahora.

Por ello no resulta extraño que se creara una productora ex profeso para llevar adelante el proyecto, con el nombre de la película, como ya ha ocurrido en otros casos: lo que lamento es que no he he podido hallar datos relativos a Elmer Gantry Productions Inc., la que fue productora de la película titulada como era de preveer Elmer Gantry (traducido innecesariamente su título al castellano como El fuego y la palabra) dirigida por Richard Brooks y protagonizada por un eléctrico Burt Lancaster y por Jean Simmons, recién casada con Brooks, con lo que no sería nada raro que ese núcleo fuera el mismo que el de la productora.

Richard Brooks se cuidó también de realizar el guión basándose en la novela de Sinclair Lewis modificándolo en buena parte y otorgando un papel más importante a la predicadora Sharon Falconer interpretada por Simmons.

Recuerdo haber visto esta película en la televisión hace muchos años y quedar impresionado, sobre todo, por la fuerza expresiva que dimana como un torrente de Burt Lancaster -que consiguió el Oscar en una convocatoria muy interesante- y ha sido recientemente cuando, habiendo tenido la oportunidad de repasarla tranquilamente en v.o.s.e., he podido constatar que no tan sólo la baza de Lancaster es apreciable, porque la Simmons está magnífica y además el siempre eficaz co-protagonista Arthur Kennedy está perfecto -como solía- en su caracterización del periodista Jim Lefferts, la voz del raciocinio en toda la trama, el que conecta directamente con el espectador, un mirón aquietado y tranquilo, escéptico y detallista que escribe sobre todo lo que ve.

La dirección de Brooks no tiene nada de especial aunque cuida los detalles y sabe emplazar la cámara dando aire a sus personajes, caracteres por él mismo dibujados más que escritos, con un trazo más grueso que el original, mostrando lo que en definitiva es un circo ambulante de sentimientos personales, un camino hacia la consecución de un palacio, una forma de vida basada en las deficiencias del prójimo que se consuela con palabras gastadas sin ideas que las sustenten, oratorias resonantes sin contenido, multitudes congregadas despersonalizadas y caja que paga los gastos y deja pingües beneficios, lugar en el que medrar plácidamente ese protagonista borrachín, simpaticón y seductor que se pierde por el vuelo de una falda, aunque tenga una buena excusa al tratarse de la falda de una estupenda Shirley Jones que obtuvo merecido reconocimiento a su labor como secundaria.

El guión de Brooks simplifica y rebaja la acidez de la novela de Lewis introduciendo una ambigüedad que no está en el original mucho más sarcástico con todo el mundillo de los predicadores de esas iglesias que aparecen como setas acomodadas a cada territorio convertidas en saco receptor de limosnas con que pagar el whisky. Con un final algo acomodaticio, pasados cincuenta años uno se queda en la sensación que ni Brooks ni el auto proclamado ateo Lancaster se atrevieron a arriesgar sus dineros en afrentar demasiado a ese poder fáctico que, conglomerado, constituye la mayoría silenciosa en un país que sigue siendo demasiado grande (en caminos desiertos y en población) para que lo aquilatemos ajustadamente.

Brooks incide, eso sí, en la necesaria presencia de un pueblo desinformado, poco alfabetizado, inculto, como destinatario de toda esa charlatanería vertida por esos bribones resabiados que saben engatusar a los aldeanos, remarcando como contrapunto el temor de la predicadora a presentarse en una ciudad "civilizada" donde cabe suponer que el público estará más y mejor informado, con el añadido del observador y relator de todas las andanzas, ese periodista que tendrá también su momento de gloria al ejercitar su honestidad por encima de los intereses creados.

Es curioso, y pueden verlo en el tráiler que se publicitó con el reclamo de dinero, sexo y religión como una provocación, pero luego queda a medias. Aunque mirándolo con calma, ya uno quisiera ver el estreno mañana, con el reclamo de primerísimas estrellas, de una película que pusiera en solfa las técnicas de, por ejemplo, la iglesia de la cienciología, nacida, precisamente, poco después del fallecimiento de Sinclair Lewis que, si levantara la cabeza, se quedaría atónito: seguro.

En definitiva, una película que sin resultar de visión obligada ofrece la oportunidad de disfrutar de estupendas interpretaciones al tiempo que el cinéfilo comprueba que, hace ya más de cincuenta años, en el cine se podían ver historias que apuntaban, aunque dulcemente, hacia poderes fácticos que, lamentablemente, se han perpetuado, al no haber cambiado las condiciones requeridas para su existencia.








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divendres, 21 de gener del 2011

Secundarios de Lujo (24)



Si empezáramos diciendo que este intérprete jamás recibió ningún galardón por su trabajo siempre podría salir algún listillo asegurando que claro, habiendo iniciado su carrera pública como deportista en los campos universitarios y careciendo de estudios melodramáticos, como iba a recibir nada.

Tanto como nada tampoco es que sea cierto, porque llegar a trabajar en doscientas setenta y una producciones, la mayoría películas, en un período de treinta y un años, viene a significar que algo bueno le verían en la industria hollywoodiense que de caritativa nadie la ha adjetivado que se sepa.

Si además el buen hombre llegó a trabajar en un año en más de treinta películas, está claro que le reclamaban sin cesar.

Nacido a primeros del siglo pasado, en 1903 en un pueblo de Nebraska, Wardell Edwin Bond se crió de jovencito en Denver y luego se trasladó a la universidad en California donde formó parte del equipo de fútbol americano coincidiendo con un tal Marion Morrison con el que mantuvo a lo largo de toda su vida una fuerte amistad.

Ambos conocieron el cine como extras y el tal Marion empezó a aficionarse a esto de trabajar en el cine y, como quien no quiere la cosa, el joven Ward Bond se estrenaría con su amigo en 1929 en papelitos de relleno y ya no pararían de trabajar en el cine hasta su defunción: Ward Bond casi siempre en papeles de secundario, componiendo perfectamente tipos duros, con carácter, ocasionalmente también dotados de rasgos humorísticos, por lo que se cuenta, casi como era él personalmente.

La evidencia de su valía persiste en la memoria cinéfila y vamos, si les parece, a dar un pequeño vistazo a algún que otro momento de su carrera.

Advierto que hay un peligro: puede uno quedarse con las ganas de ver otra vez cualquiera de estas películas que han sido elegidas prácticamente al azar, pendiente de su existencia en la red; podría haber escogido otras tantas, y seguiríamos con ganas de volver a verlas.

Fíjense, si les place, en los compañeros de rodaje de Ward Bond:

En The maltese falcon (1941) hace una pregunta que obtendrá de Humphrey Bogart una respuesta ya mítica.

Al año siguiente, su composición de un célebre boxeador le enfrenta en Gentleman Jim (1942) a un Errol Flynn que estaba en su apogeo: a Ward le tenían que haber premiado por su trabajo.

Casi seguro que pocos se acuerdan de su trabajo a las órdenes de Capra en la célebre It's a wonderful life (1946) donde acaba de encontrar al perdido James Stewart.

Valiendo lo mismo para un barrido que para un fregao, aquí podemos verle marcándose unos pasos de baile en Fort Apache (1948) y compartiendo escenas con Henry Fonda y John Wayne (su amigo Marion)


Tan amigo de John Ford como de Wayne, el gran director demostró gran confianza en Ward Bond y justo es afirmar que nunca le defraudó; la de Ward es la voz en off que nos guía en la obra maestra The Quiet Man (lo siento: los vídeos de youtube están bloqueados) y en otra obra maestra The Searchers (1956) Ford se vale de Ward Bond para explicar, focalizando su rostro, toda una historia.

¿A que sí que apetece ponerse a ver cualquiera de esas grandes películas? Estaban advertidos...

Pues ése es el premio que se llevó Ward Bond, un actor secundario sólido, un tipo con agallas, de esos que daban seguridad a cualquier escena en la que aparecían.





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dilluns, 17 de gener del 2011

Un lujo de guión





Una de las ventajas inherentes a las películas pertenecientes al género histórico suele ser que envejecen bastante bien ya que, salvo las que tocan edades muy cercanas o se permiten elucubrar sobre un futuro ya pasado, las dudas que uno puede albergar siempre aplicando el sano escepticismo hacen que la mayor parte de la temática, digamos formal, no sufre por el paso natural del tiempo.

Por supuesto, las películas del género que uno ve de niño son vistas con otros ojos alcanzada que ha sido la madurez, aunque esta premisa tampoco sea cierta en todos los casos, y no miro a nadie en especial, porque todos conocemos adultos anclados en la adolescencia: con el tiempo, uno va adquiriendo conocimientos, lastre, y la mirada cambia.

Las películas de capa y espada, las de aventuras oceánicas, vibrantes héroes y bellísimas damas, son disfrutadas casi que físicamente en toda edad y condición, pero las que se detienen en los intríngulis historicistas se observan diferentes con el paso del tiempo a causa de los cambios que se operan, por fortuna, en el espectador.

Curiosamente esas películas se disfrutan con mirada placentera en diferentes momentos vitales y llega un momento en que uno se detiene a pensar en el porqué y la consideración de los diferentes elementos cinematográficos que concurren, en algunos casos, produce confusión, porque todos ellos son notables, resultando imposible distinguir el más virtuoso, aquel que es capaz de apresar nuestro interés mientras nos complace repasar, una vez más, la película.

Esto me ocurre -y espero no ser el único- con la película dirigida por Fred Zinnemann que, basándose en el excelente trabajo de Robert Bolt, rodó en la Gran Bretaña del año 1966, en plena eclosión de la música pop y la minifalda, un drama histórico urdido alrededor de Thomas More, película que se tituló A Man for All Seasons, traducido su titulo en España como Un hombre para la eternidad.

La trama histórica es sobradamente conocida pero el guión se basa en la pieza teatral del mismo título escrita por el mismo Robert Bolt que ya obtuvo grandes éxitos en las tablas londinenses y neoyorquinas antes de verse trasladada, como es natural, a la gran pantalla. Así que, de nuevo, se trata de una película que, además de pertenecer al género histórico, es "teatral", con todo lo que ello significa, empezando por la natural predominancia del texto sobre la acción física.

O sea, que de espadachines, nada de nada. Pero tensión, hay. Salvo que las escaramuzas verbales y dialécticas vertidas y pronunciadas por aceradas y viperinas lenguas sean observadas con una benevolencia inocente que menosprecie el poder de la palabra como elemento peligroso capaz de corporeizarse, por ejemplo, en una ejecución sumarísima.

Los elementos a las órdenes de Fred Zinnemann como director y productor y por lo tanto máximo responsable, gozan de una calidad sobresaliente y por ello no es de extrañar que la película obtuviera el reconocimiento tanto de crítica como de público, porque Zinnemann en 1966 era un director afamado y curtido en películas muy diversas y el guionista, Robert Bolt, podía presumir enseñando los reconocimientos recibidos por sus trabajos en Lawrence de Arabia y en Doctor Zhivago.

O sea, que bien mirado, tampoco es tan raro que la película despierte ganas de verla de vez en cuando.

Porque además Zinnemann supo elegir un elenco de intérpretes que bordan sus papeles: Paul Scofield recibió toda clase de parabienes por su interpretación de Thomas More, pero el resto de sus compañeros de reparto, encabezados por Leo McKern como el avieso Cromwell, no le van a la zaga: nombrando sólo unos cuantos a cualquier cinéfilo se le hará la boca agua, porque contar con Orson Welles, Wendy Hiller, Robert Shaw, Nigel Davenport, John Hurt y Susannah York es un lujo irrepetible, casi tanto como el excelente guión en el que todos ellos se basan para perfilar unos personajes que permanecen en la memoria acabada la película.

Dejando aparte el rigor histórico que pueda tener la trama que sustenta la película, conviene resaltar que Bolt se cuida de dotar a todos sus personajes de frases brillantes que además de estar bien escritas perfilan los caracteres distinguiéndolos claramente, dándoles incluso a los secundarios un contenido que les humaniza y personifica consiguiendo individualizarlos, otorgándoles un reconocimiento que les sitúa perfectamente dentro de la trama, consiguiendo un conjunto redondo.

La personalidad real de todos los que aparecen en la película puede coincidir o no con los caracteres cinematográficos y ello será objeto de debate quizás en otro lugar, pero lo que me cautiva de la película de Zinnemann es la elegancia con que el director nos muestra la historia, manteniendo un ritmo pausado pero constante, como si ese río que separa la casa de More -ya sabemos, la casa, el hogar, castillo propio- de la corte londinense, ese río que debe ser cruzado en barcas con remeros, forzosamente a velocidad lenta, marcará el curso de la historia: a un lado del río la casa, la seguridad; al otro, la corte, las intrigas, el peligro.

La trama, basada en la disputa entre Thomas More y su rey, Enrique VIII, con motivo aparente del real divorcio, evidentemente en la realidad debió de ser de una complejidad enorme de intereses creados y tomar partido por uno u otro a estas alturas me parece, personalmente, una pérdida de tiempo.

Lo que importa a Zinnemann, en mi opinión, es reflejar y contar, sin tomar partido, las muy distintas personalidades que viven todavía en el guión escrito por Robert Bolt:

Thomas More alcanza la figura del hombre orgulloso de su forma de ser que se resiste a cualquier cambio y se aferra a lo que conoce y domina como tabla de salvación y excusa para su conducta: las leyes que han regido toda su vida, las leyes que conoce por haber intervenido en su redacción: hay un momento en el que, discutiendo con su futuro yerno, que un tanto fanáticamente asegura estar dispuesto a pasar por encima de cualquier ley con tal de acabar con el mal, personificado por el diablo (en realidad se refiere a eliminar el potencial peligro del traidor Richard Rich), se planta muy serio y dice, mirando a cámara:

"Yo concedería al Diablo el beneficio de la Ley por mi propia seguridad."

El monarca aparentemente despótico y libidinoso, alocado, tratado un poco de refilón por no querer competir con otras célebres películas, no deja de tener su oportunidad de sensatez real ( Robert Shaw se luce sobremanera en las escasas escenas a su disposición) y las artimañas, estrategias e intrigas promovidas por los ambiciosos Cromwell y su secuaz Rich chocarán con las leyes en las que se ampara More una y otra vez sin que su constancia e insistencia se vea afectada por ello: como siempre, la entidad de los contrincantes malvados enaltecerá por sí sola la figura del héroe protagonista que se resiste a plegarse a sus intereses.

Hay un cierto componente socrático en la dialéctica manejada por More para desespero de sus adversarios que pretenden y no consiguen hacerle caer en la provocación pero la trama no pretende y Zinnemann ni siquiera lo intenta convertir la película en una especie de hagiografía de Thomas More, por mucho que haya sido elevado a los altares no tan sólo por la Iglesia Católica sino también por la Iglesia Anglicana: la cámara se entretiene con calma y detalle frente a todos los personajes dándoles el tiempo necesario para mostrarse como son, sus anhelos y deseos, su sed de poder, su ambición particular, su miedo, su instinto de conservación, desde el más alto canciller hasta el criado doméstico.

Zinnemann mueve la cámara con su habitual elegancia dominando el ritmo pausado que requiere la historia, ofreciendo como es lógico detalles de cineasta sabio en sus habituales elipsis con las que muestra, por ejemplo, el paso del tiempo, mientras dirige con eficacia el elenco que ha elegido, del primero al último, todos retratados casi siempre desde una altura media, la cámara algo baja, como buscando enaltecer a todos: da la sensación que Zinnemann colocó la cámara frente a los ojos de Susannah York, recién fallecida cuando escribo esto, y ya no la subió en ninguna escena de planos medios, de modo que tanto la figura de More como la del Duque de Norfolk tienen preponderancia, mucho más altos que Cromwell (Mckern) o el traidor Rich (Hurt), aunque los primeros planos de los malvados conspiradores permiten asombrarse por su maldad. Zinnemann sabe escribir con su cámara con claridad y tiene la gracia de alternar con suficientes paisajes y escenas exteriores para conseguir que el ambiente opresivo de la pieza teatral desaparezca en parte y tan sólo la brillantez del texto invite, que no recuerde, a pensar que hay una obra teatral detrás de la pantalla.

Cuando uno acaba de dar un vistazo a la película se da cuenta que el metraje alcanza las dos horas y parece mentira que, no habiendo escenas de acción pura y dura, la atención se mantenga durante tanto tiempo y ello es muestra fehaciente de la calidad del trabajo de Zinnemann y del acierto que tuvo en elegir a esos intérpretes de cuyo trabajo hay que disfrutar, evidentemente, en versión original, porque todos están magníficos recitando sus frases de un guión de verdadero lujo. Imprescindible verla, además, en su formato panorámico original: huyan de malas ediciones con formato televisivo. Imperdible para cualquier cinéfilo.


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divendres, 14 de gener del 2011

TC (13) West Side Story




El que se descuide, no podrá verlos.

Me refiero, naturalmente, a los títulos de crédito de la enorme West Side Story, porque los amiguitos de youtube, o más bien los que se supone detentan los derechos de esta magna obra de hace ya demasiados años para que se sustente un derecho cultural, han conseguido borrarlo apenas vislumbrado por lo menos dos ocasiones antes.

Así que darle un vistazo ya, porque, salvo que uno tenga la película en glorioso dvd -y sea su cinefilia galopante y verdadera- seguro que estos títulos de crédito, ideados por el amigo Saul (ya dije que aparecería bastantes veces: es inevitable) Bass aprovechando la actualidad artística del momento en su elemento, lo que para nosotros era extraño y hasta hace poco no ha tomado carta de naturaleza urbana.

Dejémonos de palabras y vayamos a lo que interesa, esos títulos de créditos finales que, seguramente, muchos nunca han llegado a ver.

Porque, al principio, no hay nada....


Espero que los hayan disfrutado...




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dilluns, 10 de gener del 2011

Gracias, Steven



En estas fechas navideñas que acabamos de abandonar se han cumplido ya treinta y cinco años del estreno en España de una película que sin pretenderlo de forma anticipada ha llegado a alcanzar un lugar de privilegio en la cultura popular proveniente del mundo cinematográfico.

Pasado ya tanto tiempo son de sobras conocidos los variados avatares que sufrió en su gestación -lo que ahora se conoce muy pomposamente en algunos casos como pre-producción- la que fue iniciadora de la costumbre de estrenar en verano, una película que para algunos es de terror, para otros de aventuras y para algunos otros ya casi mítica sin que le quepa el adjetivo "de culto" porque, simplemente, pertenece a la lista de las más taquilleras en la historia del cine y eso, claro, marca, para bien y para mal.

Para mí, que tuve la enorme suerte de verla en estreno en el barcelonés Palacio Balañá cuando acababa de ser remodelado y disponía de una enorme sala con unas butacas de ensueño, la película que puso en la historia a Steven Spielberg, Jaws (1975) traducido su título en España como Tiburón, es una pieza que forma parte de mi historia cinéfila particular y sí: es mítica.

Porque al igual que ocurrió bastantes años antes con otra película mítica, Casablanca, nada permitía suponer que esa producción de Richard D. Zanuck que tuvo un azaroso recorrido hasta que se inició el rodaje, alcanzara el éxito comercial que obtuvo; porque el empeño de Zanuck halló una serie de obstáculos centrados en el rechazo de varios directores para ocuparse de rodar la historia y de diversos actores que tampoco creyeron que la película fuera a beneficiar sus carreras: así que hechó mano del entonces joven Spielberg, a contrato con los estudios de la Universal, y puso a su disposición un trío de actores de segunda fila: Roy Scheider, Richard Dreyfuss y Robert Shaw, los tres de solvencia garantizada y sin problemas de protagonismo.

La película se basa en una novela de Peter Benchley que fue un superventas en los Estados Unidos y animó a Zanuck en el empeño y luego se vendió muy bien en el resto del mundo a remolque del estreno de la película que, además de iniciar la nueva modalidad de presentaciones en verano, explotó con gran fuerza todos los conceptos que la mercadotecnia supo asociar a lo que, por sí mismo, fue un rotundo éxito que nadie suponía: el esfuerzo de promoción intentaba como sigue haciendo, pasado tanto tiempo, ayudar a la película, porque ni su propio productor esperaba que de un casi novato Spielberg y unos actores usualmente ocupados en personajes de refuerzo, característicos, pudiera surgir una película que acabara siendo histórica, máxime cuando Spielberg se mostró nada proclive a seguir el guión escrito por Benchley, quitando y añadiendo pasajes a su gusto.

Es de reconocer que Steven Spielberg supo aprovechar al máximo el presupuesto con que contaba invirtiéndolo en unos efectos especiales novedosos para la época que administra con cuenta gotas y muy sabiamente.

La trama, cabe suponer que conocida a estas alturas, consiste en la súbita e indeseada aparición en las costas de una isla turística de un escualo que dotado de temibles mandíbulas (jaws) se alimenta de cualquier bañista con el que tropieza y su consecuente persecución a cargo del jefe de la policía local, Martin Brody (Scheider) con el concurso del oceanógrafo Matt Hooper (Dreyfuss) ambos embarcados casi de polizontes forzados con el pescador de tiburones Sam Quint (Shaw) que es el dueño del barco y el experto en la faena.

Spielberg demuestra una sabiduría cinematográfica inusual en un novato y dirige muy bien el rodaje dominando el ritmo que imprime a la trama: disponiendo de un metraje de dos horas, dedica la primera parte a provocar la ansiedad mediante los sucesivos ataques del escualo, presentados con maestría: apoyándose en la excelente sintonía compuesta por John Williams substituye durante los primeros sesenta minutos la figura del amenazante tiburón por las notas musicales que acompañan una zigzagueante cámara en unos encuadres subjetivos que imprimen fuerza y violencia a las escenas sin caer en el recurso fácil, estremeciendo y asustando al espectador, manteniéndolo en vilo, el culo prieto y clavado a la butaca.

Pero es luego, en la segunda parte, cuando de forma sorprendente alarga hasta los sesenta minutos la persecución de los tres hombres subidos a ese barco que llegará a parecer minúsculo cuando, por fin, atisbemos fugaces, las enormes mandíbulas provistas de miles de dientes que nos infundirán pavor: Spielberg mantiene la tensión con un incremento exponencial dosificando con maestría absoluta el tempo interno de la narración, escribiendo con la cámara un cuento terrorífico que apresa la atención sin que nada parezca sobrar ni faltar: con una cierta libertad en la improvisación a los actores en una situación de rodaje particularmente complicada, cual es mantener los tres personajes en el esquife durante una hora, Spielberg mantiene tensa la cuerda y no afloja hasta el final.

La economía de medios invertidos por Spielberg es lo que en definitiva, pasados tantos años, sigue dando enormes réditos a ese trabajo de juventud, porque pese a que en su estreno algunas críticas sesudas despreciaron la película tildándola de mero producto de aventuras con artilugios, significando el enorme éxito comercial recibido una lacra a ojos de críticos todavía muy metidos en su papel de intelectuales del cine aspirantes a convertirse en Truffaut, un repaso calmado a la película permite comprobar que sigue manteniendo su fuerza intacta a pesar de conocerse al dedillo el curso de los acontecimientos que narra y muestra.

El conjunto sigue siendo sobresaliente porque la mecánica permanece incólume: no se trata de conseguir la empatía con los personajes, que están dibujados con trazo firme pero alejado de sentimientos que entorpezcan la decisión de la caza, la eliminación segura del peligro que proviene de un ser desconocido: la propia falta de identificación del escualo consigue aumentar la sensación de amenaza que del mismo se desprende. jugando perfectamente Spielberg, como ya lo hizo en la anterior Duel, con la fuerza de la sugestión: Steven sabe perfectamente que el terror anidado en cada espectador es mucho más poderoso que el que puede verse directamente en la pantalla: la confianza en la interacción conseguida en el patio de butacas gracias a los resortes cinematográficos sabiamente dispuestos no puede fallar y su eficacia está sobradamente demostrada en grandes e inolvidables películas: el ansia por acabar con el poderoso enemigo se traslada así, por virtud de Spielberg, de la pantalla a la butaca, estremeciendo hombros y abriendo ojos como platos, insertándose para siempre en la feliz memoria del cinéfilo.

Seguramente son muchos los lectores que habrán visto esta película en la televisión, con pantalla pequeña y anuncios de por medio: ésa no es forma de ver ninguna película, todos los saben, pero también es cierto que no es fácil ver en el cine estas películas, pues los reestrenos prácticamente no tienen lugar; por lo menos, debería verse la película en dvd y a ser posible en v.o.s.e. sobre todo para disfrutar de la muy buena composición que hace Robert Shaw de su personaje; porque habiendo sido rodada en un magnífico formato panorámico y dotada de un sonido atronador y emocionante, olvídense de pases televisivos.

Una película pues a revisar: el cinéfilo consecuente que no la haya visto en condiciones ya sabe lo que debe hacer, y, cuando acabe de verla, recuerde que su director es Steven Spielberg (sí, el que luego se repite hasta el hastío con su amiguito del látigo) cuando todavía no era multimillonario y disponía de más talento que de dinero, y no como ahora. Imperdible, vaya.


Tráiler


p.d. 1:No deja de ser curioso que el Palacio Balañá fue reconvertido en albergue de cinco de esas minisalas con pocas butacas: tal parece que el declive del cine va ligado como causa o consecuencia, que habrá que discutirlo un día, a esos mini espacios con mini pantallas y mini películas que llevan a la quiebra a los mini productores de hoy en día.


p.d. 2: al buscar información, me encuentro con una buena noticia que ignoraba y que me alegra: parece que el Grupo Balañá, en su cine Urgell, que mantiene sus buenas características de "cine de verdad", ha decidido probar de nuevo con los reestrenos, y Tiburón la pasaron hace unas semanas. Aunque tarde, me alegro de esta decisión.
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divendres, 7 de gener del 2011

G.A. (10)



Decidirse a llamar la atención de los amables lectores sobre las virtudes de algún intérprete de renombre es en ocasiones una tarea ardua porque uno, dubitativo e inseguro, no acaba de inclinarse por ninguna de las muchísimas oportunidades que pueden hallarse cuando ha decidido detenerse por unos instantes y dedicar unas líneas a uno de esos monstruos sagrados del cine.

Nacer en una familia de raigambre aunque sea rozando además la aristocracia no es, como sabemos todos, ninguna ventaja a la hora de situarse delante de una cámara y, adoptando de forma inteligente la personalidad ajena de un personaje de ficción, desarrollar un trabajo que sea merecedor de elogio.

Nacer en el seno de una familia liberal cuando el término casi estaba por inventar, allá por el año 1907, y siendo mujer, no era circunstancia nada frecuente: que se le permita a la chiquilla desarrollar todo su extraño talento y crecer culturalmente con una cierta independencia insolente, ya es una base para lo que luego sucederá.

Lo que pasará será que la niña, Katharine Houghton Hepburn, dotada de un cuerpo atlético y bien formado, una altura por encima de la media en su época y su sexo, unas facciones basadas en un cráneo que diríase cincelado por Leonardo y un cerebro muy bien amueblado, acabará por decidirse a ser artista y, dotada de un talento excepcional, acabará sus días casi centenaria, en 2003, aclamada como una de las más grandes actrices que la cinematografía ha conocido, capaz de afrontar sin miedo y con extrema solvencia tanto la comedia más alocada y brillante como las tragedias clásicas y el drama más punzante y sofisticado, obteniendo nada menos que cuatro Oscar como intérprete principal de doce nominaciones.

Precisamente, uno de los Oscar lo ganó por su trabajo con su compañero Spencer Tracy en la que fue su última película juntos, que ya recordamos en la anterior entrada en esta mini-sección.

Así que, evidentemente, hay mucho donde escoger, porque la grandísima Katharine Hepburn nos dejó muchas horas de goce al verla trabajar; nos detendremos, si os place, en la interpretación que realizó en 1959 a las órdenes de Mankiewicz en la película que ya comentamos hace tiempo, Suddenly, Last Summer, donde Kate consigue encandilarnos al dar voz y cuerpo a la viperina Violet Venable (1) en la que, todavía, hoy, podemos considerar una actuación modélica (2).





p.d.: (Otro día nos ocuparemos de sus compañeros de rodaje)



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dilluns, 3 de gener del 2011

Thornton salva la función








Hace cuatro días tuvimos ocasión de recordar una película reciente, estrenada en España en 2002, y quedó patente para este comentarista el poderío que las imágenes de la bella Scarlett Johansson tienen sobre los lectores de este sencillo bloc de notas, ya que de todos los que posaron un momento sus neuronas en el acertijo propuesto únicamente la que no había visto la película supo dar con la clave de la solución, tan simple que a buen seguro ahora más de uno -y sin distinción de sexo- se llevará las manos a la cabeza preguntándose cómo caramba no se le ocurrió, al ver este Vídeo , formular una simple pregunta, que admite variables:

Cuando los hermanos Coen (Joel y Ethan ó Ethan y Joel, que tanto da) ya revestidos de una fama de cineastas que últimamente se han cuidado poco de mantener, en el año 2000 se decidieron a rodar lo que ellos mismos auto definen como homenaje a los grandes clásicos basados en novelas de James M. Cain y se aprestaron a escribir un guión un tanto desnortado que ni siquiera tuvo título durante el rodaje de una película que por muchos meses se denominó en las plaquetas "untitled barber movie" y que acabó adoptando el nada original título de The Man Who Wasn't There (que ya había sido utilizado en dos ocasiones anteriormente), en algún momento, bien impulsados por una idea propia, bien por alguien de la productora, decidieron que la mercadotecnia se reforzaría ostensiblemente si la película se mostraba, se exhibía, se proyectaba en los cines en formato fotográfico de blanco y negro.

Así que la pregunta correspondiente al acertijo basado en el vídeo puede ser:

¿Pero la película no es en blanco y negro? o...

¿De dónde ha sacado TVE una copia coloreada?

Recuerdo haber visto en estreno la película y haber quedado gratamente impresionado por dos poderosas razones, muy cinematográficas ellas:

La excepcional calidad de la fotografía en blanco y negro, con una enorme cantidad de matices en los grises, calidad que, ciertamente, no se alcanza a observar en el dvd que me compré hace unos años: en pantalla y bien proyectada, la película es un espectáculo visual, porque el trabajo de Roger Deakins, una vez más, tiene una factura excelente.

La sobresaliente labor interpretativa de Billy Bob Thornton como Ed Crane, ese barbero lacónico que llena la pantalla con su poderosa figura y los oídos del espectador musitando en off con su ronca y expresiva voz una historia que se va enredando por momentos.

Thornton compone a un hombre callado que no para de pensar y sus pensamientos están a nuestro alcance gracias a su voz en off: resulta muy curioso e interesante detenerse en el trabajo interpretativo de Billy Bob, porque aun a pesar que evidentemente sus palabras musitadas no componen ningún diálogo y por lo tanto se hallan huérfanas de contraste con otros personajes, el largo monólogo que nos va mostrando su discurso interior, conjuntamente con la expresividad corporal que no cede ante el mutismo del personaje, forma un todo expresivo de primera magnitud, una exhibición de arte interpretativo, una lección magistral compuesta de miradas y microgestos.

A Billy Bob le tendrian que haber dado el Oscar a la mejor interpretación masculina, pero está claro que el jurado aquel año no acabó de acertar del todo, pero es lo que hay.

Aun sin el reconocimiento académico, el trabajo de Thornton sigue siendo, pasado un tiempo prudencial, la mejor baza de una película que mantiene un aspecto visual potente gracias a la fotografía y a la caligrafía de los Coen, en este caso teóricamente Joel, que saben presentar la trama con suma eficacia moviendo la cámara y emplazándola donde mejor conviene, retratando a los diferentes personajes permitiendo que un elenco de primera categoría se muestre sin dificultad componiendo unos personajes que lamentablemente carecen de la fuerza necesaria para impresionar al espectador.

Da la sensación que el aspecto menos cuidado del conjunto es precisamente el guión, que puede leerse aquí y no por la falta de detallismo sino más bien por la escasa fuerza interna de los personajes que concurren en la trama: la pretensión de los Coen de revivir las antiguas películas de cine negro basadas en espléndidas historia de Hammet, Chandler o Cain falla precisamente en el núcleo: el protagonista acaba resultando demasiado inane, su mujer no acaba de perfilarse ni como fatal ni como víctima inusual y uno tiene la sensación que se les han hurtado líneas a esos personajes, porque no acaban de disponer de la necesaria fuerza que permita elevar la categoría del protagonista, como olvidando los hermanos Coen, autores del guión, que una buena película forzosamente requiere unos coadyuvantes poderosos para que, como una pirámide, eleven por encima de la media al centro de interés.

Si a ello añadimos algunos pasajes que resultan innecesarios, el lastre impide que el conjunto alce el vuelo y alcance el lugar esperado. La inclusión de la jovencita pianista sobra casi tanto como las bromas a costa de los platillos volantes, ideas descerebradas que pueden resultar jocosas en una reunión de amigotes pero que merman la unidad de una trama que no tiene porqué ser graciosa ni fantástica y desde luego querer aprovechar un relato de asesinatos para introducir un mal remedo de Lolita es una idea descabezada más que descabellada que acaba perjudicando al conjunto: unas buenas tijeras ayudarían a eliminar esos pasajes que engrosan innecesariamente el metraje y no llevan a puerto alguno.

En esta buena película, rodada con amor por el detalle recreando la época de los cuarenta del siglo pasado, hay una serie de intérpretes que son muy capaces de robar cualquier escena a poco que se les dé la oportunidad y a fe que Jon Polito y Tony Shalhoub no desaprovechan los pocos minutos que les dan, pero es una pena ver desaprovechada a Frances McDormand y a James Gandolfini en papeles con poca intensidad si como pretenden los Coen refrescamos la memoria con títulos como Perdición, y esto no es una maldad de este comentarista, ya que en el dvd hay referencias constantes a ese clásico y a las virtudes de la película en blanco y negro, cuando resulta que, a poco que uno investigue, se le ve el truco, la trampa y el cartón: el amigo Roger Deakins, que ya había realizado un trabajo notabilísimo en Barton Fink explorando las tonalidades y colores, realmente sigue ofreciendo lo mejor de sí mismo fotografiando esta película en un espléndido color, ofreciendo una paleta de sepias, ocres y tonos rojizos muy ajustados y adecuados a la historia que se cuenta; por si hay alguna duda, se le puede dar un vistazo a esta interesante página y puede que a algún cinéfilo le vengan ganas de conseguir ese dvd de colección que anda por ahí, en alguna parte, y luego nos preguntaremos porqué los Coen al final decidieron que su película era en B/N y procedieron a convencernos a todos de ello.

Seguro que Roger Deakins no quedó muy contento al comprobar que su estupenda labor con la paleta de colores se digitalizaba y pasaba a grises, pero ya se sabe: quien manda, manda.

Resumiendo, una película a la que el paso del tiempo no ha perjudicado porque no ha envejecido, pero que ciertamente en una revisión calmada, sea en B/N sea en su color original, impresiona menos que cuando uno la vio en pantalla grande, con su rutilante fotografía en B/N y, naturalmente, la persuasiva voz de Billy Bob Thorton dando soporte al largo flashback que, en definitiva, es todo el metraje, indicando la voluntad de sus autores de realizar una vuelta atrás en el tiempo cinematográfico, un homenaje que no acaba de funcionar, quedando como mera imitación, buena intentona, y poco más.


Tráiler





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