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dimarts, 28 de juliol del 2020

El quinto poder



Como todos sabemos y algunos envidiamos en los Estados Unidos de Norteamérica el sistema electoral presidencial está sujeto férreamente al calendario y cada cuatro años hay elecciones, el primer martes después del primer lunes del mes de noviembre y el electo tomará posesión del cargo el siguiente 20 de enero.

El presidente en ejercicio puede ser reelegido y ocupar el cargo cuatro años más, hasta un total de ocho. Una delicia envidiable, esa limitación, que no siempre tiene lugar, porque algunos no se vuelven a presentar y otros no son reelegidos.

Imaginemos que faltan sólo once días para que llegue ese martes de noviembre y el presidente en ejercicio, que se presenta a la reelección, está en China dándose pisto y aumentando su porcentaje de voto, cuando en los mentideros surge una noticia: una adolescente asegura que cuando estuvo en la Casa Blanca con su grupo de escoltas juveniles, el presidente la llevó a una habitación cabe el Despacho Oval y allí..... algo pasó.

Rápidamente la asesora del presidente recibe la orden de contactar con un especialista que arreglará la situación por lo menos hasta que transcurran esos once días que se harán eternos: el especialista en arreglar estropicios tiene una idea: nos vamos de guerra.

En 1993 se publicó una novela de corrosiva sátira política titulada American Hero, escrita por Larry Beinhart en la que apuntaba la posibilidad que George Bush hubiese tramado una artimaña bélica para conseguir su reelección que perdió frente a Bill Clinton en noviembre de 1992.

Cuatro años más tarde, a finales de 1997, Barry Levinson estrena en las navidades una película basada en la novela de Beinhart: una producción de Tribeca (la de Robert de Niro) que se asienta en un guión escrito por Hilary Henkin y David Mamet (que andaba escribiendo para otros para recaudar fondos con que satisfacer su próxima película) y probablemente la intervención del dramaturgo propició un incremento de la sátira inteligente que ya se advierte con el título elegido: Wag the dog (1997) es en sí mismo una jerigonza con diversos significados que se tradujo al castellano como La cortina de humo (me sobra el artículo, pero parece apropiada) y se ajusta a la trama pergeñada por unos guionistas que se lucen sobremanera y ofrecen a Levinson una base muy sólida para ejecutar una película que en manos más hábiles hubiese sido un brillante esplendoroso y queda en una gema inusual en la filmografía de un director que siempre nos ha dado una de cal y otra de arena.

El guión es perfecto y los diálogos, las frases, huelen a clásico cargado de cafeína y vitriolo pues no dejan títere con cabeza. En una sociedad bipartidista y a pesar del antecedente novelesco rechaza inclinarse por parte alguna y nunca sabremos a qué partido pertenece el presidente ni tampoco su principal opositor que aprieta las clavijas esos once días cruciales intentando el martirologio de la adolescente y el sacrificio del mandamás en cargo; incluso nos evitan el rostro del presidente aunque sí nos muestran el de su contrincante. Con ello, la película gana mucha fuerza porque no se decanta contra nadie en particular pero sí contra todos en general.

La asesora presidencial, Ames (Anne Heche, correcta) no se aleja del expeditivo Brean (Robert de Niro, muy bien) quien decide que necesitan una guerra contra ¡Albania! (¿porqué Albania?¿porqué no? Nunca nos han hecho nada y tampoco nos pueden beneficiar en nada) para encandilar al pueblo estadounidense en esos once días previos a la llamada a las urnas y decide buscar la ayuda profesional de un productor de cine, Motss (Dustin Hoffman, brillante), que será quien montará todo un tinglado para mostrar en la tele una guerra que no existe.

Motss se toma muy a pecho el encargo que le hacen y rápidamente busca colaboradores para cada aspecto del montaje incluyendo la música a cargo de Johnny Dean (Willie Nelson, más auténtico que nadie) una de cuyas composiciones llegará a aparecer de improviso en la Biblioteca del Congreso, en un vinilo de los años 30 (cuando en realidad los microsurcos son del 48) y acabará siendo un hit del que alguien también sacará tajada, porque anda por allí Fad King (Denis Leary, bien) todo un especialista en lo que ahora conocemos como "emplacement".

O sea, un guirigay en el que se mezclan los intereses políticos, las prisas, los contratiempos, la templanza que provee la experiencia, el orgullo, las dudas, los miedos y las resoluciones drásticas, todo ello a un ritmo imparable que se va incrementando sin que y ello es lo que hace más interesante la película, perdamos ni por un momento la certeza que el sarcasmo se cierne sobre una realidad que quizás concuerde demasiado con lo que vemos en pantalla, porque es posible que la profesionalidad impecable del artificio se una a la absoluta falta de ética para urdir y construir un engaño monumental que nos lleva a la desoladora conclusión que la mercadotecnia perfecta puede inducir fácilmente a la elección de un político inaceptable sin engaños, todo ello basándose en una mera especulación porque bien sea por no perder tiempo bien sea por admitir la posibilidad como cierta, en ningún momento veremos a nadie del gabinete de asesores tratar de averiguar si las afirmaciones de la adolescente son ciertas o un montaje del opositor, aspecto ése que probablemente nos deje en la convicción que todos dan por ciertos los hechos y admiten sin ambages la pederastia presidencial.

Esta afortunada película de Levinson apareció en un momento histórico con referencias políticas futuras que inmediatamente la dotaron de aires proféticos: en 1998, meses después de su estreno, surgió el asunto Lewinsky y Bill Clinton, en diciembre de 1998, ordenó la Operación Zorro del Desierto.

Desde entonces, alguna que otra duda ha surgido en acciones que tratan de llevar la mirada hacia otro lado en muchas naciones gobernadas por políticos de cualquier ideología y uno siempre recuerda la desfachatez con que en Wag the dog se reparten palos a diestro y siniestro sin quedar incólumes ni los políticos, ni las agencias de inteligencia y seguridad, ni tampoco las instituciones armadas, en una telerrealidad fingida perfectamente que nos lleva a tomar decisiones basadas en conceptos falsos inducidos por personajes turbios absolutamente amorales.

Levinson en esta ocasión no pudo meter mucha baza al verse constreñido por un guión muy medido en el que no hay tregua ni posibilidad de equivocarse: no caben sentimentalismos ni buenas voluntades y no hay tampoco resquicio alguno que promueva una lágrima fácil: desde los primeros segundos de la película en los que vemos primero la chanza que da lugar al título y luego el cutre anuncio electoral que desencadena efectos imprevistos las acciones se van acumulando como en una bola de nieve que desciende imparable en un aumento de dimensiones que acaba por engullir todo lo que toca dejando momentos ilustres pletóricos de imaginación como el inicio y desarrollo de la campaña de los zapatos viejos, una metáfora visual cinematográficamente tan potente y con tantas derivas que difícilmente se le ocurriría a Levinson sin la ayuda de nadie.

Con un guión semejante, viejos leones como Robert de Niro y Dustin Hoffman se ponen las botas porque ¡al fin! encuentran unos personajes que tienen vertientes propias de comediantes del viejo estilo, de esos que largan las frases y se quedan esperando que surtan sus efectos en el espectador que debe estar atento porque no ceden unos minutos de lucimiento pues el tiempo es oro y los acontecimientos están sujetos a una fecha límite y el ritmo es feroz: en poco más de hora y media nos cuentan una historia que de verdad da mucho miedo y lo hacen con tal convicción que acabas creyendo que es verdad, que esas cosas pasan o pueden pasar sin que te des cuenta y lo más terrorífico de todo es que han pasado veintitrés años y te parece que te habla de este año que estás viviendo y ello, amigos, en definitiva, nos acerca a la convicción que nos hallamos ante un clásico, porque el tiempo no ha pasado por esta película de 1997.

Imprescindible verla en versión original para disfrutar, especialmente, del trabajo de Dustin Hoffman, que deja evidente que, con un buen personaje, el tío va y lo borda.







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dimarts, 7 de juliol del 2020

Inaprensible Fellini








Damos un rápido vistazo al índice y comprobamos que en los trece años que hoy cumple este bloc de notas en ninguna ocasión nos hemos detenido a comentar tranquilamente ninguna película del gran Federico Fellini más que cuando se cumplieron los veinte años de su fallecimiento en un breve apunte recordatorio del evento y mostrar un enlace para poder disfrutar de La Strada que todavía funciona, por increíble que parezca pasados casi siete años.

Salvo el imperdonable olvido en fecha señalada y en homenaje al maestro en el año de su centenario (lo que nos señala que ¡ay! La Parca se lo llevó demasiado joven y productivo) con una película que no suele ser mencionada cuando los cinéfilos hablamos de Fellini y yo siempre pienso que se debe a que es inclasificable y hasta cierto punto inaprensible porque huye de todos los géneros al tiempo que los alberga en su buena mayoría y desde que la vi en riguroso estreno (en el Maryland, en v.o.s.e., en la primavera de 1975 gracias a la cerril censura) siento que es una muestra evidente de lo que el cine puede ofrecer como arte puro.

Me refiero, naturalmente, a Amarcord (1973) que estuvo en esa barcelonesa cartelera del Maryland desde abril de 1975 hasta por lo menos el 31 de enero de 1976 ininterrumpidamente y hay que hacer notar que su estreno en la tele fue en mayo del mismo año 1976, previos varios programas que se dedicaban al cine en los que se ofrecieron reportajes, entrevistas, etcétera. Un fenómeno en toda regla, vaya: llegó tarde a España, pero los cinéfilos que entonces ya éramos activos la pudimos paladear cuantas sesiones quisimos.


Mil veces fue interrogado Federico Fellini sobre el significado del título y de la misma película y siempre el genial Federico venía a responder que todo era una amalgama de sus propios recuerdos de juventud, de su crecimiento personal en los lares propios de la Emilia-Romagna donde transcurrió su infancia y adolescencia y siempre el periodista se quedaba igual que antes, quizás porque no había visto la película atentamente y con el ánimo preciso para dejarse embriagar los sentidos y el alma por una pieza que desde el primer segundo, huidizas las notas compuestas por el gran Nino Rota por la fuerza de un primaveral viento que esparce por doquier los milanos, esa semilla voladora que muchos jamás habrán visto anunciar la llegada de la primavera y todos los pobladores de la villa se aprestan a cazar uno y pedir un deseo: la magia etérea se apodera de la pantalla de principio a fin porque Fellini, con la ayuda estimable del gran Tonino Guerra idea una trama vital sin aparente hilo argumental más que el nexo vital de todas las escenas y presenta una amalgama de situaciones particulares que unidas en el sentir del espectador conforman un todo inexplicable a la vez que difícil o imposible de olvidar.

Después de haberla visto en diferentes épocas y etapas vitales he llegado a la conclusión que en Amarcord Federico Fellini ejerce de maestro de ceremonias, de director de pista de circo, de ilusionista amable y ofrece un ejemplo verdadero de lo que hemos dado en llamar cine coral porque en esta película no hay ningún intérprete con categoría suficiente para ejercer de reclamo a un público que acude al cine por el nombre del director (recordemos que estábamos en los setenta, cuando a los directores ¡por fin! se les tenía un respeto que luego algunos han dilapidado) y no esperábamos hallar ninguna gran figura de las que se solía valer Fellini para rematar sus jugarretas: apuesto que Mastroiani, De Sica o Sordi, por ejemplo, hubiesen comparecido encantados de incorporar algún personaje que encabeza uno de los varios episodios que conforman el montante asombroso y me quedo convencido que en Amarcord realmente Fellini nos habla de lo que pasa por su cabeza cuando está tranquilamente tomando un café mientras contempla el paisaje de su vida y en ella no quiere caras que se puedan apropiar de unos sentimientos íntimos que él, Fellini, nos traspasa al patio de butacas gracias a su prodigiosa forma de filmar encadenando más que hilvanando las diferentes escenas en un relato que nos colma de sensaciones que, como los milanos, surgen también de nuestro interior aunque sean muy distintas.

Porque esos ciudadanos que habitan los recuerdos de Fellini no son unos extraños: puede que lo sean ahora en un mundo en el que los aparatos van tomando un lugar predominante en las relaciones humanas, pero esos jóvenes gamberros que se chotean de sus profesores, esos convecinos que se interpelan a voces, se maldicen y se gastan bromas pesadas, esos que sueñan con partir a otros mundos que nunca parecen cercanos, esos que se repeinan para ligar con las turistas ávidas de amantes mediterráneos, eso, en fin, son personas que no nos sorprenden como tampoco nos extraña que cada uno tenga sus anhelos, sus vicios, sus costumbres, incluso su afán de mostrar lo mejor de la ciudad como el más convencido cronista que a la vez se convierte en el blanco preferido del ignorante atrevido o del mentiroso empedernido que cuenta sus fábulas y hazañas fantásticas a unos oídos que pueden ser burlones pero nunca sordos, porque es una sociedad viva con sus miserias y sus alegrías.

Fellini como es natural lleva al límite los caracteres y aún valiéndose de actores irrelevantes, otros noveles y bastantes aficionados construye con su particular imaginería una trama en la que la realidad no es un concepto a tener en cuenta: podríamos decir de modo simplón que ni está ni se le espera, pero tampoco sería acertado porque la exageración en ocasiones bordea la exactitud pues el mundo es muy grande y los hechos más sorprendentes a veces ocurren en la puerta de nuestra propia casa, como cuando el abuelo da tres pasos y rodeado de espesa niebla se asusta al ver un carruaje emerger de la nada y pide auxilio al cochero asegurando estar perdido y éste le señala los fanales de su domicilio: la muerte le rondaba y el susto es mayúsculo y esa transición de la seguridad al pánico la recrea Fellini con poco dinero (unos botes de humo) y mucha sabiduría visual, la misma que aplica con socarronería cuando un pobre ido de altura considerable es reducido por una diminuta monja con cuatro arreos firmes.

La inteligencia de Fellini se nos hace ostensible en las situaciones y los graciosos diálogos y réplicas (¿le asustan los petardos? ¡tendría que escuchar los pedos de mi padre!) que nos sirve con Guerra pero donde el cinéfilo la constata es en la argamasa que une todo, en el estilo propio que crea un lenguaje cinematográfico independiente en el que la imagen se basta para encandilarnos al igual que a los villanos reconvertidos en marineros para ver pasar el buque fantasma que va donde todos desean ir, lejos de una cotidianeidad un tanto mísera que soportan con el mejor ánimo: no hay fastos ni lujos en esos ciudadanos y sin embargo sonríen: de hecho, se sonríen los unos a los otros aunque también se vapuleen, y todo lo vemos y lo cierto es que no necesitamos mucho oirlos: hagan la prueba: vean la película en su italiano original, sin subtítulos. Se entiende todo lo que sucede. Fellini tampoco necesita los diálogos cuando se emplea a fondo.

Porque esta película “desconocida” de Fellini, esta que siempre que acabas de verla te deja una sensación extraña, es probablemente la más personal del genio italiano y a la vez la más universal y desde luego la más reconocible, ditirámbica y poética de todas sus obras, dotada de una belleza que trasciende y llega a cada espectador de una forma distinta, peculiar y personal, inimitable.

De esas películas que demuestran, por si hiciese falta, que el Cine es Arte.

Y de regalo de cumpleaños, el enlace a la película en youtube, en versión doblada y algo mal sincronizada, creo; sólo para acabar de incitar a verla de nuevo….



Que la disfruten….








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