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dissabte, 25 de juny del 2022

Jean Courtney





Los tiempos cambian que es una barbaridad, en algunas ocasiones por suerte.

Los más veteranos puede que recuerden una película de 1965 que, me temo, cayó en el limbo de los olvidos y añadiré que en mi opinión, justificadamente. Ipcress (1965)tuvo en su momento relativo éxito comercial precisamente porque nos contaba unas aventuras de espías en torno al gélido ambiente que reinaba en la llamada guerra fría cuando en Europa el tránsito de personas hallaba un muro infranqueable.

Después de esa primera experiencia con la traslación al cine de una novela de Len Deighton que no he leído, saber que la ITV británica presentaba una mini serie de seis capítulos sobre la misma novela no resultaba ni interesante ni mucho menos excitante porque la época ya pasó, el muro quedó derribado hace más de 30 años y uno, resabiado, se acuerda que a perro viejo todo son pulgas.

La servidumbre del cinéfilo es palpable en las propuestas amistosas que suelen recibirse y algunas no las puedes resistir por muy numantino que te pongas, así que muy a contrapelo me dispuse a un visionado de la serie de este año The Ipcress file (2022) (presentada entre nosotros como Harry Palmer: el expediente Ipcress) y no puedo estar más satisfecho de la experiencia, porque me temía un refrito alargando la película y mira tú por donde resulta que la serie le da sopas con honda a una película que, como he advertido, nunca me pareció más que un burdo intento de competir con James Bond y me reafirmo en ello porque, teniéndola en añejo dvd,hace poco la revisté y me pareció peor de lo que recordaba, con una escena final que roza el ridículo.

El guión de esta serie lo escribió John Hodge y la dirección de los seis capítulos recae en James Watkins, lo que es una suerte porque hay unidad sin concesiones:cada vez estoy más convencido que las comisiones de expertos suelen ser una olla de grillos porque a diferencia del cine clásico, pléyades de guionistas y productores suele ser anuncio de disparates, egoísmos y ganas de ser protagonista por encima del servicio a una trama.

En esta serie el mundo del espionaje está retratado con eficacia y los momentos de acción, de intriga, las traiciones y las trampas tienen lugar con bastante precisión y lógica: es una serie de espías que nos recuerda más los acontecimientos de la gente de Smiley que las aventuras de Bond y con eso imagino queda patente la diferencia con la película de 1965.

Hay un detalle que inmediatamente llama la atención: el personaje de la espía Jean Courtney, que en la película se reduce casi a florero, toma en la serie un protagonismo fascinador porque Jean, bajo la apariencia de una señorita de clase bien, es una eficaz profesional del noble arte de espiar y si hace falta emplear los medios necesarios para conseguir sus fines.

Lejos de algunas presentaciones actuales en toda clase de producto multimedia en las que para contentar a fanáticos descerebrados se presentan mujeres, negros y homosexuales simplemente para cumplir el cupo y no correr el riesgo de ser acusados de alguna fobia, el personaje de Jean Courtney (que ignoro cómo aparece en la novela original) es el de una mujer admirable que sabe lo que quiere, porqué lo quiere y qué debe hacer para seguir su camino.

Una mujer de una pieza que si por dentro resulta espléndida, por fuera, gracias al buen oficio del estilista Keith Madden es una absoluta maravilla y hay que reconocer el talento de Lucy Boynton para modelar su expresión facial y corporal a lo que era un bellezón de la clase alta que, sin que nadie lo pudiese imaginar, era muy capaz de dejar una cena de compromiso para tratar de aprehender algún facineroso que tenía entre ceja y ceja.

Sólo por ver el soberbio trabajo de Lucy Boynton ya vale la pena ver la serie.

Pero, además, están Joe Cole y Tom Hollander encabezando reparto con ella y no hay que olvidar que es una serie británica lo que suele comportar un diseño artístico remarcable reconstruyendo el período de los sesenta del siglo pasado con todo detalle y un grupo de secundarios que no desentona y otorga puntos al conjunto que acaba por resultar la presentación de una trama de espionaje clásico en la que quizás haya algún momento en que el guión chirríe un poco, pero el conjunto, bajo las manos de James Watkins, se erige en una serie modélica capaz de actualizar ¡y cómo! las sensaciones del tablero de ajedrez mundial.

No se la pierdan. Y para aquellas personas -que las hay, por aquí- que se fijan en los detalles del vestuario, ¡aleluya! porque van a disfrutar de lo lindo.



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dimarts, 31 de maig del 2022

Un ejemplo perfecto a priori fácil de repetir





Hace poco más de una década (24 de enero de 2012) mi amigo Alfredo escribía esta magnífica reseña sobre la quinta película como director de Ronald Neame, The Man Who Never Was (El hombre que nunca existió, 1956) y como prometí me la apunté para verla así que tuviese oportunidad, declarándome admirador confeso de las películas de espionaje que se centran más en la inteligencia que en los mamporros y más conociendo algún trabajo de Ronald Neame, del que nos ocupamos por aquí anteriormente comentando su película Odessa, basada en una novela que parte de la segunda contienda mundial, precisamente el momento temporal en el que se desarrolla la novela escrita por Ewen Montagu y publicada en 1954 con el título The Man Who Never Was, en la que Montagu relata de forma casi autobiográfica lo que sucedió en la denominada Operation Mincemeat (que sería Operación carne picada) en la que tomó parte como promotor principal y responsable de la misma ante el estado mayor de la armada británica. Una operación destinada a convencer a Hitler que los aliados iban a desembarcar en Grecia tras la conquista del norte de África.

Montagu escribió su novela con el permiso del estamento militar británico al que perteneció desde que se alistó para participar en la contienda siendo destinado a operaciones de inteligencia militar: de espionaje y otros engaños, vaya, y siguió en la Armada desarrollando una carrera como Letrado e incluso Juez.

La novela tuvo un éxito fulminante (la he buscado en vano) y como consecuencia dos años más tarde, en 1956, se estrenaba la versión cinematográfica basada en un guión de Nigel Balchin que cabe suponer muy ajustado a la novela porque de lo contrario la colaboración de Ewen Montagu (que seguía siendo militar en alto cargo de la Armada) con el rodaje no hubiese existido (incluso aparece en un cameo en una junta militar) y seguramente tampoco la poderosa Armada hubiese consentido nada fuera de lugar.

La película de Ronald Neame ha ganado muchos enteros con el paso del tiempo acercándose a lo que desde la visión de un cinéfilo veterano es una pieza magistral porque nos muestra con sencillez que es posible contar muchas cosas sin atropellarse, sin perder ritmo y manteniendo la tensión cinematográfica, máxime porque resulta ser un largo flashback pues en el primer minuto de la película ya se ofrece una interesante información relativa al desarrollo de lo que luego veremos producirse y la virtud de Neame es tal que a los cinco minutos ya uno ni se acuerda ni tiene tiempo en recordar lo que vió de inicio.



La película se estrenó en Barcelona en enero de 1959 y pueden ver en el anuncio que se publicó en La Vanguardia que se presentaba como muy interesante. El anuncio es en blanco y negro porque entonces así era el periódico y si se consulta la página enlazada, puede que lean algo interesante.

Si a la construcción de un artificio genial se le dedica la minuciosidad empleada por Neame siguiendo un guión por demás lógico y lleno de rigor y se nos muestran los pasos a seguir sin perder tiempo en adornos fútiles, tenemos una cinta de acción porque ocurren cosas, porque se hacen cosas, porque unas suceden a otras y todas encaminadas a culminar un engaño monumental con un riesgo admitido, una apuesta al viento que tiene en un contrapunto romántico una vertiente llena de peligros.

Ronald Neame sortea con una elegancia magnífica, propia de un cineasta de fuste, la incisión en una trama de espionaje de una relación romántica que nada tiene a ver con el objeto principal de la trama: una situación muy apropiada en una época de amores inciertos a causa de la guerra: una pareja que se conoce y se ama pero se resiste a proclamarlo abiertamente con fuerza por el temor que les infunde la inseguridad aparejada al desempeño del pilotaje de un avión de combate. Una relación amorosa narrada muy bien por Ronald Neame con el concurso extraordinario de una Gloria Grahame que en dos escenas memorables (obligado disfrutar su actuación en v.o.s.e.) se convierte en el centro de una operación militar que ni por asomo sospecha.

El guión resulta modélico porque siguiendo el curso de la operación y de la historia romántica entremezclada, no deja de relatarnos detalladamente muchos de los sucesos y en todos ellos se detiene de forma particular para adornar y así dar verosimilitud a cada participante en la trama:la extensa fama de gozar a mediados del siglo pasado los británicos de un elenco de secundarios muy recios es palpable en cada episodio de los que se van sucediendo, desde las reuniones con los mandos superiores (con alguna elipsis cinematográfica en la que se huele la mano experta de Neame) hasta los funcionarios de toda clase con los que Montagu (muy bien interpretado por Clifton Web) debe lidiar para conseguir redondear su descabellado plan, no otro que situar en las playas de Huelva un cadáver de un militar británico: el Mayor Martin, por ejemplo.

Y que nadie note que es un engaño. Porque los alemanes pican, pero no son tan tontos y aprovechándose de la sabida animadversión de los irlandeses (Lo vimos en The Eagle has Landed en este comentario) envían a un espía muy hábil y decidido a averiguar que hay de cierto en la persona del Mayor Martin y así podemos ver a Stephen Boyd muy jovencito lucirse en un breve pero intenso personaje que no tiene desperdicio, tratado por la cámara de Ronald Neame con una precisión asombrosa, lo que demuestra, una vez más, que no hay papeles pequeños sino intérpretes que no saben aprovecharlos y directores vagos que olvidan que, en las grandes películas, el secreto está en los detalles.

Y esta magnífica película de Ronald Neame está repleta de detalles se mire por donde se mire y uno se da cuenta que ha pasado una hora y tres cuartos y no te has podido recrear en nada porque te han llevado en volandas de una cosa a otra y te dices que tendrás que verla de nuevo porque ahí hay escenas breves en las que la maestría de Neame brilla tanto en la planificación excelente como en la dirección de intérpretes, colocando la cámara en el mejor lugar de un encuadre panorámico.

¿Exagero? Para muestra, un botón:



(Como dice mi amigo Alfredo, me gusta que los planos salgan bien)

En definitiva, una película absolutamente imperdible, para verla en versión original y darle un visionado más de propina, porque seguro habrá sabido a poco. Que la disfruten.

p.d.:



Hace unos días se ha estrenado vía internet un abominable refrito por partida doble: había pensado escribir una reseña detallada pero me da mucha pereza dedicar minutos de mi tiempo a detallar las mil y una pifias observadas entre bostezos al ver Operation Mincemeat (El arma del engaño, 2021) dirigida por John Madden basada en un guión de Michelle Ashford sobre una novela cuyo responsable es Ben Macintyre, quien ha tenido la poca vergüenza de plagiar la novela de Ewen Montagu y añadirle, supongo, cuatro sandeces de su propia cosecha.

El caradura de Macintyre nos explica la operación creada de la nada por Montagu y luego explicada con detalle en su novela y tiene la desfachatez, Macintyre, de incluso grabar un vídeo en youtube para explicar no sé qué, supongo que para disimular lo que a todas luces es un mal plagio.

La película exhibida por Netflix (que no para de ofrecernos cosas deleznables) está protagonizada por Colin Firth que aparece acompañado por intérpretes de la televisión británica a los que la trama, mal escrita y peor rodada, les cae como un tiro en el pié.

Se repite la circunstancia de un asunto romántico pero tan mala diseñado, escrito, rodado e interpretado que dan ganas de decir ¡corten!¡váyanse a casa! y tratar de seguir con la trama de inteligencia militar.

Todo lo malo de este refrito lamentable se puede resumir en que dura más de dos horas y te aburres desde el minuto quince porque ya te hueles que la cosa va a ser falta de ritmo y escasa de interés.

La traducción del título, de Operation Mincemeat (recuerden: operación carne picada) a El arma del engaño, ya es una advertencia: esta cosa, me niego a llamarla película, es un timo: te roban dos horas de tu tiempo a cambio de bostezos. Así que mejor, el sábado después de la comida.

Buena siesta.



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dijous, 26 de maig del 2022

Halle las diferencias







Hay quien asegura que todo está inventado y hay quien, muy ufano, se enorgullece de haber realizado un homenaje.

También hay quien señala la posibilidad de una copia, un mal plagio.

En ocasiones, uno se sorprende por una idea que cree novedosa por desconocida y luego resulta que, veinte años antes, alguien pensó algo similar y quien sabe, ciertamente, si no se inspiró en algo parecido.

Los cinéfilos veteranos sin duda recordarán la tensión del momento:



Mission Impossible (1996) (Brian de Palma)

Los más expertos y capaces de gestionar mejor sus recuerdos, reconocerán inmediatamente la situación:



Wonder Woman (Lynda Carter) Temporada 2 The queen and the thief (1977) (Jack Arnold)

Puesto a elegir, prefiero a Lynda antes que a Tom, que cualquier dia nos sorprende con una ajustada interpretación del clásico de Oscar Wilde.

¿Ustedes qué opinan?



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divendres, 7 d’agost del 2020

Un pastiche, dos películas.





Uno, que leyó (como en otras ocasiones de tapadillo, por no tener la edad prevista) la pieza dramática de Patrick Hamilton titulada Luz de Gas, creía estar más o menos al tanto de todo lo referente a ella y llega el momento de consultar en diversos lugares de internet para corroborar datos y va y se percata que ¡caramba! resulta que Patrick Hamilton también escribió una pieza titulada Rope que se estrenó en 1929 en los teatros londinenses y también en Broadway (con el título Rope's End) y claro, luego años más tarde daría base a una película homónima de Hitchcock.

Patrick Hamilton se tenía a sí mismo por novelista (y por lo hallado, parece que un buen novelista, con obras a descubrir por este comentarista, que no para de constatar lo poco que sabe de casi todo) y bien considerado escritor por plumas bien reconocidas, pero con Rope hizo sus buenos dineros y nueve años más tarde decidió escribir lo que él mismo consideraba un pastiche que ofrecía una amalgama de aires melodramáticos victorianos y algo de suspense e intriga, una pieza relativamente corta, tres actos que suceden en una vetusta casona de un barrio de clase acomodada londinense que describe en el prolegómeno incluyendo acotaciones relativas a la fisonomía y aspecto de los personajes principales, el matrimonio Manningham que con una cocinera, una doncella y un extraño visitante completan una obra de teatro que se lee del tirón porque aún sabiendo de qué va la historia que nos cuenta la forma de escribir de Hamilton es brillante y consigue encadenar la atención del lector de teatro mediante unos diálogos provistos de interés y ritmo y uno al leerlos les provee de sonido y acción con suma facilidad porque el lenguaje sin perder elegancia y fluidez resulta a la vez cotidiano, normal y poderoso, en realidad una trampa peligrosa para cualquier intérprete que se acerque a los personajes que pueden otorgar momentos de gloria y ocasiones de hacer el ridículo por falta de contención: a pesar de las muchísimas representaciones de la pieza en todo el mundo -incluyendo miles de teatro aficionado- gracias a sus bondades, lo cierto es que para un profesional es una trampa a vigilar; es de esas ocasiones en las que de la fama al fracaso sólo hay un paso.

De las bondades de la pieza no se puede dudar cuando comprobamos que en su presentación en Broadway en diciembre de 1941 el terceto protagonista estaba formado por Vincent Price, Judith Evelyn y Leo G. Carroll y la representación se mantuvo hasta diciembre de 1944, un total de 1295 sesiones (con la ausencia de Price, sustituído después de los primeros doce meses)

Nada más iniciarse la obra vemos al matrimonio Manningham en su aposento principal: él, Jack, está durmiendo la siesta tendido en el sofá y ella, Bella, prepara una sorpresa: comprará unos bollos para acompañar el té de las cinco: inmediatamente la aparente tranquilidad matrimonial se ve alterada por cuestiones que revisten apariencia normal pero que por el efecto que producen en la señora de la casa entendemos súbitamente que algo está ocurriendo y en efecto hay una montaña rusa de afectos y recriminaciones que a cualquiera parecen absurdas pero que en realidad afectan a más personas e las que podamos imaginar y Bella es una de ellas, realmente el prototipo, pues la influencia de la pieza teatral ha sido tal que ha llegado a nombrar una problemática conducta que en el escenario afecta a Bella Manningham al punto de absorberle el sentido común y la razón hasta que, sin acabar el primer acto, aparece un extraño, un sargento de policía ya retirado que atiende al nombre de Rough y éste viene con un relato que intentará cambiar la existencia de los Manningham y Hamilton procura describir a ése personaje mediante sus frases de un modo que por momentos provoca desconfianza por su descaro y desfachatez al punto que se saca de un bolsillo una botella de güisqui y se la ofrece a Bella como si fuese una medicina.

Patrick Hamilton puede que considerara su obra teatral como un pastiche, pero lo cierto es que le procuró pingües beneficios con toda lógica porque sabe mantener la atención del espectador con una facilidad pasmosa, sin momentos huecos, sin más descanso que los dos entreactos -que imagino deben ser breves, pues el conjunto apenas alcanzará la hora y cuarto con ellos incluídos- y el desarrollo de los acontecimientos está milimétricamente calculado en el texto, así que lo único que hace falta es una dirección apropiada y unos intérpretes que sepan afrontar un texto que sigue conteniendo modismos añejos pero explicando una realidad aplastante de actualidad y para el que oponga incredulidad baste recordarle que hace apenas unas semanas se ha acordado por los tribunales exigir la declaración de toda mujer maltratada sin excusa alguna de familiaridad o parentesco, pues algunas, con la mente obnubilada, negaban la mayor.

La segunda sorpresa para este comentarista -que además de teatrero se las da de cinéfilo- fue comprobar que antes que la pieza teatral llegara a Broadway en 1941 (eran tiempos de guerra mundial) se estrenó en 1940 una película británica titulada como el original escénico Gaslight, estrenada en Barcelona (España) en octubre de 1942 con el título de Luz de Gas.

La película, dirigida por Thorold Dickinson, se apoya en un guión muy cinematográfico que mantiene muchas situaciones e incluso diálogos del original y recrea visualmente y en nuevos diálogos acontecimientos que en la pieza escénica nos son relatados y no lo hace manteniendo la cronología escénica sino que cambia el conjunto para presentarlo cronológicamente ordenado, sin recurrir al flashback; esta decisión favorece la inteligencia del espectador que ipso facto está al corriente de uno de los aspectos que en la escena puede ser una duda y aquí es un hecho visto y permite avanzar en la observación de la maléfica conducta de Mr. Manningham, en el daño psicológico que inflige a su esposa Bella y en la resolución del problema.

Dickinson, quizás compelido por un productor deseoso de ajustar gastos (los títulos de crédito son un rollo de papel impreso que se va enrollando mostrando los nombres, más paupérrimo que cutre) nos presenta la trama en menos de hora y media pero lo hace con mucha eficacia, alejando cualquier atisbo de teatralidad: los escenarios, sin ser lujosos son amplios y muy veristas y diversos, incluyendo alguna escena de calle (aunque dentro de estudio) y nadie puede sospechar del origen teatral más allá de unos personajes exquisitamente escritos y bien provistos de líneas de diálogos que afortunadamente están servidos por unos intérpretes de categoría.

El guión escrito por A.R. Rawlinson y Bridget Boland añade como hemos apuntado un arranque en el que se nos muestra un asesinato que originará el resto y también una escena en un acontecimiento social con una argucia que acabará por desequilibrar a Bella Manningham y un juego paralelo no muy usual en el cine de la época que probablemente puede imputarse a la búsqueda de aspectos comerciales, visibles en las bailarinas de cancán que aparecen en el póster promocional de la película. Escena, la del ballet francés, que podría eliminarse sin menoscabo del conjunto; no así la del evento social, un concierto muy bien filmado por Dickinson que mantiene el tono de la trama rodando con mucha eficacia y economía visual y ofreciendo a sus actores espacio suficiente para lucirse y a fe que lo hacen sobremanera.

El malvado Jack Mannigham esta representado por el austríaco Anton Walbrook que sabe mantener el tipo perfectamente, una mezcla astuta y letal de exquisitez y malas intenciones dota de una ambigüedad que causa incertidumbre, la que personifica de forma ejemplar Diana Wynyard una de las grandes de la escena londinense, que borda el papel representando con una naturalidad espectacular los vaivenes del atribulado personaje de Bella Manningham.

La película de Dickinson es una aproximación cinematográfica muy acertada a la obra teatral, ajustándose al tempo escénico que permite mantener el ritmo sin tiempos muertos más allá de la citada escena del ballet y el paralelismo usado para mantenerlo dentro de la trama; en definitiva una imperdible muestra del buen cine británico del siglo pasado en una época, además, en que la situación económica, por causa de la guerra, no se prestaba a grandes producciones, pudiendo entrar en una especie de serie B en la que el talento de todos los intervinientes supera con creces todas las adversidades. Hay que verla, claro, en v.o.s.e., porque esos británicos, ya se sabe: suelen merecerlo.

Si tenemos en cuenta que después de ver la película británica los estadounidenses disfrutaron de la obra de teatro con los resultados antes apuntados, a nadie puede extrañar que Hollywood estuviese especialmente interesado en hacer su propia versión que, a diferencia de la obra teatral, no cambiaría su título y mantendría el original, quizás con la mala idea de eliminar históricamente la película británica, lo que en buena parte consiguieron pues la arrinconaron y casi nadie la recuerda.

Y aquí podríamos abrir una vez más el debate relativo a las versiones y los refritos o adaptaciones que, respecto a una obra ya escrita, publicada, leída o representada, me parece más ajustado denominar como "versión" aunque, en este caso el uso indiscriminado de ideas más propias del guión que de la obra teatral, el resultado también podríamos calificarlo como refrito.

Un mal refrito en lo que respecta al guión más que pergeñado perpetrado al alimón por John Van Druten, Walter Reisch y John L. Balderston que copian y pegan y crean nuevas situaciones y tergiversan personajes y meten a otros con calzador y todo, imagino, porque el productor Arthur Hornblow Jr. buscaba réditos y evidentemente contar con una estrella como Ingrid Bergman ayudaba a la intención de alargar la cinta para dar al público más minutos de contemplación de la actriz y supongo que tener en nómina a una famosa actriz británica como Dame May Whitty obligaba a buscarle minutos y escenas para lucirla, de modo que en la película que estrenaron en 1944, titulada como el original Gaslight (estrenada en España en 1947 con el título de Luz que agoniza (Luz de gas) por si las moscas...) el bueno de George Cukor, al que encomendaron la dirección, se encontró con que tenía ante sí un farragoso guión que alcanzaba casi las dos horas y hasta el minuto 45 no entraba en materia, ofreciendo un relato del encuentro entre Gregory Anton (émulo de Jack Manningham: el porqué del cambio de nombre, se lo pregunten a Van Druten) y Paula Alquist (émula de Bella Manningham: del cambio de nombre, lo mismo) y pasados esos tres cuartos de hora, ¡por fin! entramos en materia.

Tengo para mí que Cukor debió maldecir a más de uno porque alargar de forma tan innecesaria una pieza reconocidísima y además con un precedente tan cercano y tan ilustre no debió ser trago fácil y se nota porque esos primeros 45 minutos son casi anodinos y desde luego muy poco cinematográficos: lo que nos muestran, un tipo como Cukor lo cuenta -si le dejan- en dos elipsis bien medidas sin despeinarse; son un lastre, una losa que pesa sobre el conjunto; y para acabar de arreglarlo, la presencia de la entrometida Miss Thwaites creada ex-profeso para lucimiento de la Whitty es una piedra en el camino, una mosca cojonera que no hace más que molestar y no favorece en nada la trama; lo rematan cambiando el personaje del inspector: de un perro viejo obsesionado por un caso irresoluto de su juventud pasamos a un enchufado de la buena sociedad que por sus relaciones sociales viene a ser algo así como un cargo en la policía que no tiene tarea encomendada alguna, un petimetre llamado Brian Cameron que, una vez, de pequeño, fue admirador de una cantante de ópera que, mira por donde, fue asesinada en la misma casa en la que ahora vive su sobrina Paula con un tipo que se conduce con ella de forma muy extraña, llevándola a una situación de incerteza mental, bastante desequilibrada.

Cuando al fin Cukor se enfrenta directamente a la obra escénica de Patrick Hamilton se percibe un cambio en la película: hay un vigor remarcable en la forma de situar la cámara y de iluminar las estancias, de mover la cámara siguiendo a los personajes, evitando con facilidad los antecedentes escénicos sujetos a un único escenario: las posibilidades económicas superiores de Hollywood son evidentes en la comparación artística de ambas películas pero sobre todo en los medios técnicos de iluminación y objetivos usados en el rodaje. En esta ocasión nos libramos de las escenas del ballet francés pero no del deambular de Brian Cameron que sospecha sin motivo aparente y sin plausible argumentación lo que por otro lado comporta una mayor sensación del peligro que corre la protagonista Paula porque pronto vemos las argucias de su marido Gregory para manipularla y conseguir su fin, que es el de hallar las joyas de la difunta (que por cierto hallará de una manera absolutamente increíble y risible, indigna del original) y por culpa del guión que transita caminos inextricables aunque no pierde ocasión de replicar la invención británica del evento social, del concierto de música en que la pobre protagonista acabará desquiciada.

Parece que a Hamilton no le gustó mucho esa versión de Hollywood (me niego a darle la culpa a Cukor) y si lo de pastiche lo había acuñado antes, seguro que en 1944 le debió parecer una confirmación.

Pero, hay unos elementos que salvan la función: Cukor (que como ya hemos comentado anteriormente fue un gran director de intérpretes) saca partido del elenco que ponen a su disposición: digamos de entrada que el más flojo es Joseph Cotten, incapaz de sobrellevar un personaje maltratado por unos guionistas torpes que no aprovechan un original bien escrito: rechazar la figura del veterano policía Rough para reinventarlo en petimetre con ínfulas de policía es una jugarreta y es verdad que Cukor lo abandona a su suerte.

La vieja dama británica May Whitty cumple sobradamente con un papel escrito para ella y la sorpresa está en una Angela Landsbury en su primera aparición pública, apenas diecinueve añitos de nada que le van como anillo al dedo para incorporar a la desvergonzada, provocadora y deslenguada doncella Nancy dando réplica a la pareja protagonista sin miedo alguno, un trabajo que le proporcionó el respeto inmediato del mundo del espectáculo.

Y el triunfo está en el trabajo realizado por Charles Boyer, un galán refinado que en esta ocasión mira como mil demonios dejando entrever un alma negra y mala, un individuo capaz de urdir mentiras y trampas con los que aturdir y malear la mente de su enamorada esposa, incorporada por Ingrid Bergman que se apropia del personaje, lo hace suyo y no tan sólo lo expresa de forma admirable con los diálogos de Hamilton sino que, más allá, con los gestos del cuerpo, las posturas, el rostro y los ojos nos hace sentir el sufrimiento y el desvarío de esa mujer sometida por un malvado que tristemente goza de una frase final ridícula, impuesta, cabe suponer, por el productor para que el actor no quede como un malvado perfecto, rompiendo todo lo bueno que Boyer nos deja.

A la Bergman le dieron el Oscar y desde luego lo tenía merecido: sólo por ver cómo trabaja Ingrid ya vale la pena soportar los desmanes que cometieron con una obra que merece hora y media y ni un minuto más porque no necesita aderezos; sobresaliente el trabajo de la actriz y muy bueno el de Cukor en los momentos que más se ajustan a la pieza de Hamilton: de hecho, si en esta película quitamos todo lo que no aparece en la película británica, probablemente Cukor hubiese recibido mayor reconocimiento.

Muy interesante la película de Hollywood (a ver también por descontado en v.o.s.e.), pero si tuviese que llevarme sólo una, me quedaría con la británica.


Otrosí: gracias a una inestimable cinéfila que atiende por Milady de Winter he venido a saber que la película británica está afortunadamente disponible en youtube:

En inglés en resolución 720p:



Y doblada al castellano en resolución 480p:








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divendres, 26 de juliol del 2019

El mensajero del miedo





Esta es una de esas ocasiones en que el visionado de una nueva versión impele inmediatamente a buscar en las alacenas recónditas aquella cinta de vhs que todavía puede dar satisfacción: hace unas semanas en algún canal televisivo ofrecieron la película de Jonathan Demme que se estrenó en 2004 con el título de El mensajero del miedo siendo su original el de The Manchurian Candidate que se identifica instantáneamente con la novela de Richard Condon homónima publicada en el lejano 1959, una época en la que los USA (y el resto del mundo occidental también) se hallaba digiriendo una posguerra mundial a base de sucesivas contiendas y confrontaciones en lo que dió en llamar dos grandes bloques, del otro lado la imponente URSS y todos sus aliados orientales.

La novela de Richard Condon la leí hace muchísimo tiempo y en mi recuerdo permanece la sensación que la trama y todas sus vicisitudes se imponen a un estilo literario minucioso en el detalle pero impersonal y frío, más pendiente de organizar una trama muy complicada repleta de personajes que entran y salen del foco de la acción con unos usos y costumbres que con toda probabilidad debieron escandalizar a unos y provocar la censura en algún que otro lugar (y pienso en que seguramente su venta en España se demoraría por alguna licencia sexual que en la época aquí era pecado y de los gordos) mientras alimentaba el nervio conspiranoico tan propio de su tiempo a la vez que ofrecía diferentes líneas de interpretación de unos hechos no por inventados menos temidos, aprovechando la imaginación desbordada del ciudadano medio ante cuestiones tan enigmáticas como la hipnosis y el lavado de cerebro unidos al servicio de intereses tan ocultos como pérfidos, buscando todos los males para la patria, aquejada como estaba de una figurada influencia del comunismo, identificado como la fuente de todas las desgracias.

Digo que la película de Jonathan Demme es una nueva versión por no ponerme tiquismiquis y adjetivarla como refrito pues como luego veremos hay un antecedente previo en el cine representando esa novela de Condon.

Demme tuvo a sus órdenes un buen grupo de intérpretes encabezados por Denzel Washington, Liev Schreiber y Meryl Streep y una vez más, la segunda versión no tan sólo no aventaja a la primera sino que resulta un amasijo de lugares comunes, errores de guión y una dirección cinematográfica exenta de imaginación y fuerza, desestimando las enormes posibilidades de una historia que ya en la novela original huele a cine por todos lados. Y lo que es más lamentable: comprobar cómo la tan alabada Meryl Streep pierde en la comparación con una actriz menos afortunada en los premios recibidos.

El guión se basa además de en la novela en el guión que antaño escribiera George Axelrod y seguramente Daniel Pyne y Dean Georgaris intentaron remozarlo cambiando el temor al comunismo por la irritación hacia las grandes corporaciones mercantiles del capitalismo exacerbado, pero todo el entorno conspiranoico y la intriga que debería producir se ve lastrado en exceso por una dirección que carece de fuerza e interés, como si únicamente se tratase de un encargo a realizar y punto.

Por cierto: puede que el encargo partiera de Tina (Nancy) Sinatra, que consta como productora, y puede que ella sea la poseedora, por herencia, de los derechos cinematográficos de la novela de Richard Condon. Esa es una hipótesis a confirmar, una sospecha únicamente: una intuición cinéfila.

Esta versión de 2004 podría ser aceptable como telefilm de sobremesa de sábado tarde (perspectivas de una siesta placentera) sino fuese por la inevitable existencia de un precedente de lustre que con el paso del tiempo y la inevitable comparación (odiosa sólo para Demme & Cía) va ganando puntos en cada visionado:

En 1962, tres años después de la exitosa publicación de la novela de Condon, se estrenaba en salas por la United Artists una película titulada The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo) cuyo guión se encargó a George Axelrod, guionista en plena racha de éxitos, y la dirección se confió a John Frankenheimer quien al parecer también colaboró en la confección del guión, aunque no constara, lo que sin duda beneficia a la película en su conjunto: se ve y escucha un guión literario muy competente, pletórico de buenas ideas y resolutivo, ágil sin concesiones, acaso autocensurado en los acusados aspectos eróticos de que se sirve Condon, y se adivina un guión técnico brillante, espléndido, concienzudo, férreo, alejado de la improvisación, medido perfectamente para vestir una trama que en algún aspecto ha envejecido (la parte pseudo científica) mal, pero en otros se sostiene con un vigor notabilísimo.

Aprovechemos la circunstancia que en youtube se hallan algunos fragmentos de la película de 1962 y veamos la maravillosa forma de dirigir de John Frankenheimer: esas son las imágenes de la pesadilla que el comandante Ben Marco (Frank Sinatra, eficaz como siempre) sufre de forma recurrente: ni se preocupen por el sonido: seguro que sin él lo entienden todo:



Frankenheimer en menos de siete minutos ofrece una lección de cine que completará con la continuación del suceso recordada por el cabo Melvin, para la película reconvertido en afroamericano, con lo cual todas esas señoras serán de raza negra, sirviéndose de forma tan fácil como auténtica el avispado director para que no tengamos ya ninguna duda de la profundidad psicológica del artificio que nos presentan.

Únicamente el comandante Marco y el cabo Melvin serán quienes padezcan esas pesadillas, aunque no sabemos, de momento, si hay alguien más....

En la trama hay varios recovecos pero también una presencia ominosa derivada de esa pesadilla: sabemos que el sargento Raymond Shaw (Laurence Harvey, magnífico en un atormentado personaje) ha sido hipnotizado, su cerebro manipulado de tal forma que sin pestañear mata a quien le digan: y lo sabemos a ciencia cierta, mientras que Marco lo atribuye a una pesadilla que no entiende, pero poco a poco, sospechará...

El sargento Shaw tiene un padrastro que se dedica a la política y una madre que es quien ordena y manda, atenta a cualquier detalle, omnipresente y casi omnipotente, una mujer harto compleja tanto física como intelectualmente, pletórica de ambición y deseo de poder (un personaje que borda maravillosamente Ángela Lansbury, a la sazón tres años mayor que su "hijo" Laurence Harvey) y un amor desmedido y posesivo hacia su hijo (pero no tanto como en la novela, más procaz) que se debate entre odiarla y obedecerla pasivamente.

Todo ello nos lo cuenta magníficamente con la cámara John Frankenheimer, emplazándola usando grandes angulares que le otorgan una profundidad de campo necesaria para presentar en un mismo plano, por ejemplo, un salón donde hay un acto político interrumpido por un advenedizo mientras la impulsora del follón lo observa todo callada y quietamente en un monitor de la televisión que está ofreciendo el acto, en una unidad presencial que a un tiempo muestra una acción y su contraria estratégicamente oculta pero presente. Con la ayuda inestimable de Lionel Lindon en esta ocasión creando ambientes en blanco y negro con paletas suaves o contrastadas según el momento, Frankenheimer mueve la cámara con suavidad y pasa de un contrapicado a un primerísimo primer plano para acentuar la relación entre madre e hijo aprovechando un disfraz abandonado como quien no quiere la cosa en medio del itinerario otorgando a los objetos significados que el espectador, atento, enganchado a la narración, entiende inmediatamente y paladea con satisfacción.

Una trama muy bien tratada gracias a un guión espléndido, un director inteligente que nos trata con respeto y unas actuaciones memorables, sobresaliendo Ángela Lansbury que roba todas las escenas en las que aparece: sólo por verla a ella, ya merece la pena esta película, una muy buena pieza que alternó en la ceremonia de los Oscar con unos compañeros inolvidables y Frankenheimer, precisamente, dirigiendo dos películas notables el mismo año, lo que da fe que en esta ocasión no sonó la flauta por casualidad sino, más bien al contrario, por un trabajo concienzudo y muy bien realizado. (Claro que nosotros ya lo sabíamos, no en vano hemos comentado Siete días de mayo y El repartidor de hielo )

No busquen en esta película aspectos de denuncia política reseñables aunque sin duda los hay, de forma sutil, poco vigorosa, porque lo que permanece en la memoria es la tensión dramática del suspense que sostiene la trama y su desarrollo, de principio a fin manteniendo en vilo al espectador.

Absolutamente recomendable, imperdible para el cinéfilo que la disfrutará en v.o.s.e. para no perderse la magnífica actuación de Ángela Lansbury y también del resto del elenco, todos muy eficaces y solventes, no existiendo bajones que perjudiquen el placer de su visionado.











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divendres, 28 de setembre del 2018

Agatha Christie como síntoma (II)





Sesenta y seis novelas y catorce colecciones de relatos cortos dedicadas todas esas letras a presentar aventuras de intriga -con mayor o menor gracia literaria- convirtieron en superventas cualquier edición en la que apareciera su nombre y como es lógico la industria del cine y la televisión aprovechó a conciencia las piezas fruto de la fecunda pluma de Agatha Christie llegando a fecha de hoy a 159 créditos en imdb contando algún futurible espantoso, varios productos interesantes y algunos verdaderamente sobrantes y estaba el otro día meditando sobre la circunstancia y me pareció que en relación a Agatha y sus versiones, adaptaciones y traiciones, el cine y la televisión han dado muestras de un devenir cuando menos interesante sobre el que podemos detenernos en cuatro recientes muestras.


Ahí va la segunda:


Murder on the Orient Express (2017) (Asesinato en el Orient Express) es una gota más que va colmando el vaso contenedor de las decisiones erróneas tomadas por el antaño inteligente Kenneth Branagh que por contra cabe suponer se está enriqueciendo, ya que resulta dudoso que no perciba su declive artístico, por mucho que se empeñe en disimularlo.

Ver a Kenneth disfrazado -que no caracterizado, que es otro nivel más alto- de Hercule Poirot con esos bigotes diabólicos que cualquiera sabe el bueno de Poirot deploraría y aborrecería en parte iguales ya deja al espectador patidifuso y desconcertado: ¿esto que es?¿una farsa?¿un choteo?.

Por suerte, el guión mantiene la estructura original, archisabida, porque, amigos, compañeros, queridas lectoras, no hace ninguna falta recordar que antes ya David Suchet (en 2010) y Albert Finney (en 1974) [nos olvidamos caritativamente de Alfred Molina en 2001] lo resolvieron luciéndose y que incluso desde 2006 hay un video juego basado en la trama.

Pero, Kenneth, vamos a ver: ¿es que se te ha secado el cerebro? ¿Poirot? Sólo te faltaba que a finales de este año 2018 aparezca John Malkovich en la tele con la serie The ABC Murders

En esta última versión perpetrada por Kenneth hallaremos otro de los síntomas que adolecen la pantalla de cine de este siglo: hay una infantilización que desprecia cualquier tipo de inteligencia residente en el espectador al que se le da todo mascadito, no vaya a confundirse, y, especialmente, hay que dar espectáculo visual: mucho movimiento de cámaras, ruidos, acción física, trompazos, peleas.

Todo lo contrario al prototipo Poirot, célebre por sus "células grises" como llama a su tejido neuronal que sobrepuebla su cerebro, siempre trabajando, siempre atento al detalle insignificante, en esta ocasión a merced de un complot ejecutado con maestría por nada menos que doce decididas personas que no contaban con la presencia del belga impertinente y maniático, en esta aventura imprevista encerrado en un habitáculo tan reducido como pueda ser un vagón del famoso tren Orient Express que cursa su camino entre Estambul y Calais, atravesando Europa.

Branagh, con la complicidad del guionista Michael Green, presenta un Poirot desconocido para todos los que como quien suscribe han acabado seducidos por los modos y maneras del gran David Suchet que exprime el personaje ideado por Agatha Christie de un modo ejemplar. Naturalmente tiene Kenneth derecho a interpretarlo a su modo y manera, pero lo que no debería es tomárselo a cachondeo ofreciendo una interpretación risible, facilona, impropia de un tipo que ha sido capaz de grandes trabajos. Me temo que le está pasando lo que a Anthony Hopkins, que fue pisar suelo americano y olvidarse que es un buen actor, dedicándose a hacer el vago cobrando mucho por ello.

Por si destrozar un arquetipo no fuera suficiente, Branagh se olvida del carácter claustrofóbico que ya existe en la novela constriñendo al detective con todos los sospechosos en un reducto mínimo y por contra, se dedica a buscar la mínima ocasión para dar aire a la narración obteniendo justo lo que menos le conviene.

Para acabar de rematar la faena, Kenneth se olvida de dirigir a los intérpretes a sus órdenes -naturalmente a él, juan palomo, tampoco hay quien le ayude- y el elenco repleto de nombres famosos parece una olla de grillos en un concierto disonante en el que cada quien va por su cuenta y riesgo, lo que no acaba de convenir a una comunidad criminal decidida y ajustada en sus acciones para que todo vaya milimétricamente dispuesto.

Una versión totalmente innecesaria atendidos los excelentes precedentes: la falta de originalidad, otro síntoma decadente del cine actual, nos lleva, desafortunadamente, a otro refrito próximo: de nuevo el bigotudo esperpéntico resolverá el crimen de Muerte en el Nilo, como si no conociéramos ya trama y resultado. Puestos a elegir una nueva de Poirot, ¿qué tal, Kenneth, si te ocupas de alguna que NO se haya hecho en cine? No sé, por ser un poco menos cansino, vaya.









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dijous, 27 de setembre del 2018

Agatha Christie como síntoma (I)





Sesenta y seis novelas y catorce colecciones de relatos cortos dedicadas todas esas letras a presentar aventuras de intriga -con mayor o menor gracia literaria- convirtieron en superventas cualquier edición en la que apareciera su nombre y como es lógico la industria del cine y la televisión aprovechó a conciencia las piezas fruto de la fecunda pluma de Agatha Christie llegando a fecha de hoy a 159 créditos en imdb contando algún futurible espantoso, varios productos interesantes y algunos verdaderamente sobrantes y estaba el otro día meditando sobre la circunstancia y me pareció que en relación a Agatha y sus versiones, adaptaciones y traiciones, el cine y la televisión han dado muestras de un devenir cuando menos interesante sobre el que podemos detenernos en cuatro recientes muestras.


Ahí va la primera:



Witness for the Prosecution (Testigo de cargo)(2016-2017) es fruto de la guionista Sarah Phelps acostumbrada a versionar novelas de fama y después de haber conseguido el favor de la audiencia con una versión de Diez Negritos (2015) que me pareció particularmente plúmbea y excesiva, el año pasado pudimos ver lo que la BBC, siempre dotada de excelentes medios, presentaba en el empeño de la inefable Sarah de detenerse frente a un clásico intentando ofrecer nuevos aspectos de inusitado interés.

Vano empeño. Aún contando con un buen elenco encabezado por Toby Jones y los buenísimos oficios artísticos de la BBC que recrea un tiempo pasado con su habitual brillantez y minuciosidad, el problema es un guión que no se sostiene por motivos evidentes, deudores de virtudes y defectos de una guionista incapaz de crear por sí misma un argumento que sustente ciento veinte minutos de metraje, porque para su desgracia ha pretendido partir de un relato corto de Agatha Christie, alrededor de treinta páginas que se leen de un tirón.

Sarah además parte con un grave inconveniente: hubo un excelente guionista que ya se ocupó de escribir el guión perfecto ¡hace medio siglo! para rodar una película de dos horas que muchos consideran una obra maestra, dejando pues un listón muy alto.

En este caso la dirección corresponde a Julian Jarrold quien abundando en el cúmulo de errores tergiversadores del original añade si cabe más lentitud con una cámara lastrada por una falta de energía que acaba por provocar somnolencia, en la mayoría de las ocasiones por detenerse en detalles que no vienen a cuento con la trama principal y que además intentando reforzar el rupturismo impuesto por la guionista acaban por resultar faltos de lógica en el conjunto.

Es una ocasión perdida, porque ése relato sólo se había llevado a la pantalla en media docena de ocasiones y quizás una empresa más humilde, menos pretenciosa, más ceñida al relato original, por ejemplo, hubiese dado lugar a un episodio de poco más de una hora que en televisión quedaría muy bien.

Las decisiones argumentales de Sarah Phelps al cambiar la personalidad del protagonista de Abogado de prestigio a uno que soborna carceleros para que le presenten posibles clientes a los que atiende en un tugurio insalubre; la relación entre Leonard Vole y la Srta. French -rejuvenecida ésta mucho hasta tomar los rasgos de una bella y madura Kim Cattrall, no lo bastante madura para el personaje- con tanto erotismo que no viene a cuento y contraría la posición de la doncella acusica Janet, que vista su señora debería estar acostumbrada y no escandalizarse por nada, amén de aportar datos poco trascendentes al curso de una añagaza que se desvelará al final, dan la sensación que en el conjunto hay mucha paja y poco grano, lo que podríamos definir como falta de sustancia, defecto que asola las pantallas actuales tanto del cine como de la televisión como es el caso.

No hay en este producto ni rastro del trabajo minucioso de construcción de personajes cincelados en letras inmarcesibles hace medio siglo: en el relato corto, Agatha apunta hechos, tramas, trampas, pero no se preocupa de perfilar mucho sus personajes, más allá de algún detalle peculiar luego explotado a conciencia por el gran Billy. Podríamos imaginar que quizás Agatha presentó catorce colecciones de relatos cortos como quien dice apuntes de futuras novelas a desarrollar que en manos de buenos guionistas como los hubo y no los hay pueden, todavía, dar lugar a interesantes películas.

Seamos optimistas: hace meses que Ben Affleck anunció su intención de perpetrar otra versión del mismo relato. Al loro.








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dimarts, 31 de juliol del 2018

Fahrenheit 451





Con motivo de la edición que conmemoraba el cuadragésimo aniversario de la publicación de su novela más conocida Ray Bradbury escribió en 1993 un interesantísimo prólogo que divulga algunas de las claves que sentaron las bases necesarias para conformar una novela de ciencia ficción que rápidamente adquirió tintes de clásico, la archiconocida Fahrenheit 451 que entre otros conceptos nos ayudó en algún momento de nuestras vidas a comprender la enorme diferencia entre los grados Celsius y los Fahrenheit sin que jamás llegáramos, pobres hombres de letras, a comprender el porqué.

En dicho prólogo el cinéfilo despistado se entera que Bradbury tuvo que darse un poco de prisa -es un decir- en dejar lista esa primera edición porque resulta que John Huston le estaba esperando en Irlanda para pergeñar durante ¡ocho meses! el guión de Moby Dick, que se estrenaría en 1956 y resulta que el bueno de Ray Bradbury llevaba desde 1951 ganándose el pan escribiendo guiones lo que hace contemplar como muy curiosa la afirmación del autor que escribió la novela en una máquina de escribir de alquiler sita en la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles.

Casi todos tendremos por ahí, en un rincón, un ejemplar de la novela y probablemente la leímos hace mucho tiempo. Recomendaría darle un nuevo vistazo y, si no contiene el prólogo citado, ir a por ella con el aditamento pues no tiene pérdida.

Sé que resulta una temeridad detenerse a comentar someramente la novela pero habiéndole dado un repasito hace muy pocas semanas no me resisto a ello intentando convenceros de que hagáis lo propio. Porque aunque la idea básica sea sobradamente conocida: en un futuro nada halagüeño el cuerpo de bomberos se dedica a quemar todos los libros que estén a su alcance pues el gobierno ha decidido que la lectura es un vicio que perjudica a la ciudadanía dinamitando su moral y convicciones, usualmente al ofrecer disyuntivas que pueden ser objeto de debate, lo cual no hace sino crear confrontaciones innecesarias, pues ya el gobierno se ocupa de que todos sean felices.

En poco más de ciento y pico páginas (dependiendo de la edición por su tipografía y composición) Bradbury amplía unas ideas que ya vertió en cuentos brevísimos y anécdotas imprevisibles y crea una sociedad del futuro indefinido en el que los libros han pasado de ser guardianes de sabiduría, emociones y conocimientos útiles a ser objetos prohibidos y su tenencia penada con la máxima gravedad en una sociedad en la que las carreteras están flanqueadas por anuncios enormes a fin de poder ser vistos por los veloces automóviles que pueden atropellar a cualquier peatón imprudente sin problema alguno mientras en las casas (llamarlas hogares sería impreciso) las paredes van llenándose de pantallas de televisión que interactúan con los ocupantes, algunos de los cuales exageran las dosis de pastillas para dormir luego.

Bradbury tiene el acierto de fijar la atención en Montag, el bombero que un buen día conoce a una extraña joven, Clarisse, quien le hace propuestas tan absurdas como frotarse una florecilla, un diente de león, en la barbilla, para saber si uno está enamorado. Y descubrir que el padre y el tío de Clarisse están en el porche de su casa, charlando, cuando todos están dentro mirando la tele. De hecho, ellos ni siquiera tienen antena de tele. ¿De qué charlan? pregunta Montag, sorprendido.

La novela nos habla a un tiempo de la transición personal que sucede en el ánimo de Montag pasando de bombero incinerador de libros a revolucionario en defensa de la lectura y lo hace con un estilo sencillo y eficaz dotado de un ritmo constante apenas interrumpido por alguna descripción excesiva en palabras y habiendo pasado ya casi sesenta y cinco años de su primera edición (la más conocida en forma de serial en los números dos, tres y cuatro de la revista Play Boy: Hefner pagó 450 dólares [todo lo que tenía] y nunca se arrepintió de ello) uno acaba por decidir que si hace cincuenta años cuando la leí por primera vez y tuve una idea de lo que luego conocería como distopía, ahora, en 2018, creo que Ray Bradbury se acercó mucho a un visionario.

Ciertamente no se queman libros: se sepultan bajo toneladas de otros libros y se dejan en los anaqueles o estanterías mientras la familia se dispone ante la enorme pantalla, cada vez más dotada de interactividad; puede que a diferencia de la mujer de Montag nadie pretenda tener varias pantallas de televisión en una misma habitación, pero sin duda hay más de una en muchas casas. Y en todas, como dice en un momento el Bombero Jefe, hay bombardeo de anuncios.

La importancia de la novela de Bradbury se incrementa si constatamos la época en que fue escrita, justo a mediados del siglo pasado, cuando la censura todavía planeaba con fuerza sobre la sociedad estadounidense desde los propios estamentos gubernamentales. Lo que no podía imaginar el amigo Ray ni siquiera en 1993 cuando escribió el citado prólogo es que los usos censores no tan sólo no desaparecieron sino que se han extendido como una plaga; él no pudo saberlo entonces pero ahora, gracias a la facilidad de internet, empezamos a vislumbrar unos usos sorprendentes

La importancia de la denuncia formulada por Bradbury es tal que a pesar de su clamoroso éxito desde que apareció en 1953 nunca hubo en la industria del cine estadounidense el más mínimo interés en darle alas y ofrecerla en las pantallas: tuvo que esperar trece años a que desde el otro lado del charco, en Europa, François Truffaut se encargara de escribir un guión y luego dirigir la película homónima Fahrenheit 451 (1966) gracias al interés de una productora británica y la ayuda de Jean Louis Richard como guionista.

Truffaut lleva a la pantalla la novela de Bradbury modificándola en parte pero dejando el meollo inalterado aunque sin apretar las clavijas a una sociedad que ya entonces empezaba a apoyarse mucho en la televisión (todos sabían ya que el celebérrimo JFK había ganado por guapo a Nixon gracias a los debates televisados) y siguiendo el camino del novelista se centra en la aventura de Montag con alguna que otra licencia digamos que conveniente; el centrarse en el personaje y sus relaciones con su esposa, con la joven Clarisse y con su jefe, Beatty, sin acentuar el entorno como sí lo hace Bradbury en sus reflexiones, la película pierde fuerza y vista ahora de nuevo cincuenta años más tarde la primigenia sensación de extrañeza que me dejó se convierte en la constatación que hace aguas por casi todas partes.

Porque si a la dificultad de apuntar alto le añadimos una sensación de falta de presupuesto en una película que necesita elementos del futuro creíbles y un vestuario que ya en su estreno causaba risa, un camión de bomberos ¡que van de pié, agarrados a una barra! que parece ideado por el Profesor Franz de Copenhague, lo único reseñable es la aparición (y el mal uso que del mismo se hace) del tren elevado de Châteneuf-sur-Loire que me parecía recordar había leído hace medio siglo que estaba en Bélgica, pero resulta que no. Quizás el "invento" quedó gafado por la película: no diría que no.

Truffaut tuvo por encima de todo un fallo garrafal en esta proposición con una base tan poderosa: dejó campar a sus anchas a todos los actores, del primero al último, del veterano Cyril Cusack al figurante que simula caerse con tan poca gracia que habría que repetir la toma cien veces. Desde luego es difícil conseguir que Oskar Werner abandone su cara de pato mareado y que Julie Christie deje de intentar epatar al personal con sus ojazos y sus interminables labios, pero para eso está el director: para mandar un poco y poner orden. Los personajes, todos, se caen por culpa de unas actuaciones lamentables, indignas de una novela como ésa: hay una incredulidad que traspasa la pantalla: los rostros de esos protagonistas en ningún momento se adecúan a lo que están diciendo y las más de las veces o parecen zombies sin expresión alguna o se limitan, como Cusack, a un repertorio de gestos risibles, inoportunos, ineficaces, sin convicción alguna. No sé si es que no se leyeron el guión entero, si jamás habían leído la novela o si es que su sueldo fue tan exiguo que Truffaut no tuvo los arrestos necesarios para repetir tomas hasta que la escena tuviese la fuerza que el texto requiere. Para una vez que el guión resulta aceptable, todo lo demás es una pifia.

No sé lo que pensó o dijo -si es que dijo algo- Bradbury después de haber visto el remedo perpetrado por Truffaut, pero me apostaría una cena a que si hubiese visto la versión de Fahrenheit 451 que dirige Ramin Bahrani automáticamente se hubiera sentido muy satisfecho al comprobar sus facultades de visionario porque en este 2018 se ha podido comprobar cómo pasados casi sesenta y cinco años todavía está pendiente de ofrecerse una buena película basada en la novela de Bradbury y no tan sólo eso, sino que, puestos a pensar mal, pensaremos que la industria multimedia masificadora se ha tomado debida revancha tratando de enterrar de una vez y para siempre ese opúsculo de menos de doscientas páginas que los pone a parir desde hace más de medio siglo.

El amigo Ramin ha dejado cuatro escenas de la novela y ha procedido a elucubrar como si no hubiese leído más que una sinopsis para ¿escribir? su "adaptación", precisamente en una época en que, lejos de los sueños de 1966, el libro de papel ya no tiene más razón de ser que el cariño de algunos "lletraferits" y el archivo digital no sólo puede preservar la deforestación del planeta sino, además, facilitar y abaratar (ésa es una cuestión pendiente de aclarar y ejecutar) la transmisión de la palabra escrita.

El guión de Ramin es descabezado, alocado, inverosímil y falto de toda lógica: un galimatías que mezcla tecnología punta con conceptos arcaicos: una pena, porque la novela de Bradbury permite un ajuste actualizado pues su crítica permanece, quizás más evidente aunque con otros matices más endemoniadamente maquiavélicos: el enemigo no es tonto y su lucha contra la cultura del ciudadano dispone de brazos fuertes, potentes y muy largos.

Lo único que merece la pena en el bodrio perpetrado por Ramin es la actuación del siempre solvente Michael Shannon que incorpora con mucha convicción al Capitán Beatty. Así como en la de 1966 las actuaciones llevan a la pira la película, en la de 2018 la interpretación no puede salvar de la miasma catódica un producto malogrado. Una pena.

Porque la conclusión es que la imperdible y excelente novela de Ray Bradbury está todavía a la espera de una película que le haga justicia. Léansela y disfrútenla mientras aguardan: va para largo, me temo.





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dilluns, 2 d’abril del 2012

Los hombres que no tenían ideas nuevas






Ha sido un fenómeno literario -o quizás únicamente social y/o mercantil- la trilogía escrita por el escritor Stieg Larsson que, fallecido de un inesperado infarto, no llegó ni siquiera a imaginar el tremendo éxito de la llamada trilogía Millenium, publicada post-mortem en los años 2005, 2006 y 2007 y que ha originado dos traslaciones al cine: la primera en su Suecia nativa y la segunda en la industria hollywoodiense que parece haber enloquecido de pasión milenaria y ha encargado a David Fincher que dirija tres películas en las que se versionan a la pantalla las tres novelas.

He de reconocer que, a pesar de disponer del primer título de la saga, traducido en España como Los hombres que no amaban a las mujeres, aún no ha llegado el momento en que me sienta inclinado a dedicarle el largo tiempo que requiere la lectura de casi seiscientas páginas: soy un lector lento y me gusta repasar párrafos -siempre que me deleiten- y desde siempre he preferido las piezas más breves a las extensas y si además vienen acompañadas de mercadotecnia demasiado ruidosa me entra el pánico y la estantería se convierte casi que en lugar de archivo definitivo. No se trata de una mala excusa sino de la definición de una postura y bien que siento no poder dedicar ni una línea a la pieza original escrita.

Pero sí he visto recientemente la película dirigida por Fincher y vista que fue, decidí agenciarme el dvd de su homóloga sueca para no hacer el ridículo, porque una cosa es dedicar varios días a leer un tocho y otra desatender la posibilidad de comparar mediante un vistazo de dos horas y media. Un tiempo de metraje excesivo que comparten ambas películas, siendo la de Fincher incluso seis minutos más larga: si en 2009 algunos dijeron que el metraje era un defecto, habrá que buscar ahora críticas de la misma fuente para comparar.

Los guiones de ambas películas se parecen como gotas de lluvia, no en vano beben de la misma fuente literaria, casi que calcándola, es un suponer: por lo menos, el guión de la versión estadounidense es casi que un plagio de la versión sueca: Un periodista que acaba de recibir un rapapolvo judicial por haberse dedicado a investigar a un personaje público sin haber tomado las debidas precauciones documentales es contratado por un potentado que vive en una gélida isla con el objetivo de averiguar qué pasó a una sobrina suya décadas atrás; el periodista acabará por recabar la colaboración de una extraña joven, una inadaptada social que teóricamente es una hacker muy espabilada, consiguiendo resolver una intriga familiar que comportará también dilucidar sangrientos asesinatos de jóvenes mujeres a lo largo de muchos lustros.

La película de Fincher cuenta con unos intérpretes muy populares gracias a sus intervenciones en películas pertenecientes a la industria hollywoodiense, pero lo cierto es que no pueden causar envidia alguna -más allá de sus emolumentos- a quienes se ocuparon de trabajar a las órdenes del danés Niels Arden Oplev que ya en 2009, dos años antes que Fincher, dirigió la primera película basada en la primera novela.

La principal diferencia va a ser la económica, porque mientras que Arden se dedica a filmar con tonos principalmente gélidos las acciones de sus personajes, con un ajustado presupuesto de trece millones de dólares obtiene unas ventas de ciento cuatro millones, y el amigo Fincher, contando con un presupuesto de entre noventa y cien millones de dólares, hasta el momento, con una mejor publicidad y distribución, lleva recaudados únicamente ciento dos millones de dólares, o sea, que está francamente muy por debajo de las expectativas, de lo que me alegro muy sinceramente.

Porque estamos ante un caso que no sabría si adjetivarlo como de estupidez, de engreimiento, de soberbia, o, quizás más simple, de imposibilidad de trabajar en algo original. Que el admiradísimo Fincher -por algunos, no por mí: debo ser el único al que Zodiac le pareció un latazo con muchos metros a cortar- se dedique a copiar una película europea distribuida apenas dos años antes me parece una sinrazón como me pareció que en su momento Scorsese dedicara su tiempo, antes tan apreciado, a remedar con Infiltrados un reciente éxito de cine asiático, aunque he de admitir que, por lo menos, la película de Fincher está bien filmada, es bastante entretenida a pesar que le siguen sobrando metros y la de Scorsese era sensiblemente inferior a la original.

Porque Fincher prácticamente repite sin aportar nada nuevo, lo que ya muchos vieron hace dos años. No hay excusa para perpetrar un refrito semejante, para demostrar una falta de vergüenza artística tan grande; saber además que están rodando las otras dos películas, que aparecerán este año y el que viene, es una cuestión que, si lo cuentan antes, nadie lo hubiera tomado en serio. Máxime cuando, por lo menos, la primera película, la que dirigió Arden, no cede artísticamente en nada y, además, se hizo con muchísimo menos dinero: vaya castaña comercial ha resultado el reputadísimo Fincher, contando con que en los USA su película ha gozado de una distribución que la europea ni en sueños tuvo.

Si tomamos en consideración el mundo televisivo desde los países nórdicos otras han sido imitadas por los estadounidenses, como Forbrydelsen que originó The Killing y no es más que un ejemplo de una conducta cada vez más extendida en el mundo audiovisual estadounidense que intenta fagocitar cualquier idea válida sin importarle un ardite remachar un clavo que todavía está caliente por su último martillazo allende los mares.

Que luego pretendan colarnos semejante producto ya raya en insensatez y desmesurada soberbia como dando a entender que el paso por su tamiz particular, que el simple añadido de un supuesto marchamo de calidad -que no es tal, que el pescado está muy caro- que le otorga la firma de gentes populares y famosas gracias a la mercadotecnia es suficiente motivo para suponer que se crea un interés por un producto que, en realidad, demuestra que hay una alarmante falta de ideas en la industria audiovisual estadounidense, cada día que pasa más propicia a mirarse complaciente el ombligo y olvidando que un día fue crisol de gentes llegadas de la vieja Europa que aportaron cultura, ideas y ganas de avanzar, además de obtener beneficios.

Si David O. Selznick levantara cabeza, no dejaría títere con la suya puesta.



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dilluns, 16 de gener del 2012

De 1952 a 1990, algo más que un "The"






Nos hemos detenido en alguna ocasión en el pasado a contemplar el subtipo de películas que denominamos con la muy poco original y menos apropiada palabra de remake procedente del mundo anglosajón olvidando que disponemos de por lo menos dos, a saber, revisión y refrito, cuando no diferentes tiempos de conjugación del verbo rehacer. El uso intencionado de refrito conviene en muchos, demasiados productos que nutren las actuales pantallas, al contener un cierto afán de desprecio, del mal gusto que asimilamos los amantes de la buena gastronomía a los condimentos que pasan por una sartén excesivamente usada con el mismo aceite de oliva.

Dicho de otra forma: películas basadas en el guión de otra u otras anteriores con independencia de su bondad y que jamás la alcanzan.

En otros casos, diremos que se trata de una revisión, para entendernos, porque el resultado puede ser parejo e incluso más digno, cuando no mejor.

Me gustaría que nos detuviéramos hoy en un guión cinematográfico que ha sido llevado por dos veces al cine con una diferencia de treinta y ocho años, los que van de 1952 a 1990, y comprobáramos siquiera de forma breve y somera las distintas cualidades de ambas películas, que las tienen, porque vistas, ambas consiguen mantener su interés en este siglo.


Martin Goldsmith y Jack Leonard recibieron conjuntamente una nominación al oscar por haber escrito una buena historia en una convocatoria que me produce vértigos como resultado de su trabajo al escribir lo que sería, luego de intervenir el veterano Earl Felton, un guión cinematográfico que en manos de Richard Fleischer se convertiría en 1952 en película titulada The Narrow Margin

La trama, a estas alturas del siglo XXI, resultará más que conocida: un policía, Brown (Charles McGraw) debe acompañar y proteger en un viaje en tren de Chicago a Los Angeles a una mujer, Frankie (Marie Windsor) que se supone ha tenido relación con el hampa y va a testificar, atrayendo a desconocidos matones que ya han asesinado al compañero del policía cuando ambos recogían a la testigo en su escondrijo, siendo la situación tensa, pues la mujer no tan sólo no lo agradece sino que, además, acusa a Brown de vender información a los mafiosos que la buscan y persiguen para matarla.

Durante el viaje, Brown trabará amistad con Ann (Jacqueline White) una mujer que resulta misteriosa por su conducta.

Este planteamiento, que no puede resultar muy novedoso a grandes rasgos pues ha sido imitado hasta la saciedad, permite a guionistas y director construir una historia que se sigue con interés: Fleischer aprovecha los medios a su alcance y rodando en blanco y negro con bastante contraste refuerza la dureza de la trama que presenta: las nada veladas acusaciones de corrupción que Mary, harta de permanecer encerrada en su departamento, lanza sobre Brown y la forma con que éste las encaja, la sensación claustrofóbica derivada del reducido espacio y la constatada presencia de matones que les buscan sin tener muchos lugares donde esconderse, son aspectos remarcados por Fleischer a fin de incrementar el suspense relativo al desenlace mediante un acertadísimo uso de la cámara confiada en las buenas manos de George E. Diskant que sabe moverla siguiendo las instrucciones de Fleischer, avezado cineasta curtido en diversos géneros, que sabe resolver con eficacia y sin presumir los problemas que le puede plantear, por ejemplo, una lucha a puñetazo sucio en un minúsculo departamento ferroviario ofreciendo una demostración de vigor en la planificación que no precisa más que el sonido directo de los intérpretes.

Fleischer no acentúa con la cámara buscando ángulos complejos que puedan llegar a distraer la sensación de estrechez del cubículo largo y estrecho donde se desarrolla la historia, pero tampoco elude el uso de primeros planos para mostrar la intensidad del miedo a ser descubiertos, la violencia del gesto amenazador, y tampoco rehuye los planos detalle para realzar puntos de la trama que le interesan, al tiempo que sabe formular la distancia a través de los reflejos dando una salida imaginativa del reducido cubículo contando con la complicidad del espectador que así halla momento de escape del obscuro vagón que encierra tanto la ansiedad de llegar al término como el peligro de una súbita interrupción vital del camino liberador, en cuyo desarrollo Fleischer, que está rodando a mediados del siglo pasado, no lo olvidemos, a duras penas puede dejar de lado la evidencia que ése viaje de incógnito ha quedado al descubierto porque en la policía hay delatores, agentes vendidos a los malhechores y ése aspecto que incidiría elevando el nihilismo propio del cine negro apenas se entreve y queda como irresoluto, olvidado casi, al final del ajustado metraje de menos de hora y media, en el que la acción ha sido sobria y el desenlace un punto inesperado.

Casi cuarenta años más tarde, Peter Hyams decidió que ya era hora de revisar el pequeño clásico de serie B dirigido por Fleischer y ni corto ni perezoso agarró la historia y el guión originales y procedió a escribir él mismo un guión basado en el anterior, constituyendo pues un ejemplo clásico y definitorio de lo que es una revisitación (llámenle "remake" y condénense a placer) más que un refrito porque lo cierto es que, habiéndole quitado la preposición, su película, titulada Narrow Margin (1990) se diferencia en algo más de la original, adecuándose a su tiempo.

(Por cierto: el título, traducido al español, igual en ambos casos: Testigo accidental. Curioso.)

Recuerdo haber visto la versión de Hyams sin tener ni idea de la anterior y me pareció una película eficaz y entretenida, mejorable seguramente, pero con un ritmo adecuado a la trama incidiendo especialmente en la acción, convirtiéndose el ferrocarril en el que -de nuevo- transcurre la mayor parte de la trama en elemento móvil que coadyuva al interés de llegar al final del viaje iniciado, sin que Hyams se decida por exagerar la posible claustrofobia derivada del minúsculo espacio donde se desarrolla la trama, incluso aprovechando la más remota oportunidad para sacar personajes y cámara del recinto del tren, ni que sea unos metros en una parada inesperada, ni que sea ya, de forma moderna pero también vista, aprovechando el exterior del propio ferrocarril.

Hyams tiene de entrada la ventaja de una producción que cuenta con un protagonista estelar de primera fila, pues el ayudante del fiscal que va a por la testigo para llevársela a la sala de juicios, un tal Caufield, es representado por Gene Hackman que ofrece una vez más muestra de su excelencia interpretativa como empecinado y valiente protector de la perseguida Hunnicut (Anne Archer) que será objeto y punto de mira de una serie de asesinos que irán compareciendo en el tren, manteniéndose casi la misma estructura del guión original con ligeras variantes que hacen distintas ambas películas.

Pero además, Hyams le da a la cinta un tratamiento muy distinto: a pesar que en la época en que rueda Hyams la perspectiva de mostrar un policía corrupto que se vende a la mafia es absolutamente posible y nada tiene de novedad, prefiere obviar la cercanía psicológica a los personajes para incidir en el espectáculo visual, reforzando la acción con todos los medios a su alcance, que son muchos y variados, desde diferentes tipos de armamentos y vehículos (hay al inicio una persecución de helicóptero tras un coche) hasta diferentes tipos de asesinos, del más frío al más sádico, en un sinfín de situaciones parejas a las que suceden en la versión original pero desarrolladas con mucho más ruido y más medios materiales, obteniendo una fuerza visual distinta.

Es curioso que pasados casi cuarenta años se proceda a revisar una trama que en su momento levantó alguna ampolla por apuntar situaciones probablemente reales -las relaciones entre policías y malhechores siempre tienen aristas- pero muy incómodas a mediados del siglo pasado y pudiendo profundizar en dicho aspecto, se prefiera mencionarlo expresamente pero de forma muy somera, como de pasada, remarcando especialmente los aspectos digamos que cinéticos, buscando la acción física por encima de la conceptual, prefiriendo muy claramente hacer ruido con disparos simulados antes que con ideas concebidas hace ya tanto tiempo, acalladas por una censura hoy teóricamente inexistente.

Para quienes no conozcan ninguna de las dos, recomendaría su visión cronológica: para quienes -como a mí me sucedió- vieron la película de 1990, sin duda recomiendo vean la "original", pues garantizo que será una buena sorpresa, sin que ninguna de ambas dos sea imprescindible, creo que vale la pena verlas porque cumplen con su función.








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