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dimarts, 30 de maig de 2023

Una rareza para cinéfilos y románticos irredentos



En muy pocas ocasiones ha sido tan fácil titular un comentario de forma que se ajuste perfectamente a la película objeto del mismo.

Mitchell Leisen podría servirnos como modelo de lo que es o mejor dicho era un cineasta de oficio comprobable y constatable, un director que antes de decir ¡acción! pasó primero por colaborar en los albores del cine como diseñador de vestuarios (su primera incursión acreditada, data de 1919), luego director artístico y al fin director al servicio de la compañía cinematográfica, primero sin acreditar y pronto ya firmando sus obras.

Una de las primeras es la que inspira estas cuatro letras que pretenden llamar la atención sobre una pieza hasta ahora desconocida que merece ser recuperada: se trata de la traslación a la pantalla de cine de una pieza corta de teatro escrita por el dramaturgo italiano Alberto Casella que fue guionizada por Maxwell Anderson y Gladys Lehman, ambos guionistas de larga carrera y coetáneos de Leisen, que realizan un excelente trabajo al mantener unos diálogos bien escritos sin sujetarse ni al tempo ni a la situación de la obra original.

La pieza, titulada Death takes a holiday (La muerte de vacaciones), estrenada en 1934, se mueve en un terreno peligroso por lo inusuakl, proclive a desplazarse hacia el terreno de la parodia, quizás resbalar hasta un terror incómodo y también permanecer sabiamente en una posición indefinida aceptando apuntes de toda clase sin dejarse influenciar por ninguno, manteniendo la fantasía como uno de los ejes de la narración que cabe suponer se ajusta mucho a la obra del dramaturgo añadiendo apenas alguna situación adecuada al lenguaje cinematográfico pero sin añadiduras que traten de enriquecer la insólita propuesta alargando una trama que con una hora y veinte minutos Mitchell Leisen despacha de maravilla.

La situación es la siguiente: la Muerte no acaba de comprender porqué la temen tanto los humanos; no entiende sus sentimientos ni sus actitudes y se le ha ocurrido que durante tres días tomará apariencia humana para averiguar, ocupando el lugar de un humano, qué es lo que se siente en la vida humana ante una serie de vicisitudes, para llegar a saber porqué los humanos nunca aceptan de buen grado el viaje final en su compañía.

Es de ver que la propuesta debe causar no pocas dudas relativas al tratamiento que debe dársele y por suerte en la propia pieza teatral ya se halla el iter dramático que, en manos de un cineasta de oficio como Leisen, encontrará un lenguaje visual acertadísimo a todas las circunstancias que lógicamente se originan por la conversión de esa entidad incorpórea en un especímen humano que, además, tan sólo dispone de tres días para ejercitar un experimento que le saque de inquietudes para él trascendentales.

Digo para él porque esa Muerte que en español tratamos como femenina adopta la figura del Príncipe Sirki que era esperado visitante del palacio del Duque Lambert que acoge distintos huéspedes entre los que se halla la joven Princesa Grazia cuya delicada belleza no puede pasar desapercibida mientras se resiste quedamente a aceptar el compromisos matrimonial que todos dan por hecho, matrimonio con el hijo de Lambert, Corrado.

La Muerte ha decidido que la espléndida finca de Lambert con sus huéspedes será lugar propicio para su experimento y así se la hace saber al Duque Lambert con la advertencia que nadie conocerá el secreto bajo pena de llevárselos a todos un un instante. Tres días, pide, y además, le concede un aplazamiento a Lambert del viaje que iba a producirse esa misma noche.

La surrealista situación es tratada por Leisen con un ritmo ejemplar, sin prisa pero sin pausa, incluso permitiéndose chanzas relativas a los cómicos y afortunados resultados de accidentes que deberían ser mortales pero no lo son porque el ocupado no está por la labor. Está tratando de entender la condición humana y de pronto surge la cuestión del amor, de ése sentimiento que domina las situaciones. Algo para lo que no está preparado.

Leisen ya nos ha apuntado detalles complementarios de lo que va a ocurrir en función de la personalidad de los personajes:demostrando su incipiente maestría como director (con muchos rodajes a sus espaldas en múltiples tareas) remarca brevemente signos que pueden ser considerados triviales pero que luego encajan perfectamente y complementan un todo que supera las dificultades de una historia que bordea el ridículo y lo supera con una elegancia que aleja no tan sólo la parodia sino también el aburrimiento del espectador, enganchado a la imaginativa trama pese a su irrealidad, con un final no por más feliz menos inesperado por su lógica interna que hace añicos cualquier vestigio vital que no se acomode a un romanticismo exacerbado al límite, sin ulterior explicación.

El elenco, encabezado por un joven Fredric March muy bien acompañado por Guy Standing y Evelyn Venable como co protagonistas y un selecto grupo de secundarios de los de antes, lleva a cabo una representación de sus personajes de forma muy convincente, especialmente March y Venable que logran trascender la fisicidad gracias al dominio de las miradas y la voz, ayudando no poco a convertir esta película de bajo presupuesto (esos magnánimos decorados seguro que eran ya usados) en una pequeña maravilla para cinéfilos y también para quienes aman las historias románticas que van más allá de todo.





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dissabte, 29 d’abril de 2023

Que pena, penita, pena



Cerraba yo el comentario dedicado a la primera película de Martin McDonagh afirmando que lo peor de aquel largometraje erigido en sorprendente ópera prima era que el autor se había puesto el listón muy alto. Después tuvimos la suerte de pillar en youtube el cortometraje Six Shooter con el que ganó un oscar y también disfrutamos de la extraña Siete psicópatas que, digamos, mantenía las esperanzas.

Esperanzas que se vieron defraudadas con la muy cacareada Tres anuncios en las afueras que me decepcionó mucho y me dejó la sensación que la presión de los hermanos Coen había perjudicado el buen criterio de McDonagh tanto a la hora de escribir el guión como de dirigir una película basada en el mismo.

Llegó 2022 y entre el habitual marasmo de las carteleras huérfanas de buenas historias aparecía tarde, muy tarde (ya entrado este año 2023 en España) su última película, nuevamente ejerciendo de guionista y director, una trama asentada en los ancestros irlandeses, quizás una historia inspirada por viejos cuentos a la lumbre, una relación humana revestida de interrogantes y complejidades, características que alejarían de lo habitual en las pantallas de este siglo y situarían la película titulada The Banshees of Inisherin (Almas en pena de Inisherin) en una categoría cinematográfica interesante, un drama con tintes abstractos y hasta quizás surrealistas provisto de violencia física y apuntes de mitología que en realidad son supercherías de una vieja loca.

La película mantiene la pantalla iluminada casi dos horas y lo que cuenta daría para un cortometraje de media hora que resultaría interesante.

La conocida sinopsis explica sucintamente todo lo que vamos a ver y poco más que se va produciendo lentamente, muy lentamente, con un ritmo tan pausado que llega a producir la sensación que McDonagh se ha creído que lo que pretende contarnos necesita forzosamente unos planos extendidos y una “fotografía bonita” que nos deje epatados, extasiados ante tanta belleza, subyugados y presos en su arte de contarnos historias, arte, ¡ay! que ha perdido de forma inmisericorde y en vez de cautivar al espectador como hizo hace ya catorce años nos aburre metódicamente imponiéndonos un ritmo pausado y unos diálogos anodinos que en su mala factura pretenden pasar por apuntes a una fantasía personal que, transida de misterio, nos hará creer de buena fé que estamos ante una representación repleta de claves que debemos revelar en nuestro interior, guiños elípticos, visuales y sonoros, epistemológicos de una ciencia arcana que sólo los elegidos podrán paladear.

O sea, que puede usted elegir entre El retablo de las maravillas o el cuento El rey desnudo, pero, se ponga como se ponga, difícilmente va a conseguir interesarse por unos tipos que no están muy bien de la azotea porque lo que dicen y lo que hacen, aún siendo en momentos horroroso, no llegan a emocionar y no es por culpa de los intérpretes (el elenco, todo, es una maravilla, incluído un sorprendente Colin Farrel que por fin da una de cal) sino, definitivamente, por culpa de un guión que destila vagancia y orgullo mal entendido así como desprecio a un espectador que, habiendo visto de lo que es capaz Martin McDonagh como escritor (sabemos que es reputado dramaturgo) de guiones y acertado director, en esta ocasión falla estrepitosamente llegando al nivel más bajo de su carrera cinematográfica.

Lo mejor de esta película es que, posiblemente, la siguiente se situará a un nivel más alto.



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dimecres, 29 de març de 2023

Una oportunidad perdida





La década de los sesenta del siglo pasado fué una época bastante agitada, en ocasiones convulsa y sin duda propició cambios considerables no tan sólo en las sociedades occidentales aunque probablemente en ellas se avanzó más que en oriente en lo que concierne a las mujeres que siguieron con la lucha en pro de la igualdad con los hombres en todos los sentidos.

En Boston, capital del estado de Massachusetts (Estados Unidos de América) y ciudad de raigambre clásica en el país, un asesino se cebó en las mujeres que vivían solas acechándolas, violándolas y estrangulándolas contabilizándose por lo menos trece casos lo que motivó como es lógico la indignación, el estupor y el miedo generalizado en una sociedad que teóricamente prosperaba mirando por encima del hombro los problemas de New York y Washington, el primero por su excesiva población y la segunda por su derivada política.

Los asesinatos perpetrados en la ciudad tuvieron como es lógico su repercusión en los medios de comunicación e incluso se filmó una película en 1968, The Boston Strangler, protagonizada por Tony Curtis y Henry Fonda, en la que nos detuvimos aquí hace ya más de quince años, una pieza dirigida por el siempre eficaz Richard Fleischer.

Las atrocidades cometidas sobre mujeres indefensas en aquellos años han originado muchos artículos, libros de ensayo y ficción y ahora Matt Ruskin nos presenta una película basada en guión propio que ha titulado, cómo no, Boston Strangler presentada en internet en España hace unos días con el título de El estrangulador de Boston.



Ruskin se auto erige en máximo responsable de su película y cuenta con los consejos de Ridley Scott que anda en labores de producción y dudo que lo haya hecho en silencio.

El enfoque de esta película difiere sensiblemente de la anterior que juega con el pánico y la introspección y aparentemente Ruskin pretende una actualización en la que se le otorga relevancia a dos periodistas empeñadas en investigar los sucesos conforme se iban sucediendo, convencidas mucho antes que la policía públicamente lo admitiera que la ciudad se hallaba frente a lo que acabó siendo un asesino en serie, a pesar que ulteriores investigaciones parecen dudar de un sólo autor criminal, aspecto ése que Ruskin no sabe controlar y acaba por emborronar el conjunto.

En los primeros minutos el espectador tiene la sensación que, aprovechando el escenario complejo de una redacción de un periódico ante unos crímenes que se van repitiendo, la figura decidida de una periodista que quiere dejar de escribir asuntos domésticos interesantes para señoras ocupadas únicamente en cuidar su hogar y su apariencia física para ponerse a investigar los crímenes que tienen como objetivo mujeres que viven solas e independientes, Ruskin nos ofrecerá una trama en la que la lucha por demostrar la competencia profesional de la mujer como investigadora criminal a la par que sus colegas masculinos será el eje en torno al que girará su película que, no lo olvidemos, nos viene anunciada como "basada en hechos reales", frasecita de rigor que cada vez me dá más miedo y que en esta ocasión bien pudiera reflejar la creciente toma de responsabilidades por parte de las mujeres occidentales en aquellos lejanos años sesenta tan ricos de sucesos.

Si esperan hallar un alegato feminista mínimamente bien construído en el que se nos presente a dos periodistas empeñadas en realizar su trabajo con decisión y sin miedo venciendo obstáculos machistas al desarrollo de su profesión, se han equivocado de película o mejor dicho, se han dejado convencer por una publicidad engañosa.

Ruskin demuestra sus fallos de guión y los enaltece con sus fallos, estrepitosos, de director de cine que ni sabe elegir el formato visual ni dar y mantener ritmo a la acción ni sabe tampoco exprimir a los intérpretes que tiene a sus órdenes, aunque bien es cierto que éstos, con frases tan anodinas y personajes tan planos, bien poco tienen donde agarrarse.

No hay fuerza sostenida en los personajes que veremos en la pantalla, ni en el mundo periodístico, ni en el policial, ni tampoco en el criminal, con tantos tipos creados sin garra que se pierden como lágrimas en la lluvia sin que ni la empatía ni la antipatía hagan su aparición en el ánimo somnoliento del espectador al que se le hurta de forma inmisericorde también la intriga y el suspense habituales en películas en las que hay un montón de crímenes por resolver.

No ayuda nada la decisión de adoptar la pantalla ancha, 2,39:1, indicada para llenar los grandes, enormes, televisores domésticos por el miedo a que los espectadores se quejen de un formato más apropiado y reducido que dejaría ¡ay! buena parte de su enorme pantalla en negro y sin información, que es precisamente lo que le falta a esta película que no acaba de decidirse si nos promueve un debate sobre la intervención femenina en cualquier ámbito del periodismo o si trata de desvelarnos recientes descubrimientos afectos a los crímenes sesenteros, una actualización que no sería desdeñable, aunque para ello hay que tener ideas bien formadas, no en vano el peligro de basarse en la realidad suele ser el aburrimiento causado por la indecisión entre una ficción renovadora y un docudrama archiconocido, quedando al final en nada.

Llenar una pantalla tan grande con nada es mal asunto, por mucho que algún espabilado en la sombra asegure que es posible: sobra espacio y falta talento y trabajo. Mejor vean la película de Fleischer que no pretende ser tan verídica y atrapa la atención.



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dissabte, 25 de febrer de 2023

Jack se equivocó





Ni siquiera se molestó en leer el guión endiablado que le habían dejado en su camerino de un teatro de Connecticut -donde estaba representando una pieza de Shakespeare- dos veinteañeros que pretendían protagonizara una película que estaba en aquellos momentos en el limbo de las ilusiones.

Stan y James, neoyorquinos nacidos ambos en el verano de 1928, se conocieron gracias a un amigo común, Alexander: James tenía muy buen ojo para elegir novelas que pudieran llevarse a la pantalla y Stan era capaz de imaginar un universo visual representando la idea literaria y habían conseguido con sus ahorros y algún sablazo los 10.000 dólares que les pidieron por los derechos cinematográficos de una historia escrita por Lionel White que ya había llamado la atención de Frank Sinatra, reciente todavía su éxito de Suddenly.

Ambos jóvenes cineastas se habían reunido con Bob Benjamin, de la United Artist y éste, en un alarde de veteranía, habiendo escuchado las líneas generales de la idea básica de la novela y viendo su entusiasmo, les dijo: traedme un actor con nombre y os proporcionaremos 200.000 dólares para hacer la película.

Jack Palance fue el primer invitado a protagonizar la película en ciernes y ni siquiera se leyó el guión que le dejaron, porque jamás había tenido noticia alguna de James y Stan en la industria del cine y Jack ya había intervenido en Shane un par de años antes.

James, que pretendía ocuparse de las tareas propias del productor, le dijo a Stan que fuese trabajando sus ideas para dirigir la película y que él ya encontraría algún actor con nombre para protagonizarla. El padre de James, con mucha retranca, puso de manifiesto el poco apoyo que la UA les estaba prestando al prometer una inversión financiera pero sin soporte logístico.

Sterling Hayden -que precisamente había co protagonizado Suddenly con Sinatra para la UA- sí se leyó el guión y le gustó y aceptó protagonizar la cinta de esos dos desconocidos pero solicitando 40.000 dólares y James y Stan sin pensárselo dos veces agarraron los bártulos y se desplazaron hasta la costa oeste porque rodar al otro lado del país les daba muchas ventajas.



Ambos habían fundado una compañía productora, Harris-Kubrick Pictures y pusieron manos a la obra para crear sobre la base de la novela titulada Clean Break una película que titularon The Killing conocida en España como Atraco perfecto.

Stanley Kubrick se había ocupado en su segunda -para él la primera- película Killer's kiss que ya vimos aquí hace años tanto del guión técnico como de la dirección y la fotografía (entendida como uso de la cámara e iluminación) pero ahora, trabajando en el entorno de la UA, se encontró con que el poderoso sindicato le dijo que nones, que debía contratar a un especialista, y le ofrecieron el cargo a Lucien Ballard, un veterano director de fotografía con el que Kubrick tuvo sus más y sus menos hasta que todo empezó en serio y el joven Stan, sin alzar la voz le dió un ultimátum: "o dejas puesto el 25mm o te vas a casa"

Ya sabemos -porque lo vimos en Killer's Kiss- que Kubrick dominaba el lenguaje visual y era muy capaz de sacar provecho de la nada gracias a su talento fotográfico y para rodar The Killing decidió usar un objetivo de 25 milímetros que era el angular máximo que admitían las cámaras Mitchell de 35mm que usaba en el rodaje y además, tomando alguna idea de Orson Welles, hizo construir los decorados eliminando muchas paredes que no iban a verse porque la cámara, con tal angular, debía situarse más cerca de los intérpretes y por las propias condiciones ópticas del objetivo, el campo visual ostentaba líneas dinámicas que enfatizaban el emplazamiento de la cámara obteniendo Kubrick de esa forma refuerzo de las ideas presentes en la narrativa visual y las imágenes disponían de una inusitada profundidad de campo lógica atendida la corta focal del objetivo.

La exagerada profundidad de campo le sirve a Kubrick para enfatizar una proximidad de todos los personajes en escena y al mismo tiempo para encerrarlos a todos en la pantalla abundando cierta sensación de claustrofobia porque en realidad todos están encerrados en el mismo plano que tan sólo queda liberado en los primeros planos que así, resultan más impactantes.

Las ideas visuales de Kubrick, propias y aprendidas de antecedentes gloriosos, permanecen, si el cinéfilo lo mira con detenimiento, en muchas películas que suelen agradarnos en cualquier época y lo que sorprende es que no se usen más a menudo.

James B. Harris tuvo que trabajar bastante como productor para conseguir facilidades del rodaje que resultaran económicas y no llegaron a los extremos de filmar en lugares públicos sin permisos municipales pero casi, porque siendo la trama un atraco perfecto de un hipódromo, nadie veía con buenos ojos permitir la identificación de los lugares, así que todos los interiores se construyeron en dependencias de la UA y aprovechando lugares ya usados anteriormente.

Las dificultades propias de una primera película "seria" con un "presupuesto serio" enfocada tanto a la pantalla como a la taquilla no fueron obstáculo para que Kubrick se detuviese en los aspectos de la trama menos mecánicos y más personales de los personajes que veremos vivir en la pantalla con sus propias particularidades:

Johnny (Sterling Hayden) acaba de salir de la cárcel con un plan para enriquecerse: su filosofía, su aprendizaje vital, consiste en que pasó cinco años por robar poca cosa y ahora va a dar un golpe definitivo: por lo menos espera obtener dos millones, a repartir con los asociados. Johnny tiene una novia, Fay (Coleen Gray) que está loca por él y jura seguirle en todo lo que haga. Son una pareja enamorada.

Marvin (Jay C. Flippen) es un hombre en edad de jubilación que siente por Johnny una especial amistad (hay algún detalle a obervar con detenimiento) y se erige en mecenas del golpe, adelantando financiación para los gastos previos.

Randy (Ted de Corsia) es un policía que debe mucho dinero a un prestamista mafioso y Joe (Mike O'Reilly) es un camarero cercano a la jubilación que tiene a su esposa gravemente enferma y necesita mucho dinero para atenderla debidamente.

George (Elisha Cook Jr.) es un cajero del hipódromo casado con una beldad malévola y adúltera, Sherry (Marie Windsor) que le tiene loco y obsesionado mientras devanea y hace planes con un donjuán sinvergüenza que atiende por Val (Vince Edwards) que se burla de la cornamenta del pobre George.

El plan ideado por Johnny es perfecto, un cronómetro ajustado a una acción delictiva que no puede fallar porque cada uno de los integrantes tiene una función muy simple y eficaz y si todos actúan como deben el resultado será óptimo.

La novela escrita por Lionel White entusiasmó primero a James B. Harris y luego a Stanley Kubrick y por razones bien distintas: a James le pareció que el atraco perfecto era algo que en pantalla iba a funcionar muy bien y a Stan lo que le enamoró fue la estructura literaria de la novela, porque rompiendo la habitual línea discursiva y sucesiva de los acontecimientos, ya en el texto literario el tiempo era algo en manos del autor y del lector que debía consentir e imaginar un relato fragmentado temporalmente, lo que, evidentemente, provocó en Kubrick las ganas de llevarlo a la pantalla siguiendo el discurso mediante un montaje que hasta entonces y salvo en ocasiones de primer nivel, no solía verse en los cines.

No fue por tanto idea original de Kubrick valerse de un montaje en el que el tiempo real no es respetado, pero sin lugar a dudas el cineasta supo organizarlo montando las escenas perfectamente para conseguir que a pesar del ajustadísimo metraje -menos de hora y media- el espectador reciba una cantidad de información detallada de todos los aspectos de la trama y muy especialmente dosificando con sabiduría aquellas escenas en las que la fatalidad, tomando ventaja de la debilidad humana, se va erigiendo en protagonista de la narración causando una ominosa sensación que esos preparativos minuciosos que el montaje nos muestra detalladamente acabarán dando un resultado inesperado.

Contra lo que dicen algunos de los carteles de la época de su estreno la película no es tan violenta como otras, aunque en su conclusión se precipitan los hechos trágicos, pero al igual que sucede en los clásicos en los que la fatalidad es omnipresente, la violencia se observa y se siente como parte lógica dotada de una cierta frialdad porque su advenimiento no sorprende al avisado espectador y a pesar de la fecha de su estreno, en 1956, no hay visos de moralina alguna más allá del reconocimiento que la suerte, buena o mala, existe.

Resulta curioso saber ahora que la película llegó a pasarse a modo de ensayo en un montaje digamos que "lineal" conservando el mandato del tiempo porque alguien adujo que no se entendía bien en su original forma y por fortuna -esta vez de la buena- al final la compañía Harris-Kubrick Pictures consiguió que se la estrenaran en su formato ideal y así es como ahora podemos disfrutarla y la cinefilia más joven se percatará que, ciertamente, algunos han aprendido bastante de esta estupenda película, imperdible y de visionado obligado en v.o.s.e.

p.d.: los datos históricos relatados provienen de la biografía de Stanley Kubrick escrita por Vincent LeBrutto que me regaló, hace años, mi llorado amigo ANRO.



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dimecres, 8 de febrer de 2023

Mucho más que un western de hace setenta años.



Hace setenta años y siete días que se estrenaba en los cines estadounidenses la tercera entrega de una serie de westerns atípicos que interpretó James Stewart a las órdenes de Anthony Mann en los que se hace virtud de la ruptura de reglas supuestamente ordenadoras de lo que debe ser un western prototípico.

Romper las reglas establecidas nunca es fácil ni aconsejable precisamente por la dificultad inherente a la empresa que supone presentar públicamente una obra que pertenece a un género conocido, preestablecido estéticamente, para cambiarlo, subvertirlo, alterarlo con el fin de proponer una idea que perfectamente podría presentarse con otra apariencia pero que el artista, el autor, prefiere adscribirla teóricamente a un sentir popular que no intenta defraudar ni engañar pero sí llevar a un lugar distinto, novedoso.

En todas las artes ha habido artistas que han hecho de la ruptura una expresión conceptual y algunos han obtenido el beneplácito y otros han quedado en ridículo.

Anthony Mann usó el western como mejor le plugo quizás porque se sabía de memoria todos los resortes del género y era capaz de disponerlos a su antojo para llevar al espectador donde le interesaba. Aprovechando un guión escrito por dos guionistas de la casa (Metro-Goldwyn-Mayer) Sam Rolfe y Harold Jack Bloom, Mann nos presentará una historia más compleja de lo habitual en un western, alineándose con los grandes nombres del género que, sin obviar puntos comunes, se sirven del mismo para contarnos tramas de interés.


La película, titulada The naked spur (literalmente La espuela desnuda, recibiendo un esperpéntico título español como Colorado Jim), estrenada el 1 de febrero de 1953, pertenece de cabo a rabo a Anthony Mann a pesar de que fuesen los guionistas los que recibieron una nominación a los premios Oscar y ello lo afirmo porque viendo el historial posterior de ambos se entiende que trabajaron el guión siguiendo las instrucciones del director que ya sabía lo que quería y necesitaba para su película, incluyendo el reparto de intérpretes que se reduce a cinco protagonistas y un pequeño grupo de extras que comparecerán durante apenas cinco minutos como un grupo de indígenas que serán masacrados.

Los cinco únicos personajes de la película son Howard Kemp (James Stewart), un caza recompensas que persigue a Ben Vandergroat (Robert Ryan), tipo acusado de matar por la espalda a un hombre en Abilene, Kansas, quien va acompañado por Lina Patch (Janet leigh), hija de un fallecido socio de negocios delictuosos; el trotamundos Jesse Tate (Millard Mitchell) que busca oro, y Roy Anderson (Ralph Meeker) que acaba de ser expulsado de la caballería por razones que aconsejan tomar distancia de su persona.

(¿Se dan cuenta que no hay ningún Jim entre los personajes de la película? Ni colorado ni verde..)

Eso es todo: no hay nadie más, ni falta que le hace a Mann, que en hora y media despliega una sabiduría cinematográfica ejemplar, una clase maestra de lo que se puede contar en noventa minutos cuando al mando hay alguien que sabe lo que es el cine y su potencial como arte muy capaz de entretener y exponer diversos caracteres revestidos de complejidad muy humana y conseguir que interaccionen atrapando el interés del espectador que no tiene ni un momento de bajón, capturada como está su atención a la pantalla.

En el western más tópico siempre está la figura del héroe, usualmente aplicador de una justicia universal cuando no una camuflada venganza, y casi siempre acaba sobreviviendo y el malvado -o los malvados, a escoger una banda de facinerosos o una terrible tribu de indígenas- pereciendo en justo castigo a sus fechorías.

James Stewart, contra todo pronóstico, se avino a actuar con Anthony Mann sabiendo muy bien que no iba a personalizar a un héroe prototípico. Digo contra pronóstico porque sus conocidos trabajos en la década de los cuarenta del pasado siglo no anunciaban ni mucho menos que se atrevería a incorporar esos caracteres que le ofreció Anthony Mann, unos personajes como ese Howard Kemp tan repleto de sensaciones, de recuerdos, de intenciones, de dudas, que exige del actor un trabajo muy concienzudo para contener el gesto y dominar la expresión: hay momentos en los que los ojos de Stewart lanzan rayos airados, miradas que matan sin necesidad de artificios digitales: una maravilla, vaya.

Mann rueda toda la trama en exteriores, algunos paisajes soleados y otros reducidos y oscuros como corresponde a un camino cuyo inicio creemos conocer al principio pero que luego pausadamente sabremos es anterior a lo que hemos visto: hay un pasado que pesará en la acción, que influirá en dos de los protagonistas. El rodaje en exteriores no merma en absoluto la capacidad de Mann de forzar un sentimiento claustrofóbico que se instala en el espectador porque siente que esos cinco están encadenados los unos a los otros y que la liberación deberá ser, por lo menos, catártica y quizás violenta.

Kemp se presenta como alguacil provisto de autoridad para dar caza a Ben y consigue que Jesse le ayude previo abono de diez monedas de dólar y la promesa de otras diez cuando atrapen al fugado, cuando se encuentran con Roy quien se ofrece a ayudarles para capturar al huidizo y astuto Vandergroat, que se ha parapetado en lo alto de unas rocas y entre los tres conseguirán maniatarlo, cuando aparece la joven Lina intentando salvarle acabando también detenida.

Ben puede ser un homicida o un asesino pero no es tonto: dotado de una voz dulce y seductora aclarará en primer lugar que Kemp no es más que un caza recompensas y que por su cabeza ofrecen nada menos que 5.000 dólares, una verdadera fortuna, lo que de inmediato despierta la codicia de Jesse y de Roy, que rápidamente pasan de comportarse como auxiliares generosos en socios de una expedición que se aventura larga, peligrosa e insegura, porque Ben, astuto como un zorro y sinuoso como una víbora, va desgranando oportunidades debilitadoras de la unión de los tres captores en la presencia de la joven Lina que en su inocencia y bondad es usada a modo de comodín por el cerebral Ben mientras las personalidades de Kemp, Jessy y Roy se van ampliando con más matices y detalles que Anthony Mann nos va ofreciendo a cuenta gotas manteniendo el interés y acrecentando la intriga por saber en qué acabará toda la trama, mucho más compleja de lo que se esperaba en un western titulado Colorado Jim.

Mann dispone únicamente de cinco personajes pero los reviste de emociones humanas tales como la codicia; el desespero vital tras una vida aciaga llena de infortunios; el rencor causado por una traición inesperada; la ilusión por cambiar de vida en un futuro posible, quizás en otro lugar; el desprecio por la vida ajena y la maldad; la frialdad ejecutora de trampas sagaces y mortales; la capacidad de encariñarse creyendo en un amor súbito y redentor; la necesidad de sobrevivir, el ánimo de luchar por seguir adelante. Todo ello y más, adorna ese quinteto de personajes que la cámara de Mann convierte en personas humanas reales, complejas como la vida misma, con virtudes y defectos, con aciertos y errores, con decisiones arriesgadas y sufrimiento interior capaz de romper la paz de una noche quieta y callada con un alarido que tiene detrás una historia singular, amarga.

Nada es lo que parece al principio y con el camino de los protagonistas, el íter vital cambiará con nosotros de espectadores gracias a la precisión de Anthony Mann que sin palabras, sólo con su cámara, nos dice muchas cosas: a modo de ejemplo magistral, la secuencia en la que un grupo de indígenas acaba derrotado y mortalmente vencido cuando la razón, la ética de una venganza justiciera estaba de su lado, y los percibimos en un suave travelling con la triste mirada de Kemp, consciente de la barbaridad inhumana que entre todos han cometido.

Por no faltar, ni siquiera falta la posibilidad de indagar acerca de la naturaleza humana y del sentido interno, llámese conciencia, llámese alma, que se retuerce y sufre por las acometidas de una necesidad imperiosa de recuperar una materialidad añorada y la convicción que nada es bastante para justificar la muerte de un ser humano, llevan al extremo esa lucha emponzoñada por una avaricia singularizada hasta convertirse en una verdadera obsesión que atenaza voluntades y vicia consentimientos y esa lucha interior Anthony Mann se ocupa muy mucho que no nos pase desapercibida al punto que vulcaniza catárticamente en una elección ejemplar, liberadora, base de una nueva vida.

Este es un western que puede conseguir muy fácilmente que el cinéfilo joven que ha visto pocos y no le acaban de convencer se percate que el género es tan grande como las muchas praderas que en él pueden verse y que es capaz de albergar tramas que, lejos de encorsetarse y limitarse, apuntan a cuestiones sociales que el espectador puede sentir como propias; hay una cierta crítica a la situación de los hombres que se han visto convertidos en soldados por una guerra que en nada les competía y regresan quedando en la ruina y abandonados mientras otros se aprovechaban de su uniforme para cometer tropelías y en ambos casos, nada ha cambiado desde hace setenta años ya. Bueno, sí: entonces había cineastas como Anthony Mann y ahora no.

Y tampoco disponemos de un quinteto de intérpretes capaces de desarrollar de forma tan magnífica unos personajes complejos que poco a poco desgranan su interior en diálogos sencillos, cortos y eficaces, unas interpretaciones dotadas de verismo, sencillez y control de las miradas que hablan por sí mismas: un verdadero festival para el amante de las grandes interpretaciones que es muy consciente que toda esa gente está trabajando, que es que no son así, que son unos intérpretes de primerísima fila: hay que ver cómo se roban las escenas unos a otros con una naturalidad pasmosa, sin muletas, sin tics. Una maravilla.

En definitiva, una película absolutamente imperdible, una pieza fruto del excelente trabajo de un director que ahora casi nadie recuerda y que debería ser rescatado de ese injusto olvido para placer de la cinefilia de este siglo que vivimos en el que los westerns son una rara avis y en más de una ocasión considerados erróneamente por ignorancia, cuando entre ellos hay piezas que todos deberíamos ver alguna vez, porque sus guiones también son imperdibles, por ejemplares.





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dimarts, 31 de gener de 2023

Trucos baratos





De repente uno tiene la sensación que está fuera de lugar, desubicado, porque parte del bagaje vital no acaba de cuadrar entre lo que se recuerda vagamente y lo que en la actualidad alguien se cuida de mostrarlo buscando, parece, un beneficio que sin ése precedente quizás carecería del más mínimo interés. O no. Queda la duda basada en la propia modestia y en la incapacidad de enfrentar la situación con firmeza y garantías de éxito.

Los lectores hispanos aficionados al género detectivesco que peinamos canas tuvimos la gran suerte de paladear piezas capitales como La carta robada y Los crímenes de la Rue Morgue en una traducción de Julio Cortázar (al que leí mucho más tarde y sin recordar su labor de traductor) que nos permite adentrarnos en la admirable prosa de Edgar Allan Poe, cuentista de lujo, innovador de la novela gótica e impulsor del género detectivesco hace ya doscientos años prácticamente. Poe reúne en su apetitosa bibliografía piezas totémicas, emblemáticas, tanto en lo que hace al raciocinio y la lógica como en lo que concierne a la fantasía de ultratumba más desatada, provistos esos relatos mistéricos de una poesía que en absoluto era ajena a Poe, que se tenía por poeta ante todo.

La importancia de Edgar Allan Poe en la literatura es indiscutible y también en el cine sus piezas literarias han sido usadas bien directamente bien como fuente de inspiración para muchísimas películas: en este momento, según imdb, son 438, entre películas de cine y productos televisivos.

No es de extrañar que un tipo espabilado como Louis Bayard, que se ha fijado en diversos caracteres de merecida fama para sustentar sus novelas -que no he leído y no puedo comentar- con más o menos misterio, acabara por aprovechar la corta y forzada estancia de Poe en la academia militar de West Point para meter baza y sacar un teórico lustre que quizás su talento no merece, pero que sin duda le generó el beneficio que alguien con poca lectura previa se decidiera a pagar los derechos de su novela de 2006 The pale blue eye para llevarla a la pantalla grande.

Ése no fue otro que Scott Cooper quien decidió ejercer de guionista, productor y cómo no, de director: yo me lo compro, yo me lo guiso y yo me lo como, como Juan Palomo. Y, además, con el apoyo de la todopoderosa Netflix.

La película se titula como la novela, The Pale Blue eye y no me pregunten porqué en España se titula Los crímenes de la academia, porque, aunque no tenga nada a ver con el título original, ciertamente hay varios crímenes en una academia, la de West Point, y algún otro en la propia película, en su parte literaria, en el guión, vamos: un crimen tras otro; un sindiós.

La sinopsis es sencilla: hay un crimen en West Point y llaman a un afamado policía para resolverlo y éste reclama la ayuda de un cadete que, mira por donde, atiende por Edgar Allan Poe: casualidades de la vida, mira.

El trabajo como guionista de Scott Cooper es nefasto: ignorando cómo de buena o mala pueda ser la novela, la labor de Cooper es deplorable, acusando un infantilismo ilógico que perjudica el conjunto. Admitiendo que la idea original, aprovechar que Poe está en West Point, tiene su punto de gracia, dibujar el personaje como casi un botarate resulta ofensivo y encomendar su caracterización a un tipo como Harry Melling, que ni siquiera se esfuerza en neutralizar su acento londinense y realiza su interpretación en base a aspavientos y exageraciones, es un error absoluto: por momentos, daban ganas que estuviese cerca Woody Allen para que me explicara el truco de La rosa púrpura del Cairo y saltar yo mismo a la pantalla y hacer callar a ese mal remedo de Poe que choca absurdamente con la imagen que cualquier lector se haya hecho del genial escritor.

Christian Bale empieza a preocuparme: tengo la sensación que el chico está gafado o que su agente artístico está descontento con la paga, porque lleva una serie de títulos que están muy por debajo de sus calidades histriónicas y lo mismo le ocurre al otro británico, Toby Jones, que intenta salvarse de la quema y no lo consigue porque Cooper, malvado, le empareja con una Gillian Anderson que está francamente fatal, horrorosa, aunque quizás sea la más acorde con lo que acaba por ser el género de esta película, un popurrí descabezado que mezcla aspectos semi fantásticos con una lógica detectivesca aparente pero rota por el uso de trampas infantiloides, trucos baratos que acaban por exasperar al buen aficionado a las tramas de intriga que se resuelven aplicando el raciocinio y sin añagazas de última hora, resortes de magia potagia, como un ¡hale-hop y mira qué listo soy! Que dejan al espectador con una cierta desazón, cuando no cabreo manifiesto, en la creencia que le han timado y le han hecho perder el tiempo además de tomarle por tonto, lo que es una falta de respeto que en la época clásica de Hollywood era un pecado capital.

Que además uno tenga que leer por aquí y por allá que esta película es la más mejor y la más súper estupenda de lo que nos ofrece Netflix ya raya en lo inaguantable y provoca las ganas de avisar a los amigos que se abstengan de perder el tiempo con cosas así, que si quieren saber algo de Poe mucho mejor que acudan al original que siempre es garantía de éxito.



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diumenge, 15 de gener de 2023

Una carta muy interesante





De vez en cuando una mirada al pasado es reconfortante, especialmente si acudimos al cine clásico en busca de historias consistentes bien narradas y comprobamos que hubo una época en la que los directores de cine (y algunas estrellas de cine también) leían textos de calidad con los que trabajar para llevarlos a la pantalla.

William Somerset Maugham ya fue referenciado en este bloc de notas hace mucho tiempo con motivo del comentario de la última versión de El velo pintado y ha sido un placer releer, en un viejo tomo que adquirí ya de ocasión en 1981, Obras completas, Vol. I, Plaza Janés (inútil buscarlo ahora), uno de sus relatos cortos -40 escasas páginas muy bien aprovechadas, eso sí- que luego se llevó al cine en varias ocasiones y que al documentarme me percato que la pieza en cuestión fue reconvertida en comedia dramática al año de haberse publicado el cuento y que fue la célebre Gladys Cooper la que se encargó de estrenar en los escenarios londinenses The letter (La carta), obra de tres actos -que presupongo muy breves-en la que se desarrolla una trama dramática con cierto suspense que deriva de unos hechos reales ocurridos en el Asia que todavía estaba bajo dominación británica, concretamente en Malasia.

Somerset Maugham seguramente conoció de primera mano los entresijos del original, no en vano sus andanzas le llevaron por aquellas tierras que le surten de magníficos escenarios para sus relatos cortos y novelas, siempre manteniendo su estilo fluído, aparentemente sencillo y poco trabajado pero dotado de profusión de detalles descriptivos presentados de forma sobria, tanto los referentes a los escenarios como los dedicados a perfilar las psicologías de sus personajes, lo cual certifica que hay un talento trabajando para ser capaz de atraer la atención del lector que en su imaginación está viendo desarrollarse una historia de amores despechados, de amores frustrados, de reflexiones que llevan la ética profesional a unos límites indeseables y unos comportamientos nada extraordinarios y sí muy humanos, desde el momento en que el autor no trata de disimular la omnipresente fragilidad de la virtud comúnmente aceptada frente al deseo que obliga a un equilibrio sostenido durante toda la narración y que, abandonando la posibilidad de circunscribirse a la intriga, se decanta por mostrar unos hechos producidos y sus efectos ulteriores sobre los actuantes y sus víctimas.

He buscado el texto de la obra de teatro infructuosamente y seguro que debe ser tan bueno como el relato, no en vano en su primera representación alcanzó la suma de 60 semanas, constituyendo fuente de pingües beneficios para Gladys Cooper que se estrenaba como productora de la función.

Como era de esperar la obra saltó de Londres a Nueva York donde fue reescrita por el afamado Guthrie McClintic que también dirigió las representaciones en el último trimestre de 1927, 104 en total.

De Broadway a Hollywood, como sabemos, el salto era lógico y ya en 1929 se hizo una primera película, pero la que ha quedado en la memoria del cinéfilo es la versión de 1940 The letter basada en un guión escrito por Howard Koch que en buena parte sigue con fidelidad lo que podemos leer en el relato hasta que observamos una serie de cambios y añadidos que, al desconocer la obra teatral, no puedo señalar si son de cosecha propia o no, pero que sin duda completan muy bien el cuento ya conocido.

Bajo el paraguas económico de la Warner Bros y con el trabajo de Hal B. Wallis como ejecutivo, la película viene producida por William Wyler lo que representa una cierta libertad para el conocido como "99 takes Willy" al momento de dirigir su película y desde el primer minuto ya advertimos que el admirado Wyler está muy decidido a dejar su impronta en una cinta que adeuda méritos literarios irrebatibles y que, además, viene precedida de un conocimiento popular por sus representaciones teatrales.

Cada vez resulta más evidente que el aserto que proclama que el teatro es veneno para la pantalla tan sólo acierta cuando el director es alguien incapaz de sacar el jugo a un texto y que cuando el mandamás no se arredra por la magnificencia literaria y la aprovecha para proveerse de ideas que sustenten su caligrafía cinematográfica, el resultado suele ser una maravilla.

Los habituales ya saben que manifiesto cierta predilección por Wyler y ello no choca con un mínimo de objetividad porque la verdad es que el maestro no deja pasar una oportunidad de dejar su marca:el arranque de la película sienta las bases de lo que vamos a ver y disfrutar porque son casi tres minutos de cine sin diálogo alguno en los que vemos que una mujer, sin mediar palabra, descerrajar los seis tiros de un revólver a un hombre que cae a los pies de la breve escalera que da acceso a una vivienda emplazada en la jungla, una plantación de caucho, pues hemos visto las cortezas sangrantes bajo una luna llena que de bella pasa a ser ominosa lámpara de una muerte a tiros que despierta y atemoriza a los sirvientes que dormían en hamacas. Wyler mueve la cámara en un travelling lateral hasta que se produce el sobresalto y luego se centra en la protagonista, Leslie Crosbie, que se retirará a sus aposentos hasta que, asegura, llegue su marido.

El personaje de Leslie es un bombón para cualquier actriz que tenga el coraje y el talento de incorporarla sin caer en el ridículo a causa de la dificultad de mostrar sus complejas facetas con naturalidad. Bette Davis ya sabía lo que era trabajar con Wyler: no en vano le consiguió un oscar por Jezabel (1939) y sin duda entendió de inmediato que su actuación iba ser memorable y muy difícil de conseguir.

Hay quien asegura que es la mejor actuación de Bette Davis y si no lo fuera, le faltaría muy poco, porque Wyler nos la presenta con su habitual eficacia con los intérpretes, exprimiéndola al máximo y una gota más, sin contemplaciones, y el resultado es verdaderamente espectacular porque esa Leslie tiene un alma atormentada de deseos inconfesables, de enconos ocultos, de intenciones nada premeditadas, y nos mantiene pendientes sin que la decisión de compadecerla o condenarla se pueda tomar simplemente.

Esa zozobra tiene su contraparte en su marido, Robert Crosbie (Herbert Marshall, como siempre eficaz y sobrio de gestos) que ha de cruzar el Rubicón dejando su hacienda en pos de proteger a una esposa que no le ha tratado con la sinceridad esperable, lo que le mantiene en una bonhomía vacilante mediatizada por una inseguridad que sin duda no merece.

La seguridad la presenta Wyler con pulso firme en una línea retorcida con el personaje de Howard Joyce (James Stephenson, soberbio, tristemente fallecido un año después) que a su condición de amigo de toda la vida de Crosbie une su actividad de abogado del mismo y será su praxis la que ya en el primer momento, observando fríamente al muerto, le haga ver algo que no acaba de cuadrar en las explicaciones que dará Leslie acerca de lo ocurrido; pero Wyler aprovecha el personaje extendiendo y ampliando los detalles íntimos, profesionales y éticos de Joyce ante la disyuntiva que se le presentará y la cámara lo retrata con una atención que supera lo habitual para un personaje secundario, otorgándole una importancia que a primera vista no tiene aunque evidentemente el carácter viene dotado de origen de unos aspectos a desarrollar con detenimiento y Wyler, por supuesto, no iba a rechazar la oportunidad y es de justicia asegurar que Stephenson responde a los requerimientos del director.

Hay dos personajes secundarios que también resultan impresionantes gracias a la cámara de Wyler: el primero, el pasante chino que Joyce tiene en su despacho:Ong Chi Seng (Victor Sen Yung, estupendo) está descrito minuciosamente por Somerset Maugham en su relato y cuando lo ves en pantalla después de haber leído el original lo reconoces en el acto: Wyler lo enriquece, diría que mimándolo, porque es consciente que encierra también un carácter digno de estudio, nada plano, y tiene un jocoso detalle para situar al personaje gracias al vehículo que usa: cuando le vemos arrancar, sabemos de inmediato lo que Wyler quiere comunicarnos sin decir nada; luego, la insistencia en reiterar unos ademanes corteses acaba por ser redundante y casi que amenazante, máxime cuando de un plumazo nos percatamos que su sentido de la ética y la moralidad distan mucho de lo esperable, sin que él pierda la compostura ni un momento.

Luego está la viuda del muerto, una mujer de rasgos asiáticos, que no pronuncia una palabra inteligible, pero que gracias a la fuerza de la mirada y el magnetismo hierático de Gale Sondergaard adquiere una preeminencia que la mirada de Wyler completa con un sentido de amenaza letal, simplemente con el uso del contrapicado leve pero efectivo.

Es lo que tiene el cine clásico: que los secundarios son una gozada, porque los buenos directores no dejan nada al azar ni pierden la oportunidad de usar todos los personajes al servicio de una trama que parecía simple pero que, dota de unos caracteres muy complejos psicológicamente, acabará por ser más que un drama romántico con unas gotas de suspense una tragedia en la que el destino viene reforzado por una irresistible fatalidad.

Las conocidas características de la caligrafía cinematográfica de William Wyler están presentes en los 95 minutos de rodaje que pasan en un suspiro: a las escaleras habituales, que sirven para marcar diferencias entre vida y muerte (la protagonista no acaba de bajar del todo cuando le arrea cuatro tiros a la espalda al que está en el suelo, ya muerto) y la sensación de subir al cadalso y descender a un jardín que deviene en infernal añadiremos la presencia de una luna llena que nos recuerda tanto el tiempo que ha ocurrido desde el inicio de la narración como la sensación de un observador impávido de un destino fatal: todo ha ocurrido con una luna omnipresente, un detalle de Wyler que redondea la narración, muy bien servida por la cámara de Tony Gaudio que ilumina muy bien las escenas oscuras, que son mayoría, siguiendo el tono semi expresionista que Wyler le da a una trama que lo estaba pidiendo a gritos y acierta en todo.

Filmada enteramente en estudio, sin salir a la calle para nada, un ejemplo de pieza cinematográfica que seguramente por su presupuesto encajaría en una serie B (creo que no lo hace por la presencia de la Davis y Marshall) que 82 años más tarde se erige por méritos propios en ejemplo de lo que se puede conseguir con talento y trabajo duro.

Si pueden, lean a Somerset primero y vean la película después. Dudo que se arrepientan ni de lo uno ni de lo otro: literatura y cine de los de verdad.

Película en versión original, sin subtítulos







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divendres, 23 de desembre de 2022

Iconoclastas detallistas



Saber quién lo hizo es el motivo, la excusa, el supuesto centro de interés de novelas y películas y los anglo parlantes, tan dados ellos a inventar apócopes que resuman en una palabra un concepto, usan y han difundido el "whodunit" como definición del género que curiosamente permanece albergando cierto tono despectivo, como si se tratara de algo que se construye muy fácilmente.

Como siempre, las generalizaciones llaman a engaño y si no, basta con mirar la cartelera de este 2022 que ahora va finiquitando y podemos ver una secuela de una adolescente Holmes que nunca hubiese debido existir y por otro lado una comedia perteneciente al género al que añade un poco de parodia dotada de cierta inconoclasia y bastante trabajo en pulir los detalles significativos que pueden provocar la sonrisa cómplice del cinéfilo.

Me refiero a la película que sobre un trabajado guión de Mark Chappell dirige en su primera incursión en el cine un joven que atiende por Tom George (al que habrá que seguir la pista: de hecho, a ambos) y que lleva por título See how they run (Mira cómo corren, 2022) (se puede ver en Amazon) y no me pregunten de donde puede salir el origen del título, porque no lo sé.

Admitamos desde el primer momento que esta película no está llamada ni a salvar el mundo ni a dejarnos mensajes relevantes de ninguna clase y que su pretensión es hacernos pasar poco más de hora y media pendientes de la pantalla y a fe que lo consigue, por lo menos para los que, como quien suscribe, gustan del género como fuente de solaz.

Desde el punto de vista estrictamente cinéfilo diría que la dupla Chappell & George funciona como un reloj de cuco y las virtudes del guión son aprovechadas por el director para contar una historia con apuntes veraces que la sitúan perfectamente en una época y lugar determinados en los que se mueven unos personajes ficticios dotados de unos diálogos inteligentes trufados de bromas que ocasionalmente requieren de espectadores atentos al detalle, como suele suceder con los dobles sentidos.

La trama girará en torno a la pieza teatral La ratonera, que como todos sabemos ha roto todos los récords de representaciones con números inimaginables precisamente en el momento temporal en el que se sitúa la acción de la película mediante una referencias teatrales y cinéfilas que toman como centro a Richard Attenborough, que aparece como personaje aunque con veinte centímetros más de altura.

Todo empieza con el asesinato de un director de cine, Leo Kopernick (Adrien Brody, perfecto: hay que oirlo en v.o.) y mientras el Inspector Stoppard (Sam Rockwell, como siempre ajustadísimo al personaje) y la Agente Stalker (Saoirse Ronan, aprovechando la ocasión para mostrar un dominio natural de las escenas) hacen sus indagaciones se amplía un poco la lista de defunciones súbitas, hasta que todo va encajando y se llega a un final esperado y no puedo contar más, porque, como es habitual, se prohíben comentarios que puedan desvelar el misterio.

La película recae con fuerza sobre los dos personajes encargados de la investigación: el veterano inspector y la inexperta agente no empiezan su colaboración con muy bien pié que digamos, pero pronto las ganas de aprender y la paciencia y un cierto estoicismo acabarán por encajar: sus peripecias profesionales y mínimamente personales aunque apuntadas con ligereza ayudan a entender dos versiones distintas del enigma que afortunadamente acabarán convergiendo.

Tom George dosifica la presencia en pantalla de ambos protagonistas de forma ejemplar y tiene la suerte que ambos intérpretes ofrecen una muestra de control histriónico muy ajustado, con una naturalidad pasmosa y una dicción perfecta en cada momento: imagino al director insistiendo en eliminar cualquier intento de sobreactuación en ambos, mientras permite a Brody rozar la autoparodia en el personaje del muerto que no cesa de aparecer en pantalla, no en vano, contra lo que oímos en boca del guionista ficticio, el ejercicio del flashback está empleado profusamente y hay que admitir que con mucha eficacia.

Hay que remarcar también que el uso de trucos añejos del cine no es desconocido para el novel director que no tiene reparo en usar pantallas partidas no tan sólo en dos sino ¡en cuatro! para mantener el tempo adecuado en una secuencia que lo requiere y se agradece porque no se pierde ni información ni un minuto de atención a la pantalla, sin caer en la simple exhibición técnica para epatar al espectador, más centrado en lo que ocurre que en la forma cómo se lo cuentan.

Imagino que esta película ha sido un buen negocio porque vista con calma permanece la sensación que más allá de aprovechar un buen guión Tom George ha sabido dirigir con gran economía de medios, aprovechando los escenarios naturales mediante diferentes emplazamientos de la cámara y en los interiores cuenta con un buen trabajo de Jamie Ramsay: la ambientación, el vestuario, el utillaje, nos dejarán la sensación de un producto bien cuidado sin estridencias y sin aparatos digitales: todo se puede tocar, todo muy cercano, muy real, con unos intérpretes que forman un elenco muy bien conjuntado, capaz de mantener el ritmo apropiado a una trama de intriga y algo de acción que no decae porque Tom George sabe mantener el interés y usar la cámara sin inventar nada pero sin perder ni detalle ni pulso, en lo que seguramente el trabajo del montador Peter Lambert tiene algo que ver.

Podríamos decir que es un juguete bien contruído, sin atentados a la lógica interna del relato y que cuando el aficionado al género se pone a verla se da cuenta que, de hecho, la intriga policial no es más que una excusa, porque lo que importa es el artificio y la forma de presentarlo.

Diría que indicada para amenizar una velada familiar.

¡Felices navidades!


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dimecres, 30 de novembre de 2022

Diana, catártica





El día 3 de noviembre de 2005 de pura casualidad vi en la tele una retransmisión en abierto de la entrega de los Premios Onda en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, ceremonia ofrecida por Canal +.

Apenas atendía la pantalla por falta de interés cuando entregaron el galardón a la ganadora del premio especial del jurado a la artista revelación y por su trabajo de difusión y modernización de la copla española



Pero cuando demostró el porqué le dieron el premio así, cantando su canción Sola no pude dejar de sorprenderme:



Desde 2005, la carrera de Diana Navarro no ha hecho más que ampliarse creciendo tanto en cantidad como en calidad y asimismo en la diversidad de géneros que acomete la artista evidenciando su talento como cantante, compositora y actriz, no en vano como cupletista se preparó a conciencia y ello se hace patente en muchas de sus interpretaciones que muestran la reacción física y emotiva de la artista en unas actuaciones que probablemente la deben dejar agotada al expresar unos sentimientos acordes con la composición que ejecuta y transmite a su audiencia.

No tan sólo es su forma de cantar: es su forma de sentir y de transmitirlo y afortunadamente sabe valerse de todos los medios a su alcance, aunque ninguno de ellos se acerca ni remotamente a su talento y calidad como cantante capaz de impresionarnos con una canción mostrada en un único plano:



Ese vídeo de El perdón me ha llevado a descubrir la existencia de muchísimos "youtubers" que al parecer se dedican a mostrar a sus seguidores sus reacciones ante cantantes de toda clase; muchos de esos "reaccionarios espectadores" son gente que viven allende los mares, al otro lado del atlántico, y aseguran desconocer bien a Diana Navarro directamente bien a alguna de sus interpretaciones y después de haber dedicado a ello unas horas para satisfacer mi curiosidad, pues no tenía ni idea de que existieran esa clase de vídeos en youtube, compruebo que hay unanimidad en el aprecio de la cantante malagueña y que, en alguna ocasión incluso deja en estado exultante a quien la oye de primicia, impresionados por su forma de cantar.

Pero hay una reacción que me ha dejado patidifuso y es la que se produce en el youtuber Mateo (Matthew Sean McDermott), un gringo que se fue a vivir dos años a Colombia porque quería aprender el español, un estadounidense que ama la cultura hispana, un hombre que ya había "reaccionado" a tres vídeos de Diana Navarro y que en su cuarta experiencia decidió elegir la canción Adiós, probablemente ignorando que la canción tiene detrás una triste historia, como advierte la propia artista: "Adiós habla de que cuando las personas fallecen, se trasforman en algo precioso que te acompaña a lo largo de la vida".

La mayoría de las interpretaciones de Diana Navarro pueden suscitar en sus espectadores experiencias cercanas a lo que se puede definir como propias del síndrome de Stendhal, situaciones ya conocidas, por ejemplo, por al maestro Caracol hace casi cien años, momentos de intensidad como los que suscitó en su estreno el afamado Bolero del compositor Ravel, los llantos histéricos causados por The Beatles al iniciar algún concierto, pero todos son casos de éxtasis alegres.

Con su interpretación de su canción Adiós, Diana Navarro consigue también provocar la catarsis en algunas personas y el bueno de Mateo, que no se lo esperaba, es una de ellas.

El vídeo causa compunción, advierto:







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dimecres, 2 de novembre de 2022

Sant Pollín 2022



En El Prat de Llobregat, cabe la capital Barcelona, desde hace muchos años hay una figura emblemática, el Pollo Pota Blava, que mientras homenajea al ave cuya raza es autóctona y tiene calidad al punto de ser reconocida como marca, esa figura, digo, saca fuego por sus garras en compañía de los Diablos, con petardos, cohetes, mucho ruido y más humo y fulgores de lo imaginable.

La Colla dels Diables del Prat percibieron que los niños, tiernos infantes, se atemorizaban ante la figura del pollo ardiente y decidieron, medio en serio medio en broma, que sería buena idea quitarle hierro al asunto para no asustar a nadie -que no es el fin deseado- y por ello, aprovechando que con el reciente solsticio de verano el ambiente cálido ofrecía posibilidades de corretear por las llanas calles pratenses, permitieron que el Pollo Pota Blava corriera, tan rápido como fuese posible, tratando de alcanzar a los niños, jóvenes y no tan jóvenes, que de buena gana se le pusieran por delante, a modo del encierro que más al norte se solía ejecutar, pero con mucho menos peligro y sangre aunque con las mismas ganas de tapear y pasárselo bien entre amigos.

Así nació hace más de una década el Sant Pollín de El Prat de Llobregat donde las caídas, si las hay, acostumbran a ser y a producir risa.

Dejo una muestra fotográfica de lo acontecido este año 2022.





plus: en 2018, el festejo recibió atención de TVE.



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dilluns, 31 d’octubre de 2022

Argentina, 1985





Una vez más la vagancia me ayudó a descubrir una película que en otras circunstancias probablemente me hubiese perdido en su estreno: si hubiese sabido de antemano que Santiago Mitre era el director, ni siquiera la presencia siempre atractiva de Ricardo Darín me hubiese compelido a ver su última película juntos, porque el recuerdo de la anterior, La cordillera, dejó en mí un regusto de producto fallido; tan mala me pareció que ni siquiera me esforcé por comentarla tras su visionado.

Encontrarme de repente en Amazon vídeo la sugerencia de ver una película en cuyo póster aparece el siempre apreciable Ricardo Darín fue un anzuelo irresistible y en lo que podríamos llamar un tiro a ciegas me dispuse a ver Argentina, 1985, imaginando, como así es, que se referiría a la situación del país sudamericano en una época que para muchos puede ser lejana pero que para mí no lo es tanto pues todavía recuerdo seguir con atención lo acontecido en los medios de comunicación, tanto en los desgraciados años de la opresión militar cuanto en el proceso posterior, en 1985, sobre el que recae esta considerable película.

En esta ocasión Santiago Mitre y su coguionista Mariano Llinás tienen el gran acierto de olvidarse de ficciones ni siquiera figurativas ni de adorno y tras un gran trabajo de recopilación se ajustan con admirable sobriedad a un relato de lo que ocurrió desde finales de 1984 a finales de 1985, desde que se decidió iniciar un proceso iniciático por la intervención de la justicia civil en el procesamiento de individuos pertenecientes al estamento militar por causas claramente delictivas mal disfrazadas de negligencias que trataban de ocultar un genocidio aplicado por partes.

En una cuestión semejante no cabe duda que la tentación de cargar las tintas -cinematográficamente hablando- sobre los horrores cometidos por los criminales y sufridos por el pueblo llano con profusión de imágenes violentas y señalar la peligrosidad del empeño mediante la muestra visual de las amenazas, todo ello visto muchas veces en pantalla, era una invitación difícil de rechazar y tengo para mí que la decisión de ambos guionistas es absolutamente afortunada porque consiguen con su relato causar honda huella en el ánimo del espectador sin caer en el recurso fácil de la impresión amarga y dolorosa de sufrimientos físicos, porque en una decisión encomiable optan por incidir en el sufrimiento moral de todos los participantes en el lado de las víctimas y en la zozobra atemorizada de los perseguidores de justicia.

La película, dotada de un generoso metraje de 140 minutos que no se hace largo, nos mostrará el recelo inicial del Fiscal Julio Strassera (inmensa interpretación de Darín) que se huele le van a encargar la acusación de la cúpula militar de Videla y compañía porque el Consejo Militar rechaza juzgarles y el presidente de la nación no puede desoír el clamor popular de justicia y el fiscal sabe que la cosa no será ni sencilla ni fácil ni falta de riesgos personales tampoco, aunque acabará recibiendo la orden y acatándola formará un equipo de gente a la que no conoce, empezando por un Fiscal adjunto que le envían, un tal Luis Moreno Ocampo (muy buena la interpretación del joven Peter Lanzani) que, mira por donde, está relacionado familiarmente con la cúpula militar de más rancio abolengo (su madre va a misa coincidiendo siempre con Videla....) más un grupo de jóvenes inexpertos para llevar a cabo la instrucción del proceso, porque contra lo que era usual, sería la Fiscalía la encargada de ello, y Strassera ni tiene ni halla gente de confianza para ocuparse de la tarea, muchos rechazándola por miedo y otros por considerar que era innecesario el proceso.

Santiago Mitre toma la decisión de otorgar a la narración un aire semi documental, muy realista, huyendo de cualquier enfoque que pueda empañar una visión natural y cercana de todo lo que nos cuenta y mueve la cámara emplazándola muy bien, sin efectismos, lo que no le impide servirse con mucha eficacia de toda clase de planos y travellings al servicio de la narración cinematográfica sin olvidar el uso inteligente de los efectos sonoros que sobrevuelan algunos planos para mostrar el efecto que las palabras ejercen sobre los distintos personajes, pues esta película, que tiene un lenguaje visual muy potente dotado de una caligrafía cinematográfica impecable, no funciona sin la palabra: la palabra dada a los representantes de los miles de víctimas, la palabra sincera, doliente y precisa de los que en sede judicial explican lo que les ocurrió en manos de los criminales con ínfulas de autoridades, y es en esas palabras donde reside la enorme fuerza de la película y Mitre sabe concentrar en el último tercio del metraje esas desgarradoras declaraciones que impresionan a todos por igual con excepción de los que ya las conocían por haberlas causado y Mitre sabe mover la cámara para señalar que la vista judicial no tan sólo es pública sino que además es televisada al mundo entero y lo hace usando la cámara y un montaje ejemplar de la mano de Andrés Pepe Estrada, sentando cátedra de una nueva forma de mostrar aconteceres políticos que trascienden en delitos de lesa humanidad con fuerza determinante sin necesidad de mostrar sangre, llegando al ánimo compungido del espectador que, escuchante más que oyente, no puede menos que imaginar a su manera lo que relatan las víctimas y así hace suyo su sufrimiento.

Santiago Mitre, de esta forma, aplica atinadamente la norma clásica que asegura que el espectador inteligente debe ser motivado en su cerebro antes que en su estómago. Y así, consigue que la explosión final resulte contagiosa : ¡nunca más!

Parece ser que el presupuesto fue amplio (Amazon, de forma sorprendente, puso bastante tela en el proyecto) y hay que decir que fue muy bien gastado, porque aparte de la gran cantidad de figurantes, el elenco, encabezado como se ha dicho por Ricardo Darín y Peter Lanzani, realiza un trabajo que ya quisiera yo verlo en las películas españolas: baste afirmar que tras unos minutos para pillar el ritmo, los giros y los usos argentinos, todos, absolutamente todos, resultan perfectamente inteligibles: hasta el chaval Santiago Armas Estevarena (que interpreta al hijo de Strassera) pronuncia y vocaliza que es un primor. Lloraba yo, al verlo: lloraba de envidia.

Darín realiza un trabajo magnífico, pletórico de naturalidad, de gestos contenidos, de miradas significativas, de gestualidad expresiva y de su dicción nada se puede decir que suene a novedad: el tipo es un maestro y no voy a descubrirlo ahora y así como en su anterior colaboración con Mitre no salva el desastre, en esta su presencia es una guinda que culmina un producto de muy buena calidad, una película que además cuenta con un trabajo artístico notable que empieza con la fotografía de Javier Juliá y sigue con la dirección artística de Micaela Saiegh y todo el grupo de maquilladores y figurinistas, porque uno, que vivió aquellos años, recuerda perfectamente los detalles y los usos, aunque ciertamente el del tabaco a este lado del Atlántico no se hallaba tan omnipresente y ése es un detalle más que delata el afán de Santiago Mitre de ser concienzudo relator de un proceso que no tan solo queda como parte de la historia de Argentina sino también del mundo entero.

En definitiva, una película que nadie debería dejar de ver, primero porque es un ejemplar imperdible del arte cinematográfico y segundo porque lo que cuenta mientras nos entretiene es algo que jamás deberíamos olvidar. No se la pierdan.



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dilluns, 10 d’octubre de 2022

El paseo de los muertos vivientes



Nadie se asombrará ni extrañará ni se sentirá llamado a engaño si digo que el género de terror no se halla entre los que aprecio y es por ése motivo y no otro que aún teniendo a media hora de casa los cines de la bella población de Sitges jamás he ido a ningún acto de su merecidamente famoso Festival de Cine que este año cumple su LV aniversario, lo cual por sí mismo ya es digno de admiración.

Sin embargo mi afición por la fotografía y el concierto con algunos colegas me impulsó el pasado sábado 8 de octubre a comparecer en una soleada tarde de la Blanca Subur para aprovechar que se celebraba dentro de los múltiples actos concernientes al Festival de Cine lo que al parecer se ha convertido en una tradición consolidada por todo el mundo y siendo la ocasión propicia y nunca mejor hallados lugar y fecha, en Sitges comparecieron cientos de aficionados al cine de terror que se sometieron primero al maquillaje cabe la playa de San Sebastià y luego, al anochecer, se pasearon aterrorizando a los transeúntes que de buen grado y mejor humor aplaudían semejantes atuendos y caracterizaciones.

Dejo como muestra un carrusel de las imágenes que pude tomar, advirtiendo que los protagonistas, todos, son gentes de muy buen humor y lejos de querer asustarnos, esperaban el grito cómplice de los espectadores, convirtiéndose en lo que antaño hubiéramos denominado un "happening" en el que entre todos, los unos asustando y los otros asustándose, pasamos un rato inolvidable.

Espero que les gusten las fotos. Recomiendo usar la pantalla completa.





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divendres, 30 de setembre de 2022

El sobreviviente





En muchas ocasiones el cinéfilo veterano suele recordar la década de los sesenta del año pasado como una época dominada por las comedias amables, dulzonas y auto censuradas por los imperativos del código Hayes y ello probablemente sea debido a que en los televisores se han cuidado casi siempre de ofrecer en los horarios de máxima audiencia productos placenteros y nada dados a promover ideas propias de conciliábulos, porque lo cierto es que en los sesenta, si uno busca, puede encontrar muestras cinematográficas que a uno le atrapan y le hacen removerse en su silla y luego dejan poso.

Podríamos decir que es casualidad o curiosa coincidencia que después de afrontar una obra teatral cargada de fuerte dramatismo como es Larga jornada hacia la noche (basada en pieza magistral de Eugene O'Neill) que ya comentamos aquí el año pasado Sidney Lumet decidiera llevar al cine la novela escrita por Edward Lewis Wallant titulada The Pawnbroker en la que se narran las peripecias de Sol Nazerman.

Del guión se ocuparon Morton S. Fine y David Friedkin, dos guionistas que trabajaron con Lumet en su etapa televisiva y ello se nota en el traslado a la pantalla por la evidente economía en la narrativa literaria que Lumet reforzará en el aspecto puramente cinematográfico y visual.

En menos de cuatro minutos iniciales de su tercer largometraje, The Pawnbroker (El prestamista, 1964), Lumet nos pone en situación de forma ejemplar: sabemos que Sol Nazerman es un judío que ve interrumpida una tarde de solaz con su familia por la irrupción de elementos nazis y en una elipsis temporal de 25 años (lo menciona su cuñada) le vemos tomando el sol en el patio trasero de una casa sita en un suburbio neoyorquino con sus cuñados y sus sobrinos y rechaza amargamente la posibilidad de viajar a Europa.

Nazerman regenta una casa de empeño en el barrio de Harlem Hispano y lo hace con una falta de empatía total y absoluta con sus clientes, pobres gentes que empeñan cualquier cachivache, objeto personal en desuso, supuestas joyas familiares, pequeños electrodomésticos, etcétera, para poder afrontar alguna deuda y siempre les observa con frialdad y ofrece el precio mínimo que puede porque en ello le va su ganancia.

Pronto sabremos que esa frialdad no es selectiva y que Nazerman se comporta con todos en la misma forma: las vicisitudes sufridas durante la segunda guerra mundial a causa de su condición de judío preso de los nazis han eliminado por completo todo resquicio de amabilidad, cariño y simpatía y en irrupciones inesperadas los recuerdos de todas las atrocidades vividas, entre las que cuenta ser obligado a ver la eliminación de sus dos hijos y la violación de su esposa, su vida transcurre tratando de olvidar lo sufrido sin que pueda conseguirlo, preso de la tragedia vivida que le marcó de forma indeleble resultándole imposible sobreponerse.

Nazerman en su frialdad consigue alejar a todos los que intentan acercársele y entre ellos veremos a una amante frustrada, un dependiente que intenta por todos los medios aprender de él apelando a una figura magistral, semi paterna, y a una trabajadora social que percibe la enorme soledad de Nazerman y trata de ayudarle sin éxito.

Lumet usa el blanco y negro que le proporciona el camarógrafo Boris Kaufman (en su tercera colaboración) y hace trabajar y sudar la gota al editor Ralph Rosemblum (en su segunda colaboración) porque tiene las ideas muy claras y sabe que tiene entre manos un drama social de amplio espectro pues en torno a la figura de Nazerman, salvo lo que se refiere a su familia, todos los personajes se hallan revestidos de un pathos trágico que les sitúa en la marginalidad de una sociedad ajena por completo a sus cuitas, sus problemas, sus anhelos, sus vidas.

Ante la soledad casi inerte de Nazerman su dependiente Jesús Ortiz, como es natural, mantiene relaciones con otros habitantes del barrio entre los que se cuenta una novia con la que expresa su sueño de ejercer algún día de prestamista en la propia tienda de Nazerman sustituyéndole como jefe, pues está aprendiendo, dice, el negocio. También mantiene relaciones con algún compañero de aventuras pasadas y todos tienen muy en cuenta que el territorio está regentado por un tal Rodríguez, que es muy de armas tomar.

Toda esa mezcolanza de personajes que pululan en torno a Nazerman no tan solo son variopintos por sus querencias: además, su color de la piel es muy variable, del blanco al negro sin pasar por el amarillo, y sus oficios van desde la casi usura de Nazerman hasta el proxenetismo y por si ello fuese poco para una sociedad estadounidense cargada de la moralina del código Hayes, va Lumet y hace que aparezcan los senos desnudos de una mujer y entre todo esto y que era la primera ocasión en que el cine estadounidense se refería explícitamente al holocausto con imágenes claras, ya tenemos que la película se presentó en el Festival de Berlín en julio de 1964 pero no se estrenó hasta abril de 1965 en Estados Unidos y aún debidamente censurada para la mayoría del país.

Una frase se acuñó:"no es la película que deberías escoger en tu primera cita" y es muy cierto, porque deja el ánimo encogido.

Lumet realiza un trabajo magnífico como director emplazando la cámara con una sensibilidad extrema en cada momento, coadyuvando a la comprensión de lo que sucede en el interior no tan sólo del protagonista sino también de todo el estupendo grupo de secundarios que comparecen en esa especie de jaula que es la casa de empeño, con una impactante reja que enjaula tanto a Nazerman como a todos esos que acuden a obtener unas míseras monedas: hay una sensación de claustrofobia anímica que se extiende a todo el barrio del Spanish Harlem presentado sucintamente por la cámara que Lumet mueve con soltura de un antro a otro remarcando una marginalidad sufrida y casi aceptada por todos excepto por Nazerman que se ve a sí mismo como un punto extraño, ajeno a todo, receptor de penas y desgracias en forma de trastos en ocasiones queridos a cambio de un billete pequeño que crecerá caso de retorno.

La narrativa visual de Lumet es marca de la casa, no en vano pertenecía a una generación de cineastas que mamó el oficio en muchas horas de realización televisiva y luego desarrolló su talento en la pantalla grande y así no le duelen prendas ni se le cae ningún anillo al ejecutar elipsis y flashbacks en cualquier momento y de forma inesperada, de sopetón, con la intención de resultar dolorosos, como lo son para ése Nazerman que los sufre de veras, agarrotada su expresión gracias al superlativo trabajo interpretativo realizado por Rod Steiger que, envejecido para la ocasión gracias al maquillaje efectuado por Bill Herman y Ed Callaghan, nos ofrece una amplísima muestra de sentimientos intensos y reprimidos y lo hace sin el desmelenamiento habitual entre los del "método" con toda seguridad porque a pesar de disponer de rango de estrella supo dejarse dirigir por Sidney Lumet que, como sabemos, no era manco a la hora de aconsejar a los intérpretes para conseguir los mejores resultados. A Steiger no le dieron el oscar al mejor actor, pero se lo entregaron a la más mínima ocasión, como ya comentamos aquí hace quince años.

La película mantiene el vigor original y sigue sobrecogiendo como relato causado por una contienda bélica criminal y si acaso ha perdido algo es en la presentaciónn de unos tipos vivos en la sociedad que en el momento de su estreno eran objeto de luchas -las protestas callejeras de los sesenta- étnicas y raciales y que ahora, sin que el problema se haya resuelto a satisfacción, no alcanzan el mismo punto; si le añadimos el escándalo de las tetas expuestas y un lenguaje nada refinado, está claro que todo el valor que le puso Lumet a presentar la trama en su conjunto idiosincrásico idóneo ahora puede ser irrelevante para el cinéfilo que no tenga en cuenta el contexto histórico, pero permanece incólume y potente la figura central de ese Nazerman, un sobreviviente a su pesar.

Absolutamente recomendable verla en v.o.s.e. para disfrutar de un elenco de campanillas y un buen equipo de sonido para dejar que las diabluras de Quincy Jones nos ayuden a situarnos en la trama con el debido ánimo. Imperdible.



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dimecres, 31 d’agost de 2022

Víctima





Hay en la historia del cine algunas películas que son ejemplares no tan solo por su calidad cinematográfica como arte sino también por su fuerza al poner en la palestra pública cuestiones de máxima actualidad, temáticas concernientes a la calidad de vida del ciudadano que no obstante ni siquiera alcanzan unanimidad en la opinión pública y que además causan polémicas cuando las observan gentes con mentes fanáticas, cerriles, huérfanas del mínimo conocimiento que se supone en una sociedad digamos que civilizada.

La mayoría de esas películas que atienden tanto al arte cinematográfico en su vertiente de espectáculo destinado a las masas y su entretenimiento como también a la transmisión de un mensaje suelen pertenecer bien al género conocido como cine político bien a la parodia más o menos descarnada, quizás grotesca, señalando, por ejemplo, cuestiones sociales tan importantes como la imposibilidad de acceder a un divorcio matrimonial, cuestión ésa que durante décadas ofreció en Italia y España muchos ejemplares de comedias con mejor o menor calidad, especialmente en la década de los sesenta del siglo pasado.

Estos dos párrafos sin duda resultan innecesarios para los cinéfilos más veteranos pero probablemente habrán despertado la curiosidad en los más jóvenes, pues desde hace años las pantallas no ofrecen muchas posibilidades de comprobar lo dicho.

Precisamente en los inicios de los sesenta se estrenaba en la Gran Bretaña Victim (1961) (estrenada catorce años más tarde en España como Víctima [1975]), dirigida por Basil Dearden sobre un guión de Janet Green y John McCormick, contando con la participación estelar y comprometida de Dirk Bogarde que carga con fuerza la mayoría de las escenas en una interpretación memorable.

Melville Farr (Bogarde) es un abogado de prestigio reconocido en la corte londinense del año 1960 y se dice, se comenta en el foro, que tiene todas las posibilidades de ser nombrado a un cargo jurisdiccional de la máxima importancia y relevancia para aprovechar sus conocimientos jurídicos.

Vemos al joven Jack Barret huir de la policía y tratar de ponerse en contacto con el abogado Farr, pero éste le rehuye las llamadas de forma extraña y Barret inicia un camino de huída que acabará mal, muy mal.

Durante casi veinte minutos Basil Dearden nos ofrece un relato de fuerza visual ajustadísima a una acción que vemos pero no acabamos de comprender porque los motivos de la huída de Barret y lo que es peor de la negativa de Farr de hablar con el fugitivo carecen de fundamento que se nos dé a conocer ni mediante la imagen ni mediante los diálogos y ello se va entremezclando con escenas en las que otros personajes en distintos ambientes y lugares parecen tener alguna relación ignota y cuando la paciencia del espectador está a punto de quebrarse sucede un hecho que finaliza parte del discurso e inicia la cuestión de fondo lentamente provocando un giro en el comportamiento de los personajes excepto, si cabe, en el del policía que ha tomado el mando de una investigación que acabará versando sobre un crimen que aprovecha la criminalización de una condición tan personal como lo es el apetito sexual.

La película denuncia con claridad y fuerza indisimulada que en la Gran Bretaña que estaba a punto de descubrir la minifalda todavía se imponían penas de prisión para los homosexuales y que dicha condición punible provocaba el criminal negocio del chantaje al que eran sometidas personas pilladas en actitudes "impropias" y sangradas hasta la ruina y en ocasiones el destierro voluntario cuando no el suicidio.

Dearden otorga un tratamiento de cine negro de calidad provisto de una rigurosa y espléndida fotografía en blanco y negro a un guión que no tiene pérdida, sin lagunas ni tiempos muertos, contemplando todas las cuestiones posibles, desde la zozobra sentimental y anímica de un personaje que ahora calificaríamos en nuestra sociedad moderna como bisexual dubitativo porque ama a un hombre sin dejar de amar a una mujer, hasta la animosidad revestida de conservadurismo fanático de quienes se dedican a la extorsión de sus semejantes aprovechando la existencia de una ley que condena sentimientos y lo hacen además exhibiendo un profundo desprecio hacia los extorsionados, mientras hay servidores públicos como el policía que mantiene una posición realmente ambigua fruto de su conocimiento de la realidad social y de los problemas que una ley injusta causaba.

Y digo causaba refiriéndome exclusivamente a la Gran Bretaña porque la repercusión pública de esta película fue de tales dimensiones que al cabo de seis años se derogó la ley y en consecuencia dejó de perseguirse como delincuentes a los homosexuales sólo por serlo.

El trabajo realizado por Dearden que contó con la colaboración de varios intérpretes que eran homosexuales y muy especialmente el valor de Bogarde, que nunca quiso hablar de sus apetitos sexuales ejerciendo su derecho a mantener al margen su vida privada, somete la cuestión de forma atractiva a un espectador que presta su atención presa por el arte cinematográfico en su expresión bien definida a un final en el que no puede dejar de manifestarse en un sentido u otro y de ese modo la película se erige en ejemplo del cine que une entretenimiento y mensaje a debatir en una cuestión que prácticamente estaba, en el momento de su estreno, fuera de toda discusión posible.

Ello, que en alguna sociedad como la española parece algo pasado de tiempo, un anacronismo, no deja de ser una realidad sangrante en algún otro lugar de un mundo teóricamente globalizado con enormes diferencias: seguro que esta película de Basil Dearden en algún lugar escondido la ven embobados ciudadanos que ansían libertad; y la ven ahora.

Absolutamente imperdible muestra de cine social. Mucho mejor en v.o.s.e., por supuesto, para disfrutar el recital del maestro Bogarde.



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