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dijous, 27 d’agost del 2020

Atusándose el bigote




Hay quien asegura que la novela negra nació de la mano de Dashiell Hammett que supo dignificar con su forma de escribir lo que hasta entonces no eran más que novelas de quiosco repletas de violencia y sexo dándoles un empujón que realmente instauró un género menospreciado durante décadas y se me ocurre que, además, el escritor estadounidense supo crear prototipos muy sólidos tanto de caracteres masculinos como femeninos y hablo en plural porque no tan sólo nos presentó detectives desengañados de la vida que se pellizcan la oreja mientras meditan: también nos deja un antihéroe impagable que tiene la costumbre de atusarse el bigote con la uña del pulgar cuando permanece absorto reuniendo las piezas de un rompecabezas por el que está transitando corriendo riesgos no solicitados.

Dashiell Hammett ya era un autor de reconocido prestigio y mayor éxito popular en 1930 gracias a sus novelas anteriores Cosecha Roja, La maldición de los Dain y El Halcón Maltés cuando inició la publicación por capítulos en la revista Black Mask de la novela titulada The Glass Key (La llave de cristal) usando una forma literaria clásica que conocía bien por haberla aplicado a algunas de sus piezas anteriores: la serialización de una trama forzosamente implica un esfuerzo para el escritor que a cada entrega debe dejar el relato en un punto de máximo interés para que el lector se suscriba hasta el fin.

Ello podría explicar el desarrollo esquemático de la novela en lo que hace al mantenimiento de una intriga inicial que será solventada en el último capítulo pero no es obviamente ninguna garantía de la calidad de un conjunto que, como es el caso, reniega de la trampa fácil, del estilo acomodado de probado éxito y se lanza a una nueva vuelta de tuerca más apretando las conexiones entre el mundo del hampa y la sociedad que podríamos denominar civil, incluso negando que desconozca lo que implica y por si fuese poco, Hammett desecha dos prototipos de su patente cuales son Sam Spade y el detective de la Continental y sin olvidarlos del todo nos presenta un personaje que tiene un parecido muy lejano con sus precedentes, que no antecedentes, un tipo que se mueve como pez en el agua por el hampa que maneja los negocios en tiempos de la ley seca, alguien que goza de la confianza y la amistad del más poderoso mafioso de la ciudad, al punto que llama "mamá" a la madre de aquel y además goza de la confianza de la hija, protestando ambas cuando hace tiempo no se deja ver por su casa, donde es recibido siempre como alguien más de la familia.

Hammett, fiel a su estilo, no pierde el tiempo en descripciones de los personajes que iremos conociendo lentamente tanto en lo que a su físico concierne como incluso a su nombre: no es que sea parco, pero sí indolente a la hora de facilitar datos, justo lo preciso para avanzar la narración que como ya es habitual en Hammett, te engancha y no te suelta la presa hasta el final y es una verdadera gozada porque amén de una forma de escribir concisa, ligera, inteligible y eficacísima, la brillantez del texto es palpable y muy satisfactoria: se percibe un interés literario en el propio autor, un trabajo que requiere voluntad y dedicación en este caso bendecidos por la genialidad del autor que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.

Ése antihéroe llamado Ned Beaumont es un tipo muy peculiar que tiene dos virtudes considerables: una lealtad a prueba de riesgos físicos y una mente tranquila que sabe recapitular y juntar los hechos que va observando mientras se atusa el bigote y hay que añadir que hechos ve muchos, empezando por el cadáver de Taylor Henry, hermano de Janet Henry, por quien su amigo Paul Madvig pierde la chaveta, lo que hace que decida usar toda la fuerza de su organización mafiosa para apoyar al Senador Ralph Henry en su campaña para la reelección, prevista la votación para al cabo de dos semanas; la muerte de Taylor a Paul no le disgusta mucho, porque el inútil jovenzuelo andaba enamorando a su hija Opal y ésta acabará por creer que su padre ha sido el que ha asesinado a su amante.

¿Parece complicado? Pues eso no es más que una sinopsis resumida, porque hay más, mucho más: hay la intención evidente de Hammett de diseccionar la sociedad en la que estaba viviendo (recordemos, año 1930) y lo hace desde su óptica de izquierdista consumado, criticando una sociedad que se basa en el concurso de poderes de todo tipo pero coincidentes en la falta de ética y moral en la búsqueda de la ganancia y el dominio de una ciudadanía que bien ignora bien admite la situación porque no se revuelve contra ella porque los poderes fácticos y legales, desde la fiscalía hasta la policía están sujetos a las órdenes que imparte el mafioso.

Hammett nos presenta un nutrido grupo de personajes que no tienen absolutamente ningún escrúpulo moral: los políticos profesionales están pendientes de los favores de los mafiosos y éstos luchan entre sí para obtener el máximo poder que les permitirá tanto ganancias ilegales como los bares y restaurantes semi ocultos cuanto la intervención en la obra pública gracias a las concesiones de los políticos que han ayudado a obtener el cargo y en medio de toda esta sociedad regida por una podredumbre ética considerable, monta una intriga que sirve esencialmente para mantener el hilo de la narración, porque la sospecha de Opal sobre su padre va creciendo y afectando a la reelección del Senador Henry y Ned Beaumont está seguro que hay algo que no cuadra, pero.....

El personaje de Beaumont, con todas sus aristas, resulta magnífico: es un protagonista absoluto adornado con un par de convicciones básicas y muy consolidadas en su interior y también una voluntad de no atarse ni a persona ni a lugar, aunque la evolución de Ned a lo largo de sus varios entuertos recibidos de diversos compañeros de viaje no permite asegurar nada: como acostumbra, Hammett no nos explica lo que están pensando sus personajes: tenemos que averiguarlo según cómo actúan, según como interaccionan los unos con los otros y ello le dá una pátina de realismo porque en la vida cotidiana debemos interpretar muchas veces lo que ocurre viendo lo que se hace por otras personas. Hammett no nos explica en ningún momento que haya falta de ética o moralidad en las relaciones de los políticos con la mafia, de la mafia con la fiscalía y la policía: ya llegamos nosotros mismos a la conclusión que nos invita a tomar el autor que usa una narración criminal para apuntar cuestiones de importancia.

La llave de cristal, cuarta novela de Hammett, quizás no tan conocida como las que le preceden, no tiene nada que envidiarles, así que no puedo más que recomendarla encarecidamente a quien no haya tenido la oportunidad de leerla.

La fama y el éxito de las narraciones de Hammett, tanto cortas como novelas, atrajo de inmediato los intereses de Hollywood y en 1935 se filmó una primera versión de la novela pero, al igual que ocurre con El halcón maltés, del que hay una primera versión de 1931, no ha sido posible hallarla de modo que nos ceñiremos a la segunda y última versión aparecida en 1942 con el título The Glass Key (La llave de cristal) dirigida por Stuart Heisler apoyándose en un guión escrito por Jonathan Latimer y en una pareja de intérpretes que seis meses antes habían estrenado su relación profesional para la Paramount con la película de la que ya hablamos aquí hace más de doce años:

Alan Ladd y Veronica Lake repiten y se unen a Brian Donlevy tratando de representar en pantalla los personajes creados por Hammett:alguien decidió cambiar el bigote de faz y se lo endilgó a Donlevy al que sin duda le caía más natural y a pesar que Ladd realiza un buen trabajo, el conjunto resulta un tanto flojo: no se trata únicamente de la supuestamente imposible comparación entre novela y película por ser medios completamente diferentes, porque lo cierto es que el guión de Latimer sin ser una maravilla desde luego no es malo: la elección del director seguramente fue algo más afortunada que la de la actriz protagonista y ambas evidentemente fueron erróneas.

La película se sostiene porque la trama ideada por Hammett es tan robusta que aguanta con dignidad lo que le echen y porque Ladd, Donlevy y secundarios como William Bendix (perfecta su representación del sádico Jeff) dan el callo y levantan el interés, pero la pavisosa de la melena rubia sobre la faz impertérrita en esta ocasión no sirve para un carácter femenino con agallas, segundas intenciones y miradas aviesas que en el rostro de Veronica Lake pierden fuerza irremisiblemente.

Si a ello le añadimos que la forma de dirigir de Stuart Heisler es económica pero falta de inspiración y fuerza y que su trabajo con los actores deja mucho que desear, nos hallamos ante una película que nos interesa por su trama, por las implicaciones de la historia, pero nos deja fríos porque nos resulta difícil entrar en materia: le queda a uno la sensación que no se lo cuentan todo, que hay o debe haber algo más, cuando no es así porque salvo algún cambio inexplicable el guión sigue con bastante fidelidad la novela.

Le falta brío, le falta fuerza para llegar a ser un clásico: uno no puede llegar a aburrirse porque el metraje está ajustado al máximo: eran tiempo de estrecheces y el presupuesto debió de ser económico pero la escasez de minutos nunca ha sido excusa para la falta de energía a la hora de presentar una trama repleta, además, de personajes brillantemente escritos y que en manos más expertas sin duda hubiesen significado un conjunto mucho más aceptable.

Aún así la película, sin ser imperdible, puede recomendarse tranquilamente, aunque habiendo leído la novela las expectativas deben moderarse porque no hay novedad alguna en la trama cinematográfica que revista el menor interés.







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divendres, 7 d’agost del 2020

Un pastiche, dos películas.





Uno, que leyó (como en otras ocasiones de tapadillo, por no tener la edad prevista) la pieza dramática de Patrick Hamilton titulada Luz de Gas, creía estar más o menos al tanto de todo lo referente a ella y llega el momento de consultar en diversos lugares de internet para corroborar datos y va y se percata que ¡caramba! resulta que Patrick Hamilton también escribió una pieza titulada Rope que se estrenó en 1929 en los teatros londinenses y también en Broadway (con el título Rope's End) y claro, luego años más tarde daría base a una película homónima de Hitchcock.

Patrick Hamilton se tenía a sí mismo por novelista (y por lo hallado, parece que un buen novelista, con obras a descubrir por este comentarista, que no para de constatar lo poco que sabe de casi todo) y bien considerado escritor por plumas bien reconocidas, pero con Rope hizo sus buenos dineros y nueve años más tarde decidió escribir lo que él mismo consideraba un pastiche que ofrecía una amalgama de aires melodramáticos victorianos y algo de suspense e intriga, una pieza relativamente corta, tres actos que suceden en una vetusta casona de un barrio de clase acomodada londinense que describe en el prolegómeno incluyendo acotaciones relativas a la fisonomía y aspecto de los personajes principales, el matrimonio Manningham que con una cocinera, una doncella y un extraño visitante completan una obra de teatro que se lee del tirón porque aún sabiendo de qué va la historia que nos cuenta la forma de escribir de Hamilton es brillante y consigue encadenar la atención del lector de teatro mediante unos diálogos provistos de interés y ritmo y uno al leerlos les provee de sonido y acción con suma facilidad porque el lenguaje sin perder elegancia y fluidez resulta a la vez cotidiano, normal y poderoso, en realidad una trampa peligrosa para cualquier intérprete que se acerque a los personajes que pueden otorgar momentos de gloria y ocasiones de hacer el ridículo por falta de contención: a pesar de las muchísimas representaciones de la pieza en todo el mundo -incluyendo miles de teatro aficionado- gracias a sus bondades, lo cierto es que para un profesional es una trampa a vigilar; es de esas ocasiones en las que de la fama al fracaso sólo hay un paso.

De las bondades de la pieza no se puede dudar cuando comprobamos que en su presentación en Broadway en diciembre de 1941 el terceto protagonista estaba formado por Vincent Price, Judith Evelyn y Leo G. Carroll y la representación se mantuvo hasta diciembre de 1944, un total de 1295 sesiones (con la ausencia de Price, sustituído después de los primeros doce meses)

Nada más iniciarse la obra vemos al matrimonio Manningham en su aposento principal: él, Jack, está durmiendo la siesta tendido en el sofá y ella, Bella, prepara una sorpresa: comprará unos bollos para acompañar el té de las cinco: inmediatamente la aparente tranquilidad matrimonial se ve alterada por cuestiones que revisten apariencia normal pero que por el efecto que producen en la señora de la casa entendemos súbitamente que algo está ocurriendo y en efecto hay una montaña rusa de afectos y recriminaciones que a cualquiera parecen absurdas pero que en realidad afectan a más personas e las que podamos imaginar y Bella es una de ellas, realmente el prototipo, pues la influencia de la pieza teatral ha sido tal que ha llegado a nombrar una problemática conducta que en el escenario afecta a Bella Manningham al punto de absorberle el sentido común y la razón hasta que, sin acabar el primer acto, aparece un extraño, un sargento de policía ya retirado que atiende al nombre de Rough y éste viene con un relato que intentará cambiar la existencia de los Manningham y Hamilton procura describir a ése personaje mediante sus frases de un modo que por momentos provoca desconfianza por su descaro y desfachatez al punto que se saca de un bolsillo una botella de güisqui y se la ofrece a Bella como si fuese una medicina.

Patrick Hamilton puede que considerara su obra teatral como un pastiche, pero lo cierto es que le procuró pingües beneficios con toda lógica porque sabe mantener la atención del espectador con una facilidad pasmosa, sin momentos huecos, sin más descanso que los dos entreactos -que imagino deben ser breves, pues el conjunto apenas alcanzará la hora y cuarto con ellos incluídos- y el desarrollo de los acontecimientos está milimétricamente calculado en el texto, así que lo único que hace falta es una dirección apropiada y unos intérpretes que sepan afrontar un texto que sigue conteniendo modismos añejos pero explicando una realidad aplastante de actualidad y para el que oponga incredulidad baste recordarle que hace apenas unas semanas se ha acordado por los tribunales exigir la declaración de toda mujer maltratada sin excusa alguna de familiaridad o parentesco, pues algunas, con la mente obnubilada, negaban la mayor.

La segunda sorpresa para este comentarista -que además de teatrero se las da de cinéfilo- fue comprobar que antes que la pieza teatral llegara a Broadway en 1941 (eran tiempos de guerra mundial) se estrenó en 1940 una película británica titulada como el original escénico Gaslight, estrenada en Barcelona (España) en octubre de 1942 con el título de Luz de Gas.

La película, dirigida por Thorold Dickinson, se apoya en un guión muy cinematográfico que mantiene muchas situaciones e incluso diálogos del original y recrea visualmente y en nuevos diálogos acontecimientos que en la pieza escénica nos son relatados y no lo hace manteniendo la cronología escénica sino que cambia el conjunto para presentarlo cronológicamente ordenado, sin recurrir al flashback; esta decisión favorece la inteligencia del espectador que ipso facto está al corriente de uno de los aspectos que en la escena puede ser una duda y aquí es un hecho visto y permite avanzar en la observación de la maléfica conducta de Mr. Manningham, en el daño psicológico que inflige a su esposa Bella y en la resolución del problema.

Dickinson, quizás compelido por un productor deseoso de ajustar gastos (los títulos de crédito son un rollo de papel impreso que se va enrollando mostrando los nombres, más paupérrimo que cutre) nos presenta la trama en menos de hora y media pero lo hace con mucha eficacia, alejando cualquier atisbo de teatralidad: los escenarios, sin ser lujosos son amplios y muy veristas y diversos, incluyendo alguna escena de calle (aunque dentro de estudio) y nadie puede sospechar del origen teatral más allá de unos personajes exquisitamente escritos y bien provistos de líneas de diálogos que afortunadamente están servidos por unos intérpretes de categoría.

El guión escrito por A.R. Rawlinson y Bridget Boland añade como hemos apuntado un arranque en el que se nos muestra un asesinato que originará el resto y también una escena en un acontecimiento social con una argucia que acabará por desequilibrar a Bella Manningham y un juego paralelo no muy usual en el cine de la época que probablemente puede imputarse a la búsqueda de aspectos comerciales, visibles en las bailarinas de cancán que aparecen en el póster promocional de la película. Escena, la del ballet francés, que podría eliminarse sin menoscabo del conjunto; no así la del evento social, un concierto muy bien filmado por Dickinson que mantiene el tono de la trama rodando con mucha eficacia y economía visual y ofreciendo a sus actores espacio suficiente para lucirse y a fe que lo hacen sobremanera.

El malvado Jack Mannigham esta representado por el austríaco Anton Walbrook que sabe mantener el tipo perfectamente, una mezcla astuta y letal de exquisitez y malas intenciones dota de una ambigüedad que causa incertidumbre, la que personifica de forma ejemplar Diana Wynyard una de las grandes de la escena londinense, que borda el papel representando con una naturalidad espectacular los vaivenes del atribulado personaje de Bella Manningham.

La película de Dickinson es una aproximación cinematográfica muy acertada a la obra teatral, ajustándose al tempo escénico que permite mantener el ritmo sin tiempos muertos más allá de la citada escena del ballet y el paralelismo usado para mantenerlo dentro de la trama; en definitiva una imperdible muestra del buen cine británico del siglo pasado en una época, además, en que la situación económica, por causa de la guerra, no se prestaba a grandes producciones, pudiendo entrar en una especie de serie B en la que el talento de todos los intervinientes supera con creces todas las adversidades. Hay que verla, claro, en v.o.s.e., porque esos británicos, ya se sabe: suelen merecerlo.

Si tenemos en cuenta que después de ver la película británica los estadounidenses disfrutaron de la obra de teatro con los resultados antes apuntados, a nadie puede extrañar que Hollywood estuviese especialmente interesado en hacer su propia versión que, a diferencia de la obra teatral, no cambiaría su título y mantendría el original, quizás con la mala idea de eliminar históricamente la película británica, lo que en buena parte consiguieron pues la arrinconaron y casi nadie la recuerda.

Y aquí podríamos abrir una vez más el debate relativo a las versiones y los refritos o adaptaciones que, respecto a una obra ya escrita, publicada, leída o representada, me parece más ajustado denominar como "versión" aunque, en este caso el uso indiscriminado de ideas más propias del guión que de la obra teatral, el resultado también podríamos calificarlo como refrito.

Un mal refrito en lo que respecta al guión más que pergeñado perpetrado al alimón por John Van Druten, Walter Reisch y John L. Balderston que copian y pegan y crean nuevas situaciones y tergiversan personajes y meten a otros con calzador y todo, imagino, porque el productor Arthur Hornblow Jr. buscaba réditos y evidentemente contar con una estrella como Ingrid Bergman ayudaba a la intención de alargar la cinta para dar al público más minutos de contemplación de la actriz y supongo que tener en nómina a una famosa actriz británica como Dame May Whitty obligaba a buscarle minutos y escenas para lucirla, de modo que en la película que estrenaron en 1944, titulada como el original Gaslight (estrenada en España en 1947 con el título de Luz que agoniza (Luz de gas) por si las moscas...) el bueno de George Cukor, al que encomendaron la dirección, se encontró con que tenía ante sí un farragoso guión que alcanzaba casi las dos horas y hasta el minuto 45 no entraba en materia, ofreciendo un relato del encuentro entre Gregory Anton (émulo de Jack Manningham: el porqué del cambio de nombre, se lo pregunten a Van Druten) y Paula Alquist (émula de Bella Manningham: del cambio de nombre, lo mismo) y pasados esos tres cuartos de hora, ¡por fin! entramos en materia.

Tengo para mí que Cukor debió maldecir a más de uno porque alargar de forma tan innecesaria una pieza reconocidísima y además con un precedente tan cercano y tan ilustre no debió ser trago fácil y se nota porque esos primeros 45 minutos son casi anodinos y desde luego muy poco cinematográficos: lo que nos muestran, un tipo como Cukor lo cuenta -si le dejan- en dos elipsis bien medidas sin despeinarse; son un lastre, una losa que pesa sobre el conjunto; y para acabar de arreglarlo, la presencia de la entrometida Miss Thwaites creada ex-profeso para lucimiento de la Whitty es una piedra en el camino, una mosca cojonera que no hace más que molestar y no favorece en nada la trama; lo rematan cambiando el personaje del inspector: de un perro viejo obsesionado por un caso irresoluto de su juventud pasamos a un enchufado de la buena sociedad que por sus relaciones sociales viene a ser algo así como un cargo en la policía que no tiene tarea encomendada alguna, un petimetre llamado Brian Cameron que, una vez, de pequeño, fue admirador de una cantante de ópera que, mira por donde, fue asesinada en la misma casa en la que ahora vive su sobrina Paula con un tipo que se conduce con ella de forma muy extraña, llevándola a una situación de incerteza mental, bastante desequilibrada.

Cuando al fin Cukor se enfrenta directamente a la obra escénica de Patrick Hamilton se percibe un cambio en la película: hay un vigor remarcable en la forma de situar la cámara y de iluminar las estancias, de mover la cámara siguiendo a los personajes, evitando con facilidad los antecedentes escénicos sujetos a un único escenario: las posibilidades económicas superiores de Hollywood son evidentes en la comparación artística de ambas películas pero sobre todo en los medios técnicos de iluminación y objetivos usados en el rodaje. En esta ocasión nos libramos de las escenas del ballet francés pero no del deambular de Brian Cameron que sospecha sin motivo aparente y sin plausible argumentación lo que por otro lado comporta una mayor sensación del peligro que corre la protagonista Paula porque pronto vemos las argucias de su marido Gregory para manipularla y conseguir su fin, que es el de hallar las joyas de la difunta (que por cierto hallará de una manera absolutamente increíble y risible, indigna del original) y por culpa del guión que transita caminos inextricables aunque no pierde ocasión de replicar la invención británica del evento social, del concierto de música en que la pobre protagonista acabará desquiciada.

Parece que a Hamilton no le gustó mucho esa versión de Hollywood (me niego a darle la culpa a Cukor) y si lo de pastiche lo había acuñado antes, seguro que en 1944 le debió parecer una confirmación.

Pero, hay unos elementos que salvan la función: Cukor (que como ya hemos comentado anteriormente fue un gran director de intérpretes) saca partido del elenco que ponen a su disposición: digamos de entrada que el más flojo es Joseph Cotten, incapaz de sobrellevar un personaje maltratado por unos guionistas torpes que no aprovechan un original bien escrito: rechazar la figura del veterano policía Rough para reinventarlo en petimetre con ínfulas de policía es una jugarreta y es verdad que Cukor lo abandona a su suerte.

La vieja dama británica May Whitty cumple sobradamente con un papel escrito para ella y la sorpresa está en una Angela Landsbury en su primera aparición pública, apenas diecinueve añitos de nada que le van como anillo al dedo para incorporar a la desvergonzada, provocadora y deslenguada doncella Nancy dando réplica a la pareja protagonista sin miedo alguno, un trabajo que le proporcionó el respeto inmediato del mundo del espectáculo.

Y el triunfo está en el trabajo realizado por Charles Boyer, un galán refinado que en esta ocasión mira como mil demonios dejando entrever un alma negra y mala, un individuo capaz de urdir mentiras y trampas con los que aturdir y malear la mente de su enamorada esposa, incorporada por Ingrid Bergman que se apropia del personaje, lo hace suyo y no tan sólo lo expresa de forma admirable con los diálogos de Hamilton sino que, más allá, con los gestos del cuerpo, las posturas, el rostro y los ojos nos hace sentir el sufrimiento y el desvarío de esa mujer sometida por un malvado que tristemente goza de una frase final ridícula, impuesta, cabe suponer, por el productor para que el actor no quede como un malvado perfecto, rompiendo todo lo bueno que Boyer nos deja.

A la Bergman le dieron el Oscar y desde luego lo tenía merecido: sólo por ver cómo trabaja Ingrid ya vale la pena soportar los desmanes que cometieron con una obra que merece hora y media y ni un minuto más porque no necesita aderezos; sobresaliente el trabajo de la actriz y muy bueno el de Cukor en los momentos que más se ajustan a la pieza de Hamilton: de hecho, si en esta película quitamos todo lo que no aparece en la película británica, probablemente Cukor hubiese recibido mayor reconocimiento.

Muy interesante la película de Hollywood (a ver también por descontado en v.o.s.e.), pero si tuviese que llevarme sólo una, me quedaría con la británica.


Otrosí: gracias a una inestimable cinéfila que atiende por Milady de Winter he venido a saber que la película británica está afortunadamente disponible en youtube:

En inglés en resolución 720p:



Y doblada al castellano en resolución 480p:








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