Calvary
Hace muchos años un desquiciado alteró la tranquilidad veraniega que asolaba mi pueblo en los atardeceres húmedos y calurosos de mi infancia provocando un rumor popular inmediato que alborotó las tertulias callejeras: con una navaja de barbero intentó degollar al Párroco que estaba, como solía, tomando el fresco sentado cabe una mesa provista de refrigerios en buena compañía de algún feligrés: en ausencia de televisores, la conversación se prolongaba entre dimes y diretes y el orate aprovechó la oportunidad de satisfacer su locura: por suerte la abundante papada del cura le salvó la yugular y aquella noche quedó como una anécdota que marcó un verano.
Aquello ocurrió años antes que naciera John Michael McDonagh y estoy segurísimo que el director irlandés no tiene ni idea de lo que yo conocí de oídas pero mi recuerdo ha aflorado de improviso después de haber visto su segunda película, Calvary ,protagonizada como la primera, de la que ya hablamos aquí hace dos años, por Brendan Gleeson en una nueva oportunidad de mostrar que sus anchas espaldas pueden soportar el peso íntegro de una película.
Si el arranque de El Guardia enganchaba, en esta segunda ocasión McDonagh eleva el listón: el Párroco James Lavelle está en su confesionario cuando un confesante le dice:
Probé semen por primera vez a los siete años.
¿No tiene nada que decir?
Como primer comentario, es asombroso
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¿Matar a uno bueno?¡Eso sería noticia!
Le voy a matar a usted, padre.
Le voy a matar porque usted no ha hecho nada malo.
Pero no ahora.
Le daré tiempo para que ponga sus cosas en orden.
Digamos que el domingo de la otra semana.
(póster de Tom Moore) |
McDonagh, que vuelve a ejercer de guionista y director, urde una trama que bebe directamente de los clásicos del cine negro y ofrece como novedad la profesión del protagonista y el entorno social en el que se mueve. El conjunto llega a desconcertar y puede que provoque interpretaciones diversas según la idiosincrasia o el ánimo del espectador, pero probablemente no dejará indiferente a nadie.
La identidad del feligrés que se anuncia como asesino la mantiene el Padre James en el anonimato pero sabemos que le conoce y que, más allá de su convicción -errónea o acertada- de mantener el secreto de la confesión su decisión se basa en la creencia de poder usar la razón para solventar el dilema fatal. De ese modo, McDonagh rechaza la incógnita y el suspense como sustento de su historia y se centra en la presentación de la mínima sociedad que constituye el entorno del sacerdote, tan peculiar como él mismo, ordenado después de enviudar: tiene una hija treintañera a la que acoge unos días después de un intento de suicidio.
Los parroquianos, la feligresía que constituye el campo de actividad del protagonista, constituyen un grupo heterogéneo que probablemente no agradará mucho a los irlandeses que pretendan ver su sociedad representada en ese microcosmos, lo cual sería craso error, entre otros motivos porque no creo que McDonagh pretenda autolimitarse a Irlanda como escenario: el calvario del título se refiere al que figuradamente pasa el protagonista por el transcurso de los días que le faltan hasta el fatídico domingo anunciado al inicio y así se nos recuerda en letreros que nos sitúan temporalmente, acrecentando de forma un tanto artificiosa el interés por el desenlace, que será sorprendente.
El aspecto criminal no es más que una excusa, un mcguffin del que servirse para acentuar la mirada sobre unas individualidades: el reducido grupo de personajes con los que se entrevista el Padre James en el curso de una semana por distintas razones y motivos acapara la atención del espectador que acuciado por la incógnita del desconocido criminal, procura no perder detalle intentando descubrir quién pueda ser el que ha prometido romper el quinto mandamiento. El truco argumental de McDonagh funciona, aunque intenta abarcar más de lo que puede pues en apenas cien minutos y atendida la amplitud del coro la brevedad debe imponerse y algo queda en el tintero.
Los hermanos McDonagh (hemos tratado ya las dos piezas del otro) son identificables ambos por mantener en sus argumentos conceptos inusuales en la cinematografía más moderna, tales como el honor y el deber incardinados en los preceptos religiosos católicos, principalmente aquellos que atañen a la vida humana: el asesino profesional incorporado por Gleeson en In Bruges se escandaliza y horroriza cuando su colega -al que está pronto a liquidar- intenta suicidarse y el párroco James intenta superar con cariño el intento de suicidio de su hija y se muestra firme al negar que el quinto mandamiento, no matarás, pueda ser obviado ni siquiera en caso de una guerra. Pero la caterva de feligreses del párroco, en realidad, son unas piezas de mal tejer, y lo iremos descubriendo, poco a poco, llegando a pensar que el calvario del pobre cura no es tener anunciada su muerte sino apechugar con esa clientela.
McDonagh dirige sin entrometerse en la acción ni resaltando ni puntuando, manteniendo una cierta lejanía sentimental, como buscando una objetividad, evitando tomar partido, o quizás limitado por su propia condición, pero afinando mucho a la hora de conferir un ritmo firme, avanzando lenta e inexorablemente a un final deseado desde el inicio porque el desenlace está pendiente durante todo el metraje y su forma gustará o no, pero es la que impone el autor en el ejercicio de su libertad de artista.
Precisamente esta película se aparta de la mayoría de la cartelera porque no se sujeta fácilmente y puede ser entendida de formas distintas: es evidente que McDonagh no pretende sentar cátedra ni convencer a nadie de nada y muy al contrario, ofrece un campo abonado a la interpretación, como diciendo ¡ahí queda eso y apañaros con ello! dejando el turno de la palabra al espectador: la última escena refuerza esa sensación pues el final aparece justo antes de pronunciarse la última palabra, quedando ahí una conversación repleta de interrogantes, preguntas que el autor deja en labios nuestros, a nuestro albedrío. Me parece una sabia decisión, además de valerosa, porque estamos demasiado acostumbrados a que nos lo den todo masticado y casi digerido.
En definitiva, una película que podrá gustar o no, pero que no dudo en recomendar a quien sienta que su cinefilia decae por falta de buenas piezas que llevarse a los sentidos.
Tráiler
p.d.: hoy este bloc de notas cumple siete años: a trancas y barrancas, pero sí.
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