Hoy, repasando el periódico La Vanguardia en internet, me encuentro con un video que da cuenta de la última actuación de la soprano estadounidense Barbara Hendricks en el Palau de la Música Catalana.
La soprano ya está entradita en años y lejos de sus mejores tiempos, como cuando interpretaba notablemente la ópera Porgy and Bess de George Gershwin:
Para seguir viviendo del canto, ha decidido presentarse en Barcelona, en un local con una acústica magnífica, arropada por unos músicos mediocres y chillones, con instrumentos electrificados, para, según dice, "rendir homenaje" a la excelsa, divina, atormentada y extraterrestre Billie Holiday. Y lo ha hecho de esta guisa
Este comentarista es admirador acérrimo de la difunta Billie Holiday, artista verdaderamente singular, dotada de una expresiva voz peculiar, 1/4 de tono por encima de lo normal, con un fraseo y un sentimiento aplicado a sus canciones que la hacen inolvidable para cualquiera que haya oído una sola de sus magistrales interpretaciones.
Veamos a la superlativa Billie Holiday interpretando, en muy buena compañía (Ben Webster, Lester "The Press" Young, Gerry Mulligan, Coleman Hawkins y Roy Eldridge, entre otros), la canción "Fine and Mellow", compuesta y escrita por la misma Billie:
Está claro que no tan sólo en el cine debemos sufrir "remakes" innecesarios: tambíen las estrellas del firmamento musical están sujetas a especulaciones inmisericordes que aprovechan su celebrada fama para atraer incautos, por personajes de capa caída con muy poca vergüenza.
No deja de ser curioso que transcurrieran tantos años desde la publicación del relato por Hemingway hasta su primera aparición en el cine, máxime cuando ya otras piezas del mismo escritor habían sido adaptadas a la pantalla.
El productor independiente Mark Hellinger, que disponía de su propia compañía, la Mark Hellinger Productions (está claro que no se rompió la crisma pensando en un nombre comercial), decidió realizar una película basada en el cuento corto de referencia; como ya hemos visto, la breve pero intensa narración es perfecta para realizar un cortometraje, pero no alcanza en modo alguno a sustentar una metraje comercial, en este caso, de poco más de hora y media.
A tal fin, aprovechando íntegramente el relato original de Hemingway para los primeros minutos introductorios, una perfecta presentación que abre un interrogante inquietante:¿porqué "el sueco" asume su fatal destino?, decidió de alguna forma continuar la historia, tratando de ofrecer una explicación plausible a tan ilustre inicio.
Para ello, recabó la intervención del reputado escritor y guionista Anthony Veiller, autor, el mismo año de la celebrada The Stranger, que contó con la colaboración de Richard Brooks y de John Huston, conformando un trío que supo pergeñar una historia que ha devenido en clásica, introduciendo el elemento de la mujer fatal como eje alrededor del cual gira la historia y sus consecuencias; pero no nos anticipemos.
Hellinger que había trabajado anteriormente como productor para la Warner, inicialmente pensó en el director Don Siegel para llevar a cabo el proyecto; pero la Warner, con quien Siegel estaba bajo contrato, no quiso rebajar la tarifa de "alquilar a un tercero" sus servicios, por lo que Hellinger contrató en su lugar a Robert Siodmak, a la sazón bajo contrato con la Universal Pictures, destinataria y exhibidora final de la película a rodar.
Curiosamente, Siegel dirigiría, dieciocho años más tarde, el segundo y hasta ahora último largometraje basado en el relato de Hemingway.
Hellinger proveyó a Siodmak de un buen arropaje al contratar al compositor Miklós Rózsa, autor de una sentida partitura, así como al director de fotografía Elwood Bredell y al montador Arthur Hilton, conformando así, en la parte oculta del rodaje, es decir, aquellos que sólo aparecen en pantalla en los títulos de crédito, un equipo que obtuvo nada más y nada menos que cuatro nominaciones a los Oscar entregados en el glorioso año de 1947
Habiendo gastado la mayor parte del presupuesto antes de iniciarse la fase de pre-producción, Hellinger trató de ahorrarse los emolumentos en los intérpretes, contratando a un desconocido y novato Burt Lancaster por unos míseros 20.000 dólares, a un emergente y eficaz Edmond O'Brien y a la denominada "animal más bello del mundo" Ava Gardner, por el sueldo habitual de estrella bajo contrato, de 350 dólares a la semana. Robert Siodmak, cineasta todo terreno, capaz de dirigir sin estridencias cualquier película de cualquier género, probablemente halló un trébol de cuatro hojas cuando Hellinger, en una época cinematográfica en que el productor era una figura muy importante en todas las fases de una película, le confió dirigir el rodaje de la que iba a ser el primer largometraje basado en el relato de Hemingway, que se tituló en España como Los Forajidos (The Killers, 1946), cuyo título, sin ser una traducción literal (más apropiada sería "Los Asesinos"), sí está adecuado a la historia que se nos presenta.
Partiendo, como ya se ha referido, de la estructura original, el guión desarrolla, de forma concisa y milimétrica, una narración salpicada de abundantes "flashback" o retornos al pasado en los que veremos la causa de la apatía del conocido como "el sueco" ante su muerte, que sucede en los primeros minutos del metraje.
Asesinado que ha sido por un par de matones a sueldo Ole Andersen "el sueco" (Burt Lancaster, en el papel que le lanzó a la fama), aparece en escena el investigador de la compañía de seguros que deberá pagar a su beneficiaria una indemnización de 2.500 dólares: Jim Reardon (Edmond O'Brien, siempre tan eficaz y sobrio en su actuación), al conocer la actitud fatalista del "sueco" ante su muerte, no puede menos que sorprenderse y procede a interrogar a la beneficiaria, quien resulta ser una camarera de un hotel donde Andersen estuvo apenas tres días, años atrás.
Habiendo visto la habitación donde Andersen murió, una triste pensión de un remoto pueblo en cuya gasolinera trabajaba como empleado, y comparando con el hotel donde pocos años antes estuvo, siendo salvado de un intento de suicidio por la camarera beneficiaria del seguro, Reardon siente la imperiosa necesidad de averiguar el porqué Andersen fue asesinado.
Contra el parecer de su jefe, Reardon inicia unas pesquisas, interrogando sucesivamente a una serie de personas que conocieron a Andersen, quienes le relatarán sus inicios como boxeador profesional y su tránsito al mundo del hampa, donde conocerá a una tal Kitty Collins (Ava Gardner, bellísima y peligrosa como una pantera), a la que nosotros, como espectadores, vemos, pero que permanece oculta al investigador durante casi todo el metraje.
El guión, modélico, permite a Siodmak realizar el mejor trabajo de su extensa carrera: supo aprovechar todos los elementos que le pusieron en bandeja, sirviendo a la historia con una caligrafía cinematográfica ajustada, muy elaborada en su simplicidad, confiriendo a la misma una veracidad y un ritmo perfectos, pese a los muchos retornos temporales insertos en la trama, que nos mantendrá pendientes, ansiosos de saber la clave de la asunción fatalista de la muerte por "el sueco" Andersen.
Entretanto, el imaginario de personajes se desarollará presentando individuos violentos, gente del hampa, algunos con pocos escrúpulos, movidos todos por la ambición, pululando en medio de ellos, como si nada, una mujer, de designios ocultos, que hará enloquecer al protagonista y le llevará a un destino impensable.
Por otro lado, la búsqueda de la verdad iniciada por el investigador Reardon, que contará con la ayuda de la policía, es el motor que impulsa la narración, aún contra los deseos de su propio jefe, que, pragmático, no quiere dedicar sus esfuerzos por un montante de sólo 2.500 dólares; la decisión de Reardon de saber la verdad, de conocer la causa de tan extraño comportamiento en su último minuto del "sueco", nos impregnará en todos los minutos de la película, incrementándose con los sucesivos hechos que, suministrados de forma muy inteligente, conformarán la verdadera historia de la azarosa vida de Ole "el sueco" Andersen, hasta el momento de su asesinato, cerrándose la historia de forma lógica y brillante.
Aún sin aventurarse el guión en vericuetos profundizadores de la complejidad de los personajes que nos presenta, sí los planta en escena robustamente y nos hace comprender las distintas pasiones y ambiciones que albergan en su interior como motivo y causa lógica de todo cuanto vemos suceder, inexorable destino propio de sus actos, como elemento trágico de un final ya conocido de antemano, siendo los diálogos y el control del tiempo en que se desarrollan las escenas causa y origen de un ritmo cinematográfico excelente al servicio de la trama presentada.
Las interpretaciones del trío protagonista son muy solventes, descollando la belleza fría y distante de Ava Gardner en un personaje cuya ambigüedad alimenta el interés de la historia, junto con un sorprendente trabajo de "novato" de Burt Lancaster, que con gran contención expresa las emociones apasionadas, ingenuas o contrariadas del "sueco", pelele en manos de una mujer fatal que le usará a su antojo y conveniencia; todo ello contemplado por el espectador al unísono con el investigador sólidamente construído por O'Brien, que sabe transmitir su interés por conocer los entresijos de una acciones que aventura criminales y que le conducirán a hallazgos inesperados.
La planificación, la música y el montaje son adecuadísimos, así como excelente la fotografía en blanco y negro, consiguiendo Siodmak un conjunto que no desmerece en nada el relato original de Hemingway, resultando ser una continuación perfecta al mismo, manteniendo idéntico tono realista, áspero y conciso, retrato ominoso de un destino inapelable que comportará la muerte del "sueco" a manos de los asesinos.
Imprescindible película para cualquier cinéfilo y de obligada visión a los amantes del "cine negro".
Ernest Hemingway, el conocido escritor estadounidense, aseguraba haber escrito un relato corto, titulado inicialmente "The Matadors", en un arranque de frenética inspiración sufrido el 16 de mayo de 1926, después de una copiosa comida.
El relato fue publicado en el número de marzo de 1927 de la revista Scribner's Magazine y le procuró doscientos dólares, lo cual, atendida la época, no fue mal pago.
Posteriormente recogido en recolecciones de relatos cortos, con el título de "The Killers", la historia, ejemplo del estilo conciso de su autor, nos relata la aparición de dos asesinos a sueldo en un pueblo ignoto: buscan a un individuo, apodado "el sueco", con la confesada intención de matarle; comparecen en el restaurante donde suele cenar, pero "el sueco" no se presenta.
Se van, y un joven parroquiano del restaurante corre a advertir al "sueco" de su condición de futura víctima: de forma sorprendente, éste acepta con resignación su destino.
La historia, con una idea original dotada de una fuerza excepcional que abarca conceptos como la amistad, el riesgo, el destino inminente y la asunción fatalista de una antigua responsabilidad, termina en un punto final realmente abierto y pleno de incógnitas, que facilitó y dió origen a dos largometrajes, producidos en 1946 y en 1964, así como tres cortos, producidos en 1956, 1998 y 2006.
La fuerza de la idea original, pues, permitió su ulterior desarrollo en dos historias con tratamientos distintos, que este comentarista ampliará sucesivamente, rompiendo con la idea primigenia de ofrecer el comentario unido, por la entidad que ambas películas ostentan, aún partiendo del mismo punto de partida.
Thomas Lanier Williams nació el 26 de marzo de 1911 en Columbus, Missisippi, estados unidos de Norteamérica, fruto de un matrimonio entre un viajante de zapatos y una mujer que descendía de las buenas familias sureñas; con un hermano y una hermana, el pequeño Thomas padeció difteria, lo que le mantuvo delicado e inhábil para los juegos intanfiles, recibiendo como consejo de su madre usar su imaginación y trasladarla al papel, a cuyo fin le regaló, a los trece años, una máquina de escribir.
Quizás gracias a esa enfermedad infantil y a la buena idea de su madre, el pequeño Thomas acabó por convertirse en uno de los más aclamados dramaturgos del pasado Siglo XX, cuyas obras firmó como Tennessee Williams, hasta que falleció, hace veinticinco años, el 25 de febrero de 1983.
La azarosa vida de Tennesee Williams, homosexual confeso en una época en que reinaba la censura, no le impidió alcanzar el éxito como dramaturgo, configurando con toda su obra un universo de seres complejos, atormentados por sus pasiones y temores, siendo muchas de sus obras trasladadas a la pantalla, normalmente dirigidas e interpretadas por estrellas del Hollywood de la época, ese Hollywood que, escribiendo este comentarista en horas previas a la celebración de los tan traídos y llevados Oscar, espera y confía que tengan la decencia de recordar la efeméride correspondiente a uno de los autores más importantes de la cinematografía del siglo pasado, tanto como autor original de ideas, como guionista excepcional de sus propias obras.
El mundo de Williams es un lugar atormentado donde las relaciones familiares cobran relevancia, posiblemente como reflejo exorcizador del autor; los personajes bordean en muchos casos la paranoia y la enfermedad mental, como recuerdo impoluto de la propia hermana del autor, Rose, que acabó siendo lobotomizada, operación que la convirtió casi en un vegetal insensible ante el espanto e indignación de Williams.
La tragedia de los hechos y el drama interno de los personajes concurren en casi todas las piezas de Tennessee Williams, sin escenas de humor que puedan aliviar la tensión que sus relatos originan. Como consecuencia de ello, la traslación a la gran pantalla representa un escollo comercial importante, ya que el espectador avisado sabe de antemano que se va a enfrentar a una historia trágica, dramática sin concesiones, en la que el autor pone en la palestra aspectos de la vida que uno siempre prefiere contemplar como espectador.
Ya se ha referido que, a pesar de esas dificulades comerciales, la industria cinematográfica no pudo evadirse al canto de sirenas clamado por la brillantez de los textos de Williams, en una época en que la censura era un componente más del proceso elaborador de una película; choca la valentía de los productores hollywoodienses de mediados del siglo pasado al decidir adaptar las obras teatrales densas, repletas de giros intelectuales con doble sentido, vericuetos alambicados para escapar de una censura omnipresente, en comparación con lo que hoy, en tiempos teóricamente más laxos, se suele ofrecer al público en general; podríamos resumir la paradoja afirmando, taxativamente, que las películas basadas en las historias de Tennessee Williams son para adultos, género, al parecer, en vías de extinción.
La nómina de directores que se atrevieron a trasladar al cine las obras de Williams, que se pueden consultar aquí, alberga varios nombres de primera fila. Este comentarista, que se ha declarado repetidamente como fervoroso aficionado al Teatro (así, en mayúscula), ha estado varias semanas meditando la elección de una película para glosar la memoria de tan ilustre dramaturgo, cuyas obras anima a leer a quien esté interesado en el teatro del Siglo XX; la elección no ha sido fácil y permanece el resquemor de las descartadas (que no abandonadas), aunque siempre quedará la feliz oportunidad de revisarlas y comentarlas oportunamente.
Tratándose de llevar una obra de teatro al cine, sin embargo, nadie mejor, en opinión propia, claramente subjetiva, que Joseph L. Mankiewicz, con un currículuum cinematográfico repleto de afortunadas versiones fílmicas de excelentes dramas.
En 1959, el productor Sam Spiegel emprendió la producción de la obra teatral De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, 1959), escrita el año anterior por Tennessee Williams, quizás su obra más polémica por sus apuntes autobiográficos nada velados, cuya polémica se trasladó al cine con la inestimable colaboración de sus intérpretes, una maravillosa y esplendorosa Elizabeth Taylor, {reciente todavía su gran interpretación de otra heroína de Tennesee en La Gata sobre el Tejado de Zinc, 1958}, [la última duda de este comentarista], la gran Katharine Hepburn y el siempre atormentado Montgomery Clift.
Para tal empresa, Spiegel contó con la intervención del propio Tennessee Williams como guionista de su propia obra, con la colaboración de Gore Vidal, y, tomándose la producción muy en serio, acertó al elegir las composiciones musicales, atormentadas, de Malcom Arnold y Buxton Orr, así como una brillante y expresiva fotografía en blanco y negro firmada por Jack Hildyard.
El lanzamiento de la película ya avisaba a sus espectadores de la polémica que se iba a producir, como podemos comprobar en el trailer, y el conocimiento del público estadounidense de la obra teatral no llamaba a engaño a nadie.
Partiendo de un texto brillantísimo, profundo, rico hasta la opulencia en matices, y contando como guionista al propio autor, era de esperar que el origen teatral pesara como una losa en el resultado final, máxime cuando la acción física de los personajes está limitada en los espacios en que se mueven; aún admitiendo que el texto cobra un valor inesperado en una película, el tratamiento que Mankiewicz le da permite que la atención del espectador siga el discurso de la historia con interés, mostrando con imágenes propias un complemento a la fatal trama que se nos presenta.
A tal efecto, Mankiewicz inicia la película con la visión de un muro descuidado, ajado, lleno de huecos que antes ocuparon ladrillos, testigo del desinterés que la sanidad pública suscita, pues la cámara, sosteniendo el plano en travelling lateral ascendente, nos informa del avejentado estado del asilo para dementes "Lions View" de Nueva Orleans donde, en 1937, el Dr. Cukrowicz (Montgomery Clift) se halla presto a practicar una novedosa intervención neuroquirúrgica, una lobotomía, en una andrajosa sala, antigua biblioteca, en precarias condiciones. Ante el enfado de Cukrowicz por las lamentables condiciones de trabajo, asegurando su interés en marchar a Chicago, el director del asilo le informa que ha recibido una carta de la millonaria señora Violet Venable (Katharine Hepburn), poseedora de incalculable fortuna, que le urge a que se presente en su casa esa misma tarde, impresionada por un artículo de la prensa en el que se relatan los avances del Dr. Cukrowicz en la técnica de la lobotomía como medio curativo de enfermos mentales. Ante el apremio del director del asilo, que ve en la cita una oportunidad para recabar fondos para construir un edificio destinado a la neurocirugía, el Dr. Cukrowicz se presenta en la mansión de la Sra. Venable, permitiendo que Mankiewicz, viejo zorro, nos impresione con esta escena en la que la entrada de la Sra. Venable marca de forma definitiva la situación en que se desarrollará la trama.
La rica sureña pretende que el afamado neuro cirujano practique su ciencia en la persona de su sobrina Catherine Holly (Elizabeth Taylor) para conseguir que ésta vuelva a una "normalidad conveniente", asegurando que su mente se desordenó el pasado verano, cuando se hallaba de vacaciones con su primo Sebastian Venable, fallecido supuestamente de un repentino ataque de corazón.
Mientras la altiva dama acompaña al doctor de paseo en el privado jardín que se asemeja a una jungla, donde alimentan con moscas a una planta carnívora y contándole de forma escalofriante las imágenes de una bandada de gaviotas hambrientas dando cuenta de crías de tortuga galápago vistas en un verano por la Sra. Venable y su hijo, como símil de la crueldad del mundo, empezamos a vislumbrar la personalidad extravagante, refinada, culta y excéntrica de Sebastian, con la única ocupación de poeta en vida, escritor de un poema de verano por año, recordado por su madre con un fervor que se nos antoja de inmediato enfermizo, ante el asombro del doctor, cuya incertidumbre crecerá al conocer a su futura paciente, la bella Catherine, encerrada entre altos muros desde su vuelta de ése viaje veraniego que acabó con el fallecimiento de Sebastian.
Mankiewicz nos ha ofrecido unos diálogos intensos, crípticos, en medio de un jardín opresivo, jungla salvaje artifical, lugar barroco donde el fallecido Sebastian solía deambular, y luego vemos sus habitaciones, igualmente barrocas, dominadas por un cuadro de San Sebastián casi desnudo, asaeteado, estancia excesivamente repleta de antigüedades y láminas de hombres desnudos, donde se hallan la Sra. Grace Holly (Mercedes McCambridge) y su hijo George (Gary Raymond), cual aves de rapiña, retirando las ropas de Sebastian que su cuñada y tía, respectivamente, les ofreció, comprobando el desdén de la acaudalada dama hacia el resto de su familia, madre y hermano de la sobrina a la que pretende sanar, mediante la lobotomía, con la promesa de la donación de un millón de dólares para el asilo. Tennessee Williams expone a la luz pública sus demonios personales, sus filias y sus fobias; él, que nunca perdonó a sus padres la lobotomía que practicaron a su hermana Rose; él, que sufrió hasta avanzada edad la homofobia; él, que de forma catártica, nos presenta un descarnado retrato de la ambición humana, del poder económico sobre la verdad, del dolor que el conocimiento de esa verdad puede causar y del rechazo a que la verdad sea conocida, él, Tennesse Williams, halló en Mankiewicz un diligente y eficaz colaborador para dar a conocer su obra allí donde se reúnen cientos de personas en la oscuridad, frente a la iluminada pantalla por unas imágenes que se rinden al texto, que le prestan corporeidad enfatizadora de su mensaje y que, sorteando de forma elegante las imposiciones de la censura de la época, nos ofrecen diáfana y claramente un laberinto de pasiones innombrables, amores edípicos tergiversados, sentimientos manipulados, cegueras anímicas queridas, rotas, al fin, con el fulgor de la verdad, liberadora para una y quebradora para otra, de las dos mujeres-reclamo de la vida de Sebastian, apenas entrevisto pero omnipresente en toda la película.
El trío protagonista, como era de esperar, se luce; aprovechando unos diálogos pluscuamperfectos, las dos actrices sobresalen del elenco, habiendo sido merecidamente nominadas ambas para el Oscar a la mejor interpretación femenina; la Hepburn está magnífica como altiva dama sureña acostumbrada a que todos hagan lo que ella quiere, con un tono de desdén y condescendencia usuales en un personaje maquiavélico y frustado a un tiempo; y Liz, Liz está fantástica como la bella joven aterrorizada por el conocimiento de una verdad que oculta a sí misma por el pavor que le causa, con una desesperación vital agónica que la induce al suicidio.
La labor de Mankiewicz es ajustadísima y habida cuenta del tiempo transcurrido, permanece como la más fiel al universo teatral de Tennessee Williams, en una obra dura, trágica sin concesiones, que todavía, pasados casi cincuenta años desde su producción, sigue despertando interés del cinéfilo aficionado al Teatro, convirtiendo a esta traslación al cine de Suddenly, Last Summer (mejor verla en v.o.s.) en una película imprescindible para el amante del séptimo arte.
Hace ya bastante que no pongo a prueba la paciencia de la escasa docena de lectores asiduos de este sitio; son gente maravillosa, que tienen la gentileza de dedicarme unos minutos de su tiempo; como que soy medio tonto, todavía no me he dado cuenta si estos periódicos, espontáneos y nada serios experimentos suscitan suficiente interés, pero, en la semi inconsciencia de quien no sabe si acierta o no con la propuesta (si fuera listo lo sabría y si fuera tonto del todo también [vaya paradoja] ), he dedicado de nuevo mis esfuerzos en buscar videos que puedan ofrecerse en clave interrogante, por si alguien dispone del tiempo suficiente para intentar descifrar la cuestión, es decir, hallar la respuesta al enigma (cinéfilo, por supuesto) que va a seguir.
Vamos allá, pues: se trata, de nuevo, de averiguar la identidad de una persona muy, pero que muy importante para el CINE, así, con mayúsculas, sin paliativos.
Con decir que su intervención alcanza cifra superior a 140 películas, ya resulta diáfano que su nombre es conocido por esa plaga que conforman(mos) los cinéfilos. Como la propuesta de examen-divertimento es realmente fácil, he decidido complicarla ofreciendo las pistas más inverosímiles, en parte por decisión propia, en parte porque, ¡ay! no he sido capaz de hallar los videos que me interesaban, viendo limitada la oferta a los que van a seguir, aún admitiendo que, siendo todos los que están, no están todos los que son. O sea, que algunos no los pongo, por demasiado identificativos.
¿Preparados? ¡Cojan lápiz y papel!
Ahí van las pistas:
¡Ojo! ¡No vale consultar IMDB! Pero se pueden visualizar los vídeos, claro, que para eso los he buscado...
Si a estas alturas no hay solución, es que no la hay, oiga.... no queda más remedio que acudir, ahora sí, a IMDB y comprobar que, en ocasiones, gente importante no aparece en los títulos de crédito... y comprobar que en esta lista sí son todas las que están, pero no están todas las que son....
Este comentarista, sufrido cinéfilo, ha reiterado hasta hacerse pesado que la duración de una película alcanza su grado óptimo alrededor de la hora y media; acabo de darme cuenta que, algunas películas, sin llegar a los noventa minutos, consiguen aburrir soberanamente al espectador confiado en que se debe dar una segunda oportunidad a algunos directores que se hallan en la -subjetiva, por supuesto- lista negra que cada quien se va confeccionando según sus propias experiencias.
Probablemente los años y los muchos desengaños (mira, me ha salido un pareado, sin haberlo buscado) fecundan una cierta intolerancia que, en ocasiones, uno rompe por temor a caer en defecto intransigente, máxime cuando se ve compelido por consejo apreciado, admitiendo que el error en la propia convicción puede resultar en pérdida de películas interesantes.
Hoy, de hecho ayer, aprovechando que el cine de mi pueblo ofrecía el estreno simultáneo (qué poca confianza me dan esos estrenos multitudinarios) de la última perpetración fílmica de Doug Liman, que me interesó en la primera película de la saga de Bourne y me aburrió de forma inmisericorde en Mr. & Mrs. Smith, un remedo infumable de la cínica e inolvidable Prizzi's Honor, hoy, ayer, digo, me pasé 87 minutos de mi vida esperando que se acabara la exhibición de un remedo de recreación del personaje perteneciente a la factoría Marvel, conocido como el Rondador (Nightcrawler), ya que de teletransportación es de lo que se supone que va la película Jumper (Jumper, 2008), que, no habiendo sido traducido su título, desde ahora propongo sea conocida como El Saltarín, cuyo trailer, en español, puede verse aquí
Si el amable lector ha visto el trailer, ya no hace falta que vaya al cine para nada.
Comprobando en la ficha de la biblia IMDB que tamaña insensatez proviene de una novela (que debe ser infame), obra de Steven Gould, guionizada por nada menos que tres individuos, a saber, David S. Goyer, Jim Uhls y Simon Kinberg, trío de doses que hace incomprensible la tan cacareada huelga de guionistas de los U.S.A., porque su trabajo, con ser tres, parece obra de un niño de párvulos, uno no puede menos que sorprenderse del nefasto resultado obtenido por el tal Doug Liman, ya que, apenas transcurridos tres cuartos de hora, es decir, mediada la película, todavía no ha pasado nada interesante; y lo peor es que, en los restantes cuarenta y tres minutos, tampoco pasa nada que emocione. Eso sí: pase de diapositivas (malas, además, postales de a cinco céntimos), en los que vemos al joven ladrón de bancos David Rice (Hayden Christiensen, guapito, pero inexpresivo como una lata de Coca-Cola), despertarse en Nueva York, ligar en Londres, merendar encima de la esfinge de Gizeh y regresar a casa, que empieza a ser perseguido por un tal Roland (Samuel L. Jackson [Sam: ¿tú qué haces en esta película?} ), tipo que tiene carné de todas las superagencias supersecretas de los U.S.A., que resultará pertenecer a la saga de los "paladines", que, desde tiempos inmemoriales (apunte directo a la Inquisición ¡horror!) vienen persiguiendo a los "Jumpers" (Saltarines, vaya) y los van liquidando.
Los efectos especiales son especiales, claro, pero sin magia: sólo técnica, pero tampoco nada del otro mundo; sin la gracia que vemos en el teletransportador de X-Men, sin dinamismo, con una confusión y profusión de planos que aturde, con un gasto de localizaciones exteriores enorme, pero sin alma; es una acción fría, que no llega en momento alguno a implicar al espectador, que, al salir del cine, se asombra que sólo hayan pasado 88 minutos; perdidos, pero, por suerte, sólo 88.
Entramos directamente en lo que se ha convenido en llamar "SPOILER", o sea, que voy a contar cosas de la película, o sea, insisto, que el que quiera verla, pese al consejo de olvidarse de la idea, está avisado de que va a conocer parte importantísima de tan estupenda y escalofriante trama.
De entrada, el tal David Rice nos cae mal (por lo menos a mí) porque, consciente por chiripa de su estupendo poder, sólo lo utiliza en beneficio propio, para robar impunemente cajas acorazadas de bancos; le vemos contemplando en la televisión a unos pobres degraciados en una inundación, condenados a morir porque nadie puede llegar a ellos, y sólo se teletransporta del cómodo sillón a la puerta de la nevera para coger una cerveza. O sea: el tipo es un miserable egoísta. Nada de héroe.
Me recuerda, indefectiblemente (y lo que voy a escribir a buen seguro dará lugar a más comentarios que el propio objeto del presente) al protagonista de Midnight Express que, empezando como un vulgar camello, por obra y gracia de su manipulador director Alan Parker, se presentaba como sufrido héroe. De nada. Gracias.
El personaje Roland (sí, volvemos al tema, volvemos) se inicia como un agente especial que persigue robos inexplicables, fantásticos, y acaba como una especia de malvado intemporal que persigue a los heroicos (heroicos ¿de qué?) saltarines, de los que conocemos dos, pero que nunca sabremos de dónde carajo sacan esos poderes, que evidentemente no son transmitidos de forma genética, ya que el padre de David es un pobre hombre superado por las circunstancias, y su madre, ¡ay su madre! una todavía esplendorosa y mal aprovechada Diane Lane,(Diane, guapa: cambia ya de representante), resulta que le dejó con su padre, cuando David tenía cinco añitos de nada, para evitarse a sí misma tener que darle muerte, ¡ya que ella es también una paladina! ¡chúpate esa!
Todo el cine con los ojos como platos, sin dar crédito a tamaña estupidez, cuando...¡tachán! se acaba la película, por fin.
Por si no ha quedado bastante claro: Doug Liman está desde ahora mismo en el primer lugar de la lista negra y, por mucho que me digan, no va a salir de ella; intento no tropezar tres veces en la misma piedra, que quieren que les diga.
Cabe entender que, como premio a su colaboración en las comercialmente exitosas películas que han conformado la trilogía del agente Bourne, las mentes iluminadas de la industria hollywoodiense, reunidas en una cena en la que los comensales fueron, entre otros, Steven Soderbergh, Sidney Pollack, y Anthony Minghella, siendo el anfitrión George Clooney, a la hora del bourbon decidieron dar una oportunidad a Tony Gilroy, hasta el momento guionista, para que se iniciara en el nada importante mundo de la dirección de películas.
O quizás es que el amigo Tony tenía bajo el brazo otro guión y puso como condición sine qua non dirigirlo personalmente.
Tanto da.
El caso es que en una nueva muestra de juan palomo, yo me lo guiso yo me lo como, el ínclito Gilroy, con el apoyo de los mencionados, se lanzó a la piscina mediática por excelencia y nos regala con su primera película, titulada Michael Clayton, presentada el año pasado, cuyo trailer podemos ver aquí en versión original, para que todos puedan apreciar esos retazos de gloria que, al parecer de los miembros de la clasista academia hollywoodiense por antonomasia, la han hecho merecedora de una serie de siete nominaciones a los cada vez más devaluados y chiripitifláuticos premios Oscar.
Iniciar una historia que se pretende alambicada con unas imágenes que, cronológicamente pertenecen al final de la historia, es lo que, desde que escuchamos absortos una palabra, "rosebud" , conocemos como "flashback".
Claro que, en ocasiones, la palabra "rosebud" no es la que nosotros pensamos, como ocurre aquí
Y lo mismo ocurre con el uso del llamado "flashback": en ocasiones, en vez de ayudarnos en la intriga, en vez de erigirse en un señuelo para nuestra atención, consigue restar dinamismo y "suspense" a buena parte de la trama cuyo desarrollo se inicia ante nuestros ojos.
Vemos a un personaje, que luego sabremos es quien da título a la película, Michael Clayton, interpretado por el pagano (o sea, el que paga), digo, actor-estrella-principal, George Clooney, después de jugarse los cuartos -y perder- en una timba ilegal, recibir una llamada y acudir a casa de un ricachón que ha atropellado con su lujoso Jaguar a un peatón; sin acabar de esclarecer qué caramba pasa, Clyton se dispone a conducir su Mercedes Benz por una solitaria carretera; se para, sale del coche, y, remontando una colina, se acerca a tres caballos que están tan tranquilos mirándole mientras el personaje parece inmerso en un sufrimiento interior leve, más bien un mar de dudas. Entonces el Mercedes Benz hace ¡poum! y Clayton se queda pasmado.
Y aparece un sobretitulado: "Cuatro días antes"..........
Clayton es un licenciado en derecho que trabaja en un importantísimo bufete de abogados que defiende importantes clientes y se halla en tratos de asociarse con empresa similar de la City londinense; pero no ejerce como Abogado; tampoco es un investigador; según sus palabras, es un "arreglador". El bufete se halla en plena negociación de un litigio multimillonario y el Abogado que dirige la defensa, de repente, parece volverse majareta, pues se despelota en la sala de reuniones y luego se larga corriendo, cual streaker, por las nevadas calles. Un follón, vaya. Y Clayton es quien tiene que "arreglarlo".
En el camino, el Abogado, Arthur Edens (Tom Wilkinson), es asesinado por unos profesionales. Clayton, que le estimaba, decididirá averiguar qué está pasando en la relaciones del bufete dirigido por Marty Bach (Sidney Pollack, -ya que produzco, también quiero salir), quien lidia con la inestable emocionalmente Karen Crowder (Tilda Swinton), Directora Consejera de la multinacional, que parece tiene algo que ocultar.
La trama, con ser compleja, poco tiene de original; más bien un parecido con La Tapadera (The Firm, 1993), mucho mejor escrita, basada en una novela de éxito de John Grisham y dirigida, mira qué casualidad, por Sidney Pollack en el inicio de su declive como director.
No relataré más detalles de la película porque todavía está en cartelera y lo va a estar por lo menos hasta la maxi-noche-de-los-Oscar y puede que un poco más, aunque sinceramente albergo dudas que el próximo dia 24, con estos compañeros, pueda salir bien parada de la mercantilista competencia; aunque con los Oscar nunca se sabe, claro.
La película es una más del montón, sin nada relevante; entretenida, sin más; ni el guión, dedicado a enaltecer el personaje de Michael Clayton al figurar en casi todas las escenas, pero hurtándole, por falta de capacidad del guionista y director, una emoción que nos lo haga sentir próximo, ni la planificación, ni el desarrollo cinematográfico (hablar de caligrafía cinematográfica sería entrar en vericuetos harto áridos, por lo inalcanzables), otorgan la fuerza necesaria para que el ánimo del espectador se identifique ni con el personaje protagonista ni con aquellos que sufren las consecuencias de malévolas prácticas que, en busca de riqueza, menosprecian los más elementales derechos.
Gilroy es un guionista de cintas de acción entretenidas, no cabe duda, vista la saga de Bourne; pero ni como guionista tiene el don (por lo oído, hasta ahora) de escribir un personaje merecedor por su interpretación siquiera de una injustificable nominación al Oscar para el mejor intérprete masculino (y si lo consigue será el acabose, estando por ahí los que están) para el visible promotor de la cinta, George Clooney, muy lejos de los matices de Syriana y de Buenas Noches y Buena Suerte; y como director, francamente, está todavía muy verde para optar a otro reconocimiento que el de mero artesano al servicio de ideas propias, presentadas con una falta de pulsión que contagie el supuesto entusiasmo con que los partícipes de la cena (quizás metafórica, quizás real) a que aludía al inicio de este comentario, decidieron unánimemente producir e interpretar un pasable entretenimiento que apenas flota en las procelosas aguas de una indefinición cinematográfica demasiado común en las pantallas de cine.
Si hay justicia, de las siete nominaciones, no pilla ni una.
No hace mucho, dando vueltas por internet, me encontré de casualidad con una nota que decía: "Cuando Dustin Hoffman se hallaba en el estudio preparándose para actuar en Marathon Man, se acercó a Laurence Olivier, que protagonizaba al villano, para pedirle consejo acerca de cómo interpretar mejor su papel; Olivier, (que de simpático debía tener poco) le dijo: es muy fácil: simplemente, lo interpretas (simple, play it)
Uno, que es amante del teatro, especie desaparecida en mis alrededores, sustituida por clones mediáticos, se ve abocado al cine (además de una inveterada cinefilia, todo hay que decirlo) en búsqueda, a menudo infructuosa, de buenas interpretaciones, ya que en el teatro no las halla.
Craso error: últimamente, escasean trabajos actorales que satisfagan la avidez personal. Tal parece que, superada la moda del "método" (que no era precisamente Stanislavsky, sino más bien del Actors Studio), los actores y actrices hoy están más por los resultados de la taquilla que por la satisfacción de un trabajo bien llevado a cabo.
Viene todo esto a cuento como reflexión personal, subjetiva y criticable, como es lógico, originada por unos comentarios cibernéticos coincidentes con el hallazgo de unos videos que me permito enlazar, confiando que cuando el amable lector pretenda verlos todavía estén en funcionamiento (que youtube a veces juega malas pasadas), ofreciéndolos más que como testimonios, como hechos verídicos, irrefutables pero apreciables según la sensibilidad de cada quien.
En el primero, hallazgo raro, vemos a Orson Welles meditar en voz alta acerca de lo que para él era el arte de la interpretación: es magnífica, para este comentarista, la frase que viene a decir: la interpretación es como la escultura; el actor debe despojarse de todo sentimiento ajeno al del personaje que va a interpretar, para encontrar la verdad del mismo.
Veamos el video:
Lección para actores, de Orson Welles
Y pasemos de la teoría a la práctica: Orson, de forma espontánea, sin la acostumbrada preparación del actor metido en un personaje, con las frases previas para "calentar", así, como quien no quiere la cosa, se pone a recitar el famoso monólogo del personaje de Shylock de El Mercader de Venecia, del enorme Shakespeare:
Orson interpreta a Shylock:
Me declaro total y absolutamente admirador de Orson Welles ya de antemano; pero si así no lo hubiera sido, después de ver este video, con esa expresión, ese dominio del matiz, ese sentimiento que hace aflorar, al extremo de verter lágrimas de rabia contenida, me hace pensar que fue una verdadera lástima que Orson Welles no dispusiera de dos vidas: una para dirigir, y otra para dedicarse única y exclusivamene a deleitarnos como excepcional intérprete.
Y para terminar, veamos una muestra de actor mediático y cada vez más mediocre, que no trabaja ni se esfuerza en ofrecernos una parte de lo que se supone es capaz, a menos que haya perdido facultades desde sus excelentes composiciones de hace treinta años ya:
Al Pacino berrea Shylock:
Si nos fijamos, más que declamar, grita; sin variación en el tono; el usual "truco" teatral por parte del dramaturgo de reiterar palabras idénticas en un mismo recitativo, truco que bien usado enaltece al oyente (a modo de ejemplo inteligente, el archiconocido "speach" de Martin Luther King "I have a Dream"), es vulgarizado, menoscabado y menospreciado por un Al Pacino totalmente descontrolado y fuera de sentimiento comunicable.
Nada menos que en 42 películas había intervenido Alan Ladd, cuando, a los 29 años, obtuvo un papel que le lanzaría al estrellato: no deja de ser curioso, atendido su historial, que aparezca, en 1942, en los títulos de crédito iniciales de una película como "presentando a Alan Ladd", al hacerse cargo de un papel que, a priori, tiene carácter de secundario, pero que, en la realidad, es protagonista.
En 1942, tiempo de guerra, la Paramount Pictures decidió rodar una película que mezcla sabiamente el género negro con tintes de espionaje, basada en un relato del siempre solvente Graham Greene, autor cinematográfico donde los haya, que escribió una novela titulada "A Gun for Sale", para el caso muy bien guionizada por Albert Maltz y W.R. Burnett, "obreros de la casa" como también lo era el reivindicable director Frank Tuttle, de la casta de los pioneros del cine, buen artesano que, con la película titulada en España como El Cuervo (This Gun for Hire, 1942), alcanza un lugar entre los destacados del cine negro. Película desconocida para este comentarista hasta ayer mismo, adquirida como "anexo" al típico conjunto doble de dvd en un quiosco ("acompañaba" a la buscada Dublineses de John Huston), ha sido una agradable sorpresa que motiva estas líneas.
La trama nos presenta a un hombre, Philip Raven (cuya traducción, Cuervo, otorga veracidad a la adaptación titular en castellano, aparte de contener indicación relativa a su siniestra vida), que, en una presentación clásica, vemos como amante de los gatos, cuyo aprecio supera al respeto a los humanos, pues es capaz de maltratar a una mujer que aparta a un minino de la leche que él le ha preparado para desayunarse.
Hemos visto como lee una nota cogida a un sobre con una dirección de San Francisco, indicando "estará solo en casa de 12 a 14 horas", cuyos papeles mete en una cartera de mano junto con una pistola; diligentemente, le vemos entrar en un edificio, donde asesinará con sangre fría al destinatario del sobre y a su compañera, a la que le dice: "me dijeron que estaría solo; lo siento", antes de pegarle un tiro. Un frío asesino que deja con vida a una testigo, una niña semiparalítica que le ve llegar y partir.
En apenas cinco minutos, con clásica economía de medios, Tuttle, sin algarabías, mediante un buen montaje de Archie Marshek y una correctísima fotografía en blanco y negro de John F. Seitz, ha plantado en pantalla la imagen del asesino solitario cuya figura luego veremos en muchas otras películas.
Raven, asesino a sueldo, se encuentra con Willard Gates (Laird Cregar), quien, además de darse a conocer en su siniestro trato con un nombre falso, le abona los servicios prestados con un buen montón de billetes "marcados", ya que el mismo Gates ha proporcionado a las autoridades la lista de la numeración como supuesto atraco a la empresa para la cual trabaja, con la intención que la policía atrape y elimine a Raven, ignorante de tal realidad.
Gates, hombre orondo, amante de los caramelos de menta, bon vivant, se distrae produciendo espectáculos en un cabaret de Los Angeles, y se dispone a contratar a una nueva artista, Ellen Graham (Veronica Lake), que mezcla números de magia mientras canta (la voz que escuchamos pertenece a Martha Mears); lo que no sabe Gates es que Ellen ha sido introducida en su entorno a instancias del Senador Burnett (Roger Imhof), que sospecha de manejos nada patrióticos de Gates y la empresa que representa, propiedad del paralítico y despiadado anciano Albert Baker (Frank Ferguson) y que, además, es novia del detective Michael Crane (Robert Preston), a quien ha denunciado a Raven, apremiándolo para que lo capture "vivo o muerto".
El guión, perfecto, con precisión cronométrica, usa el azar de las coincidencias para forzar que Raven, casualmente, trabe conocimiento con Ellen en el tren en el que ambos viajan de San Francisco a Los Angeles, el mismo en el que se desplaza Gates, quien, al verlos juntos, imagina que se conocen, cuando no es así. Sólo nosotros, como espectadores, estaremos al tanto de la actividad como agente de contraespionaje de Ellen, quien ni siquiera le confía su misión a su novio policía.
Frank Tuttle demuestra oficio sobresaliente para llevar adelante la historia, sin concesiones, con un muy buen ritmo, aprovechando al máximo los 80 minutos de metraje, la clásica duración de sesión doble, permitiendo que un supuesto "novato" como Alan Ladd se luzca en la composición de un turbio personaje con antecedentes de maltrato infantil a cuestas, provisto a un tiempo de una terquedad en el empeño de acabar la tarea autoimpuesta de vengarse de quien le ha traicionado y vendido y manteniendo hasta el fin la palabra dada a su forzada compañera de fatigas Ellen, una Verónica Lake con la que se le emparejó en sucesivas películas, atendido el éxito que esta primera ocasión suscitó en el público de la época, éxito comprensible, pues los personajes, sin poseer una profundidad que llevaría en volandas a esta obra "menor" a ser considerada "maestra", están muy bien dibujados y sus motivaciones perfectamente delimitadas, lo que confiere a la trama una veracidad que interesa y obtiene la complicidad del espectador, pendiente en todo momento de lo que ocurre en la pantalla, donde la acción transcurre sin descanso y sin tiempos muertos.
Altamente recomendable, pues, la búsqueda y adquisición del paquete que este afortunado comentarista se encontró ayer de casualidad en su habitual quiosco de prensa.
Mi abuela Dolors, que falleció hace ya muchos años, a la avanzada edad de 81 años, longeva en comparación con su generación, pues nació en 1890, me dejó en herencia genética una querencia especial por el buen café y recuerdo como siempre me decía que, una de las cosas que hechó de menos durante la guerra civil que asoló España en el siglo pasado, así como en su inmediata posguerra, era el buen café que, en dos tomas diarias, solía degustar: tuvo que reemplazarlo por un sucedáneo, ahora apenas conocido, la achicoria.
El director Michael Radford, que, en opinión de este comentarista malogró la adaptación cinematográfica de una obra de teatro inmensa como es El Mercader de Venecia, demostrando carecer de la inspiración necesaria para adaptar ni siquiera fielmente (es decir, no al estilo "kennethiano") un buen drama shakesperiano, así como no disponer de la autoridad y dotes necesarias para dirigir a un Shylock histriónico y patético representado por Al Pacino en plan divo, no contento, digo, con semejante afrenta, se fue a tomar una taza que a buen seguro no era de café, sino de achicoria, con el fatuo Edward Anderson, que había escrito un texto, titulado Flawless (que según mi diccionario quiere decir "perfecto"), poseedor de unas ínfulas desproporcionadas ya desde su mismo título, con la intención de configurar una película del género "robo perfecto", producida el año pasado de 2007 y que se estrenó en nuestras pantallas con el título Un Plan Brillante (Flawless, 2007), cuyo trailer, en castellano, se puede ver aquí por suerte, sin perjuicio al desarrollo de la trama, que, por caridad, diré que contiene algo de "suspense"
Ya de entrada tenemos la advertencia sonora que la cosa va a ir a menos, pues, con el arranque de la celebérrima composición Take Five, que popularizó a primeros de los 60 del siglo pasado el músico de jazz Dave Brubeck, se nos hurta, inexplicablemente, parte de la música, quedándonos a medias; y a medias nos quedaremos, finalizada que sea la película, con la sensación de haber entrevisto una película de género sin mayor pretensión que entretener, pero que adolece de fallos garrafales de guión que, encendidas las luces, brillan más que los diamantes objeto de la codicia de los dos protagonistas de la cinta, un auxiliar de limpieza representado por Michael Caine y una ejecutiva de alto rango que tiene las facciones de Demi Moore.
El posible interés de disfrutar un duelo interpretativo, pues, también se nos ha hurtado, ya que el gran Michael Caine, sin apenas despeinarse y sin el más mínimo esfuerzo, saturnal y pantagruélicamente se merienda a la sobrevalorada Demi Moore en cada una de las muchas escenas donde ambos aparecen.
El guión alberga en su seno una serie de cuestiones totalmente ilógicas, que desmerecen lo que hubiera podido ser un entretenimiento básico, y que se comportan como un tifón en la estructura de la trama, que, tratándose de un género ya conocido, debe sujetarse a reglas no por archisabidas menos imprescindibles; los diálogos, como no podía ser menos, carecen de gancho e interés; los personajes son insulsos y no despiertan simpatía ni afectividad alguna en el espectador.
No entraré en detalles por no desvelar cuestiones que malogren el posible interés de algún lector en ver esta película, a pesar de mi recomendación de esperar a su pase televisivo por la ventaja inherente al uso del mando a distancia que ello comporta.
En definitiva: en vez de una buena taza de café, un vasito de achicoria es lo que nos han ofrecido Michael Radford y Edward Anderson.
Tenía la intención de revisar y publicar un comentario de la película 55 días en Pekin, pero me ha entrado una pereza terrible; y trasteando en youtube, he visto, mira tú por donde, unos vídeos que, a día de hoy, no puedo resistir colocarlos a la vista:
Total, son 5, que, multiplicados por 11, ambos números primos, dan 55, como los días en Pekín; o sea, que da igual.. ¿o no?
La anorexia nerviosa es una enfermedad terrible, mortal en muchas ocasiones.
Hace veinticinco años era una enfermedad casi desconocida a nivel popular, pero ya causó el fallecimiento de una artista que gozaba del favor de las audiencias: Karen Carpenter, que, actuando con su hermano Richard, formó el conjunto The Carpenters, cuyas canciones obtuvieron enorme éxito a principios de los setenta del siglo pasado.
Karen era una hermosa mujer que se sentía más que cantante, baterista; siempre sorprendió, a propios y a extraños, comprobar la destreza como baterista de Karen, dominando uno de los instrumentos más difíciles (hay que coordinar manos y pies por separado y al unísono) al tiempo que cantaba con una voz melódica, dulce y clara, sus grandes éxitos, referente que ha sido para artistas que luego surgieron.
Podemos disfrutar, todavía, de sus interpretaciones de canciones que han devenido en clásicos del pop más dulce, como por ejemplo:
Háganse un favor: pulsen la flechita para ponerse en situación.
Obertura
Si lo que oyen no les interesa, pueden prescindir del texto que sigue: no pierdan el tiempo.
Wolfgang Amadeus Mozart fue, sigue siendo, un genio musical por excelencia: aún apreciado en su tiempo, acabó en la más rotunda de las miserias. Sólo con una milésima parte de los beneficios que produce su música ahora, ya hubiera sido el más rico de su época.
Su última ópera, La Flauta Mágica, ha alcanzado categoría de mítica tanto por la superlativa composición musical como por lo alambicado de su libreto, obra de Emanuel Schikaneder, interpretado en clave simbolista que le ha proporcionado un sinfín de lecturas paralelas, lo que, por una parte, ha causado el interés de las llamadas "élites culturales" y por otra, ha causado perplejidad en el espectador "normal".
El millonario británico Peter Moore, amante de la ópera como espectáculo total, decidió un buen día que ya era hora de hacer algo para popularizar la Flauta Mágica; a tal fin, y a través de su fundación, puso sus dineros al servicio de la idea, en un mecenazgo que el tiempo le agradecerá, y confió el proyecto a las manos de Kenneth Branagh, quien se confabuló con su amigo Stephen Fry para acomodar el libreto original a sus particulares ideas sobra la magna obra de Mozart, recreando tanto la situación como el texto, tarea ardua, ya que, evidentemente, la música es intocable.
Así nació una película que, probablemente, alcanzará su reconocimiento dentro de unos años: La Flauta Mágica (The Magic Flute, 2006) En base a la excelsa partitura mozartiana, Branagh y Fry construyeron una historia, relatada en inglés (el libreto original, claro, es en alemán ¡oh sacrilegio para puristas!) que, forzosamente, pierde carácter comercial al ser distribuida, lógicamente, en versión original subtitulada.
Esta circunstancia no deja de tener su importancia, ya que si por un lado la recreación del nuevo libreto se hace en inglés, con el objetivo declarado de popularizar la ópera en el ambiente anglo-sajón, se reduce sensiblemente su campo de acción, ya que, sobre la dificultad del idioma, se añade la autoexclusión de quienes no gusten del formato musical de la ópera en sí misma, sean o no angloparlantes; con lo cual, la primigenia intención de popularizar la ópera, motivo del mecenazgo de Mr. Moore, se presenta difícil; aunque seguramente, nadie pensó que el camino iba a ser llano.
Este nuevo libreto, que guarda en su base la idea que el amor logrará vencer las adversidades y conseguirá el bienestar de todos, debió representar un quebradero de cabeza múltiple tanto para Fry, que se trabajó el texto, como para Branagh, que quería una interpretación nueva, menos críptica, de la esencia musical. Construir un diálogo que case con la fraseología musical ya establecida no es cuestión baladí; el nuevo libretista Fry lo consigue, aunando la belleza de un texto propio del Siglo XVIII con la partitura y contando una historia algo diferente, de acuerdo con la visión de Branagh, muy en la línea de su afamada recreación del Hamlet, una década antes.
Branagh hace una adaptación libérrima del libreto original, trasladando la acción a una época cercana pero ya vieja: la guerra de trincheras, que llegó a su extrema crueldad en la pasada Primera Guerra Mundial, a primeros del pasado Siglo XX.
Con un diseño de producción obra de Tim Harvey, habitual colaborador de Branagh, y un diseño de vestuario de Christopher Oram, la acción se desarrolla pues en un tiempo más cercano pero sin identificación que limite su carácter de fábula intemporal. Tan sólo una particular querencia del director por esa época del pasado Siglo XX parece sustentar la adopción de tal época, ya que, del desarrollo de la acción, ningún dato identificador la sujeta a época alguna, manteniéndose en un estado puramente alegórico, pleno de fantasía.
El tratamiento otorgado por Kenneth en esa recreación del universo mozartiano, a ojos de este comentarista, es magnífico y nada casual; en la idea sostenida que todo lo que vemos en pantalla ha sido muy meticulosamente estudiado y preparado y nada pertenece al azar o a la mera improvisación, ya desde la primera secuencia, de seis minutos y medio, con la base de la obertura de La Flauta Mágica, Branagh nos manifiesta su amor por la ópera: la introducción, con un travelling lateral inmenso, infinito, con unos movimientos de cámara increíbles, probablemente con multitud de trucos digitales, es asombrosa.
Desde un inicio Branagh nos indica la fábula inverosímil que vamos a disfrutar, con una expresión cinematográfica ajustada al inexistente ritmo cinematográfico de la ópera: los múltiples efectos especiales que serán usados en toda la filmación están al servicio de ese carácter fantástico de la historia, que presenta la confrontación entre las fuerzas de la noche y las del día, una batalla que deberá terminar en la explosión amorosa de dos de los protagonistas.
Con gran acierto, los intérpretes principales son cantantes de ópera, que, con la atenta dirección de Kenneth, logran transmitir sus pasiones, sus miedos, sus voluntades, al tiempo que nos deleitan con sus voces.
Al haber arrancado la historia en un momento bélico dado, en el que el héroe Tamino es salvado de una segura muerte por Las Tres Damas y transportado por éstas a otra guerra, otra batalla, otro mundo, el simbolismo reina en el escenario y el comportamiento de los personajes se libera del tratamiento lógico, permitiendo al director entroncar con el libreto original, repleto de personajes extraños: de ese modo, el uso de efectos especiales en la fabulosa aria
de la Reina de la Noche, reafirma el poderío del personaje.
No es pues, esta revisión de La Flauta Mágica una película que se dedique sólo a filmar la ópera; desde el punto de vista cinematográfico, ciertamente, la sujeción férrea a la partitura es un lastre; pero la inventiva y el ingenio aplicados generosamente por Kennneth Branagh, en una demostración profunda de conocimiento de las más modernas técnicas digitales, sometidas inteligentemente al fin buscado, consiguen una recreación muy fiel al espíritu de la obra de Mozart, rebajando el lenguaje críptico del libreto original y haciéndonos más cercana la maravillosa partitura musical, muy bien interpretada.
La técnica cinematográfica empleada por Branagh, barroca, exhuberante, por momentos onírica, siempre impresionante (admirable, por ejemplo, cómo los labiales coinciden incluso en escenas "a cámara lenta" {en realidad, a cámara rápida}, y el uso de primerísimos primeros planos en el aria de La Reina de la Noche, que parece proferir maquinaria de guerra), se aleja de forma continuada del estaticismo que es inherente a la ópera más añeja, sin caer en lo más fácil que sería un remedo de video clip clásico-musical, dando muestra de un saber hacer sólo al alcance de algunos elegidos.
En definitiva, esta recreación mozartiana, en opinión de este comentarista, permanecerá incólume al paso del tiempo, que la pondrá en su lugar, como claro exponente del amor por la ópera como género único, sin la limitación de un clasicismo mal entendido, siempre respetando la obra original, excelsa, magnífica, del gran Mozart.
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