Izquierda y derecha, las del espectador.
Esta sencilla indicación, archiconocida por los lectores de obras de teatro, suele encabezar los prolegómenos de cualquier pieza teatral; son unas pocas líneas destinadas a componer la escenografía e incluso contienen breves descripciones de los personajes: su edad, su profesión o dedicación principal, su apariencia; usualmente se describen conceptos generales, meras indicaciones que luego el espectador de la función teatral jamás conocerá salvo que pertenezca al escaso porcentaje de aficionados a leer teatro.
Cuando Eugene O'Neill empezó a escribir a finales de 1939 lo que acabaría siendo un clásico del teatro estadounidense a partir de su publicación, en 1946, quizás no lo hizo con el preámbulo: pero cuando decidió facilitar información fundamental para vestir su obra de teatro evidentemente dió por sentado que los lados, como siempre, serían los del espectador y no hacía falta declararlo.
Desde luego no se trata de un olvido y mucho menos de una brevedad mal entendida porque de todas las obras de teatro que este comentarista que suscribe ha leído hasta el momento nunca se ha encontrado con un cuidado y meticulosidad semejantes al exhibido por Eugene O'Neill en el prolegómeno de su pieza The Iceman Cometh. Y que además repite, incansable, en cada uno de los cuatro actos de su drama y también en alguna que otra acotación intercalada en el texto dramático. Conforme iba leyendo me sorprendía una y otra vez la voz del autor situando mobiliario, luces, cortinas, enseres, en unas descripciones pictóricas, detallistas, imaginativas, al punto de sugerir procedencias de lugares ignotos, que nunca aparecerán en la representación, como cuando señala unos "viejos manteles prestados por un cercano restaurante barato" (prolegómeno Acto II).
Esa labor evidentemente no concierne en modo alguno al espectador último de la pieza: la escribe Eugene O'Neill para que el escenógrafo, el director y los intérpretes tengan un agarradero, una orientación clara que identifique la escena, el escenario y los personajes: yo creía por momentos que había perdido la costumbre de leer teatro -de hecho es la primera de O'Neill que leo- hasta que leyendo en último lugar el análisis escrito por la traductora y editora Ana Antón-Pacheco para Ediciones Cátedra [2ª edición, 2017] (recomendable posponer el análisis, presentado en primer lugar, hasta leer la pieza principal: contiene chivatazos ineludibles y obviamente el lector que no conozca el drama se perderá fácilmente: es un error de la edición, en mi opinión: mejor el análisis detrás de la obra: más lógico y conveniente y en definitiva, el número de interesados en leer el análisis sin duda aumentará finalizado el drama) constato que ella también, remarca como extraordinaria esa parte literaria creada por el autor, bien diferenciada de la principal pero no por ello carente de interés más allá del descriptivo.
No puedo ni me corresponde glosar la figura de Eugene O'Neill, máxime cuando en la red hay datos suficientes pero por no ser tachado de vago y para situarlo brevemente, apuntaré que, aparte de ser un mal suegro para Charles Chaplin, cultivó amistades un poco revolucionarias de principios del siglo pasado cercanas a las teorías anarquistas, comunistas y socialistas, sin que O'Neill terminara por definirse claramente en ninguna de sus obras teatrales lo que convierte sus dramas en clásicos imperecederos al fijar la atención en los individuos que viven en sus historias, dotadas, eso sí, de un fortísimo contenido social.
En Aquí está el vendedor de hielo la preocupación de O'Neill por cuidar la estética de la dramaturgia consigue un texto muy rico, poliédrico, lleno de matices y significados: a cada uno de los personajes le asigna una historia propia -que se nos ha indicado en el prolegómeno- que de alguna forma condiciona la expresión verbal en un amplísimo abanico que va desde el habla propia de un extranjero que no sabe conjugar los verbos a la dialéctica propia de un licenciado en derecho de Harvard pasando por formas dialectales propias de los negros y de los inmigrantes italo-americanos y de las mujeres que se han visto abocadas a la prostitución en el verano de 1912 que es donde O'Neill sitúa la acción, cuando anarquistas, rojos y semejantes eran perseguidos pero bastante antes que fuesen furiosamente condenados en la caza de brujas coetánea con el estreno del drama que nos relata las relaciones de una docena de personas que están casi escondidas más que alojadas en un antro mezcla de pensión barata, bar de copas y casa de (malas) comidas, toda una fauna humana a cual más peculiar.
El texto de O'Neill explayado en cuatro actos transcurre en la planta baja de un viejo y andrajoso edificio propiedad de Harry Hope, desconcertante tipo que hace veinte años no sale a la calle y se lamenta que sus dos camareros le sisan y son unos chulos de putas, que son en realidad los únicos inquilinos de la pensión que pagan su alojamiento, porque el resto, todos ellos viejos conocidos por una causa u otra, hace mucho no pagan el alquiler y además el poco dinero que consiguen se lo beben trasegando el güisqui de garrafón hijo de padre desconocido que Hope sirve en sucias botellas: todos se conocen de años, salvo un joven recién llegado, Don Parritt, llegado de la Costa Oeste para hablar con uno de los huéspedes, Larry Slade, antiguo activista, a quien presume pueda ser su padre.
Todos ellos, huéspedes, camareros, dueño e incluso el negro encargado de la limpieza, Joe Mott, que se comporta como si fuese blanco, están a la espera de un tal Theodore Hickman, apodado Hickey, porque al día siguiente es el cumpleaños de Harry Hope y cada año aparece Hickey con su dinero para pagar el güisqui necesario a fin que todos agarren una descomunal curda.
Y Hickey llegará y nada será igual. El viajante, el vendedor de lavadoras, de lo que sea, llegará y les hará una propuesta que pondrá patas arriba su sistema de vida, atado a una claustrofobia enfermiza, malsana, con la muerte rondando en algunas mentes, expectantes de una solución que no aparece.
O'Neill desnuda el artificio de la sociedad rebatiendo con la presentación de estos individuos la idea del triunfo al alcance de la mano; la colección de dipsómanos que llena la escena no tiene otro futuro que llevarse al gaznate el amargo licor para permitirse entre sueños llenos de efluvios espirituosos jurarse a sí mismos que mañana tomarán una decisión y saldrán adelante. Todos menos Larry, que se auto-compadece a sí mismo mientras muestra compasión y cierta comprensión para sus vecinos de mesa, deseando en el fondo que le llegue el último suspiro y le otorgue el descanso final. No hay atisbo de esperanza para ninguno de ellos en el inicio y tan sólo la intervención de Hickey modificará su forma de afrontar la vida, ya en el tercer acto.
De cómo transcurre todo y de cómo acaba, dejaremos que cada quien lo descubra por sí mismo: baste para animar la lectura saber que O'Neill toca todos los palos: desde la problemática social a los desengaños sentimentales, desde los derechos raciales al maltrato y desprecio injustificado a las mujeres, destilando el conjunto una notabilísima crítica a la sociedad estadounidense de mediados el siglo pasado, perfectamente extrapolable al momento actual.
La obra es densa y compleja, fuerte como un tornillo que va aplastando, giro a giro, el ánimo del lector, insistiendo, machacando, exprimiendo, el mismo giro, una vuelta más y otra, ofreciendo unos monólogos intensos, fulgurantes, puntuados por frases, casi alaridos alocados no desprovistos de razón, en un conjunto que para cualquier intérprete representa un verdadero bombón, una oportunidad de lucimiento ante un público que será exigente porque de otro modo no se sentará en una platea para paladear semejante drama por casi cuatro horas: del mismo modo que se advierte ser una pieza suculenta para cualquier profesional del teatro, se advierte que precisa de un público preparado para semejante festín.
Desde su estreno en octubre de 1946, la obra se ha representado cuatro veces en Broadway; baste decir que en 1973 la repuso James Earl Jones, que en 1985 la representó Jason Robards, que en 1999 fue Kevin Spacey quien interpretó a Hickey y que el papel lo debe estar ya ensayando Denzel Washington, pues la va a reponer en Abril de 2018, empezando los pre estrenos el 22 de Marzo, así que si algún afortunado piensa ir en primavera a New York, ya puede ir pidiendo entradas, suponiendo que sea muy, pero que muy, capaz de entender el inglés americano.
La obra, como clásico del teatro estadounidense, ha aparecido en alguna ocasión en la televisión: en 1960 Sidney Lumet dirigió una versión encabezada por Jason Robards como Hickey contando con Robert Redford como Don Parritt: para quien no precise subtítulos, es fácil adquirir el dvd de la edición británica de la ocasión, por demás memorable, según he podido leer.
La última ocasión que se llevó a imágenes grabadas el drama fue en 1973 (las razones por las que ha transcurrido tanto tiempo nos llevarían a una conversación que sin mesa por en medio resultaría triste) y el encargado de dirigirla, por encargo del American Film Theatre, fue John Frankenheimer, apoyándose en un guión escrito por Thomas Curtiss que denota cierta censura en el lenguaje pues los tacos existentes en mi libro no aparecen en parte alguna y además ha podado un poco el texto, al punto de eliminar un personaje secundario, también, seguramente, en aras de conseguir reducir un poco la duración de la representación, que aún así se sitúa en las tres horas.
La versión, titulada como el original The Iceman Cometh la podemos ver traducida como El repartidor de hielo y está encabezada por Lee Marvin como Hyckey, pero cuenta con dos notables actores, Fredric March y Robert Ryan, precisamente erigiéndose en la última película rodada por ambos, trágica coincidencia que la empareja con otra pieza escrita por un dramaturgo, que ya vimos hace un tiempo aquí.
Ciertamente, ver la versión de Frankenheimer después de leer el texto original causa dos sensaciones: una de extrañeza porque los tipos no coinciden ni físicamente ni por edad con los que O'Neill se ha esforzado en describirnos en sus célebres prolegómenos y otra de admiración porque en lo fundamental el texto está salvado sin miedo ni pánico escénico cinematográfico, sin rehuir los densos y extensos parlamentos que requerirán dos conceptos a cumplimentar:
De una parte Frankenheimer demuestra haber estudiado muy bien la descripción minuciosa de O'Neill pues recrea el ambiente como se parió consiguiendo una atmósfera cerrada en la que únicamente faltaría el humo de unos cigarros que O'Neill tampoco sitúa, extrañamente, mientras la cámara se mueve con soltura usando los cambios de eje muy fluídos para alimentar el ritmo pausado, firme y agobiante de la acción que no rechaza en absoluto su origen teatral, pero aprovechando todos los recursos cinematográficos para puntuar y enaltecer los sentimientos soterrados en unas frases que reciben todo el espacio requerido para llegar al espectador con fuerza, manteniendo, llegado el cuarto acto, un monólogo en una sola secuencia gracias a un estudiado guión técnico en el que el travelling entre las mesas (en 1973 la steady cam era una utopía, un sueño de camarógrafo) acompaña a Hickey mientras cuenta a sus queridos amigos toda su historia.
De otra parte, la presencia de un elenco de intérpretes que quita el hipo: Lee Marvin se aprende de memoria un parlamento cercano al cuarto de hora y lo declama con naturalidad magnífica un pelín lastrada por su habitual hieratismo pero atrapa la cámara y la domina mientras ella le persigue por doquier captando todos los matices en una actuación sobresaliente sin corte alguno, un verdadero tour de force al alcance de pocos privilegiados y tiene que poner el amigo Marvin toda la carne en el asador porque ahí están, frente a él y dispuestos a todo dos verdaderos monstruos, en su último trabajo, Fredrich March y Robert Ryan, magistrales ambos, de quitarse el sombrero y rebobinar porque ya nadie sabe escuchar como lo hace Ryan frente a un joven Jeff Bridges que como Don Parritt cerca una y otra vez al viejo anarquista Larry Slade hasta conseguir de él lo que no le quiere dar.
Esta versión de Frankenheimer para la televisión, de tener algún defecto, sería más de carácter técnico que cualquier otro, porque la filmación de la época en televisión no disponía de los medios que ahora conocemos y la imagen se resiente un poco, con un color desvaído en el conjunto que se nota impuesto, no deseado, a pesar que no le va nada mal al ambiente creado por O'Neill. Frankenheimer no busca aparentar que no se trata de una obra teatral pues incluso se permiten unos letreros señalando los cuatro actos, lo que lleva a imaginar inmediatamente que son momentos idóneos para insertar pausas publicitarias, pero la extensión de los parlamentos y su densidad, que revelan automáticamente el origen escénico, en buena parte ceden y son compensados por la técnica del director que además de dirigir de forma sobresaliente a un elenco en estado de gracia (no puedo dejar de citar a Bradford Dillman como Willie Oban) sabe mover la cámara huyendo del estatismo teatral pero sin usar ángulos extravagantes ni ópticas inadecuadas, como en la época algunos ponían en práctica con claro abuso del zoom, más propio de la tele que del cine, consiguiendo Frankenheimer que la cámara se convierta en el ojo ávido del propio espectador que pudiera entrometerse con todos esos personajes que toman vida gracias a una revisión magnífica, imperdible para el cinéfilo y absolutamente imprescindible su visión en v.o.s.e. para el amante de las grandes actuaciones, aquellas que consiguen sobrecoger el alma.
De verdad de la buena. ¡Y Feliz Año Nuevo!
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Imaginemos que de repente mañana amanecemos en el año 1939 en la soleada California y más concretamente en Hollywood: hemos llegado gracias a la seductora oferta de un estudio cinematográfico: convincente más por las expectativas que por el sueldo, básico, aunque suficiente para vivir tranquilamente en una época en la que la Gran Depresión económica causada por los engaños financieros del veinte todavía persiste en los Estados Unidos de Norteamérica: en Europa están peor, están a punto de entrar en una nueva lucha fraticida, pobres contra pobres para beneficio de ricos impolutos.
Nathanael West publica la que a la postre será su última novela, The day of the locust (cuyo título se traduce demasiado simplemente como El día de la langosta), porque al año siguiente, 1940, fallecerá con apenas 37 años de edad justo el día después del fallecimiento de su amigo Francis Scott Fitzgerald, que dejó inacabada una novela, The Last Tycoon, relativa al Hollywood que ambos conocían bien. Una coincidencia más no tan sólo por la amistad y juventud de ambos autores, pues la novela de West se halla ambientada en el mismo Hollywood de la época, unos años treinta en los que la industria cinematográfica fue adquiriendo importancia económica y popularidad al punto que "ir a la costa Oeste", con lo grande que es el país, acabó por significar acercarse a esa California de celuloide que había sucedido a la meca del oro metálico de años atrás.
La prematura partida de West comporta que su novela haya adquirido con el paso del tiempo una pátina criptográfica que provoca diversas interpretaciones relativas a su significado. La mayoría de los humanos somos demasiado simples para convivir con obras producto del trabajo de un semejante -usualmente dotado de un ánimo artístico que nos supera- que ofrecen muchas claves de entendimiento, muchas respuestas a una misma pregunta, y esa amplitud, esa panoplia desplegada por el autor ante nuestros ojos requiere que, tarde o temprano, sea explicada para poder ser digerida en paz. No siempre el autor está por la tarea, porque no quiere o porque su propia obra se le escapa, pero en este caso, amigos, tan sólo caben conjeturas, elucubraciones.
Mi buen amigo Paco Machuca, gran cinéfilo y mejor literato, tuvo a bien obsequiarme con la edición cuya carátula margina estas letras y en su amable nota introductoria hace mención de la semblanza hollywoodiense pergeñada por el joven autor West, un neoyorquino trasladado a la meca del cine para ejercer como guionista con cierta eficacia por lo menos durante cuatro años antes de publicar esta novela corta, de modo que cabe suponer conocía muy bien el ambiente que describe. Sin embargo, conforme iba leyendo capítulo tras capítulo me embargaba la sensación que West simplemente se sirve de la sociedad que pulula en torno a la industria del cine precisamente porque no necesita inventar nada respecto a lugares y situaciones: las ha vivido, ha estado en esos sitios, ha visto los sucesos, ha tomado nota de ello, le constan.
Pero su intención, la fuerza de su relato, lo que a él le interesa hacernos entender, no está sólo en Hollywood: es una fabulación localista que contiene una parábola internacional.
Me faltan entre otras cosas, aparte de conocimientos ilustrados, las lecturas de por lo menos un par de obras más de Nathanael West, pero según consta precisamente el autor empleó buena parte de sus ahorros en promocionar una obra de teatro, así que en buena lógica deberíamos admitir que no le era ajena la cualidad de escribir diálogos, reforzada esa impresión por su actividad profesional como guionista de cine, aunque ya sabemos que también ha existido siempre el especialista, por lo cual el teatro vuelve a ser básico en mi teoría.
La novela de West, con ser corta, tiene muy pocos diálogos; poquísimos, para una pieza en la que hay media docena de personajes importantes, poquísimos para una obra sin un protagonista esencial, más allá que el joven Tod Hackett, alter ego del propio autor, un dibujante que abandona sus estudios nada menos que en Yale, seducido por un cazatalentos de hollywood, convertido en el centro de una serie de acontecimientos peculiares, propios de la época de miserias y grandezas, en muchos de los cuales el joven Tod será poco más que espectador.
La forma en que West escribe su texto es más descriptiva que dialogada en el sentido que, a diferencia de otros autores y desde luego de la técnica teatral, la psicología de los personajes no la conocemos por sus dichos sino por sus actos y estos nos serán relatados, en buena parte, por el trasunto del autor de la novela: así, Faye Greener, la bella aspirante a actriz que remueve los sentidos de Tod vive con un padre que usa sus artificios de genuino cómico de vodevil de barraca para vender una pócima falsa y los amigos de ella son tristes despojos de belleza masculina que ni siquiera disponen de tejado donde cobijarse, mientras los personajes de la industria viven a todo lujo y se permiten todo placer que pueda pagarse y es mucho, porque hay decenas de personas, mujeres y hombres, dispuestos a lo que sea para subsistir en la meca del cine, ese lugar cumbre de una sociedad abocada a las apariencias en la que todo lujo es poco aunque el oropel sea simplemente de cartón piedra.
Los personajes relatados por West se hallan presos de condicionantes pero no libres por ello de complejidad: sus defectos, sus anhelos, no son simplemente lo que les llevan a actuar de determinada forma: no hay una linea que podamos seguir para poder entenderlos del todo: están de alguna forma vivos y se van desarrollando de un modo que no podemos prever: el propio autor nos avisa cuando, describiendo a Tod, advierte que "a pesar de su apariencia, en realidad era un joven complicado con un juego entero de personalidades, una dentro de la otra, como las cajas chinas. Y El incendio de Los Ángeles, un cuadro que pronto pintaría, demostraba definitivamente que tenía talento."
Así que tengo la impresión que aciertan aquellos que ven en El día de la langosta mucho más que la acerada y minuciosa descripción de una sociedad nacida de la ambición en los páramos californianos donde se construyó la industria del cine: quizás porque de resultas de sus amistad con Scott Fitzgerald sabía que aquel se iba a ocupar de la parte ejecutiva, West casi que la desdeña, permitiendo su aparición a través de un par de personajes, pero centrando toda su atención en el pueblo llano, en aquellos que se desplazan hasta el lugar en busca de una vida mejor, creídos que allí van a encontrar el paraíso o por lo menos satisfacción a sus anhelos de mejoría.
El retrato que hace West de esas personas resulta desalentador y va adquiriendo tintes caóticos y grotescos, apuntados por el autor con inteligencia, indicando que el joven diseñador de escenarios Tod halla inspiración en los carteles goyescos; importante resulta asimismo el desarrollo del personaje de Homero Simpson que en realidad acaba por constituirse en el eje central, el detonante de no pocas de las impetuosas situaciones relatadas por West que lenta pero firmemente nos lleva hasta el paroxismo del apoteósico final.
Uno acaba de leer el texto: mejor sería usar el verbo devorar, desde luego, porque atrapa y advertida la brevedad, es de esas novelas que te engancha y te dices que: va, que la acabo. Y la acabas y de inmediato te preguntas: ¿El día de la langosta? ¿Qué langosta? En todos los ágapes no ha habido ninguna langosta. Y empiezas a mascar el texto y te das cuenta que lo de la langosta se refiere a la plaga de la langosta: a la multitud que acaba cómo acaba precisamente por culpa de la manipulación interesada que ha recibido, por haber creído que debe admirar lo que no son más que héroes de pacotilla, artistas de la ficción y el engaño, y de repente, recuerdas que la novela aparece en 1939 y empiezas a pensar que quizás Nathanael West también se acordaba, al escribir su novela, de lo que estaba pasando en Europa en aquellos momentos, con una población empobrecida fijando sus anhelos en promesas de nazionalistas populacheros que acabarían dándoles puntilla, una sociedad dispuesta a perder su individualidad en el amorfo movimiento de la multitud descerebrada.
La novela de Nathanael West, evidentemente, da mucho que pensar: su lectura es fácil porque el texto está muy bien escrito y es ágil y ligero, pero en el fondo, es un hueso duro de roer y da más de sí de lo esperado ab initium.
Prueba de ello es que tardó 36 años en aparecer por las pantallas de cine y desde hace 42 años a nadie se le ha ocurrido, todavía, hacer una nueva versión.
Tuvo que ser el británico John Schlesinger quien en 1975 y apoyándose en un guión escrito por Waldo Salt el que nos ofreciese la versión cinematográfica de la novela, película del mismo título The Day of the Locust que se tradujo muy correctamente al castellano: Como plaga de langosta. (Cabe señalar, por si aparecen los tiquismiquis como yo mismo, que en inglés locust se emplea para el insecto y lobster para el suculento manjar marino)
Del trabajo de esa pareja, Schlesinger y Salt, ya habíamos disfrutado unos pocos años antes en Midnight Cowboy, tal como relatamos aquí hace más de diez años y desde luego todavía recuerdo la extrañeza que me causó en su día la visión de la película basada en la novela de Nathanael West, al punto que, leída la novela, ha sido una suerte poder hallarla y paladearla con otras sensaciones, distintas, evidentemente, fruto por una parte del conocimiento previo que otorga la lectura del original y por otra, el bagaje que uno ha ido acumulando en sus alforjas a lo largo de 42 años.
Schlesinger agarra el toro por los cuernos y ejecuta un trabajo cinematográfico sobresaliente: de una parte recrea muy bien el Hollywood de la época ofreciendo una reconstrucción de los ambientes y actividades tanto profesionales como personales de todos los variados individuos creados por la pluma de West y usando la cámara como traductora perfecta de las descripciones literarias, moviéndola con elegancia sacando el mejor partido de la sabiduría del camarógrafo Conrad Hall y de otra parte continúa con la tónica empleada por el novelista: los diálogos son escasos, insustanciales psicológicamente, más que nada explicativos: una vez más, la acción domina el relato y hay que alegrarse porque en el cine la fuerza visual es fundamental y Schlesinger la tiene: a paletadas, la tiene: da un recital de caligrafía cinematográfica siguiendo a punto y seguido la novela con una sola intromisión de carácter sectario, un anticipo del inenarrable final que ni aún leído deja de sorprender.
La película tiene un generoso metraje de casi dos horas y media y no se hace pesada pero agobia: ahora, recién leída la novela iba sobre aviso; pero recuerdo su visión en el cine como una situación realmente incómoda: Schlesinger no dulcifica en absoluto el relato de West: al contrario, exacerba al máximo esa sensación que se va apoderando del espectador de un cierto pánico, una desazón desconcertante, un pesimismo creciente relativo a la condición humana, una especie de preaviso intuído de la explosión a soportar. El mensaje sigue siendo complejo y provocará interpretaciones distintas en distintos espectadores pero de lo que no hay duda es que en esta ocasión el director ha leído al novelista y ha sabido trasladar a imágenes un texto que de sencillo tan sólo tiene la apariencia del primer vistazo.
El trabajo realizado por Schlesinger y Salt es más que encomiable y hay que aplaudir a los directores de la Paramount por haberla producido en esas circunstancias: a mediados de los setenta la Paramount podía permitirse el lujo de rodar una película que a todas luces no iba a ser comercial de primera semana y aún así la rodaron con todos los medios posibles: eso es hacer cine de verdad, el que trata de aunar arte, cultura y negocio. En esta película se mantiene incólume la fuerte crítica social que hallamos en la novela, sin dulcificar ni acomodarla para ser trasegada dulcemente por el gran público.
Es en el apartado interpretativo donde yo tengo mi mayor reparo y también mayor sorpresa:
El reparo es la elección de Karen Black para representar a la bella, ligera de cascos, ilusa, resabiada e ingenua Faye Greener, una personalidad muy compleja capaz de adoptar decisiones inesperadas como solución rápida a problemas perentorios, un verdadero caramelo para cualquier actriz que en manos de la bizca oficial de hollywood me chirría, precisamente porque su defecto físico me produce un particular desconcierto, no en vano pienso que es en la mirada donde un intérprete tiene su mayor fuerza y la de ella siempre está mal. Valerie Perrine, por ejemplo, hubiese sido más adecuada, me parece. Cuestión de gustos, vaya.
La sorpresa es comprobar ahora -ni me acordaba, la verdad- que para representar al muy complejo Homero Simpson eligieron a Donald Sutherland y que éste realiza una interpretación más que sobresaliente, contenida, excepcional, un verdadero recital del canadiense que demuestra dominio de la expresión corporal y de la voz aprovechando la oportunidad de incorporar a un hombre absolutamente atípico, lleno de emociones y sentimientos comprimidos y reprimidos, una verdadera bomba que en manos de cualquier histriónico sin un director presto a corregirlo quizás le hubiese proporcionado la codiciada estatuilla dorada y hete aquí que el bueno de Donald se quedó compuesto y sin siquiera una triste mención. Cosas que pasan. A Cary tampoco le dieron nada nunca.
El resto del elenco, encabezado por William Atherton y contando con ilustres secundarios como Burgess Meredith (como Harry Greener, un bombón de papel para un veterano comediante como él) y Geraldine Page (como la jefa sectaria inventada ad hoc para la película, casi un favor de lucimiento para ella) cumple sobradamente y redondea una película que, pasados 42 años de su primera visión, sigue resultando dura y difícil de digerir al mismo tiempo que produce admiración porque el espectador atento percibe que, esta vez, el cine se concibe no tan sólo como divertimento ni entretenimiento sino, mucho más allá, como medio artístico para deslizar un mensaje, ofrecer un puñado de ideas sobre las que discurrir una vez ha caído el telón.
Imperdible para cualquier cinéfilo que se precie de serlo y más aún habiendo leído, en un plis plás, la novela original.
Dedicada esta entradilla a Paco, en gratitud por su atención.
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