François Leterrier, fallecido hace casi tres meses, el día 3 de diciembre de 2020 a los noventa y un años de edad, era en 1956 un joven veinteañero que ya había cumplido con sus deberes militares después de finalizar sus estudios de filosofía y andaba medrando entre los ambientes cinematográficos de su ciudad natal, París, con el ánimo de aprender lo suficiente para, algún día, dirigir sus propias películas.
El París de la posguerra era un hervidero cultural y en lo que al cine respecta la pasión por el nuevo arte se debatía entre admirar o tratar de superar lo que llegaba de los ya no tan lejanos Estados Unidos de Norteamérica que una apenas una década antes ayudaban a liberar la ciudad y ahora amenazaban con imponer sus usos culturales.
En estas el cineasta Robert Bresson, que por causa de la guerra -en la que estuvo preso varios años- tuvo que esperar a 1943 para iniciarse como director de largometrajes, tenía entre manos en 1956 la adaptación al cine de una novela de André Devigny que precisamente relataba los intentos de fuga de un prisionero francés en manos de los ocupantes germanos y fué el mismo Robert Bresson, experimentado guionista, quien se ocupó de realizar el guión literario y por supuesto también urdió el guión técnico de una película que resumiendo podía tener dos modalidades cinematográficas, dos vertientes creativas y Bresson, claro, se inclinó por rechazar la posibilidad de presentar una cinta de acción que representara la ocupación nazi de Francia y decidió ofrecernos un relato intimista que se erige, sesenta y cinco años después, como una verdadera lección de la expresión cinematográfica minimalista, desprovista de adornos, absolutamente desnuda de artificios.
Seguramente si François Leterrier hubiese sospechado lo que representaba la oferta de Bresson de intervenir como actor en la película Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle oú il veut (Un condenado a muerte se ha fugado) se hubiera un excusado un momento y se hubiera largado a recoger la vendimia, porque seguro que Robert Bresson no le dijo que su personaje iba a ocupar prácticamente todos los fotogramas de su largometraje de cien minutos. Tenemos la prueba en el hecho, constatable, que Leterrier no volvió a ponerse delante de la cámara hasta pasados veintidós años y prácticamente para un cameo: debió quedar agotado y satisfecha su experiencia actoral de por vida.
Probablemente Robert Bresson sentía la influencia del neorrealismo italiano en el que el genial De Sica era capaz de presentar obras maestras con actores que no eran tales, como por ejemplo Umberto D (1952) de la que ya hablamos aquí hace unos años y por otra parte la decisión de confiar un personaje como el del Teniente Fontaine a un joven absolutamente desconocido e inexperto en las lides de la interpretación (y deseoso de aprender el arte de dirigir cine) le ofrecía la oportunidad de malearlo a su conveniencia sin rechistar. Está clarísimo que Bresson sabía perfectamente lo que quería y cómo conseguirlo y esa circunstancia, tan rara como necesaria, conlleva a que el resultado sea magistral.
La sinopsis es tan sencilla como breve el guión literario escrito por Bresson: debe tener menos de treinta páginas: Corre el año 1943; Fontaine es un teniente del ejército francés que ha manejado un sabotaje a las fuerzas nazis ocupantes y lo llevan a un presidio cerca de Lyon (una placa actual nos informa que en el lugar los nazis tuvieron a 10.000 hombres presos y que 7.000 sucumbieron a torturas y fusilamientos. Fontaine sabe que tiene pendiente de dictarse una sentencia por su lucha y se imagina que será de muerte. Pero no tiene intención de rendirse y sí de fugarse.
Bresson escribe por su mano un letrero previo advirtiendo que lo que sigue es real y que no va a adornarlo en nada y ya en los primeros minutos nos percatamos que la cosa va en serio porque asistimos al traslado del preso Fontaine hacia el presidio y sin ningún diálogo, sólo con la cámara, entendemos que ése protagonista está absolutamente decidido a aprovechar la más mínima oportunidad de fugarse: sus manos hablan por él y las vemos accionar rápidamente la manija de la puerta del coche y salir pitando cuando el auto debe detenerse para dejar paso a un tranvía: le persiguen, le vuelven a meter a la fuerza en el coche, le esposan y le propinan golpes con una pistola a modo de martillo. Después, llegado al presidio, le reciben con patadas, puñetazos y palos de madera y lo arrastran por el suelo hasta dejarlo encerrado en una celda, siempre esposado. A la que puede, se hará con un alfiler y sabrá quitarse las esposas, que volverá a colocarse al escuchar que se acercan a la puerta de su celda.
Todo sin una palabra; bueno, sí, hay algún comentario pronunciado en off, una especie de recuerdo, que si atendemos bien nos hará pensar que el relato es un largo flashback, pero la fuerza de las imágenes prevalece. Porque Bresson se aplica con la cámara para contarnos la historia íntima de ese prisionero que no quiere darse por vencido; de un hombre que no se rinde, que está dispuesto a luchar y que busca incesantemente la forma de fugarse, de largarse de un lugar que intuye será su tumba si permanece el tiempo necesario. Y la cámara de Bresson se cierne sobre los detalles, sobre la parte antes que en el todo: las manos de Fontaine hablan tanto como sus ojos que expresan determinación y valor pero nunca miedo; si acaso prudencia y temor a ser descubierto en sus pequeños avances en el camino que él mismo se forja hacia la libertad.
Bresson se vale de elipsis, de los sonidos, de los movimientos intuídos, pues los escasos diálogos de Fontaine con sus compañeros de presidio son apenas murmullos guturales y la amenaza proviene de unas gentes de las que apenas atisbamos más allá que su figura, sus botas, sus armas, sus voces militares que resuenan en el silencio obligado del penal interrumpido en ocasiones por ráfagas de tiros que señalan un fusilamiento más. Pero no vemos las muertes, ni las torturas de los otros: el sonido le basta a Bresson para sobrecogernos el ánimo, porque sabe que la imaginación es poderosa y sabe, también, como excitarla. Perfectamente.
Hay en esta película también un relato que atañe a la fe interna del personaje, sus convicciones encadenadas a una esperanza que en un momento le provoca una duda entendible por la proximidad impuesta de un personaje acerca del cual deberá tomar una decisión importante, una determinación resolutoria de sus posibilidades de fuga en la que su vida y la del otro pesan en platos distintos de la misma balanza.
Bresson exprime hasta la última gota toda la esencia que puede proporcionarle el novato e inexperto Leterrier al que rueda en planos siempre muy cercanos en un blanco y negro nada expresionista usando una gama de grises no muy amplia pero diáfana y representativa de cada situación y siempre se ayuda de los sonidos, al punto que rápidamente identificamos los andares, las idas y venidas de uno de los carceleros por su conocida costumbre de repicar los barrotes de las escaleras con su manojo de llaves en un gesto pueril y significativo viniendo como viene de alguien muy capaz de apalear a un preso maniatado simplemente por una orden.
La economía de medios es absoluta y en este caso diríase que deseada, buscada afanosamente por un director que huye como de la peste del ornamento: ya nos lo avisa en su manuscrito inicial y lo cumple a rajatabla: se ciñe a lo que interesa y resulta más que austero casi frugal sin caer en una parquedad muda porque se expresa muy bien y lo entendemos sin problema pues su discurso es inteligible aunque lo pronuncie valiéndose de planos cortos, sonidos, ruidos quizás, omitiendo escenas de acción desagradable y todo para centrar la historia en un protagonista representado maravillosamente por un inexperto, lo que por otra parte nos indica que Bresson, aparte de conocer a fondo su oficio de director de cine, sabía aconsejar a sus actores, o, por lo menos, sabía muy bien qué hacer con ellos ante su cámara.
Absolutamente imperdible para cualquier cinéfilo que se precie y diría que de visión obligada para cualquiera que desee tener mínimas nociones del lenguaje cinematográfico y del uso de todos aquellos elementos del cine que no dependen exclusivamente de la cámara.
La figura de Ida Lupino vista tantos años después se nos revela compleja, interesante, rica de matices y no tan sólo como cineasta sino incluso desde lo que se puede adivinar o intuir relativo a su discurso vital más allá de lo que pueda entenderse leyendo noticias o relatos más o menos interesados: sabemos que los hechos cuentan más que las palabras y las querencias y opiniones personales de una cineasta pueden gustar o no pero sin duda de alguna forma las reflejará en su obra cinematográfica y en el caso de Lupino hay una pieza que podríamos calificar como atrevida sin temor a equivocarnos mucho si tenemos en cuenta que se estrenó en 1953 y ése dato no ha de olvidarse ni un segundo para apreciar en su justa medida el valor tanto cinematográfico como personal que muestra Ida Lupino al llevar a la pantalla grande un guión escrito por su segundo esposo, Collier Young que como en la anterior también ejerce de productor.
La película se titula The Bigamist (El bígamo, 1953) y nos presenta la historia de un hombre, Harry Graham, también conocido como Harrison Graham (incoporado con la habitual eficacia por Edmond O'Brien) que al inicio de la película tiene una entrevista con su esposa Eve Graham (Joan Fontaine) en el despacho de Mr. Jordan (Edmund Gwenn) que es un funcionario encargado de supervisar la adopción de bebés por matrimonios que lo deseen y soliciten cumpliendo los requisitos que Mr. Jordan aplica a rajatabla porque en una ocasión su laxitud causó grave perjuicio a una criatura: enseguida la cámara nos muestra la casi imperceptible intranquilidad que las palabras de Mr. Jordan causan en Harry Graham y pronto, siguiendo las investigaciones del probo funcionario, insistente, constante y pegadizo como una garrapata a Harry, llegaremos a sorprendernos cuando Mr. Jordan va a visitar a Harry Graham en su residencia habitual en San Francisco, ciudad a la que viaja muy a menudo en ejercicio de sus funciones como director de ventas de la empresa de electrodomésticos que en Los Ángeles tiene con su esposa Eve Graham.
La sorpresa para nosotros y para Mr. Jordan es que cuando abre la puerta Graham lo hace con un bebé en brazos, sollozando, y le pide a Mr. Jordan que baje la voz pues la madre de la criatura está durmiendo.
Nosotros sabemos al tiempo que Mr. Jordan que Graham en San Francisco no se llama Harry sino Harrison y que la madre del bebé es su esposa, Phyllis (Ida Lupino) con la que se casó después que ésta tuviese el bebé, hijo suyo. Y en un flashback, se nos cuenta la historia de un bígamo que en absoluto causa ni repugnancia moral ni tampoco nada más allá que un cuestionamiento sobre normas admitidas como las más convenientes para la sociedad en general pero quizás no para determinadas personas como seres individuales sin ánimo de perjudicar a nadie.
Puede parecer una propuesta fútil porque el de la bigamia es un concepto que raramente se expone en público y las conductas frente a él suelen ser contrapuestas y en ocasiones airadas sin más fundamento que el de unas convicciones carentes de raciocinio y al bígamo se le suele presentar, si es el caso, como un añadido a una conducta asocial cuando no directamente criminal en otros aspectos, pero Ida Lupino levanta la mano, extiende el índice y nos señala a un bígamo que socialmente es admirado, es un honrado trabajador, un atento esposo, una persona sin dobleces y una moralidad exquisita que en su forma de entenderla le lleva, precisamente, a la condición de bígamo, casado con dos mujeres a la vez.
Hagamos un alto y situémonos en 1953: en Hollywood se debía obediencia estricta al Código Hays que determinaba lo que se podía ver en pantalla (ver aquí las normas) y además, la bigamia era delito; allí, a diferencia de España (donde no he hallado ninguna fecha de estreno), existía el divorcio.
Y hay unos datos personales de conocimiento público de la época que quizás puedan interesar al cinéfilo de este siglo que padecemos: Ida Lupino estuvo casada con Collier Young (el guionista, recordemos) desde agosto de 1948 hasta el 20 de octubre de 1951 y luego se casó con Howard Duff desde el 21 de octubre de 1951 hasta 1984. Ida Lupino alumbró a Bridget Duff el 23 de abril de 1952, es decir, seis meses después de casarse con el padre, después de divorciarse de Collier Young, que se sacó la espina del divorcio casándose con Joan Fontaine el 12 de noviembre de 1952, antes de empezar el rodaje de esta insólita película. ¿Está claro?
Todo el mundo sabía en los Estados unidos de Norteamérica que Ida Lupino había cometido adulterio y para escándalo de muchísimos, siguió tan amiga del ex-marido que no tan sólo trabajaban juntos en varios proyectos sino que, además, tuvieron la desfachatez de presentar una película como The bigamist en la que el personaje despierta tantas simpatías que nadie, ni en la realidad ni tampoco en la ficción, puede hallar trabas que le impongan una condena moral: sí una condena legal, pero la construcción de toda la película es un discurso provisto de una lógica bastante sólida si nos alejamos de la rigidez moralista y tratamos de condescender y comprender unos entresijos que Ida Lupino muestra lenta pero inexorablemente jugando con los tiempos parejos a las estancias del protagonista que lleva vidas socialmente irreprochables en sendas ciudades distantes muchos kilómetros una de otra y el guión nos va llenando de dudas y zozobras para que nos preguntemos si es que es posible amar a dos mujeres a la vez.
La propuesta que nos hace Lupino, basada, no lo olvidemos, en guión de Young, hace pivotar a su protagonista entre dos mujeres bien distintas al punto que el inesperado nacimiento de un hijo provoca en él la necesidad de formalizar la situación mediante el matrimonio pero sin atreverse a romper como paso previo y mediante el divorcio el matrimonio anterior, manteniéndolos ambos, lo que inevitablemente le convierte en bígamo y la pregunta que Lupino nos formula después de habernos presentado esas dos relaciones de pareja es:¿debemos condenar al que legaliza un hijo extramatrimonial mientras admitimos y perdonamos al que por lo mismo decimos que "ha tenido un desliz"?
Lupino, a diferencia de la anterior en la que usa la cámara para acentuar la intriga y la emoción, en esta ocasión filma usando mucho plano americano, en estancias y lugares aireados sin presión alguna exterior, porque de esta manera recae sobre el protagonista (espléndido en su eficacia y economía de gestos O'Brien) el crecimiento de la duda, la zozobra, el ansia de hacer lo que corresponde, tratando de no hacer daño a nadie, de no herir sentimiento alguno. A esa dificultad de determinar lo más conveniente se une de una parte Eve, la primera esposa (interpretada con su habitual convicción por la Fontaine) que junto a él se ha esforzado en su juventud para levantar el exitoso negocio que ahora les permite vivir bien, aunque demasiado cansada para atender otras cuestiones maritales y por otro lado esa desconocida Phyllis (la propia Lupino, ejerciendo de perfecta coprotagonista) que en su independencia y búsqueda de libertad ni siquiera le notifica que ha quedado embarazada de él, enterándose casi por casualidad.
Una vez más la cámara de Ida Lupino se sirve de la elipsis tanto para evitar los rigores del dicho código represor como para evitar escenas innecesarias que tampoco podría rodar en condiciones y apela a la inteligencia del espectador que entiende por lo que ve las situaciones y los sentimientos que se despiertan en el ánimo de Graham, sea como Harry sea como Harrison, y ahí demuestra su carácter de directora más que competente pues sirve un guión ejemplar con un sentido cinematográfico lleno de recursos y talento incluso permitiéndose alguna situación jocosa fuera de contexto que uno se pierde si no está atento.
Los thrillers como el que vimos tienen una ventaja y es que no envejecen mucho, salvo por cuestiones de apariencia de época; esta película trata de una cuestión social relativa a la vida de pareja entre hombre y mujer y no ha envejecido en absoluto tampoco entre otras cosas porque la bigamia sigue siendo un delito, bien que con penas muy dispares según la residencia del tribunal que vaya a conocerlo y porque la cuestión, el interrogante que claramente propone está por resolver y en esto, también Ida Lupino se adelantó.
Imperdible para cualquier cinéfilo consciente que el cine además de arte y entretenimiento es lugar de ideas a debatir con el añadido que, como la anterior, es de dominio público y por lo tanto puede verse sin problemas:
Nacida en Londres en febrero de 1918, Ida Lupino empezó su andadura en el cine de la mano de un primo en 1931 y después de haber trabajado en media docena de filmes británicos coproducidos por la Warner Bros., ya en 1934 aparece en Hollywood como coprotagonista de una comedia y a partir de ahí intervino en películas de todo tipo y evidentemente aprovechó muy bien los rodajes en los que intervenía como actriz para sentar las bases de una carrera impensable como directora de cine.
Impensable porque a mediados del siglo pasado las mujeres debían esforzarse de verdad para que las tomaran en serio; ya lo mencionamos respecto a la lucha de Olivia de Havilland por ser libre como actriz y volvemos a remarcarlo ahora porque algunos quizás olvidemos injustamente que Ida Lupino, además de ser una muy buena actriz de reparto y ocasional protagonista, fue también guionista y directora y ha dejado muestra de sus capacidades.
Lejos de ceñirse ridículamente en postulados específicos Ida lupino ejerce su femineidad situándose a la par de sus colegas masculinos sin optar por tramas que puedan considerarse más apropiadas para el sexo femenino y escribiendo o eligiendo guiones que carecen de contenidos y conceptos limitativos.
Decidida a ser libre, Ida Lupino constituyó con su segundo esposo Collier Young una productora con la que pudo ejercer su pasión de cineasta, después de ser ¡la segunda! mujer admitida en el sindicato de directores de cine.
En 1953 Ida Lupino rodó dos películas bien diferentes la una de la otra: no está mal para una cineasta a la que muchos miraban por encima del hombro y de reojo simplemente por su condición femenina, una cineasta que decidió seguir adelante sin más favor ni ayuda (de las inexistentes subvenciones mejor no hablar, por no alborotar el patio) que el reconocimiento del espectador que no puede sustraerse a la bondad de su trabajo que se nos muestra en dos historias dispares que reciben, cada una, el tratamiento oportuno de una directora que sabía lo que hacía.
Quizás porque Ida Lupino había trabajado como actriz en algunos buenos títulos del cine negro es por lo que sabía muy bien cómo funcionan los resortes y decidió escribir con Collier Young una trama de tensión, angustia y crimen dotada también de ciertos aspectos claustrofóbicos.
The Hitch-Hiker (El autoestopista, 1953) es una película escrita y dirigida por Ida Lupino con un presupuesto ajustadísimo, un metraje que no llega a hora y media y mucho talento, empezando por el de la guionista y directora y siguiendo con el camarógrafo Nicholas Musuraca que se empleó a fondo siguiendo las directrices de la Lupino ya desde los primeros segundos de la filmación:
Vemos en una oscura carretera la espalda de un tipo que hace autostop y es recogido por una pareja que circulan en un descapotable y al poco detenerse el auto, abrirse la portezuela y los pies de un hombre y acto seguido un grito de mujer y unos disparos. La misma situación, abreviada, ocurre con otros dos vehículos.
Ya de día, estamos en el coche que conduce Roy, acompañado por su amigo Gilbert, que se dirigen hacia México cuando, por lo que comentan, todos creen que han ido a las montañas a pescar: se van de juerga de amigotes, lejos de las esposas y familia, casi huyendo, parece. Y ven a un tipo que está al lado de un coche parado en la carretera que les hace señal de parar, y lo admiten en su coche. Pronto sabrán por la emisora de radio que se trata de Emmett, al que buscan por varios asesinatos de personas que le ayudaron como autoestopista.
Emmett ha decidido que es mejor no matarlos de momento, porque no le gusta conducir y quiere que le lleven hasta una ciudad de México, en la Baja California, para desaparecer, así que a los amigos que iban de farra les queda por delante un amargo viaje de más de ochocientos kilómetros por carreteras desérticas con un psicópata armado en el asiento de detrás del coche.
Lupino mantiene la tensión con la incertidumbre de la supervivencia en un reducidísimo habitáculo, el del coche con que viajan, colocando la cámara en abruptos primeros y medios planos con un ligerísimo contrapicado que siempre resalta la preponderancia amenazante del viajero de atrás, mal iluminado pero manteniendo una figura letal. Y cuando por necesidad salen del vehículo -poner combustible, parar a comer- la cámara de Lupino se sitúa de modo que la claustrofobia sigue permanente, tanto si es dentro de una habitación en la que la amenaza armada deja reducida a la mínima expresión como si es en medio del desierto, cuando el orate criminal juega a tiros con sus prisioneros.
La situación es narrada con mucho brío por la cineasta que se inauguraba como la primera fémina en dirigir una película semejante y lo hace luciéndose: dosifica la acción manteniendo el ritmo de forma creciente porque usando con buen criterio el audio, se vale de la radio para dar contrapunto a la trama ya que las noticias inevitablemente reseñarán la carrera asesina de Emmett y también la súbita desaparición de Gilbert y Roy que evidentemente no están en las montañas donde dijeron iban a pescar y también son motivo de búsquedas por las fuerzas policiales. Lupino hace de la necesidad virtud igual que sus coetáneos cineastas de la admirada Serie B, y debiendo optar por la economía de material para efectuar el rodaje, aplica con sabiduría conceptos tan clásicos como olvidados: la elipsis visual hurta imágenes pero lo hará reforzando conceptos y el espectador avisado comprenderá en el acto y asumirá la tensión impuesta por una directora que está en todo detalle, hasta el más nimio, no en vano también es coautora del guión literario y se nota perfectamente que ha trabajado el guión técnico.
Ida Lupino como reputada actriz tiene suficiente mano para dirigir a sus actores -en masculino, pues no hay actriz alguna en esta película- que son el siempre eficaz Edmond O'Brien, un secundario habitual como Frank Lovejoy y el que roba la película, William Talman que ejerce de malvado Emmett de forma escalofriante, posiblemente el mejor trabajo de su carrera.
Ese trío de intérpretes aguanta perfectamente un rodaje en el que más de la mitad consiste en primeros planos y sin apenas sitio donde moverse y mantienen la tensión a que les somete una directora que sabía muy bien lo que debía hacer con la cámara para trasladar al patio de butacas la emoción de la incertidumbre relativa a la supervivencia de unos tipos que a pesar de la enorme economía de medios o quizás por la brevedad autoimpuesta con cuatro pinceladas magistrales se nos han hecho familiares y deseamos que puedan salvarse de una muerte anunciada.
Imperdible muestra de cine de Serie B con mayúsculas, una película fácilmente reinvindicable y por descontado de ineludible visionado, máxime cuando está al alcance de cualquiera.
Que la disfruten:
The Hitch-Hiker (se pueden activar subtítulos)
p.d.: otro día seguiremos con la otra película de Ida Lupino en 1953.
Una vez más la maquinaria mercadotécnica funciona a la perfección vendiendo mantas de pura fibra obtenida con artificios industriales como si se tratara de pura lana de oveja merina y lo hace sacando pecho y presumiendo a voces de unas bondades que no resisten veinte minutos de paciente observación hasta que el sufrido espectador constata que una vez más le han dado gato por liebre.
Se podría decir más alto pero no más claro.
La británica Emerald Fennell que trata de pasar como polifacética pues lo mismo se ocupa de actuar (según su ficha, en la serie televisiva The Crown) que de escribir guiones (para la serie televisiva Killing Eve) [esos dos datos debería yo haberlos notado antes] y ahora decidió escribir un guión para una película que claro, ya puestos, iba a dirigir ella misma: su prueba de fuego cinematográfica que apoya en una trama supuestamente feminista a ultranza y claro, tal como está el patio de lo políticamente correcto, a ver quien es el guapo que le tose.
Pues yo mismo, que sin ser guapo no temo las hordas feministas furibundas porque entiendo que esta película de la primeriza Fennell, titulada Promising Young Woman (Una joven prometedora, 2020) no tan sólo es una muestra verdaderamente floja de la cinematografía británica actual sino que, además, sus postulados hacen flaco favor al feminismo como movimiento en defensa de la igualdad de la mujer con el varón.
El charlatán de turno encargado de la publicidad lo ha tenido muy fácil: película dirigida por una mujer, protagonizada por una mujer, basada en postulados supuestamente feministas: o sea, todo de color rosa tirando a rojo violento, figurando una historia de venganzas siniestras, ajustes de cuentas y tal: vamos, como cualquier "justiciero" (Michael Winner y Charles Bronson ya sentaron cátedra antes que la Fennell fuera concebida y quizás antes que sus progenitores se conocieran) pero con unos modos muy delicados, muy aparentes pero de escasa efectividad visual.
Porque uno ha visto los carteles y ha recibido los mensajes publicitarios y se ha dicho: aquí habrá caña de la buena; un reparto de tiros, por lo menos, quizás cuchilladas, un poco de tensión, algo de acción y un trasfondo de inestabilidad mental que propicia una fijación violenta de satisfacer honras perdidas y violaciones de por lo menos tres derechos inalienables, un uso de la ficción repleta de hipérboles para denunciar realidades verdaderamente sangrantes.
Pero no: no hay nada de lo dicho. Hay un guión que parece escrito por una mente adolescente que quiere y no puede, no es que se abuse de la elipsis para evitar presentaciones de gore: es que la desaparición de la violencia en unas situaciones en las que resulta absolutamente imprescindible conlleva una incredulidad que deja regusto de falsedad y aleja el interés de lo que se nos presenta en pantalla de forma bastante adocenada y sin fuerza visual que pueda substituir la eclipsada violencia.
No es de recibo que Fennell nos presente una protagonista medio ida que dedica los fines de semana a simular que está borracha presentándose como cebo para varones embriagados consiguiendo que alguno se encapriche con ella y cuando la lleva a la cama y lo tiene bien empalmado se pone a reírse de él al tiempo que le niega el acceso sexual pretendido y se larga con viento fresco y esto lo hace por lo menos cien veces, que lleva una libretita donde hace palotes con sus aventuras en busca de venganza por una afrenta sexual que más tarde sabremos recibió una muy buena amiga suya. Más de cien aventuras y ni ella ha asesinado a nadie ni nadie le ha puesto la mano encima.
¿En serio que esa es una heroína feminista? Pues mejor que las adolescentes de toda edad tomen nota que esa es una fantasía irreal, que si tratan de hacer cosa semejante, van a acabar muy mal, porque esos varones que se dedican a abusar y violar mujeres desvalidas no tienen mucha paciencia y probablemente acaben a la fuerza -mucha fuerza y violencia- lo que empezaban sin violencia aprovechando la embriaguez de su víctima. Y la heroína acabará muy mal en el mejor de los casos: la falta de lógica, la irrealidad de la propuesta se le vuelve en contra y antes de la media hora uno ya ve que la cosa discurre por un camino tramposo: hubiera sido mucho mejor presentar una vengadora feroz; claro que entonces todavía sería más clamorosa la falta de alguien que trate de esclarecer los asuntos: esa protagonista que va por ahí vengándose no tiene a nadie enfrente: los únicos que le llevan la contraria son sus padres, que, en el día de su cumpleaños, van y le regalan una preciosa maleta, animándola a largarse a vivir sola.
La primera mitad de la película es patética porque en medio de la endeblez del argumento vamos conociendo poco a poco las motivaciones de tan extraña conducta, pero en la segunda mitad la trama se nos alborota con dos personajes secundarios que quedan en verdaderos pasmarotes (incluyendo una especie de cameo del gran Alfred Molina, que seguramente debió suplicar no aparecer en los títulos de crédito, horrorizado por lo que debió ver en el set de rodaje) y los giros súbitos del último cuarto de hora son la puntilla necesaria para aguijonear el espíritu del paciente espectador que acabará diciendo: esto es un bodrio considerable sin pies ni cabeza.
Ni en broma se dejen impresionar por las recientes nominaciones a los Globos de Oro, que más que de oro deben ser de purpurina. porque la protagonista Carey Mulligan, con ser mona, ella, en absoluto realiza un trabajo más allá de lo que ya le conocemos, en parte por falta de facultades y en parte por desempeñar un personaje que carece de interés.
Mal favor a la causa feminista ha hecho Emerald Fennell con esta peliculita que no merece la campaña que le están haciendo en absoluto. Avisados quedan.
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