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dimarts, 22 de gener del 2019

El Príncipe feliz





Quien dice llamarse Sebastian Melmoth esa misma tarde mientras deambulaba por una oscura callejuela parisina camino de su apartamento en el Hotel de Alsacia ubicado en la meridional orilla izquierda del Sena, Saint-Germain-des-Prés, ha tenido la suerte de coincidir con una antigua admiradora y con toda delicadeza y sin ápice de vergüenza le ha solicitado la para ella exigua suma de cinco libras esterlinas que de inmediato le han sido entregadas en compañía de exclamaciones lamentando tamaño infortunio para él, que seguirá su camino disfrutando anticipadamente de la diversión que esas cinco libras le proveerán en el barrio canalla parisino del otoñal 1900, último de su vida, no sin antes advertir a la dama, al escuchar como ella le dice: desearía que.... ¡no desee nada, Milady, no vayan a cumplirse sus deseos!

Media hora más tarde, sexo, cocaína y absenta para sí y para los amigos y, vacíos ya los bolsillos, demostración de genio y figura para salir del paso cantando a una audiencia borrachuza inmersa en un putiferio conocido alterado de pronto por un testarazo, una cabeza de petimetre impertinente quebrada y una mesa rota:





Noventa y siete años más tarde quien suscribe quedó gratamente impresionado por un inesperado ladrón de escenas, un secundario que aún viéndole trabajar a medias, con el doblaje, acaparaba toda la atención a pesar de comparecer como apoyo de una estrella, Julia Roberts, en una comedia intrascendente que catapultó al británico Rupert Everett quien no tardó en declarar públicamente su condición de homosexual, lo que le apartó de las apetencias de la industria del hollywood más rancio.

Poco le importaba a Rupert mientras miraba de reojo a su compatriota Stephen Fry, tan homosexual como él, representando al genial Oscar Wilde en la película Wilde del mismo año 1997: en ella se nos contaban las desventuras personales del literato que dieron con sus huesos en la cárcel y acababa con el encuentro, en tierras galas, con el equívoco y voluble Lord Alfred (Bosie) Douglas.

Rupert Everett nos encandiló trabajando en sendas películas de Oliver Parker de 1999 y 2002 que ya comentamos en su día incorporando interesantes caballeros inventados por Oscar Wilde y seguramente su estudio de la figura de Oscar Wilde como parte de la preparación de su exitosa interpretación del genio en la pieza teatral The Judas Kiss (dato curioso: en 1998 la misma pieza la protagonizaba como Wilde el actor Liam Neeson, ahora dedicado lamentablemente al género de tortas a diestro y siniestro) de la que podemos ver aquí unas tomas le impelió a profundizar y en horas perdidas, a escribir su propia versión de los hechos que acontecieron en el lapso entre la salida de la cárcel y el fallecimiento de Oscar Wilde a la temprana edad de cuarenta y seis años.

Así que Rupert asegura que estuvo por lo menos un par de años trabajando en un guión cinematográfico para contarnos lo que la película de 1997 dejó en suspenso y que cuando lo dio por finalizado se lo presentó a su amigo Roger Michell pero éste declinó ocuparse de dirigir la película subsiguiente, sucediendo lo mismo al ofrecerlo a varios directores más y hallándose Rupert Everett en la tesitura de contar con una productora animada a llevar adelante el proyecto y nadie interesado en ejercer de director así que de repente se vio a sí mismo tomando la decisión de ocupar la silla de director, lo que nos lleva a una ópera prima escrita, dirigida y protagonizada por una sola persona. Que no se arrepiente del esfuerzo, pero asegura se lo pensará dos veces antes de repetir, porque dirigir no es lo que más le motiva y es muy agotador, aunque, dice, como actor estuvo encantado de dirigirse a sí mismo y de contar con un elenco de colegas y amigos a los que no tuvo que darles apenas indicación alguna.

Everett se sirve del espléndido cuento El Príncipe feliz a modo de árbol sostenedor de ramaje emperifollado de matices a cual más diverso y mientras la vuelta al pasado nos deleita con pasajes del célebre cuento que el protagonista de la película, no otro que Oscar Wilde, cuenta a sus dos hijos ya en la cama prestos a dormirse, inventando cada día una continuación, en el presente repite la misma melodía literaria a imberbes mozalbetes que le ofrecen cariño y sexo a cambio de unas pocas monedas.

Lejos de conformarse con un biopic elogioso e incluso de tomar partido alguno ni en contra ni a favor del personaje, Rupert Everett nos presenta en su película The Happy Prince un acercamiento a la compleja figura del célebre escritor observándole en sus últimos días de miseria económica, física y moral, prácticamente derribado el genio por los infortunios padecidos desde que tuvo la mala ocurrencia de seguir el deseo de su amante Bosie y demandar por infamia al padre de éste, el Marqués de Queensberry, dando con sus huesos en la cárcel por sodomita.

El personaje que nos muestra Everett se basa en los hechos conocidos: sabemos que Wilde, antaño personaje famosísimo en la corte londinense, toma en su destierro francés el nombre de Sebastian Melmoth en guiño nada fortuíto a Melmoth el Errabundo, personaje salido de la pluma de un pariente suyo, Charles Maturin: Wilde oculta su errático deambular por suelo francés bajo esa identidad porque sabe en su fuero interno que su vida no volverá a ser jamás como antes y la prudencia le aconseja disimular su deambulación por ciertos ambientes y lugares para evitar consecuencias indeseables.

Si recordamos que Wilde falleció relativamente joven forzosamente nos asombraremos al contemplar la decrepitud física con que Rupert Everett nos lo presenta, avejentado además de enfermo, obviamente con la intención de acentuar el declive físico y anímico del personaje que, no obstante, mantiene sus momentos de genialidad asombrosa y cautivadora a pesar de su enorme tristeza fruto de su situación y los desengaños, matizados los extremos por la asistencia de queridos amigos fieles en la adversidad que no se privan de advertirle de sus errores. La complejidad del personaje le hace humano: le apea del pedestal por un momento y nos obliga a mirarlo sin la admiración que su obra literaria provoca y la consecuencia es que lo sentimos más cercano: después de todo, el genio tiene sus defectos: y empatizamos con él automáticamente.

Rupert Everett como director y guionista mantiene una encomiable distancia con el personaje sin tratar de convencer a nadie de otra cosa que no sea el debido respeto por las elecciones sexuales de cada quien, una normalidad que luego en diferentes entrevistas con motivo de la película ha reclamado por inexistente en diversos países, sosteniendo sus vindicaciones en voz alta y clara: cierra la película con una mención a la ridícula absolución general decretada en 2017 para todos los homosexuales que fueron condenados en la Gran Bretaña: ridícula porque la absolución, evidentemente, requiere la comisión de un delito y si hablamos de religión, de un pecado. Entendemos entonces que Everett no ha dedicado sus esfuerzos y desvelos a salvar la figura de Oscar Wilde ni como autor ni como prototipo de homosexual, sino que toma prestada su conocida figura y su lamentable historia personal para mostrarnos que incluso los grandes genios ven sus vidas destrozadas por culpa de prejuicios inhumanos.

Para ser un primerizo Rupert Everett se desenvuelve bien con la cámara, emplazándola muy correctamente y moviéndola con agilidad, siempre con una iluminación adecuada tanto en exteriores luminosos como sórdidos interiores, trabajo bien realizado por John Conroy; si acaso se le podría achacar alguna merma de ritmo que la tijera de Nicolas Gaster debería haber aligerado, pero en lo que desde luego hay excelencia es en el departamento artístico, con un vestuario y atrezo eficaz sin caer en la magnificencia.

En una entrevista ante la pantalla de cine, cabe suponer después de vista la película, se admiran de la forma en que Rupert Everett dice las frases creadas por Wilde y él asegura: interpretar las obras de Wilde es fácil como montar en bicicleta: o puedes, o no puedes. (Risas del público.)

Asegura Everett que sin todo el elenco que encontró a sus órdenes (amigos, viejos conocidos todos ellos) no hubiera podido ejercer de director, pues todos ellos realizan un trabajo sobresaliente: no es de extrañar, porque sus compañeros tenían ante sí a un intérprete pletórico de facultades dando un recital que debía acojonarles a cada toma, a cada secuencia, para luego sentarse en la silla de director a mirarles; el espectador que tiene la suerte de contemplar el original queda estupefacto por la forma en que Rupert Everett compone su personaje y por cómo su voz equilibrada recita algunos pasajes escritos por Oscar Wilde, una munificencia de matices que en cualquier momento y lugar puede servir para demostrar lo que es la melodía literaria, la música de las palabras bien escritas: una maravilla.

La mejor actuación masculina de 2018 sin lugar a dudas: Rupert Everett jamás ha estado tan brillante, inmenso en sus recitativos y fantástico en sus silencios, superando con extrema habilidad la carga que supone una caracterización no por incómoda menos efectiva. Sólo por disfrutar de su trabajo ya vale la pena ver la película. Y por tener un buen motivo para reflexionar sobre la condición humana ayer y hoy.


Tráiler:







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dissabte, 12 de gener del 2019

(B) Roma (B)





El pánico de la hoja en blanco me asalta y no sé ni cómo empezar ni siquiera cómo titular este sucinto comentario de una pieza que pretendía castigar con la indiferencia que merece pero que por méritos propios adquiridos en la perseverancia de aparecer día sí día también en los medios provocando un ruido exasperante acaba con mi paciencia y lo que iba a ser una callada por respuesta torna en análisis más o menos detallado del cúmulo de pifias que incomprensiblemente han pasado desapercibidas para algunos escribidores que supongo de buena fé.

Aceptado ya a estas alturas del juego que uno es un puñetero tiquismiquis aficionado al cine desde hace varios decenios a nadie sorprenderá que la memoria cinéfila asome y sirva de agarradero precisamente cuando se oyen y se leen parrafadas elogiosas que se tienen por inverosímiles y así, medio en broma medio en serio aparece en el título la letra (B) rodeando la palabra Roma, aceptando el interesado juego toponímico del espabilado mexicano de buena familia burguesa que siempre quiso ser director de cine y que apunta descaradamente a un clásico de 1972 y la fecha tampoco es ninguna casualidad.

Así, el cinéfilo veterano habrá sin duda reconocido al inefable Bronski asomando la jeta acompañando el reclamo introductorio de esta entradilla y lo cierto es que aparece porque sigue viviendo en unos minutos gloriosos de buen cine al que suelo acudir cuando me he aburrido considerablemente con una película producto de unas ínfulas desmesuradas a repartir entre directores ineficaces y ejecutivos semi analfabetos en lo que al arte cinematográfico se refiere: efectivamente, es ése Bronski que está en la imagen a punto de ser derribado de su pedestal, lo mismo que el emperador en pelota picada, por una inocente criatura que le pide un autógrafo mientras deja en evidencia a unos ciudadanos convencidos de hallarse ante el mismísimo Hitler. Ese Hitler de broma de Bronski nos provee de una (B) que convierte la eufónica Roma en la sarcástica BRoma suponiendo que hubiese talento suficiente.

También podríamos agarrar esa (B) y sufijarla a ese título copiado consiguiendo así que el cinéfilo impenitente admitiera como más oportuna una adjetivación o calificación de una película que está recibiendo inmerecidos honores y lo que está por venir, me temo, de la mano de don dinero, evidenciando una vez más que la industria del cine ha determinado apartarse del arte cinematográfico como expresión, quedando en mero negocio.

Alfonso Cuarón escribe un guión (ojo: que lo cuento todo) que necesita una película de dos horas y cuarto para explicarnos los avatares de una familia de la alta burguesía mexicana que en 1970 afronta dos graves problemas: una mucama de las dos que les sirven queda embarazada de un novio que pertenece a las milicias paramilitares anticomunistas y la señora de la casa, madre de cuatro hijos, ve como su esposo se va a un congreso médico y no vuelve, mientras una tarde en la calle hay un poco de follón no se sabe muy bien porqué. Eso es todo. ¡Ah, no! Que la pobre sirvienta, a la hora de dar a luz, pare un niño muerto. Ya está. No hay más.

Alfonso Cuarón se está especializando en presentar globos hinchados de helio que se levantan con una rapidez inaudita: ya nos aburrió sin conmiseración alguna con Gravity hace cinco años y claro, al comprobar que su discurso inane y autocomplaciente le proporcionaba un montón de premios, publicidad y dinerito fresco, ha vuelto a las andadas.

Un día debió ver la película de Fellini y se dijo: ¡coño! pero si en mi ciudad tenemos un barrio que se llama Roma y yo vivía por allí, en una zona residencial: es el destino que me llama a contar mi historia y ¡tomar el relevo!. Haré una película y la llamaré Roma.




Lo malo es que por lo visto el niño pijo Cuarón (vivir en una casa enorme con dos criadas y un chófer no es de clase media trabajadora ni ahora ni tampoco en 1970) tiene una memoria modificada, rectificada, que intenta ser políticamente correcta y no molestar a sus paganos, a los que les engaña en un supuesto ahorro al encargarse él mismo también de la fotografía.

Ya los títulos de crédito iniciales avisan de lo que vamos a encontrarnos: un intermitente baldeo de unas grises, sucias baldosas, sin que ni por un momento asome la acción de fregar un suelo que lo amerita, nos introducen en una casa de muy amplios aposentos, varias plantas servidas por una ancha y luminosa escalera que Cuarón no sabe filmar y pasamos de una planta a otra de golpe, cortando el plano: lo de las secuencias cinematográficas lo explicaron un día que Cuarón faltó a clase y tampoco se ha cuidado de visionar y revisar alguna película de Wyler o de Welles o si acaso del pobre Hitchcock, al que la rácana academia jamás le concedió un premio por su trabajo, a diferencia del gran Cuarón, que ya lleva dos y todo huele (apesta, mejor) a tercero por un trabajo que no resiste comparación alguna.

Cuarón se harta de transitar malamente las escaleras de la casa, lo mismo que demuestra haber hecho novillos también el día que explicaban los saltos de eje y los contraplanos: por ejemplo, vemos a la criada Cleo abrir el cajón de una cómoda cabe una ventana y de repente la cámara salta fuera de la ventana para mostrarnos a la fámula de frente mientras a su espalda ni sucede nada ni aparece ningún otro personaje, con lo cual ese movimiento de cámara se revela inútil, superfluo, innecesario y ocupa un metraje que no nos cuenta nada de nada.

En una época en la que el cine es digital (lo que conlleva unas facilidades enormes en la fotografía, especialmente la sensibilidad o respuesta a la luz, permitiendo jugar fácilmente con la profundidad de foco) y las cámaras pueden moverse por los interiores sin necesidad de complicados raíles, el amigo Cuarón se mueve a golpe de plano en unos interiores que suelen ser en su mayoría muy amplios, incluso en la habitación que usan Cleo y su novio para fornicar y desde luego no podemos acusarle de emplazar mal la cámara pero tampoco demuestra un virtuosismo ni un acierto que alcancen la excelencia, cumpliendo con los mínimos exigibles, no faltaría más: ya que no sabe mover la cámara, por lo menos que la deje quieta en algún lugar donde no moleste ni cause dolores de cabeza.

El guión no alcanza más allá de lo expuesto y cualquier consideración que se pueda producir respecto a significados y simbolismo, representaciones y demás, obedecen a causas que se pueden debatir con toda tranquilidad pero que seguro no aparecerán jamás en los medios de comunicación, empeñados en convertir esta castaña digital en un surtidor de manjares para paladares exquisitos: lo mismo que ocurre en la fábula apuntada al principio, cuando una niña apea al bueno y amable Bronski de su semblanza con el pavoroso Hitler, dejando clara la falsa percepción de los concurrentes. La idea no pertenece a Lubitsch, desde luego, pero señala una cultura clásica que proviene incluso de los más famosos cuentos árabes del siglo IX. El maestro berlinés sabía leer y sabía escribir y Cuarón, no.

Su guión no tiene nada de interés, nada nuevo, nada punzante. Incluso diría que es mendaz porque me resulta harto difícil creer que unos millonetis mexicanos de 1970 no despacharan ipso facto a una servidora soltera embarazada y en cambio la cuidaran al extremo de hacerla atender por sus médicos particulares. ¿Cómo puede explicarse que Cuarón nos presente un México de finales de los sesenta y apenas aparezca una sola secuencia que, de refilón, muestra los alborotos que hubo en la capital, pidiendo libertades, duramente reprimidos por las autoridades, y ni siquiera se detenga un minuto a explicar qué es lo que pasa en las calles?

Cuarón usa ciento treinta y cinco minutos para no contarnos nada de interés de una forma que ni siquiera estéticamente es atractiva. El amigo Bronski, al servicio de Lubitsch, en hora y media, sin apenas hablar, acomete acciones que se valen de las falsas apariencias, pero no nos engaña y nos tiene en vilo con sus compañeros de reparto, todos muy bien dirigidos.

Porque para rematar, Cuarón se evidencia como un pésimo director de intérpretes. O de supuestos intérpretes. Intentando emular a maestros neorrealistas como De Sica, se sirve de una aficionada de buena voluntad y escasos méritos, Yalitza Aparicio que en su primer largometraje ya está oyendo elogios que la sitúan en un pedestal, cuando la triste realidad es que no expresa ni emoción ni sentimiento alguno con su cuerpo y que su arte declamatorio es tan pobre que ha provocado la aparición de subtítulos provistos por la propia productora, Netflix, para que en España (y supongo que en otros países, inclusive en México) sea más fácil entender lo que dicen.

Precisamente ha sido la última escandalera provocada por el propio Cuarón, quejándose del uso de esos subtítulos, lo que me ha impelido a escribir acerca de una pieza sobre la que no vale la pena esforzarse: imagino que consciente que el director es el máximo responsable de lo que se presenta en pantalla, sea grande, sea chica, el amigo Alfonso ha querido reivindicar el trabajo de su "estrella" y de paso el propio, cuando lo cierto es que el problema real no reside en la forma de hablar del pueblo mexicano, con un acento, una melodía y unos vocablos que distan mucho de los que se usan en la península ibérica e incluso en cualquier lugar de centro y sudamérica: no es un problema ni nuestro ni de los mexicanos, Alfonsito, a ver si te enteras: es un problema tuyo y de tu protagonista, que no hay dios que la entienda sin esforzarse, porque no sabe declamar. Y para muestra, un botón: tú, Cuarón, no eres más mexicano de Cantinflas y a Cantinflas jamás nadie le puso subtítulos en España. Para que te enteres, majo. Ya está bien de chulear barato y sacar pecho con arrogancia cuando debería darte vergüenza presentar al público esas mamandurrias gracias al apoyo de las gentes de Netflix.

Y ya puestos y brevemente, un pensamiento relativo a Netflix: hace años, en intercambio postal con el amigo Manuel Márquez, contemplábamos la inminente aparición en la industria cinematográfica del mundo digital: aún siendo un apasionado de las novedades tecnológicas, le mostraba a Manuel mi desconfianza en un futuro que el preveía más halagüeño, pensando, con razón, que el abaratamiento del coste que el digital presuponía iría en beneficio del arte del cine. Jamás se me hubiese ocurrido que primero obligarían a las salas de todos los cines a reconvertir sus costosos proyectores en los nuevos digitales (lo que provocó algún que otro cierre, por la inversión a practicar) y luego surgiría un emporio encaminado a eliminar de hecho las salas de cine al promover que las películas se exhibieran on line sin necesidad de intermediarios. De ahí a un monopolio (si acaso, un oligopolio) que en nada beneficiará al cine en sí mismo, sólo queda un paso. Ojalá me equivoque.







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dijous, 10 de gener del 2019

El índice vuelve a funcionar




Después de mucho tiempo, de diversas intentonas fallidas, de abandonarlo desanimado, por fin he conseguido que el índice, al que se puede acceder directamente desde el botón bilingüe que está a la izquierda, funcione como es debido y naturalmente, está al día.

Soy consciente que es un detalle de poca importancia pues ya blogger ayuda en la búsqueda de contenidos, pero habiéndolo creado hace años y cesado en su eficacia por culpa de "novedades técnicas" ajenas a mi intervención, era una cuestión que sólo podía zanjarse de dos formas y la otra, eliminarlo, me parecía una rendición inaceptable.

Y es una buena forma de empezar un nuevo año.

Nada como lo auténtico ¿no?












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