El valle de Sally
Hace ahora justo dos años que la inimitable BBC presentaba a través de Netflix una serie que representa todas las virtudes que durante decenios ha exhibido la cadena pública británica.
La máxima responsable, creadora, guionista, productora e incluso directora de varios episodios, es Sally Wainwright que es la pelirroja que encabeza estas líneas.
Tomando buena distancia de la metrópolis, alejándose de los ambientes modernos y del frenesí de la elefantiásica capital, Sally propone un viaje al interior de las personas propiciado por la mirada curiosa y detenida en un entorno en apariencia tranquilo.
Rompiendo el tópico urbanita desde el primer momento Sally titula su historia como Happy Valley pero desde el primer minuto entra en materia crítica sin contemplaciones: la sargento Catherine Cawood, de la policía, recibe una llamada advirtiendo que un individuo pretende incendiarse a lo bonzo en medio de un parque infantil: lo primero que hace es parar el coche patrulla ante un bazar y llevarse unas gafas de sol y un extintor nuevo, asegurando que no se fía un pelo del que lleva en el coche.
No hay rastro de humor: hay una seriedad lógica muy profesional.
Hay verismo.
La serie compitió (es un decir) internacionalmente para obtener el interés de los seriéfilos de todas partes y en mi opinión en 2014 sobran dedos de una mano -o un pié- para formar la cúspide televisiva mundial, en la que Happy Valley tiene un lugar garantizado.
Este año 2016, Sally ha presentado una segunda temporada de Happy Valley y afirmo sin que haya siquiera terminado el primer trimestre que:
a) Será una de las mejores series de este año nuevamente a nivel internacional, y
b) Posiblemente permanecerá como una obra de dos temporadas que configura una pieza maestra de la narrativa televisiva y por ende, cinematográfica por capítulos.
El mérito principal, desde luego, hay que atribuírselo a Sally Wainwright, mujer de indudable talento para escribir unas tramas en las que la lógica impera con sentido común, dotadas del acercamiento a la realidad propio de la corriente neorealista del siglo pasado bañada por el fatalismo inherente e inevitable en cualquier gran clásico de la narrativa perteneciente al género negro.
Los diálogos escritos por Sally teniendo en cuenta los modismos de esa ciudad del norte de la Gran Bretaña de prados verdes y cielos oscuros tienen poco de literarios pero gozan de la calidad necesaria para no caer en vulgaridades gratuitas con las que algunos vagos ignorantes pretenden reflejar el habla cotidiana; Sally obtiene el realismo propio de la ciudadanía y cuida el lenguaje de cada personaje en cada situación, incluso distinguiendo comunicaciones con diferentes personajes, tal como ocurre en la vida real.
Hay verismo.
Se diría que Sally pergeñó la trama alrededor de esa sargento Cawood teniendo en mente a Sara Lancashire, con la que ya trató en Last Tango in Halifax. Después, claro, se ocupó de buscar al resto del elenco: permanece la duda respecto al joven James Norton que interpreta al muy odioso Tommy Lee Royce, a la sazón violador de la hija de Catherine Cawood y padre del nieto de la sargento, una relación envenenada que se ha sostenido en las dos temporadas, sin altibajos.
Vistas las dos temporadas, se podría asegurar que la elección de los intérpretes ha sido un colosal acierto.
Y que sin duda, todos ellos intuyeron perfectamente que iban a tener su momento de gloria; algunos lo aprovechan más que otros, pero se huele, se siente, se nota, que ponen toda la carne en el asador: toda la que tienen: algunos, mucha, muchísima.
Recuerdo muy bien la extrañeza, fruto de mi ignorancia, al comprobar en la primera temporada cómo al lado del nombre de la protagonista, Sarah Lancashire, aparecía un tal Steve Pemberton, absolutamente desconocido para mí. Al mismo tiempo, me quedaba maravillado, episodio sí episodio también, por el trabajo meticuloso del actor que representaba a un tal Kevin Weatherill, un contable normal que acabaría en una historia trágica: una actuación memorable, fastuosa, dotada de realismo, contenida, expresiva: Steve Pemberton, claro, demostrando porqué su nombre aparecía tan pronto en los créditos.
El grupo de intérpretes resultaría asombroso si no tuviésemos ya en el corazón y en la mente la pasión y convicción que los británicos, en lo que al arte de Talía se refiere, son punto y aparte. Cuando son buenos, son buenos; qué digo: son más que buenos: son soberbios.
En el primer capítulo de esta segunda temporada, hay una escena que en los foros de imdb levantó coincidencias de admiración: una visita carcelaria en la que Tommy Lee Royce exacerba el ánimo y excita la pasión de su enamorada Frances Drummond saltando chispas eróticas de alto voltaje en una escena en la que ambos están a cada lado de una mesita mínima sin siquiera tocarse un dedo.
James Norton mantiene el tipo del criminal psicótico potente y Shirley Henderson, como él, marca distancias respecto a cualquier otro trabajo suyo antecedente: esos británicos, en lugar de hacer suyo el personaje, actúan y se colocan en su lugar.
Hay verismo.
Resulta imposible mencionar a todos los componentes de un elenco que a buen seguro provocará, dentro de unos años, orgullo en quienes han participado: por encima de todos, su protagonista, Sarah Lancashire, recibe justo premio a su ímprobo esfuerzo: carga con la mayoría de las escenas de toda la serie, representando a una mujer curtida por la experiencia y los muchos golpes bajos que la vida le ha dado. Una profesional que deja una prometedora carrera como detective de homicidios en la capital para volver a su terruño y comprobar cómo el mal también hiende esa sociedad teóricamente más sencilla con sus garras criminales.
La compensación por cargar la historia en las recias espaldas de la sargento Cawood consiste lógicamente en la multiplicación de oportunidades para desplegar el arte interpretativo de Sarah y sin duda Sally, además de ser una gran guionista y productora, es también una muy buena directora y, sobre todo, capaz de orientar a sus intérpretes en la obtención de la naturalidad.
Solemos atribuir a los intérpretes todas las virtudes y defectos de su trabajo, olvidando que siempre hay alguien que está ahí, cerquita de la cámara, que sabe lo que quiere (o eso se supone casi siempre) obtener de quien está actuando: verismo, alma, realidad.
Hay en todas las actuaciones de Happy Valley una relación física que nos convence, que nos acerca anímicamente a la ficción que vemos, que disfrutamos:
Cuando Clare (soberbia Siobhan Finneran) agarra el telefonino y vierte encima suyo la lata que bebía, dice un taco y atiende, acaba y repite el taco: el incidente, nada importante, aporta realismo: ahí está Sally.
Cuando Sarah, que va de paisano, atiende a una joven prostituta, yonqui, malherida pero viva después de un mal encuentro con un asesino de mujeres, la joven habla entrecortada, gime y Sarah la consuela, la toca, le muestra su lado más cercano, interesado y compasivo: ahí está Sally.
Cuando Sarah visita a Alison (Susan Lynch, magnífica) en su granja, con el hijo de ella sobre la mesa del comedor con la cabeza semi volada de un tiro, acaba sentada en el suelo, albergando en su horcajadura el inmenso dolor de la madre mientras la escucha en silencio mesándole la áspera cabellera: el rostro de Cawood, con la mirada al vacío del horror que Alison le musita, es una mezcla de entendimiento y profunda tristeza que todo el arte de Sarah sostiene: ahí, también, está Sally.
Hay verismo.
Sally Wainwright ha conseguido dejar bien sentado que con seis episodios se puede contar una historia muy completa perfectamente: y que, atendido el clamoroso éxito popular, se puede presentar una continuación con una trama alternativa y unos elementos persistentes y obtener otra vez gran éxito de crítica y público y todo con una sencillez y un verismo tal que se acerca mucho más al docu-drama que la mayoría de los productos que lo pretenden.
Una ficción televisiva dotada de todos los elementos precisos para convencernos que lo que estamos viendo es la realidad, capaz de atrapar la atención de cabo a rabo, manteniendo intriga y suspense mientras vemos vivir y transitar por nuestras pantallas a ciudadanos de un lugar alejado, allá por las tierras norteñas de la Gran Bretaña.
Soberbia. Imperdible.
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