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dimarts, 24 de gener del 2017

Matewan




En las estribaciones de los Montes Apalaches, cabe los meandros del río Tug Fork que durante varios kilómetros se erige en frontera natural que marca los límites entre los estados de Virginia Oriental (West Virginia) y Kentucky se halla la aldea, más que municipio, de Matewan, menos de dos kilómetros cuadrados de superficie y medio millar de habitantes que esperan llegue la temporada turística porque otra cosa no queda ya en la zona.

El carbón acabó hace tiempo, dejando amargos recuerdos históricos. La bituminosa antracita situó en el mapa una zona rural distante apenas 700 Kms de la capital Washington, un lugar donde durante el día únicamente se veían mujeres mal vestidas y niños harapientos: los hombres estaban en su mayoría bajo tierra, hurgando las entrañas en busca del negro carbón, luchando en la oscuridad contra los gases y los desprendimientos. De eso hace ya un siglo.

Las condiciones de los mineros, hace cien años, en Matewan como en toda Virginia Oriental, eran lo más parecido a la esclavitud existente en la práctica en las plantaciones de la vecina Alabama cuando terminó la llamada Guerra de Secesión y los esclavos emancipados, liberados de cadenas físicas, se encontraron con que los dueños de las tierras eran también los dueños de las barracas donde vivían y de los establecimientos donde podían comprar lo necesario para vivir, siempre a un precio que acababa por dejarles en deuda con sus antiguos dueños.

Esa barbaridad, ese despropósito que se practicaba en Matewan hace cien años, provocó lo que terminó conociéndose como La Masacre de Matewan, en la que murieron una docena de personas, a tiros. Eran sindicalistas en ciernes acechados por mercenarios disfrazados de detectives al servicio de las compañías mineras, propietarias de las minas, de las tierras adyacentes, de las pocas viviendas y los escasos establecimientos comerciales, donde el precio de las alubias iba acorde con el precio del carbón, siempre superándolo un poco.

Unos hechos históricos conocidos como la Guerra del Carbón, comprensiva de diversos enfrentamientos sangrientos, se iniciaron en ese pequeño núcleo de mineros compuesto de algunos hombres, varias viudas y pocos niños, contando todos ellos con un elegido alcalde (Cabell Testerman) y un agente de la ley (Sid Hatfield) que, conscientes de su responsabilidad para con sus vecinos, decidieron protegerlos frente a los desmanes tiránicos, posesivos, injustos, de la Stone Mountain Coal Corporation. Terminaron con la llamada Batalla de Blair Mountain pero arrancaron en Matewan, el 19 de mayo de 1920. Matewan, un poblacho fundado en 1895, cuando se descubrió que podía haber carbón en la zona.

No fue hasta 1993 que Matewan obtuvo el reconocimiento de lugar histórico, pero antes, el director John Sayles consiguió estrenar una película con el toponímico título Matewan (1987), proyecto personal del autor que llevaba años intentando realizar, siempre aplazado por falta de financiación.

John Sayles escribe un guión basándose en los hechos históricos añadiendo una ficción que los amplía e incardina en el nacimiento de los movimientos sociales laborales, en los primeros momentos en que el trabajador empezaba a ser consciente que la dejación de la individualidad y la construcción de la unión podrían otorgarle la fuerza requerida para plantear el reconocimiento de derechos negados por las mercantiles y los poderosos propietarios.

La aparición de los sindicatos de trabajadores en la minería, con las particularidades propias de la zona, una escasa libertad próxima a una verdadera esclavitud y un despotismo exacerbado, conllevan la prohibición de afiliarse al sindicato so pena de perder trabajo y hogar, todo en uno, quedando además en deuda con la empresa, que substituye mineros blancos por negros y también por inmigrantes italianos, que no tienen ni idea de la minería, pobres desgraciados expertos en coser zapatos.

Sayles introduce dos personajes ficticios sobre los que apoya una trama que sortea muy bien los peligros de un drama social y laboral histórico: consigue no aburrir en ningún momento y mantener la atención en el desarrollo de los acontecimientos. Sus héroes son un joven minero que hace las veces de relator -con lo cual la película toma el carácter de largo flashback al tiempo que se erige en testimonio de la historia- y un sindicalista, un tipo que estuvo en la Guerra Mundial recién acabada y consiguió regresar a casa sin haber matado a ningún trabajador de los que se hallaban combatiendo en el otro lado de las barricadas: en la guerra, dice, sólo vio trabajadores disparando contra trabajadores.

Ese sindicalista, Joe Kenehan, es un pacifista convencido que la unión hace la fuerza, que el individualismo que se halla en el desprecio por los negros y los italianos no tiene lugar: que el enemigo no son los otros trabajadores traídos por la empresa bajo el mismo trabajo esclavista: el enemigo es quien pretende imponer esas reglas propias de la esclavitud a todos los trabajadores teóricamente libres.

Sayles, autor cinematográfico con ideas propias, no da hilo sin puntada y recrea en unos hechos pasados una parábola aplicable a su tiempo y por desgracia al nuestro. El director se apoya en su propio guión para decir más que insinuar y se vale de todos los medios a su alcance para evidenciar tratos injustos basados en vicios ajenos: señala sin duda el beneficio que la unión aportará a la comunidad y muestra con eficacia el camino que lleva al convencimiento de todos mediante personajes escritos y retratados con suma eficacia: vemos los anhelos y el sufrimiento de cada uno, sus ambiciones y traiciones, su camaradería creciente hasta el fin.

No es ésta una película cómoda, sin embargo, carente de optimismo y dotada de un final trágico aderezado con apuntes del relator que remata la trama como una admonición simbólica. No es extraño que Sayles tuviese dificultades para obtener financiación: se constata en los títulos finales, con un listado casi interminable de agradecimientos.

Sayles aprovecha los escasos medios a su alcance para desarrollar una historia que tampoco precisa de alardes para mantener la atención, presa del discurso del guión: la excelente labor de Haskell Wexler en la fotografía y la banda sonora elegida por Sayles coadyuvan no poco a dar fuerza y cohesión al relato. Los intérpretes, encabezados por el joven Will Oldman -que realiza un excelente trabajo con dieciséis años- y por el entonces novato Chris Cooper (novato en el cine, porque en teatro acababa de trabajar con Lauren Bacall, nada menos que con Dulce pájaro de juventud) que empezó con buen pie su carrera cinematográfica dando cuerpo a ese sindicalista pacifista cuyos ojos vienen a ser los del director y los del público espectador, en suma, apoyados por intérpretes tan conocidos como Mary McDonell y David Strathairn -amigo de juventud de Sayles- componiendo un sorprendente sheriff.

En definitiva, una película ejemplar de lo que debe ser el cine comprometido socialmente, sirviéndose del arte para denunciar y poner en evidencia cuestiones que atañen a todos, sin cargar las tintas, sin buscar efectismos fáciles ni provocaciones que caen en saco roto: un cine que cuenta una dolorosa ficción muy cercana a la realidad y lo hace sin aburrir, sin apologías ni mesianismos, con sencillez pero escribiendo en la pantalla con buena caligrafía y eficacia una trama que trasciende el localismo y deviene en internacional.






7 comentaris :

  1. Peli más que recomendable.
    Leyendo tu entrada me he acordado de algo que leí cuando hubo por aquí en Bizkaia huelga de los mineros de la margen izquierda por las condiciones en las que vivían. Pues bien, llamaron al ejército y no sé qué general, cuando vio cómo vivían los mineros debió decir algo en plan: "¿Y cómo no van a rebelarse estas gentes?" En fin..

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    1. A tí debo la oportunidad, David, porque ni me acordaba de mi empeño de ver todas las de Sayles...
      Un abrazo.

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  2. Hablaba de finales del XIX, principios del XX...

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  3. Mi querido Josep, todo esto es la mar de interesante. El carbón, Germinal,Gérard Depardieu, Zola y los mineros con la cara tiznada; los asturianos de Felipe González, los neumáticos en mitad de la carretera ardiendo (más contaminación) y en el casco una luz para ver menos la realidad del mundo, las crisis energéticas, las facturas de la luz y ese tipo con el pelo raro y la cara de color naranja que se hace llamar Donald Trump, ya sabes, el que ahora les mete caña a los indios con acueductos de secano. Para que después hablen mal de John Ford. Seguimos: el cambio climático y la climatización del planeta y Mart Twain diciendo que es el entorno humano el que crea el clima, en fin, todo un lío. Gran Bretaña, la nación que inventó la máquina de vapor alimentada con carbón, lleva emitiendo niveles de carbono durante más tiempo que ningún otro país de la Tierra. Sí, fue James Watt quien inventó en 1776 la máquina de vapor y no Baster Keaton con El maquinista de la General, ni tan siquiera Agatha Christie con su Orient Express o el Emperador del Norte de Ernest Borgnine, o Lee Marvin, o Robert Aldrich, el que tú quieras, amigo mío. Ahora, ese efecto acumulado de siglos de carbono consumido y liberado está en vías de descargar sobre nosotros las más implacables furias de la naturaleza. Luego Isabel Coixet pone a sus desarraigados, a sus perdidos, a los que quieren estar tranquilos, sobre una plataforma petrolífera en La vida secreta de las palabras. Estamos reventando el lecho de roca de nuestros continentes, introduciendo toxina en el agua que luego bombeamos para nuestro consumo, rebanando las cimas de montañas, pelando bosques boreales, poniendo en peligro la profundidad de los océanos y compartiendo ferozmente por explotar el deshielo del Ártico, y todo ello únicamente para llegar hasta las últimas gotas y las piedras finales o el petróleo obtenido de las arenas bituminosas de Alberta (Canadá), que por cierto, Bob Dylan tiene una canción con el mismo nombre, pero trata de una chica gorda del profundo sur americano, o del medio oeste o el norte, no me acuerdo ahora. A mí de niño siempre me traían los reyes magos carbón y vimos en Mary Poppins a esos deshollinadores con las caras tiznadas bailando por los tejados la mar de felices. ¿Qué tienen las minas que tanto nos gustan? Sobre todo a los que no hemos tenido que trabajar en ellas. Indiana Jones y el templo maldito con aquellas vías de montaña rusa de parque temático. Las minas del rey Salomón pero sin carbón, solo con tesoros que no pueden ser aprovechados por nadie, es decir, carbón. El rey Baltasar tiznado entregando carbón dulce a los niños malos y luego nuestros padres empleándolo para encender la barbacoa dominguera. Ay, mi querido Josep, "Soy minero", cantaba Antonio Molina la mar de feliz sin haber tenido nunca que picar en las minas y si mi padre hubiese sido minero asturiano nunca me hubiera rebelado en Asturias. Simplemente me hubiese ido de allí para ejercer de macarra en cualquier entrada de discoteca, o me hubiera convertido en un Tony Manero de provincia. Me parece que no conjugo bien los verbos. Carbón (Zola), gas (lo que desata mi cuñado, que pesa doscientos kilos, por el culo, la gasolina (Mad Max) y las centrales nucleares (Chernobyl) premio Nobel de literatura, en fin, resumen del recibo de la luz y la imposibilidad de hacer unas buenas fabadas a la "asturiana" porque precisa el fuego lento del gas; curioso, porque la fabada te da por soltar de una manera muy rápida, por la parte de atrás, metano, esa energía que cobraría cierta importancia en la tercera parte de Mad Max.

    Perdona por este comentario, amigo Josep. Si lo borras, ten por seguro que seguiré siendo amigo tuyo. Lo entenderé.

    Un fuerte abrazo.

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    Respostes
    1. Lo escrito, escrito está, querido Paco: aquí sólo se borran los insultos y las propagandas baratas...
      Lo del metano, mira por donde, parece que va a llevar a aquellos parajes otra problemática, con esas técnicas tan invasivas...
      Un abrazo.

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  4. La tengo en la nevera..ya me entiendes.. en cuanto la vea te comento.

    Besos

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