Robert Mulligan es un director no muy prolífico que ha sabido moverse en géneros dispares; justo cuando me dispongo a iniciar este comentario, me doy cuenta que ya antes, aquí , he manifestado mi admiración por su buen hacer.
Mulligan ostenta merecida fama de saber dirigir a los actores que a su disposición tiene en sus películas.
Con tal antecedente, a primeros de los 70 da un paso al vacío y se dispone a rodar una película contra corriente, con unos actores prácticamente desconocidos, apenas unos chiquillos: Una joven Jennifer O'Neil (Dorothy), indiscutible belleza de 23 años, un jovencísimo Gary Grimes (Hermie), acompañado de Jerry Houser (Oscy) y de Oliver Conant (Benjie).
Digo que la película va contra corriente porque, después de la liberación juvenil de mayo del 68, el cine comercial entró en una dinámica protestona e irreverente, acomodada a lo que se llamó pop-art, con productos que han envejecido muy, pero que muy mal.
Algunos directores inteligentes supieron nadar con su propio estilo; muchos eran entonces jóvenes promesas del cine, y todos trataron, a principios de los 70, historias que giraban alrededor de los años de juventud: The Last Picture Show , filmada en 1971 por Peter Bogdanovich y la posterior American Graffiti , dirigida por George Lucas en 1973, películas todas ellas, en mi opinión, fruto del interés suscitado por el tratamiento del despertar sexual del joven púber que exitosamente mostró en el año 1967 Mike Nichols con su película The Graduate, comentada magníficamente a la suave luz de La Linterna Mágica.
En medio de todo este panorama cinematográfico, el más veterano Robert Mulligan se concertó con el escritor Herman Raucher para llevar a la pantalla la que para mí sigue siendo la mejor película que retrata idealmente esa época tan difícil en la que un chico deja de ser niño y se convierte en un joven hombre: Verano del 42 (Summer of '42 , 1971).
Con la compañía del excelente cámara Robert Surtees, del montador Folmar Blangsted y del sobresaliente compositor francés Michel Legrand, Mulligan compone con excepcional sensibilidad una obra que nos muestra un período vacacional, el del verano de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando tres chicos, Hermie, Oscy y Benie, "el terrible trío", se trasladan con sus familias a una isla que permanecerá en su memoria de forma indeleble.
La película es un ejercicio de nostalgia: la voz en off de Hermie (trasunto del propio autor Raucher, pues la historia es verídica) nos acompañará a lo largo de todo el metraje, con bellas reflexiones.
"Cuando yo tenia quince años y vine con mi familia a esta isla a pasar el verano, no habia ni tantas casas ni tanta gente como ahora:entonces se podía apreciar mejor la geografía de la isla y la belleza del mar..."
Los chicos, con apenas dieciseis años, llegan a la isla en la época en que todavía tienen aficiones y gestos de niños, pero ya se ha despertado en ellos una sexualidad incipiente: son inexpertos en amoríos y baten "récords" en sus aventuras con las chicas en el cine, porfiando por acariciar sus senos; a escondidas, miran libros a ellos prohibidos; sus ideas, confusas, se mezclan con sus sentimientos, con una individualidad que marcará el desarrollo de la trama que, de forma elegante y pausada, Mulligan nos presenta.
Oscy, más rudo y varonil, alcanzará su deseo de perder la virginidad, acabando agotado por el esfuerzo; Hermie, más sensible, se enamorará perdidamente de una mujer joven, Dorothy, cuyo esposo, militar, acabará falleciendo en la guerra, según sabremos por una misiva.
La relación de Hermie con Dorothy es el centro de la historia, muy bien interpretada por ambos: Hermie está fascinado por una mujer "mayor" que le lleva siete años de experiencia y que, tiernamente, en una escena magnífica, más que seducirlo al estilo de Mrs. Robinson, lo que hace es introducirlo en el misterio del amor, perdiendo la virginidad y con ella la niñez que le acompañaba al llegar a la isla.
"En el verano del 42, asaltamos el puesto de guardacostas cuatro veces,vimos cinco películas y llovió nueve dias... y en un sentido muy especial, yo perdí a Hermie para siempre..." Mulligan, a los acordes del famosísimo tema "The Summer Knows", apoyándose en una fotografía adecuadísima, nos cuenta con una simplicidad clásica y sin groserías ni gamberrismos, delicadamente, casi que asexualmente, el tránsito que conforma la pubertad, incidiendo en el aprendizaje de los encontrados sentimientos que el primer amor despierta, con sus dudas, sus temores, y el recuerdo que en cada adulto dejan; aprender nunca es fácil, pero nunca nadie ha querido quedarse ignorante de ese sentimiento maravilloso, embriagador.
p.d.: Raucher recibió, después de publicada su novela y exhibida la película, muchas cartas de mujeres asegurando ser Dorothy, cuyo apellido desconocía. Una de ellas, la verdadera, se preocupó por si le había lastimado psicológicamente: Dorothy tenía entonces ya dos nietos, y Raucher estaba felizmente casado.
En esta añeja fotografía de 1962, donde vemos retratados a John Ford, John Wayne y James Stewart, falta uno: precisamente, el que, en su personaje, va a dar nombre a una muestra irrefutable que, se mire por donde se mire, el Cine del Oeste, sin Ford, no tendría ni principio ni fin.
Porque, genio a pesar suyo, Ford, ya en 1962, nos introduce en lo que luego desde Europa se bautizó como "western crepuscular".
La trama, simple a primera vista, es la siguiente: un afamado senador de los Estados unidos, Ransom Stoddard (James Stewart), viaja con su esposa en tren, llegando a un villorrio del oeste del país. La prensa local, sabedora de su presencia, se apresura a entrevistarle, dando pie a una narración en el recuerdo, lo que cinematográficamente conocemos como "flashback", que abarcará toda la acción que se nos presenta:
Ransom, abogado, se desplaza al lejano Oeste con la intención de establecerse profesionalmente; en su viaje, la diligencia (no hay todavía trenes que viajen al oeste) será asaltada por unos forajidos, cuyo cabecilla le deja sin sentido con el pomo de su látigo.
Llegado a su destino, es acogido por una familia que regenta un mesón, de cuya hija, Hallie (Vera Miles) quedará irremisiblemente prendido, ante la mirada preocupada del valiente ranchero Tom Doniphon (John Wayne).
Cuando Ransom se halla colaborando como camarero, para compensar el alojamiento y ayuda que recibe, entra en escena el que echábamos a faltar en la fotografía que encabeza este comentario:
El imprescindible Lee Marvin interpreta de forma magistral y breve uno de los villanos más conocidos del cine del oeste: Liberty Valance, acompañado de sus esbirros Floyd (Strother Martin , en un papel que le marcó) y Reese (Lee Van Cleef )
Y su muerte es el eje donde pivota la historia narrada, basada en un relato de Dorothy M. Johnson, autora también de la exitosa Un Hombre llamado Caballo (A Man Called Horse , 1970)
¿Porqué todavía emocionan esas películas?
¿Será porqué el guión está muy bien construído, con personajes perfectamente descritos con cuatro trazos?
¿Será porque el sistema de los grandes estudios permitía ofrecer un sin número de grandísimos actores, con unos secundarios contumaces ladrones de escenas, prestos a entregar su alma en una escena para marcar para siempre un personaje?
¿Será porque John Ford tiene una puñetera forma de dirigir que parece que nadie se ocupe de la cámara? Y si nadie se ocupaba, ¿cómo es que ahora, que parece que todos se ocupan tanto, el resultado no es el mismo o mejor?
Parece tan fácil todo: se planta la cámara, se da un poco de luz, se sienta el actor, empieza a hablar, y nos mete en la historia, sin darnos cuenta.
El valiente, en esta película, no es el que lleva la pistola: es el que lucha por imponer la razón a base de argumentos. Sólo es convencional en el mero hecho que, además de la gloria, se lleva a la chica.
El otro héroe, acaba solo, ignorado, manteniendo hasta el último trance un secreto y una decisión de hombre enamorado que redime su acto atroz sacrificándose por el bien de su amada.
Están también los amigos, buena gente: el amigo fiel que cuida las espaldas, Pompey (Woody Strode ); Peabody, (Edmon O'Brien ) un periodista locuaz y borrachín, que se atreve a decir: "yo no puedo ser político; yo soy la prensa; yo creo y yo derribo a los políticos; yo vivo de contar lo que ellos hacen" (más o menos, vaya) ; su amigo de cogorzas, el Doctor Willoughby (Ken Murray ), que, dándole con el pié, tras haber trasegado nueva ración de whisky, dice de Valance, mirando al tendido: "está muerto" y se va; y un agente de la ley más proclive a saciar su enorme apetito y a congeniar con su familia mejicana, el Marshal Link Appleyard (Andy Devine ), que a enfentarse a los forajidos y hacer que se cumpla la ley que representa en un pueblo sin ley.
Una situación que sorprenderá a Ransom, hombre de leyes, convencido que su lugar esta ahí, donde la norma se rige bajo el humo de los revólveres, para llevar la civilización al recóndito villorrio, donde casi nadie sabe leer.
Total, llanamente, un flashback que nos lleva de una época moderna (ver el tipo vestido con canotier en el andén, justo al inicio) a una época legendaria del lejano oeste, sin indios, y con un negro liberado que aprende la Declaración de los Derechos Humanos pero no puede beber en el saloon, aderezado por alguna que otra elipsis y la presentación del clímax en dos secuencias idénticas con ángulos distintos, claramente definitorios de la entidad de los personajes.
Casi nada: una historia adaptada por Ford a su sentir: el viejo zorro del oeste, en uno de sus últimos "western", inicia lo que parece ser carpetazo al género (por lo menos por una larga temporada) reuniendo a tal fin a un elenco imposible de conseguir hoy, con unas estrellas irrepetibles y unos secundarios de auténtico lujo, mostrando la transformación ocurrida en la sociedad rural de Estados Unidos, donde la victoria política se basa en popularidades ficticias, donde el respeto a la leyenda se mantiene, confundiéndose la imaginada heroicidad con un simple asesinato a sangre fría, fruto de la dureza de otro tiempo, pasado ya...
Dudo que nadie ignore, a estas alturas, que estaba comentando esa obra maestra que se llama El Hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance , 1962).
Y para que no queden dudas, ahí queda despejada la incógnita:
Hay un nombre de actor estadounidense que este comentarista jamás podrá olvidar y que se halla unido a los más tiernos recuerdos de la infancia y adolescencia: cuando, tras haber subido hasta el último piso de un edificio, por una estrecha y empinada escalera, llegaba al último rellano, cabe la puerta del piso donde vivía mi mejor amigo veía, escrito en la pared, en letras grandes, que no mayúsculas: Dana Andrews.
Han pasado muchos años y hace poco, rindiendo visita a la madre de mi amigo, Lolita, señora menuda, guapa y amable, comprobando que el nombre todavía estaba proclamando sobre la pared una rendida admiración, no pude por menos que preguntarle si ella lo había escrito: un relámpago feliz iluminó sus ojos anunciando una sonrisa y me confesó que, ciertamente, ella lo había escrito, jovencita, antes de casarse, después de haber visto en el cine una película:
Laura , producida y dirigida en 1944 por Otto Preminger , protagonizada por Dana Andrews , Gene Tierney, Clifton Webb, Vincent Price y Judith Anderson , un verdadero póquer de intérpretes que, sin ser primeras estrellas, configuraron una mano vencedora, lo que podríamos llamar "un póquer de ases", en una película que no tan sólo ha soportado perfectamente el paso del tiempo sino que ha alcanzado la categoría de mítica, perteneciendo al grupo de películas que, dejando aparte sus intrínsecas cualidades cinematográficas, han calado en el alma de los espectadores, otorgando cada cual un sentimiento, una interpretación propia, colocándose en ese rincón de la memoria donde el sentimiento prevalece a la razón.
Laura alberga en su confección elementos que, en otras manos, hubieran distorsionado y perjudicado el resultado final: el rodaje fue iniciado por Rouben Mamoulian , pero pronto fue despedido por el productor, el propio Preminger, quien, nada satisfecho con el cariz que tomaba la historia, no tan sólo quitó de enmedio al director sino que también se libró del cámara y de todo lo que hasta el momento se había rodado.
De modo que podemos afirmar que el resultado final pertenece por entero a Preminger, dueño absoluto de la historia y de la forma en que nos la cuenta.
La sinopsis, la trama, pertenece de forma primigenia a lo que conocemos como cine negro o policíaco: el detective teniente Mark McPherson (Dana Andrews) es el encargado de investigar un asesinato producido en el seno de la clase media-alta, siendo la víctima una bellísima mujer joven, Laura Hunt (Gene Tierney), quien goza la amistad de un famoso periodista, Waldo Lydecker (Clifton Webb), perdidamente, obsesivamente enamorado de ella; Laura aparece asesinada, en su casa, tres días antes de contraer matrimonio con un atractivo vividor, Shelby Carpenter (Vincent Price), por quien bebe los vientos la señora Ann Treadwell (Judith Anderson), que, a la vez, es pariente de Laura.
Para Mark, ese círculo de amistades con sentimientos cruzados contiene en sus relaciones la explicación del asesinato que deberá esclarecer y procede rigurosamente a interrogarlos a todos. En una serie de flashbacks, vamos conociendo la figura de Laura, por boca de los comentarios que sobre ella hacen sus allegados; Mark, además, meticulosamente, va comprobando los detalles de todas las coartadas, adentrándose por medio de la investigación en la vida de Laura.
Vemos cómo el detective, pobre diablo que calma sus nervios con un juguete de bolsillo, revisa el diario personal y las cartas privadas de Laura y comprendemos cómo, poco a poco, conociéndola, se ha ido enamorando de la mujer cuya muerte deberá aclarar. Una noche, sólo en el piso de Laura, enfrentado al retrato de ésta que cuelga en la pared, presidiendo la estancia, no puede apartar sus ojos de su imagen, y empieza a trasegar whisky que toma del mueble bar de Laura.
Mark, vaso en mano, va y viene por el apartamento: abre cajones, pensativo; abre el armario de Laura, admirando sus vestidos; deambula, exasperado, mesándose el cabello, sobrepasado su ánimo de policía por un sentimiento naciente de amor a la fallecida, hasta que, bebida media botella de whisky, se duerme en el sillón de Laura, frente a su retrato.
Preminger, hasta el momento, nos ha presentado una historia al uso del cine policíaco tan frecuente en la época en que fue rodada; pero, en un alarde de su maestría, manteniendo el plano, un nuevo elemento entra en acción; oímos una puerta que se abre y entramos, con Mark frotándose los ojos, en una dimensión subvertidora de lo conocido.
Un giro argumental que nos permitirá preguntarnos si se trata de una ensoñación del protagonista o si, por el contrario, pertenece al mundo real; una alteración de la trama fundamental, que nos aleja de la base, ofreciéndonos la oportunidad de elegir, como espectadores, la resolución de la incógnita planteada, al más puro estilo del cine negro con alambicados guiones o inclinarnos por un final donde el enamorado protagonista se redime de una apuntada misoginia y obtiene, al fin, el anhelado corazón de su amada Laura.
Preminger, en menos de hora y media, con una técnica cinematográfica depurada y unos intérpretes solidísimos, nos ha ofrecido, a través de unos diálogos brillantes, una historia imperecedera que cala hondo, agarrándose al sentir de cada cual, sentando las bases del uso fílmico del mundo interior, donde todo es posible, donde el espectador se adentra en las sensaciones psicológicas del personaje, como luego veríamos, más extensamente, en Vertigo , no importando, en definitiva, si lo que hemos visto con nuestros propios ojos pertenece al mundo real o no.
(Dedicado, con todo mi cariño, a Lolita, fan de Dana Andrews desde sus años mozos)
La amabilísima Donna Angelicata , cuyo blog es una delicia para leer, me ha regalado una nominación al Premio Blog Solidarioen este post , y digo bien, regalado, pues, en mi cortísima andadura como "bloguero" (¿Se dice/escribe así? Es que ni lo sé: tan novato soy), no creo ser merecedor de premio alguno: con que me lea alguien, ya me doy por contento y satisfecho.
Sea como sea, aceptado el dadivoso obsequio, me corresponde ahora nominar, por mi parte, a los que yo quiera; y quiero, aprovechando la ocasión, rendir gratitud por lo mucho que de ellos aprendí, antes de lanzarme a la bloguera singladura, a:
Las reglas para este galardón, según me dicen, son:
1.- Escribir un post mostrando el PREMIO y citar el nombre del blog que te lo regala y enlazarlo al post que te nombra (de esta manera se podrá seguir la cadena). 2.- Elegir un mínimo de 7 blogs que creas que se han destacado alguna vez por ayudar, apoyar y compartir. Poner sus nombres y los enlaces a ellos (avisarles). 3.- Opcional. Exhibir el PREMIO con orgullo en tu blog haciendo enlace al post que escribes sobre él y lo otorgas a otros.
Después de una asombrosa época en la que consiguió por su trabajo diversos galardones, Joseph L. Mankiewicz tuvo la mala fortuna de hacerse cargo de una película que, a la postre, le arrastró a una inmerecida mala fama en los ambientes de Hollywood; fue en 1963 cuando dirigió la polémica Cleopatra , cinta promocionada de forma extraordinaria y que, en su estreno, fracasó de forma estrepitosa a causa de la gran expectación, debiendo pasar varios años hasta que fue aceptada por crítica y público, a pesar de los varios galardones obtenidos en distintos apartados.
Cuatro años más tarde, en 1967, Mankiewicz, autoexiliado en Europa, decidió aprovechar las oportunidades brindadas en Cinecittà y, reclamando a su lado al Director Artístico Boris Juraga , y al actor Rex Harrison , ambos también partícipes de la denostada Cleopatra, dirigió una película extraña para la época, fuera de lugar, pero muestra definitiva del estilo y gustos de su director.
Titulada para la exhibición española como Mujeres en Venecia, quizás por la dificultad de traducir correctamente al castellano su título inglés original, The Honey Pot , es una película en la que, sobre una trama aparentemente sencilla pero intrincada al tiempo, Mankiewicz desata sus demonios personales, sus obsesiones, su devoción por la palabra, ejecutando un estudio nada placentero sobre la condición humana: ambición, falsedad, ansia de poder y obsesión por el tiempo se entremezclan en una historia que transcurre en un ambiente claustrofóbico, un palacio veneciano con decoración del Siglo XVII, con puertas ocultas, jardines escondidos y trampas por doquier.
Mankiewicz, asimismo autor del guión, se basó libremente en la novela de Thomas Sterling titulada "The Evil of the Day", y en la obra de teatro de Frederick Knott "Mr. Fox of Venice", ambas basadas en la celebérrima pieza teatral Volpone, de Ben Jonson , creando un argumento de intriga policial sólido, no en vano Knott es autor de la celebrada obra Crimen Perfecto (Dial M for Murder). Ya en las primeras imágenes de la película, Mankiewicz nos muestra al excéntrico millonario Cecil Fox como único asistente a la representación que del clásico Volpone se hace en el Teatro de Venecia, una representación, dicen los carteles que vemos, privada. El único espectador, en un momento de la obra, se pone en pié y asegura haber visto bastante: ¡Bravo!¡Bravo! Pero señor, no hemos acabado y usted ha pagado la representación entera... ¡No importa!¡Me la sé de memoria! Y se va.
Acto seguido, vemos a William McFly (Clift Robertson ), actor con mala suerte, que acude al palacio de Fox al reclamo de una oferta de trabajo como secretario "particular".
Ya en los primeros diálogos, Mankiewicz dispara con bala blindada contra el mundo de los actores, de la industria de cine, de la avaricia: ¿Cuanto es bastante? Bastante. ¡Nunca es bastante! Conozco el dinero...
De su conversación con Fox, conocemos la trama: el millonario, aburrido, pretende hacer lo que denomina una charada, invitando a su palacio a tres mujeres que han sido algo para él en su vida, con la excusa que, enfermo de gravedad, quiere estar seguro de a quien dejar su innombrable fortuna. McFly, como actor, deberá cuidar los detalles de la representación, improvisando sobre los acontecimientos, remitiendo cartas parecidas a las tres mujeres: la Princesa Dominique (Capucine), la famosa actriz Merle McGill (Edie Adams) y la rica mujer de negocios Sra. Sheridan (Susan Hayward ), que se presentará la última, acompañada por su enfermera Sarah Watkins (Maggie Smith ), a quien Fox dará el mote de "saltarina".
Las tres mujeres han acudido (ante la sorpresa de McFly, que presumía el fracaso de las misivas enviadas, por su condición de bienestantes ) al reclamo de la posibilidad de recoger la herencia de Fox, que se mantiene aislado en sus palaciegas habitaciones, riéndose de ellas por las protestas de cada una al comprobar la comparecencia de las otras dos, rivales en el pasado amor de Fox y en el futuro de sus bienes.
Cuando Fox se reune con cada de ellas por separado, recibe el mismo regalo, en tres apariencias distintas: un reloj de arena, en realidad oro, de la Princesa (el tiempo es oro, magníficamente representada la metáfora); un reloj de porcelana, con una bailarina anunciando las horas, frágil, como el tiempo mismo, de la Sra. Sheridan; y un reloj, en realidad muchos, insertados en una pieza de cristal, marcando las horas de diversos lugares del mundo, obsequio de la actriz Merle, como ejemplo de la universalidad del tiempo, corriendo incesante, imparable, en todo el orbe.
Tres relojes que marcan la hora; tres relojes que cuentan los minutos que faltan para el fatal desenlace que la enfermedad de Fox -que sabemos ficticia- anunciada como grave, proporcionará a este el descanso eterno y a su heredera gran beneficio. Curioso regalo de homenaje para un moribundo.
Relojes que hay diseminados en todo el palacio, múltiples y variados, hasta en la música que, de forma constante suena, El Vals de las Horas, obsesión de Fox que lo baila a menudo, como ejercicio, dice él, cuando sabemos que su mayor ambición hubiera sido ser bailarín. Relojes que, algunos, no marcan la hora con puntualidad.
La trama da un giro inesperado cuando se produce una muerte; primero parece natural, pero pronto sabremos, por boca del Inspector Rizzi (Adolfo Celi) que en realidad ha sido un asesinato.
Mankiewicz nos ha llevado por su camino: primero, nos induce a pensar que nos hallamos ante una adaptación libre del Volpone; incluso los personajes tienen similitud, ya que la trama la urden Fox y McFly, es decir, el Zorro y la Mosca; de improviso, la comedia se convierte en tragedia y la tragedia en intriga criminal.
Y todo es confusión; Mankiewicz da una vuelta de tuerca y nos va desgranando las motivaciones de los personajes que nos ha presentado y que ahora se hallan presos en el enorme palacio, con sus puertas falsas, su jardín escondido y la ominosidad de saber que, de sus cinco habitantes, uno ha cometido el asesinato, sin que, aparentemente, haya lugar a sospechar el motivo, ya que Fox sigue vivo.
Hasta el desenlace, Mankiewicz, aquí palabra e imagen, ha procedido a desmenuzar las vidas de los variopintos personajes, que nada tienen en común: vemos sus afanes, sus deseos, sus ambiciones, su soledad, la búsqueda de un amor deseado pero jamás hallado, la codicia que les mueve, la insatisfacción de toda una vida, incluyendo la incomprensión que en su propio hogar tiene el Inspector Rizzi, cuando su mujer y sus hijas están más pendientes de la televisión ofreciendo la serie de Perry Mason que de su esposo y padre, quien, en silencio, sacando su pistola, apunta amenazadoramente a la pantalla televisiva...¿otra ironía más de Mankiewicz?
En definitiva, una película que, a pesar de no haber obtenido en su momento el deseado éxito, permanece por sus virtudes incólume al paso del tiempo; lastrada en parte por su extensísimo y prolijo guión, su duración, de dos horas, excesiva cuando se estrenó, entra ahora brillantemente en la media, y nos permite, al revisarla, disfrutar de unas frases muy bien escritas, con una acerada ironía, sin desperdicio, recreando un reducido y complejo universo de personajes que no son lo que parecen ser, como tampoco la película es lo que a primera vista pensamos.
Hace treinta años este sufrido cinéfilo ya sabía leer; y entre otras lecturas, devoraba con fruición las críticas que Don Julián Marías Aguilera escribía para la desafortunadamente extinta revista Gaceta Ilustrada sobre las películas que solía ver; y me acuerdo de un comentario concerniente a la película Paso Decisivo (The Turning Point , 1977), dirigida por Herbert Ross
El maestro Marías enaltecía en su crítica la buena labor de Ross, asegurando que era un director idóneo para las películas en las que la danza tenía un lugar importante, ya que, decía Marías con acierto, el director sabía mantener la cámara quieta ofreciendo los mejores ángulos a fin que el espectador disfrutara del baile, residiendo así la acción en los bailarines y no en el pulso del director. Probablemente era un mensaje irónico, un dardo envenenado contra la moda imperante en aquellos momentos en la televisión, donde un tal Lazarov retransmitía los bailes "pop" con tal profusión de planos y de zoom que uno apenas acaba de ver la coreografía que se ofrecía como espectáculo; de hecho, probablemente, también, Lazarov lo hacía para imprimir dinamismo a un cuerpo de baile falto de aliento.
Estos pensamientos me han venido a la cabeza cuando, tambaleándome casi, abandonaba hace unas horas la sala de cine, raudo y veloz, mientras todavía los títulos de crédito se cernían en la pantalla, explicando quienes han sido los causantes/autores de semejante estado de ánimo que me ha impedido, contra mi costumbre, permanecer sentado hasta que se encienden las luces de la sala y aún mas. Ya que había visto El Caso Bourne (The Bourne Identity , 2002) y también ElMito de Bourne (The Bourne Supremacy , 2004), y me habían gustado ambas, me he dicho: voy a ver la tercera, El Ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum , 2007), a pasar un buen rato viendo las hazañas del famoso agente Bourne interpretado por Matt Damon
El director de la película, Paul Greengrass ya dirigió la segunda entrega con eficacia, apuntando unos modos cinematográficos, cámara en mano, que pretendían dar un aire más "natural" a la narración, como si se tratara de una especie de "documental". El éxito de la segunda entrega se le ha subido a la cabeza a Greengrass y en la tercera ha extremado la técnica, perdiendo de vista que el espectador está sentado en una butaca del cine y no en un asiento de una montaña rusa.
Una cosa es usar la steedy-cam y otra muy distinta permitir que el cámara se balancee mientras los actores dicen sus frases. Resulta penoso ver al pobre David Strathairn realizar una composición de villano en la línea de sus muy buenas actuaciones, mientras la pantalla se balancea como si el espectador estuviera en la cubierta del Titánic.
Pero no sólo eso: la música es omnipresente y a un nivel que en muchas ocasiones dificulta el entendimiento de las frases de los actores.
Y para rematar, el montaje es videoclipero al cien por cien, componiéndose cualquier escena, por corta que sea, en cientos y cientos de inacabables primeros planos que llegan a marear, con saltos de eje imperfectos, produciendo a este comentarista, apenas transcurridos diez minutos de la película, una desazón tal que, de haber tenido la sensatez de esperar al alquiler del dvd, hubiera significado la muerte súbita de Bourne y de toda la cohorte que van de un lado para otro sin cesar.
El guión no es malo, siguiendo la estela de las anteriores, captando la atención, con una historia de acción constante y una intriga que se mantiene hasta el final, aclarativo de las dudas del protagonista.
Pero la dirección es horripilante; el tratamiento dado es un acabose; las persecuciones, cámara en mano vacilante, con muchísimos planos, pierden el alma del perseguido y del perseguidor, sea quien sea en cada momento, erigiéndose como protagonista en todo momento una cámara mal usada que impide al espectador disfrutar de una acción muy bien llevada por los intérpretes (o por los dobles, tanto da), lo que acaba por eliminar el interés de toda persecución cinematográfica que se precie, cual es la identificación del espectador con el protagonista, corra éste delante o detrás del malo de turno.
Antes de ponerme a redactar mis sensaciones he querido compulsarlas con críticas ya ofrecidas y me quedo pasmado al leer en alguna parte -no diré donde- que Greengrass ha conseguido mejorar y depurar su estilo, al modo de la corriente "dogma 95", apostando, dice, por una sobriedad visual. Puede que este simple comentarista no esté a la altura del cine "moderno" y me esté quedando "anticuado" pero, amigos, después de haber visto las caras de los que conmigo han aguantado el chaparrón espasmódico y epiléptico de las imágenes con que Greengrass nos ha obsequiado, no me queda otra que venderle un trípode que por ahí tengo abandonado, para que lo use de vez en cuando en su próxima fechoría errr digo, película.
La compañía Universal International Pictures había tenido, en los años cincuenta del siglo pasado, algún que otro éxito comercial con películas de Serie B y contenido fantástico, muy al uso de la época, cuando la sesión doble albergaba sonados estrenos con estrellas rutilantes y producciones más modestas de presupuesto.
Con el objetivo claro de proseguir tan rentable iniciativa, en 1956 encargó a uno de sus directores de plantilla, Jack Arnold que se cuidara de llevar a la pantalla una novela de Richard Matheson.
Éste había firmado la cesión de derechos de su novela con la condición de adaptarla por sí mismo a guión cinematográfico, siendo la primera ocasión en que ejerció de guionista de cine, carrera que ha continuado con bastante éxito.
De la colaboración de ambos nació una pequeña joya del género de ciencia ficción, presentada en 1957, titulada El Increible Hombre Menguante (The Increbible Shrinking Man 1957)
Todo se inicia cuando un joven matrimonio formado por Scott Carey (Grant Williams ) y su esposa Louise ( Randy Stuart ) están en el mar, a bordo de una lancha, de vacaciones, y una nube extraña se dirige hacia ellos, alcanzando de pleno a Scott mientras Louise está dentro de la embarcación buscando una cerveza.
Al cabo de seis meses, Scott comprueba que está perdiendo peso y también le parece que ha disminuído de talla,pasando de medir 185 cms. a 180 cms. Acude al médico y no le halla nada raro, gozando de buena salud. No obstante, la ropa le sigue viniendo cada día más holgada, descubriendo que, de forma paulatina e inexorable, va menguando.
Realizadas unas pruebas por especialistas, parece que ha sido afectado por una radiación que llevaba la nube, añadido a un incidente con un camión fumigador.
Día a día, va disminuyendo su tamaño, hasta que, aplicado un remedio, parece detenerse en su progresión con una altura de 120 cms.
En la primera media hora de la película, breve, pues apenas alcanza los 80 minutos, se nos ha mostrado el cambio imparable en el físico de Scott, pero, lejos de reducirse la temática a esa corporeidad, incide la trama en el cambio gradual que sufre el carácter del protagonista, pasando de publicitario amante de su esposa a ser atemorizado por lo que le pasa y cada vez más huraño, como consecuencia, mostrándose tiránico con su esposa, que padece por partida doble el cambio físico de su esposo y el de su trato para con ella.
Él sale una noche de su casa y entabla relación con una mujer enana, Clarice ( April Kent ), que trabaja en un circo, quien le hace ver que en el mundo hay sitio para todos, naciendo un nuevo optimismo en Scott, que prosigue la redacción de un libro contando sus vivencias.
Sin embargo, pasadas unas semanas, percibe que ya es incluso más pequeño que su amiga y la abandona corriendo.
Mediante una elipsis, comprobamos cómo el tamaño de Scott ha disminuido tanto que se halla viviendo dentro de una casa de muñecas situada en la sala de estar de su casa; su actitud con su esposa es cada vez más áspera; ella sale a comprar, momento en que el gato de la familia aprovecha para entrar, causando un giro total en la historia, al tratar el gato de cazar a su dueño...
Scott, que se ha visto precipitado al fondo del sótano de su casa, ha conseguido escapar del gato, pero su esposa, que halla un girón de sus ropas, sangriento, viendo al gato relamerse, cree que su marido ha sido devorado por el felino.
Se inicia entonces la parte más fantástica de la película, con un contenido claramente filosófico: la conversión de lo que entendemos como nuestro mundo natural en una suerte de obstáculos más que peligrosos, mortales, para el hombre menguante, que debe ingeniárselas para sobrevivir en un escenario asombroso, convertido lo cotidiano en fantástico, lo útil en obstáculo, lo diminuto en gigantesco.
Y se produce una nueva transformación en el carácter de Scott, que deja atrás sus preocupaciones de perder tamaño en comparación con los "normales", su pérdida de empleo, su diferencia con su esposa: ahora es consciente que su única lucha es la de sobrevivir, aceptando su condición, cuando semanas antes pensaba en el suicidio como solución a sus problemas.
Arnold nos ofrece un recital de imágenes trucadas, con unos efectos especiales fruto del ingenio, con escaso presupuesto pero mucha inteligencia, que todavía hoy, después de cincuenta años, asombran por su eficacia, al servicio de las brillantes ideas de Matheson.
El protagonista debe luchar contra una araña, enorme para él, asumiendo su condición de cazador convertido en presa, con el apremio de actuar antes que su tamaño, que sigue menguando, le haga imposible por completo triunfar en la desigual lucha. Debe olvidarse de todo y aplicar su destreza de humano para vencer.
Finalmente, su diminuto tamaño le permite salir del sótano, comprobando cómo su condición humana no se ha visto alterada, aunque la proporción sea distinta: pero sigue viendo la luna lejos y las estrellas inalcanzables. Entiende que, a pesar del extraordinario cambio sufrido por su cuerpo, su esencia sigue intacta, hallando su alma la paz al asumir su realidad.
Es pues esta película una muestra más de las posibilidades que el cine otorga a los que poseen una idea y saben cómo presentarla, aunque sus medios materiales sean escasos; con una dirección muy apropiada y unos efectos simples pero muy eficaces, basada en un guión excelente, nos lleva primero a constatar la causa y el efecto deprimente y después, con un ritmo trepidante y angustioso, nos muestra cómo, a través de la necesidad y el esfuerzo, el protagonista alcanza la fuerza anímica que le reconforta, tranquiliza y reconcilia consigo mismo. Mucho antes de 2001,Odisea en el Espacio y Blade Runner, encontramos en una sencilla producción de Serie B un aliento metafísico y filosófico que la convierten en imperdible para el cinéfilo aficionado a la ciencia ficción.
Otrosí: del buen hacer de Richard Matheson como guionista dan fe: su intervención en Duel 1971, ópera prima de Spielberg; su guión de su novela Soy Leyenda (I Am Legend) en la película El Ultimo Hombre de la Tierra (The Last Man on Earth 1964), protagonizada por el gran Vincent Price, que ha sufrido un "remake" I Am Legend protagonizado por Will Smith (quemiedomedááá) que se estrenará en diciembre próximo, y, ¡sorpresa! también está en fase de producción un "remake" de el Increíble Hombre Menguante....
A veces uno intenta relatar una historia ajustándose a la realidad al máximo, creyendo obtener con ello recompensa, pero la verdad siempre resulta esquiva.
Arthur Penn y Gore Vidal aunaron sus esfuerzos para ofrecer la "verídica" historia de una leyenda del lejano Oeste norteamericano, los hechos que ocurrieron en la corta vida de William Henry Booney, conocido como Billy the Kid (Billy el Niño ), siendo fruto de dicha colaboración una película que se titula El Zurdo (The Left Handed Gun , 1958) y que tiene como protagonista a un joven y guapo Paul Newman , con apenas treinta y tres años, cuya mirada de intensos y claros ojos azules producía suspiros en el patio de butacas.
La historia pretende ser verídica, pero falla desde el principio: en 1986, alguien con dotes de observación constató que el famosísimo bandido no era zurdo, como todos pensaron al ver su fotografía con un Colt de mecanismo simple enfundado en una pistolera, atada a su pierna izquierda y empuñando un fusil Winchester en su mano derecha: al estudiar detenidamente el fusil, se comprobó que la fotografía estaba positivada al revés:¡Billy el Niño no era zurdo!
Se nos presenta un muchacho ignorante, con un pasado violento, acogido por un ranchero que es asesinado; Billy emprende venganza contra los asesinos, hasta acabar su corta vida con un disparo del también famoso Pat Garret, (interpretado por John Dehner ) antes fuera de la ley, reconvertido en sheriff.
La pretensión del director y del autor de la historia era ofrecer una visión realista del personaje mitológico: pero lo que vemos es un hombre joven con escaso talento, más bien de cortas luces, casi que disminuido mental, con unas actitudes frente a hechos cotidianos un tanto extrañas, apoyada esa presentación de la leyenda mediante una actuación nada contenida de Newman, dando la sensación que Penn no supo o no quiso dirigir al actor, que no era ningún novato, y que en el mismo año 1958, con otros directores, realizó actuaciones muy superiores en El Largo y Cálido Verano y en La Gata sobre el Tejado de Zinc Caliente. El histrionismo desplegado por Newman probablemente se deba a la intención de presentar al famoso pistolero como un joven con cerebro de niño, tal y como se nos da a entender en una escena; pero resulta cargante y acaba por quitar realismo.
El argumento, durante años creido como el más ajustado a la realidad de todas cuantas versiones se hicieron para la pantalla o para la televisión, luego se ha demostrado pura invención de Gore Vidal, pero ello, naturalmente, no es obstáculo para que la película alcanzara mayor gloria, ya que ni mucho menos el espectador pretende que se nos ofrezca un documental dialogado.
Sin embargo, lastra la película el trazo grueso usado para la definición de los personajes que por ella pululan, tanto como las pobres actuaciones de los intérpretes que pechan con unos diálogos carentes de la virtud que esperar cupiera de la pluma de Gore Vidal, aunque vaya guionizada por Leslie Stevens , con el añadido de un personaje extraño, una especie de reporterillo, un tal Moultrie, interpretado por Hurd Hatfield , con unas líneas de guión que dan la sensación de indicar una especie de veneración de tipo homosexual hacia la figura del forajido Billy, acabando por ser, desengañado, quien traiciona a su héroe particular, delatándole al revelar su escondite final.
Película curiosa, no obstante, por la enorme virtud de su ajustada duración, que no alcanza mucho más allá de hora y media, recomendable para cinéfilos de pro que disfrutarán de los detalles del imperfecto pero intrincado guión y podrán comprobar como los grandes actores, a veces, pese a su catatónica mirada, son capaces de pasarse de rosca durante todo un metraje. Y todo sin despeinarse.
Alrededor de 1970 se podían ver en España algunas películas digamos que "especiales" en lo que se denominaron "Salas de Arte y Ensayo".
Ese eufemismo albergó en su seno una variedad de películas que poco o nada tenían de relación entre sí, ni por su temática, ni por sus aspiraciones, ni por su tipo de producción.
La suerte del cinéfilo era que, en su mayoría, las películas se ofrecían en versión original subtitulada, de forma claramente intencionada para alejarlas del circuito comercial ya que, entonces, como ahora, eran minoría los que gustaban de ver una película subtitulada, aspecto éste que, sorprendentemente, no ha cambiado con paso del tiempo; pero eso es harina de otro costal.
Al ofrecerse esas películas sólo en v.o.s.e., se cercenaba su difusión de forma eficaz, ya que ni siquiera todas las capitales de provincia disponían de salas que se atrevieran a exhibirlas.
Creo que fue en 1975 cuando en Barcelona se pudo estrenar la película que había obtenido el Oscar a la Mejor Película en 1970; de forma sorprendente y afortunada para algunos, se estrenó en las condiciones expresadas, sólo en v.o.s.e.
La película en cuestión no es otra que Cowboy de Medianoche (Midnight Cowboy 1969), que tuvo que esperar cuatro años para ser estrenada doblada al castellano.
Dirigida por John Schlesinger , con un guión de Waldo Salt , sobre la novela homónima de James Leo Herlihy , protagonizada por Dustin Hoffman , reciente su éxito en El Graduado y por un desconocido Jon Voight , la película fue un éxito sin precedentes, de público y crítica, siendo de destacar que es la única calificada como "X" en los U.S.A. que consiguió el Oscar, lo cual dice mucho en su favor y también sorprenderá a cualquiera, visto lo que se cuece actualmente en el reparto de la estatuilla dorada. Cabe decir que tal calificación de "X" ahora se antojaría como una rareza inexplicable: los tiempos cambian que es una barbaridad, que diría el castizo...
La película arrasó en los Oscar, pues también consiguió el galardón de Mejor Director para Schlesinger, así como el de mejor guión para Salt, y obtuvo nominaciones como mejor actor para sus dos protagonistas y mejor actriz secundaria para Sylvia Miles por una breve pero intensa aparición, así como para el mejor montaje, obra de Hugh A. Robertson
Sorprendentemente, ni siquiera fue nominada en el apartado musical, donde sobresalen dos baladas que se han convertido en míticas: Everybody's Talking, de Fred Neil, cantada por Harry Nilsson , y el tema de la película, Midnight Cowboy, de John Barry , tocado por la armónica celestial de Jean "Toots" Thielemans
Midnight Cowboy es una película dura, sin concesiones; es la historia de dos solitarios, perdedores e inadaptados: Joe es un pueblerino tejano convencido que su condición de guapo semental le abrirá paso en la gran urbe de Nueva York, donde traba conocimiento con un desarraigado y desarrapado Enrico "Ratso" Rizzo, tullido, tuberculoso, ratero de poca monta que malvive en una casa a punto de ser derribada. El sueño de Joe, ataviado como un vaquero de película, es aprovecharse del apetito sexual de las neoyorquinas, supuestamente desatendidas por sus hombres; su ingenuidad chocará con la realidad, acabando en chapero de mala muerte, mientras sobrevive, negándose a trabajar, a base de chanchullos y raterías en las que su compañero Ratso es más experto; Joe arrastra consigo una infancia de soledad: abandonado primero por su madre y luego por su abuela, carece de referentes, como su amigo Ratso, hijo de limpiabotas que no salió adelante; Joe sufre pesadillas recurrentes con una novia que tuvo, imbuyéndose en su creencia de ser un gran amante. Pero la gran ciudad se le resiste y no logra salir adelante; la miseria de ambos contrasta con la forma de vivir de los neoyorquinos, en una sociedad que se despreocupa de los necesitados: vemos a un hombre tendido en el suelo ante la famosísima tienda Tiffany & Co. y Joe se queda extrañado al ver que nadie hace el más mínimo movimiento para ayudarle; no hay convivencia; en la multitud, la soledad omnipresente. Los dos protagonistas, solitarios, perdedores, se apoyan el uno en el otro, forjando una amistad primero basada en la necesidad de compañía y la soledad de ambos y luego en una sincera relación. Cuando parece que Joe por fin consigue su sueño de obtener dinero como gigoló, Ratso empeora en su estado físico y, con el objetivo de cumplir con su sueño de ir a Florida, para alejarse del frío de la ciudad de Nueva York, frío tanto invernal como alegoría de las dificultades de sobrevivir en su dura sociedad, parten hacia Miami, en busca de su Eldorado particular: a medio camino, Joe compra ropa para ambos y se deshace de sus ropas de vaquero, admitiendo que su sueño de ser un vividor no es su estilo de vida. Los dos confían en rehacer su vida en el cálido sur, pero, en un final desolador, el sueño se rompe una vez más y la soledad se impone... Midnight Cowboy es una película triste, con un poso de amargura que nos muestra, gracias a un buen guión y a unos intérpretes excelentes, el nacimiento de una amistad en medio de la insolidaridad y el individualismo generalizado. El paso del tiempo no la ha perjudicado, excepto en que ahora vemos con mayor normalidad lo que en su momento fueron algunos excesos, pero su estructura sigue siendo férrea y su mensaje permanece. Imprescindible verla en versión original: cuando la ví doblada, en la tele, hace tiempo, casi me da un patatús.
Estuve ayer repasando un capítulo de la serie televisiva Poirot de 1989, basada en los relatos de intriga policial fruto de la imaginación de Agatha Christie
El relato, titulado Cinco Cerditos, consiste en las investigaciones del afamado detective Hércules Poirot sobre un asesinato ocurrido catorce años antes; para ello, se entrevista con las cinco personas que, interviniendo de un modo u otro, se hallaban en el lugar del suceso.
Cada uno ofrece su versión de lo ocurrido y Poirot, haciendo gala de su perspicacia en la psicología del crimen, acaba por desentrañar el misterio, descubriendo al verdadero culpable.
Entonces pensé: eso ya lo hizo Akira Kurosawa en Rashomon (1950); y, tirando del hilo, acabé comprobando que Rashomon se basó en dos relatos de un escritor japonés, Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), titulados Rashomon el uno, y En el Bosque el otro.
Atendido que el relato de Cinco Cerditos lo publicó Agatha Christie en 1942, cabría imaginar que a Kurosawa se le encendió la chispa y acudió al autor japonés, que, a su vez, quizá inspiró con el segundo relato la estructura de intriga ideada por Agatha, y así, se cierra un círculo que deviene en perfecto.
Estos pensamientos vienen a cuento al constatar las penurias actuales del cine, que parece falto de ideas, o, por lo menos, de ideas buenas, ya que parece imposible que sean originales: está pronta a estrenarse, en cuatro días, la cuarta sesión de la jungla de Bruce Willis; le seguirá una repetición de Los Ladrones de Cuerpos; que a su vez, precederá al "remake" de La Huella; y se han estrenado hace poco los infumables "remake" de Infernal Affairs y de El Hombre de Mimbre; amenazan con presentar de nuevo The Host, y hasta he leído que Tarantino está considerando hacer Kill (no será Bill, cabe suponer) 3 y 4.
Para recordar que algunos guionistas han alcanzado a cobrar más de tres millones de dólares por un guión que tampoco ha sido nada del otro mundo.
La confección del episodio Cinco Cerditos es un ejemplo vivo de la calidad con que en la Gran Bretaña se hacen muchas series de televisión: podrían perfectamente, algunos episodios, por su duración, acceder a la gran pantalla: muy bien ambientados, vestidos, e interpretados, y con unos guiones con frases ocurrentes, aprovechando unas buenas historias, sin querer inventar nada.
De la producción televisiva británica algunos ejemplares han llegado al cine, como las obras de Dennis Potter Pennies from Heaven y The Signing Detective; otros, como la celebérrima Calderero, Sastre, Soldado, Espía (Tinker, Tailor, Soldier, Spy 1979) y su continuación La Gente de Smiley (Smiley's People 1982), basadas ambas en relatos de John le Carré , aún esperan su adaptación al cine, aunque hay que reconocer que, en todos los casos, la reducción de una miniserie al tiempo de una película es ardua y difícil.
Rechazando la complejidad de llevar al cine una miniserie de éxito contrastado, a pesar que ello no es óbice para la paupérrima adaptación de historias televisivas al cine, lo cual demuestra que la industria cinematográfica carece bien de vergüenza, bien de sentido del ridículo, uno, que es amante de las novelas policíacas, de misterio, novela negra, en fin, no puede más que preguntarse porqué, habiendo como hay novelistas del género con muy buenas obras, ningún avispado productor se procura unos derechos de explotación cinematográfica que probablemente darían pingües beneficios, ya que las historias protagonizadas por -ponga cada uno su detective actual preferido- con toda seguridad arrastrarían a un público lector en masa a las salas de butacas.
Dudo que sea por el precio, visto lo que se paga por necedades; tampoco hace tanto que la industria del cine aprovechaba esos relatos: no mencionaré ninguno en particular: ponga cada cual el que prefiera: hay donde elegir.
¿Será porque resulta difícil la adaptación de una novela de misterio a guión cinematográfico? No creo...
¿Será porque de concienzudos estudios de mercadotecnia han observado que no hay interés del espectador medio en ver buenas tramas policíacas y resulta que yo soy un bicho raro?
Helene Hanff (1916 - 1997) fue una escritora autodidacta de oficio, que, a mediados del siglo pasado, se mal ganaba el sustento trabajando como guionista de series de televisión como, por ejemplo, los seriales de Ellery Queen.
Un buen día de 1949, el 5 de octubre, harta de no encontrar en Nueva York, donde vivía, las ediciones de los libros que gustaba leer, escribió una carta a la reputada librería Marks & Co., situada en el 84 de Charing Cross Road, Londres, W.C.2, enviando una lista de sus apetencias en libros usados, porque, dice: "digamos que soy una escritora pobre amante de libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas".
Iniciaba así una larga relación epistolar con el encargado de la librería, que atendía por el nombre de Frank P. Doel, que se mantuvo ininterrumpidamente hasta el fallecimiento de Frank, veinte años después, sin que ambos llegaran a conocerse personalmente.
Contra su costumbre, Helene guardó la correspondencia y, después de años de haber buscado infructuosamente el éxito como escritora, un buen día de 1969 pensó que aquellas cartas podrían dar lugar a una serie de relatos cortos, tan apreciados por los lectores de los periódicos neoyorquinos.
Para su sorpresa, el editor la llama y le dice:"Publicamos 84, Charing Cross Road"Helene, sorprendida, le pregunta:"¿Bajo qué forma?" "¡En forma de libro, por supuesto!", replica el editor. "¡Está usted loco!", exclama ella.(Así nos lo cuenta en su postscriptum del libro Thomas Simonnet)
El libro, titulado 84, Charing Cross Road, afortunadamente editado en España, es una delicia de 187 páginas para amantes de los libros, que lo leerán de un tirón, pese a pertenecer a un género, el epistolar, que suele ser árido, gracias a una escritura fácil, concisa, elegante, que, a lo largo de veinte años, refleja los anhelos, los sentimientos, las necesidades, las alegrías y las penas de dos personas que se conocieron íntimamente sin jamás haberse visto nunca las caras.
Hace unos años, pocos, al cambiar de un canal a otro de la televisión me quedé prendado de una historia que no había visto empezar, ignorando dato alguno de la película que estaba viendo; tan pronto como pude, averigüé que se trataba de la película titulada en España La Carta Final (84, Charing Cross Road , 1987) y no paré hasta conseguirla y luego, busqué y hallé el libro.
A través de la correspondencia entre una solterona escritora apasionada por la literatura inglesa y su librero en Londres, vemos desarrollarse la vida de unos personajes que se hacen entrañables desde bien acabada la II Guerra Mundial y hasta bien entrados los 70.
Son personas de carne y hueso, con sus problemas económicos a cuestas, que luchan como todos por salir adelante con sus vidas, uniéndoles la pasión por los libros, pasión que trasciende la pantalla deviniendo en eje identificador entre el espectador y todos aquellos que han hecho posible la película.
De forma llana y simple, podría decirse que es una película que trata "de libros", asumiendo un riesgo económico importante pues en modo alguno nadie puede imaginar a un productor cinematográfico invirtiendo sus dineros en crear una película que, simplemente, no va destinada a conseguir grandes recaudaciones.
Y lo más sorprendente es que el productor sea Mel Brooks .
Y no creo que simplemente lo haya hecho por darle una oportunidad a su esposa, magnífica Anne Bancroft, que se las ve con un todavía no mimetizado Anthony Hopkins , realizando ambos unas composiciones interpretativas dignas de encomio, con una extraña sensibilidad.
La obra transpira por los cuatro costados el amor que uno puede sentir por la literatura y especialmente por los libros: "... me encantan los libros viejos, cuando se abren por el lugar preferido por su antiguo dueño..."
Naturalmente, es una película pausada, relajante, que transcurre de forma plácida en poco más de hora y media, ajustándose pues al canon clásico de los 90 minutos, sin que sobre ni falte nada; en ése espacio de tiempo, nos ofrece pinceladas de las vicisitudes pasadas por la sociedad británica en la posguerra (el grupo de británicos en pie ante la tele cuando su todavía Reina fue entronizada, dejando momentáneamente los bocadillos de "jamón auténtico" recibidos de Dinamarca por obra y gracia de la corresponsal americana, da fe de las penurias y los fastos contradictorios), así como el cambio de costumbres y actitudes (la aparición de la minifalda y la desaparición de las existencias del libro de viejo gracias a las incursiones - mohín - de numerosos turistas americanos que vacían las estanterías de Marks & Co.), como antes nos ha mostrado en que manera las enormes casas señoriales de la campiña británica se mantienen en pie mientras liquidan los preciados habitantes de las lujosas estanterías de sus magníficas, pero vacías, ya, librerías.
Pero el libro, tesoro de conocimiento, no fenece: sólo cambia de manos, hallando presto un sucesor que le dará nueva vida con su lectura, como un empujón más del columpio, vaivén vital en definitiva, hasta que recaiga en otras manos y así, con el tiempo, recogiendo el cariño de sus temporales dueños, puede colmar de felicidad a quien lo recibe, viejo como nuevo, llevando consigo anotaciones y marcas que acreditan que no tan sólo es un montón de hojas impresas, mensajero de sentimientos depositados por su lectura.
Es un mensaje imperecedero, pues, el que nos ofrece esta sencilla película, que uno descubrió hace años en una sesión para noctámbulos de la tele, y que ahora, al revivirla, emociona de nuevo, lo que no es poco.
A veces, las películas sencillas, sin pretensiones, acaban siendo notables.
Aunque sólo sea para cuatro chalados por la letra {"lletraferits", decimos en Catalunya}, que también gustan del cine.
Sentemos una premisa irrebatible: en una película, todo lo que el espectador ve en la pantalla, todo lo que se oye, está ahí porque el director así lo ha querido.
Este inicio, que parece una perogrullada (Pero Grullo, a las manos cerradas, las llama puños), sobrepasa la categoría de anécdota y deviene en imposible aprehensión cuando uno contempla alguna película sin lógica interna, con frases ininteligibles por lo mal escritas, escenas que no vienen a cuento, intérpretes con gestos mecánicos que les alejan de la deseable naturalidad del personaje, y un largo etcétera que, para sufrimiento del cinéfilo, se repite con excesiva asiduidad, provocando un hartazgo y una desidia generalizada, incomprension del arte, dicen algunos, que parece ser la causa primigenia de las muchas butacas vacías que se pueden ver en los cines.
Así pues, cuando una película nos hace gozar, cuando nos clava en la butaca, cuando la hemos visto mil veces, en el cine, en la tele, en el video, en el dvd, y seguimos disfrutándola, descubriendo nuevos matices, detalles no percibidos antes, debemos responsabilizar de nuestro viaje al séptimo cielo al director, que ha querido que veamos y oigamos una historia contada a su manera, hacernos partícipes de su pensar. No es, pues, por casualidad, que una película alcanza la categoría de mítica.
Tampoco es ninguna casualidad que el director español Luis García Berlanga se compinchara felizmente con el guionista Rafael Azcona para conseguir, mediado el siglo pasado, cotas cinematográficas que ultrapasaron las murallas naturales y políticas de la época, obteniendo reconocimiento allá donde fueron disfrutadas; primero hicieron un muy buen ensayo (me van a llevar a la horca) con la película Plácido en 1961 y luego remataron la faena con la que quizás sea la mejor película española de todos los tiempos: El Verdugo , del año 1963.
Parece ser que Berlanga leyó un día en -digamos que en El Caso- la anécdota -macabra, naturalmente- del desfallecimiento y ataque de nervios que sufrió un verdugo momentos antes de ajusticiar a la última mujer pasada por el garrote vil, una tal Pilar Prades.
El cerebro de Berlanga empezó a echar humo y decidió acompañarse de su amigo Azcona para construir una película afortunada, de esas que resisten los embates del tiempo, donde por más que uno busque, no halla grieta donde meter la cuña del aburrimiento.
La historia, escuetamente, nos presenta..... ¡qué caramba! no hay forma humana de sintetizar en cuatro líneas todo lo que Berlanga nos pone delante, sin dejarse detalles importantes.
Estamos en la España de 1963: un joven y pobre hombre, José Luis Rodríguez, interpretado por un Nino Manfredi en estado de gracia, trabaja como enterrador, siendo su mayor afán emigrar a Alemania para allí acabar de formarse como el buen mecánico que quiere ser en la vida; debe acudir a una prisión a retirar el cadáver de un reo a la pena capital que ha sido ajusticiado por Amadeo, interpretado por José Isbert , en su habitual estado de gracia, y, acabando por conocer a la hija de Amadeo, la joven Carmen, interpretada por Emma Penella , también en estado de gracia, acabando por enamorarse ambos jóvenes el uno del otro, de entrada, porque por su profesión de enterrador, y por su condición de hija del verdugo, son mal vistos por la sociedad en que viven.
En la desesperación de los jóvenes, ansiosos de vida, rechazados por su conexión con la muerte, Berlanga nos introduce la contradicción social que hace tratar como apestado al verdugo que simplemente es un ejecutor de las leyes socialmente aceptadas y como personaje no grato al que trabaja en proceder a un digno entierro (trabajo seguro, dice Amadeo, no te van a faltar nunca clientes) y, aunque les precisan y requieren, cumplido su oficio, les apartan con desidia.
José Luis ve su futuro en emigrar a Alemania, pero, enamorado de Carmen, que se veía solterona a causa de su padre el verdugo, acaba en la cama con ella, justamente irrumpiendo Amadeo de improviso, con una escena rocambolesca en la que Carmen comunica a su padre que su enamorado está en la casa, siendo éste descubierto por Amadeo, quien le reprocha: "sin camisa ¡y descalzo!, no me lo esperaba de tí" para, acto seguido, ciertamente coaccionado, José Luis solicitar a Amadeo la mano de su hija, momento en el que Berlanga, el puñetero Berlanga, hace que se le caigan los pantalones, quedando, figurada que no literalmente, "con el culo al aire".
Tiempo después, vemos a Carmen comunicar a José Luis que está embarazada. La pareja, escasa de medios, se casa en una iglesia muy adornada, con muchas velas encendidas, porque segundos antes ha habido una boda de postín; mientras celebran su matrimonio, diversos operarios van quitando las flores, las guirnaldas, y apagando las velas, una a una, hasta que el enlace de los pobres se celebra con una sola vela.
En una magnífica escena, Berlanga nos ha relatado, elípticamente, la paupérrima condición de la pareja y la desigualdad social, así como la tacañería y menosprecio hacia los pobres, incluso proviniendo de pobres como ellos mismos.
Una vez casados, vemos a Amadeo irrumpir eufórico:"¡tenemos piso!¡tenemos piso!" porque, como funcionario que es, le han concedido un piso de protección oficial.
Pero ha habido un error -que cosa más rara- burocrático, y el piso se lo han otorgado a dos familias al mismo tiempo.
Y, como que Amadeo está pronto a jubilarse, perderá la preferencia y con ella, la posibilidad de obtener una vivienda digna. ¿Les suena, el problema?
La solución pasa por conseguir que José Luis suceda a su suegro en el cargo de verdugo. José Luis clama ser incapaz de matar a una mosca, mucho menos a un ser humano. ¿Y el piso? ¿Donde vamos a vivir cuando nazca el niño? Vamos, que no hay para tanto... siempre hay indultos...
José Luis, coaccionado de nuevo, situado por su familia entre la miseria y la falta de vivienda y la posibilidad de obtener plaza de funcionario como verdugo, puesto a elegir entre el hambre propio y de los suyos y un sueldo fijo, acaba aceptando los trámites para obtener la esquiva plaza de verdugo, al parecer con bastantes solicitudes (Si yo quería ir a Alemania, a hacerme un buen mecánico...).
Berlanga nos ha ido mostrando la realidad de la España de los sesenta, con una burocracia inánime, presta a dificultar los trámites, póliza que falta (tenga) y también los penales (tenga) y la cartilla militar (tenga) y el manifiesto...(tenga), un problema de vivienda para el ciudadano de a pié, un reparto de viviendas subvencionadas nada aleatorio, una dificultad de llegar a final de mes, unos ricos muy ricos, lo cual, en su momento, le valió no pocas críticas del régimen franquista, que pretendía negar los problemas puestos de manifiesto de forma tan eficaz, al retratar la vida común de la época.
Y ha puesto al protagonista en un brete: romper con sus propias convicciones de no matar para conseguir sobrevivir en un mundo hostil. O todo o nada.
José Luis está feliz, leyendo cada día la página de sucesos, poniendo paz en todos los altercados que ve, cobrando su paga como verdugo a final de mes, disponiendo, afortunado, del deseado pluriempleo, como verdugo y como enterrador.
Hasta que recibe un telegrama. Debe ir a ejercer a Mallorca. Quiere huir, quiere dimitir, ¡Quiere Irse A Alemania! ¿Y el dinero? ¿Qué dinero? ¡El dinero de tu paga todos estos meses!¡Tendrás que devolverlo o irás a la cárcel! "Nada, tonterías; si al final habrá indulto" "Podríamos ir todos a Mallorca: así hacemos el viaje de novios" "¡Vaya suerte! A mí nunca me mandaron a Mallorca ¡Y con los gastos pagados!"
José Luis se resiste, se debate, pero, nuevamente coaccionado, embarcan todos con destino a Mallorca.
El reo está enfermo y José Luis debe permanecer en Mallorca, donde vemos cómo el sardónico Berlanga nos muestra la imagen de las turistas alemanas fotografiándose ante la bahía de Palma con un sombrero mejicano y unas castañuelas, gritando ¡España, olé!
El turismo internacional y la España profunda; el tópico y la necesidad que obliga contra natura; la fantasía y la realidad.
Berlanga, de nuevo, en una escena inolvidable, surrealista, pone de manifiesto que los sueños de paz y belleza se rompen, inesperadamente para el pobre hombre, apenas feliz unos instantes, ante la belleza de la naturaleza:
El pobre José Luis se ve arrastrado a cumplir con su cometido, mientras vemos como un personaje hace traer, para el reo, una botella de champán francés ("que la pongan en hielo"), su último deseo.
José Luis, ante la inminente ejecución, se niega, va del abatimiento al paroxismo, sintiéndose tan condenado como el propio reo, reafirmándose tal condición por Berlanga con el gesto de ponerle una corbata, negra, para que vaya presentable, con toda la apariencia de una soga de horca.
Berlanga, recordando la idea primigenia, nos regala con una escena a cámara fija, con un encuadre perfecto (la fotografía es admirable trabajo de Tonino Delli Colli ) donde vemos los traspiés vacilantes del ejecutor que sigue al reo, con el detalle de los zapatos y sombrero de un blanco destellante, inmaculado, cuya visión ha inspirado las iniciales líneas de este comentario, escena que, de forma inteligente, resume el mensaje de la película.
Acaba la obra con una frase lapidaria: "No lo haré más, ¿entiende? no lo haré más." "Eso dije yo la primera vez", responde Amadeo, mientras vemos a unos jóvenes ricos llegar en un descapotable y, entre risas, subir a bordo de un yate, bailando en cubierta el "Twist del Verdugo"...
Este comentario puede parecer largo; pero se han quedado en el tintero tantos detalles, tantas frases aceradas, tantas ironías, tantas escenas esclarecedoras de un conjunto en definitiva mordaz, con un humor macabro, con una disección de la sociedad española, sus anhelos, sus fobias, su envidia, que no queda más remedio al cinéfilo que acudir raudo a ver, o volver a ver, esa magnífica película, repleta de guiños, con una dirección sobresaliente, unos diálogos immarcesibles, unos intérpretes principales con una naturalidad asombrosa, un conjunto de intérpretes secundarios de verdadero lujo, una fotografía en blanco y negro que le aproxima al neorrealismo, un todo tan especial que merecería libros enteros para entrar en su detalle, siendo preferible, con mucho, su visión, más que imperdible, obligada, ante lo que es, sin duda, una obra maestra del cine intemporal, ya que nada de lo que se nos cuenta ha perdido un ápice de actualidad, salvando la pena de muerte, no aplicable en España, pero que todavía subsiste en el mundo, no siendo más que el eje donde la compleja historia social gira y gira.
Sirva este simple comentario como homenaje a Emma Penella, recién fallecida, actriz de dilatada carrera, que en El Verdugo brilló de forma especial.
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