Siguiendo lo planeado acabaremos estos comentarios referidos a películas con guiones mejorables acudiendo a un ejemplo en cierto modo parecido al que veíamos ayer, porque se basa también en una magnífica novela de Cornell Woolrich, también conocido como William Irish, que, como ya apuntamos ayer, escribía de una forma que parecía invitar a llevar sus relatos a la pantalla, tan gráficas son sus descripciones y muy especialmente su particular forma de presentar la historia incluyendo la estructura de la pieza literaria que acomoda a sus particulares intereses para reforzar la atención del lector apresándolo sin remedio, tal es la virtud de ése escritor que recibe en ocasiones adjetivos que minusvaloran su indiscutible calidad.
En 1940 Woolrich publica sin su habitual seudónimo una novela titulada The bride wore black, bien traducido el titulo como La novia vestía de negro: una vez más, la novela no es extensa: poco más de doscientas páginas que se leen con fruición, una estructura bien organizada, modélica, magistral: cinco partes titulada cada una con el nombre de un varón y en cada parte diferentes capítulos y siempre el primero de ellos llevará como título: La mujer.
(Sólo por la forma de organizar sus novelas ya se percibe la grandeza de Woolrich)
Esa mujer en torno a la que girará toda la trama se está encargando de liquidar a unos tipos que a priori no tienen un nexo que les una, pero ésa es una percepción que tendrá el detective encargado de dilucidar el segundo asesinato y el lector ya se huele que debe haber una relación a pesar que las descripciones de “La mujer” en el primer y segundo capítulo no sean muy coincidentes más allá de su hermosura, juventud y comportamiento, que el lector avezado intuye a modo de vestal vengativa dotada de una astucia idónea a sus fines, pues los asesinatos van sucediendo y ninguno se parece a los anteriores en nada más que la participación de una mujer joven, guapa y letal.
Woolrich logra imbricar las apariciones de la mujer y las pesquisas del detective que insiste en mantener un hilo conductor que todos niegan y nos mantiene en vilo porque a cada parte de la novela corresponde un asesinato casi perfecto y de un lado estamos pendientes de lograr averiguar la clave del comportamiento de “La mujer” que sólo asesina a los que figuramos son sus objetivos y de otro simpatizamos con el detective que, como nosotros, se esfuerza por entenderlo todo y darle fin, extremo este que a nosotros, lectores, no nos importa tanto.
Entre una cosa y otra, Woolrich nos presenta dos voluntades intensas, bien dibujadas: si la forma de ser y pensar del detective se nos hace cercana e inteligible, la de la asesina nos guarda interrogantes empezando por su propia apariencia que, más allá de lozanía y belleza, muestra distancias dispares como la forma de vestir, de presentarse, acicalarse e incluso de color del cabello, porque “La mujer” no desdeña ocultar su verdadera identidad aún cuando permite la cercanía de los que luego serán testigos de sus crímenes.
Las cinco víctimas, también, están descritas perfectamente en sus mundos con sus querencias y particularidades que les diferencian e individualizan y veremos cómo “La mujer” sabe adentrarse en ellos sin levantar sospecha alguna, siendo la resolución de su tarea mediante el asesinato el momento en el que sabemos que ella ha actuado de nuevo.
La resolución de la novela es brillante porque de forma modélica conjuga la inutilidad de la venganza por medio del crimen valiéndose de una vuelta de tuerca dotada de absoluta naturalidad al apuntar que el tesón y la casualidad ayudan en no pocas ocasiones a resolver intrincadas historias delictivas que el ojo atento aprovecha para sus fines y de esa forma la moralidad queda satisfecha por partida doble, lo que en 1940 sin duda era de capital importancia, como ya hemos comentado anteriormente en más de una ocasión: impensable un final en el que una asesina implacable, astuta e imprevisible quedara libre de castigo.
Adjetivar de curioso el hecho que tan magnífica novela tuviese que esperar nada menos que veintiocho años para ser trasladada al cine es quedarse corto, muy corto: porque en imdb constan ¡69! títulos de películas de cine o televisión entre 1940 y 1968 basados en relatos y novelas de Cornell Woolrich y, lo que todavía sorprende más, es que no se ha vuelto a usar para nada.
(Tal como lo veo, Oriol Paulo, más de cincuenta años es motivo más que suficiente para una nueva versión, ¿no? ¡Pero que la guionice otro!)
Todos los cinéfilos tenemos una estantería con libros de cine y entre ellos suele estar el que recoge la envidiable conversación que con el maestro Don Alfred Hitchcock mantuvo el francés François Truffaut en 1962, probablemente lo más interesante del cineasta galo del que ya vimos en su momento una versión de una novela de éxito, Fahrenheit 451 precisamente la anterior a su película de 1968 La mariée était en noir (La novia vestía de negro) cuya razón de ser cabe imputar a la necesidad que sentía Truffaut de acercarse al universo de Cornell Woolrich como la yo hizo su admirado Hitchcock y también por la moda del momento con todos los críticos de cine franceses empeñados en universalizar su invento del polar, contracción de “policiel” y “noir” : más claro, imposible.
Ya hacía diez años que la gran estrella de la escena gala al fin triunfó en el cine con una película de Louis Malle que ya comentamos en su momento aquí y la cuestión es que Jeanne Moreau contaba cuarenta aniversarios en su haber cuando a Truffaut se le ocurrió ofrecerle hacerse cargo de representar a “La Mujer” que la ágil pluma de Cornell Woolrich describía en el primer capítulo de cada una de las cinco partes de su espléndida novela de intriga. Una mujer que aúna misterio, belleza, juventud y una no declarada virginidad junto con la firme voluntad de asesinar. Un bombón para cualquier actriz….. joven.
Truffaut, francés hasta la médula, conocía bien los resortes de la publicidad y empieza su película con una imagen sugestiva de su protagonista que probablemente – no lo recuerdo – no debió pasar la censura de finales de los sesenta del siglo pasado, pero comete un error de reparto gravísimo al encomendar a una estrella consolidada dar cuerpo a “La mujer” porque evidentemente se ve arrastrado a una serie de concesiones que rompen el artificio creado por Woolrich y con ello toda la tensión de la novela se va diluyendo conforme avanza la película, a pesar que puntualmente se nos ofrecen secuencias calcadas directamente de la novela.
No quiero ser un mal pensado e imaginar que el co- guionista con Truffaut de su película, Jean-Louis Richard, ex- cónyuge de Jean Moreau, seguía bebiendo los vientos por la estrella y arregló algunas escenas para su lucimiento en detrimento del ritmo de la trama, pero lo cierto es que los cambios son ostensibles y la morosidad se adueña de un relato que de origen tiene mucho nervio y fuerza y en la pantalla se va deshilachando a cada muerto que vemos y la composición que del personaje hace la Moreau choca frontalmente con la imagen que de esa mujer fuerte, decidida y anímicamente poderosa nos habíamos hecho al leer la novela.
De hecho, la percepción de lentitud y flojera argumental ya la tenía este comentarista consigo desde que hace muchos años vió en el cine la película de Truffaut, que me ha parecido sobrevalorado las más de las ocasiones, pero ha sido ahora, con motivo de este experimento, que se constata la ineptitud de llevar a la pantalla novelas de éxito manteniendo su fuerza original: ya lo percibimos en la anterior, Fahrenheit 451 y sentimos lo mismo en ésta, con lo fácil que hubiera sido valerse de una actriz más joven y adecuada al personaje y no cambiar nada de la novela para adecuarlo a la actriz y a sus querencias particulares, manteniendo la figura del detective de policía en su justa medida y sus pesquisas como contrapunto de la actividad criminal de la protagonista.
Tiene Truffaut la inmensa suerte de contar con un grupo de excelentes actores que se avienen a ser secundarios y con ello el nivel de la película mantiene su interés por momentos, pero lo cierto es que los cambios del guión no son nada afortunados. Parece claro que agarrar un relato de éxito y modificarlo para el cine está únicamente al alcance de unos pocos y los demás, cuando lo intentan, lo estropean irremediablemente.
Ni siquiera se molesta Truffaut en alterar físicamente el aspecto de la Moreau y con ello la camaleónica percepción que se tiene en la novela se pierde irremisiblemente: siendo identificable de inmediato “La mujer” sólo nos queda ver cómo desarrolla sus inventivas criminales y es verdad que sigue fielmente el original literario, pero le falta alma, le falta espíritu criminal, determinación, y lo malo es que ya que la estrella no parece estar por la labor, tampoco el director hace nada con la cámara para acentuar esa abulia que se va apoderando del relato, restando interés a la intriga que evidentemente carece de los trucos de la literatura canjeados por la visibilidad de la pantalla, pero bien le explicó Hitchcock unos años antes lo que él solía hacer en estos casos, pero parece que Truffaut olvidó los sabios consejos del maestro. Cosas veredes. Una pena.
No dejen de leer la novela y vean la película sólo si sienten mucha curiosidad: ha envejecido muy mal.
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Tal como anunciamos al inicio de este experimento, nos quedan ahora por observar dos películas de intriga que se hallen basadas en sendas novelas posteriormente trasladadas a guión cinematográfico y no por azar sino por elección se trata de dos piezas con origen en la misma pluma y sin que el novelista haya intervenido para nada en la película, probablemente porque dada su fecundidad literaria, nunca se lo plantearon con la debida fuerza.
Tanto si digo Cornell Woolrich como si digo William Irish es seguro que el aficionado a la intriga como género literario sea en narración corta o en novela, sabrá de inmediato que son muchísimas las películas que han aprovechado la calidad de un escritor que por su estilo estaba claramente abocado a ver sus historias en la pantalla.
En 1942 Woolrich publica la novela titulada Phantom Lady en la que usa la argucia del flashback para incrementar la tensión que producirá el relato pues los 21 capítulos de la novela se refieren a una ejecución y el primero lleva el título de 151 días antes de la ejecución y la cifra va disminuyendo conforme el relato avanza. Un truco sencillo pero inteligente por su eficacia. Puede que Woolrich carezca de la pasmosa facilidad de otros colegas al escribir diálogos sarcásticos y con mordiente pero sin duda la construcción de la trama reviste una solidez admirable: en el primer capítulo vemos cómo un individuo conoce en la barra de un bar a una mujer cuyo dato más relevante es que viste un sombrero refulgente como una calabaza incendiada con una pluma en medio, una dama engalanada que admite una inusual propuesta con una condición: irá con él a cenar y luego asistirá a un espectáculo musical de moda sin que los nombres y apellidos de ambos salgan a relucir, en el más absoluto anonimato o mejor quizás, la total discreción. Cornell nos describe con una economía ejemplar esa tarde noche y todos sus sucesos y lo hace consiguiendo que no perdamos detalle, apresando nuestra atención sin saber muy bien a cuenta de qué hasta que después de despedirse el hombre llega a su casa y se encuentra en ella tres tipos que le preguntan a bocajarro: ¿es usted Scott Henderson? Sí, ¿qué pasa?¿quienes son ustedes?¿qué hacen en mi casa?
Y resulta que la señora Henderson está fiambre, estrangulada con una corbata que hace juego con el traje que él lleva, y su reloj quedó parado a media tarde. Del relato de sus actividades la policía admite que podría tener una coartada, pero nadie recuerda a la mujer del sombrero calabaza con una pluma en medio.
Woolrich juega con nosotros pues sabemos que Henderson es inocente y vemos que no lo puede acreditar. Entendemos rápidamente el truco de los títulos capitulares y vemos con ansiedad nada fingida que el tiempo pasa y hay un inocente que está esperando le llegue el día de la inyección letal y nosotros sabemos, porque le acompañamos esta tarde noche, que él no es el asesino. Sólo nos falta encontrar a la dama del sombrero, desaparecida como humo, cual fantasma.
Nosotros, lectores atentos, no seremos los únicos convencidos de la inocencia de Henderson: hay un par de personas más; una es su secretaria, que iniciará desesperada investigación buscando esa mujer que nadie recuerda, cual si fuese una mera invención del desdichado Henderson para demorar la hora fatal, pero la constancia del reo en usar una única coartada produce más que sospechas sensación de inseguridad en quien le apresó y entre ambos abrirán nuevos capítulos que se irán derrumbando paulatinamente, incrementando la tensión del lector, preso en el magnífico relato de Woolrich que sabe mantener la atención hasta el punto final.
El éxito clamoroso de la novela de William Irish comportó inmediata adquisición de los derechos cinematográficos por parte de Universal Studios que colaboraron en la buena vida de Cornell Woolrich que cobró y se fue a otra cosa.
Si a uno le dicen que la Universal encargó a Joan Harrison la producción de la película y se acuerda que la Harrison llegó a Hollywood con Hitchcock y participó en los guiones de varias de las películas del maestro en su primera etapa estadounidense, probablemente se le hará la boca agua y se relamerá anticipadamente y he de advertir que la Harrison se encargó de producir pero no de escribir, porque del guión se ocupó un primerizo llamado Bernard Schoenfeld y juraría que la Joan no pudo intervenir mucho por no decir nada en absoluto.
La película la dirigía Robert Siodmack, otro europeo llegado a Hollywood donde desarrolló la mejor y mayor parte de su carrera cinematográfica, es decir, lo más alejado a un novato: un cineasta de oficio, conocedor de todos los resortes de una cámara y acostumbrado a filmar superando con inteligencia obstáculos absurdos.
Imagino que cuando a Siodmack le entregaron el guión escrito por Schoenfeld se le debieron llevar todos los diablos porque seguro que se había leído por lo menos una vez la excelente novela de Woolrich y se encontraba con un guión que perdía absurdamente la fuerza de la novela y así cuando hemos leído el original tenemos la sensación que Phantom Lady (1944) (traducida correctamente como La dama desconocida, aunque en los dos libros que tengo [compilaciones Aguilar y Carrogio] la novela se titula La mujer fantasma) nos hurta el nervio imprimido por el novelista, esa sensación agónica que se incrementa capítulo a capítulo.
Curiosamente, hay ciertos momentos en los que se advierte la mano libre del director, secuencias sin palabra alguna en las que Siodmack demuestra saber contar la historia sólo con la cámara, como quien dice de memoria, recordando la novela, sin necesidad de guión literario, únicamente el guión técnico o cinematográfico que él debió prepararse en notas sueltas a pie de página de la propia novela.
No se trata de la eterna cuestión de libro o película, de la diferencia de medios, etcétera, entre otras causas porque como he apuntado, la forma de escribir de Woolrich es cinematográfica y te parece que vas viendo lo que ocurre y además, es una novela corta: no llega a trescientas páginas y no tiene muchos diálogos y sus atinadas descripciones, breves y eficaces, permiten inspirar un rodaje plácido, abierto a cualquier innovación.
No es fácil decidir si el guión flojea porque el guionista carece de una mínima prudencia que debería llevarle a dar forma más cinematográfica aún al texto original, incluso eliminando algún pasaje (que me resulta arduo decidir cual) o si fueron elementos externos, económicos quizás, de conveniencia publicitaria por no cargar a determinado actor un personaje malo de verdad, pero el caso es que entre los cambios que vas viendo y los errores de casting que se van haciendo más presentes a cada paso, uno tiene la sensación que el pobre Siodmack debía estar deseando acabar el rodaje para largarse a casa.
Ver a un tipo siempre eficaz como Elisha Cook Jr. gesticulando a placer resulta indicativo que algo no va como debiera; algo tan sencillo como reproducir el sombrero descrito por Woolrich no se hizo y nos presentan una cataplasma que, además, tiene un apartado el los créditos iniciales, como si fuese una gran obra, cuando resulta inverosímil, lo mismo que cambia la personalidad de la mujer desconocida, fuerte y atrevida en la novela y débil y dubitativa en la película, dando al traste de inicio con todas las sensaciones tan bien relatadas por William Irish y no se trata de la estricta aplicación del maldito Código Hays, porque no da para esos extremos tampoco y algunos cambios efectuados en el guión no son, no pueden ser, para mejorar su estructura, impecable.
La precisión con que Woolrich va largando detalles que configuran la caza del gato al ratón con distintos embates todos ellos catastróficos al tiempo que proveen de un rastro, una sensación que impregna el ánimo del lector, en la película se transforman en actos que rozan la falta de verosimilitud atentando a la lógica interna de la trama hasta que llega un momento en el que todo se va al garete y la emoción cambia al abandonar la fórmula original adoptando una resolución que ni sirve para permitir un lucimiento ni sirve para mantener la intriga, siendo evidente la felonía que sustenta toda la historia.
Si no han leído la novela, vean primero la película. Se arrepentirán, si hacen el camino inverso. Mucho. Pero no dejen de leer la novela, en cualquier caso.
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Ya anticipaba al iniciar estos breves apuntes que pretenden ser comentarios conexos gracias a un guión que podría ser mejor, que los cuatro ejemplos a contemplar venían emparejados de alguna forma y en esta ocasión la coincidencia con la anterior se basa en la figura del guionista y a la vez director, una vez más Oriol Paulo en su tercer largometraje titulado Durante la tormenta (2018) se esfuerza en presentarnos una historia intrigante con final incierto y para ello se apoya en guión propio pergeñado con la ayuda de Lara Sendim, que ya había colaborado en El cuerpo con el guionista y director.
Antes que nada, vayamos a la publicada descripción sinóptica de la película:
“Una misteriosa interferencia entre dos tiempos provoca que Vera, una madre felizmente casada, salve la vida de un niño que vivió en su casa 25 años antes. Pero las consecuencias de su buena acción provocan una reacción en cadena que hace que despierte en una nueva realidad donde su hija nunca ha nacido…”
Si a ello añadimos que el niño en cuestión observa cómo un hombre se deshace del cuerpo de su esposa, ya tenemos un componente de intriga criminal más.
¿Han fruncido el ceño?¿Han levantado las cejas?¿Les suena, todo esto? Tienen buena memoria.
Porque hay una película de este siglo, Frequency (2000) en la que en una noche tormentosa un tipo conecta a través de un radio transmisor con su padre, treinta años atrás en el pasado, teóricamente asesinado ejerciendo de policía, como lo es su hijo.
Porque los estadounidenses, en un nuevo ejercicio de inteligencia y vagancia, produjeron una serie televisiva en 2016 en la que se extienden en una trama archisabida y con el mismo título, Frequency (2016) (de tan buena, sólo hicieron una temporada, algo que en los USA es un mal indicativo, en ocasiones incomprensible, ciertamente, pero no en el caso)
Una vez más, este comentarista se muestra tiquismiquis y clama por la lógica que debería regir toda ficción que sea respetuosa con la inteligencia del espectador y saco a colación la paradoja del abuelo para protestar por las falacias contenidas en un guión que de inmediato se nos antoja una especie de trampa para incautos y personas de buena fe entre los que no me encuentro y reconozco que quizás pertenezca a una minoría extraña y rara vista la clamorosa aceptación de una serie que hace de la trampa fácil virtud y no me refiero a la citada.
Tengo para mí que precisamente la televisión tiene algo a ver con todo el montaje, como ocurre en las dos películas anteriores de Oriol Paulo, trufadas las tres de nombres populares en la pequeña pantalla lo que se corresponde con los rimbombantes letreros de los muchos patrocinadores que aparecen en los títulos de crédito previos, casi todos ellos pertenecientes al negocio televisivo ya sea en abierto ya sea en cerrado: uno huele a tráfico de influencias, a presiones diversas de agentes artísticos - mete a ése en aquel papel, dale a ésa este otro – y así acaba luego la cosa.
El guión es un desbarajuste que se va complicando conforme avanza la trama y lo que es peor, se olvida de una construcción psicológica de los personajes y resuelve los problemas de la pura lógica a trompazos con una caligrafía de trazo grueso y se queda tan pancho y puede que haga bien, porque al parecer a nadie escandaliza que los muertos no mueran o sean resucitados, pero no todos no vayamos a perder un hilo que se me ocurrió, pero tenemos que arreglar el final para que quede chachi piruli, así que al menda ése con tan buena voz, que parecía buen chico, pues ¡zas! Y así todo cuadra. Y tan panchos, ya digo.
Una vez más, Oriol Paulo nos da sopas con honda y trágala bien, que esto se acaba; a un guión más descabezado y descabellado que nunca debemos añadir la concurrencia de una protagonista encargada a Adriana Ugarte que no avanza, que no desarrolla su personaje y se queda en una pose de crisis constante, acompañada – es un decir – por un galán de medio pelo que atiende por Chino Darín, hijo del gran Ricardo, que debe desesperarse al ver a su retoño tan lejos de las expectativas, porque aquello tan conocido “de tal palo tal astilla” no se cumple en absoluto: hay momentos en que apenas se le entiende y su jeta nunca deja su cara de preocupado. (Hay un detalle chachi piruli ¿te has fijado, te has fijado? en la forma del tratamiento entre ambos, intermitente tuteo, que ¡anda la leche! tiene un significado que al final lo entiendes, ¿a que es chulo, eh?)
Está claro que a Oriol Paulo le hace falta un buen guionista o por lo menos algún colaborador que haga las funciones de Pepito Grillo y le haga ver las posibles fugas de una lógica interna que debería respetarse de entrada por amor propio; porque una vez más, en la comparativa entre guión literario y guión técnico, este último lleva todas las de ganar por goleada: un trabajo serio y responsable, bien realizado, efectivo, sin alharacas, un ritmo visual medido y un montaje ágil y preciso del paisano Jaume Martí que con el camarógrafo Xavi Giménez forma un excelente equipo, un trío consistente de cineastas que adolece de un guión bien escrito y nos deja con la miel en los labios.
Esperemos que a la cuarta vaya la vencida, porque ya se está convirtiendo en mala costumbre quedarse con la sensación que te han hecho trampas de infantes de buena fe.
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En muchas ocasiones el cinéfilo acaba concluyendo que los guiones (implícitamente los guiones literarios) no son ya lo que eran y se lamenta de la falta de cuidado con que se construyen las historias que luego se nos contarán en imágenes y a veces con mucha verborrea. Esto no es muy exacto que digamos, como tampoco lo es que un guión basado en una obra literaria previa resulte mejor que uno escrito expresamente para ser filmado, ex novo, y, retorciendo el argumento, tampoco una buena novela nos asegura una buena película basada en la misma.
Verdades de Perogrullo.
Veamos cuatro ejemplos de películas que tienen dos denominadores comunes: ser historias de intriga y adolecer de guión flojo; dos con guiones escritos adrede para el cine y dos en adaptaciones de famosas novelas de éxito contrastado.
Vayamos por la primera: Contratiempo (2016) es la segunda película de Oriol Paulo, de cuya ópera prima, El cuerpo, ya dimos cuenta aquí en 2012 con motivo de su estreno.
Está claro que Oriol Paulo siente predilección por las historias de intriga pues en su segunda incursión como director de largometraje nuevamente se ocupa de una trama en la que se ha producido un crimen en los primeros minutos y toda la historia gira alrededor de la víctima y de los personajes que pueden haber sido los causantes o los últimos responsables del mismo.
La idea base es muy acertada: vemos al inicio a Adrián Doria (un lamentable ejercicio de figuración de Mario Casas, por momentos difícil de entender) que se rehace de un aturdimiento inesperado dentro de una habitación de hotel perfectamente cerrada al oir que llaman a golpes a la puerta y comprueba que su amante Laura Vidal (Bárbara Lennie, muy convincente) está en el suelo del baño en medio de un charco de sangre que surge de su cabeza masacrada.
Lo siguiente es un ejercicio de flashback constante pues Adrián se someterá a un interrogatorio de la Letrada Virginia Goodman (Ana Wagener, dominando todas las escenas) que le prepara para lo que puede ser la actuación del Ministerio Fiscal, porque Adrián va a juicio al día siguiente y le acusan del asesinato de Laura. En esa larga conversación que mantienen ambos irán apareciendo personajes que tomarán relevancia en la intriga, como el padre de un joven que muere en la carretera estando de algún modo implicados Laura y Adrián: ese hombre torturado es Tomás Garrido (José Coronado, como suele dando un recital y comiéndose a todo bicho que se le ponga por delante) y las cosas que le iremos viendo hacer nos lo llevan a un territorio inhóspito.
Hay pues dos muertes a esclarecer sobre la mesa y Oriol Paulo se ha dado a sí mismo una hora y tres cuartos para engancharnos y una vez más, como ya ocurrió en su primera película, resulta evidente que Paulo es mucho mejor director que guionista, aunque como director le sigue faltando autoridad con los actores guapos y remolones a la hora de trabajar la dicción. Hay que añadir que sabe sacar muy buen partido de las localizaciones exteriores que sólo para los conocedores deben resultar más que chocantes curiosidades momentáneas.
La forma de emplazar y mover la cámara y la elección de los encuadres así como el rodaje en interiores que por momentos pueden resultar asfixiantes y exteriores tanto de día como nocturnos (con la ayuda estimable de Xavi Giménez) es ajustada a la historia que nos cuenta y el buen ritmo se mantiene en otro buen montaje del paisano Jaume Martí, pero hay una serie de detalles trampa que oscilan entre guiños para espectadores atentos y verdaderas pifias que dejan en evidencia un artificio y producen una sensación de abulia, de dejadez o si acaso de falta de respeto para el público que se da cuenta que algo no encaja y que la resolución acaba siendo forzada de una parte por detalles nimios pero ilustrativos y de otra porque resultan increíbles totalmente, chocando con la idiosincrasia de los personajes.
Una lástima, porque la idea base es atractiva pero su desarrollo acaba por dejar emerger esos pequeños fallos que alejan la obra redonda de la pantalla y permanece la sensación que habiendo trabajado el guión más horas y con mayor rigor, nos hallaríamos ante una película relevante con la pega de un protagonista que no da la talla porque se le escapa la complejidad del personaje y sus múltiples facetas: te dieron un bombón delicado, Mario, y te lo comiste de un bocado, sin paladearlo.
No merece desde luego la puntuación que le dan en imdb, pero sí un visionado tranquilo.
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