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dijous, 7 de juliol del 2022

Ella lo sabe



Imagínese la situación: usted acaba de conseguir que una obra de teatro suya se la estrenen nada menos que en un teatro de Broadway con más de mil localidades, en la pieza actúan diez veteranos intérpretes y un principiante y todo el montaje escénico del Forrest Theatre, que abrió sus puertas en 1925 está pendiente, el 23 de noviembre de 1944 del estreno de su primera obra de teatro. La segunda guerra mundial está en su apogeo y los neoyorquinos necesitan distraerse.

La obra tira telón definitivamente el día 25 de noviembre: se ha representado sólo tres días.

Medio año y cuatro obras más fracasadas, el teatro cierra sus puertas.

Usted no se desanima y sigue escribiendo, leyendo, escribiendo, pillando ideas de aquí y de allí y entretanto la guerra acaba de forma estrepitosa y empiezan a conocerse secuelas de la contienda y sobre una historia verídica usted, que mira la sociedad estadounidense con espíritu crítico, escribe su segunda obra de teatro y se la ofrece al mismo productor Herbert H. Harris que sigue trabajando en el mismo teatro, reabierto con el nombre de Coronet Theatre y hay por allí otras gentes que entienden que usted ha escrito una buena obra de teatro: entre ellos, un tal Elia Kazan, director consolidado y con buen olfato para lo que va a ser un éxito absoluto, el primer éxito teatral suyo, señor Arthur Miller, que estaba dispuesto a tirar la toalla si su segunda obra funcionaba igual que la primera.

All my sons se representó 328 veces antes de parar: se estrenó el 29 de enero de 1947 y cerró el 8 de noviembre de 1947 en su primera aparición en Broadway.

Arthur Miller nos presenta un drama con ribetes trágicos y sociológicos y lo hace creando unos personajes muy complejos que se irán desarrollando a lo largo de tres actos que suceden en su gran parte en el patio trasero de la casa de la familia Keller, situada en una ciudad estadounidense indeterminada: Joe Keller es un pequeño industrial que ha prosperado mucho trabajando durante la guerra mundial fabricando piezas mecánicas que acabarán formando parte de aviones de guerra.

Joe está casado con Kate y tienen un hijo, Chris, que está a punto de anunciar que quiere casarse con Ann Deever, hija del socio de Joe y que durante un tiempo fue la prometida de Larry Keller, desaparecido en combate pilotando un avión hace ya casi tres años. El padre de Ann, Herbert Deever, está en la cárcel porque ordenó suministrar una piezas que resultaron defectuosas y causaron accidentes fatales.

Miller construye un entorno de una complejidad y riqueza inusitadas porque a través de unos diálogos potentes, perfectos, poco a poco nos suministra datos relativos al pasado de todos los personajes y no lo hace directamente sino mediante alusiones, referencias cruzadas, más que tejiendo urdiendo una red tupida de hechos, suposiciones y medias verdades que cada individuo afronta de una forma particular.

Hay un orgullo envanecido de Joe cuando asegura que al salir libre del juicio y volver a casa desde el presidio donde estuvo preventivamente -y donde dejó a su socio- aparcó el coche lejos de casa para poder ir andando hasta el domicilio con la cabeza bien alta y a la vista de todo el vecindario.

Hay una cierta desesperación enfermiza en Kate cuando se niega a reconocer la posibilidad que Larry, declarado ausente, pudiese fallecer en su última misión como piloto de guerra y hay una obsesión en solicitar de Ann que reconozca que ella también espera que Larry vuelva.

Pero Ann manifiesta que ha vuelto porque Chris se lo ha pedido por carta y porque, sabemos, tiene razones bien fundadas al suponer que Chris se decidirá ¡al fin! a pedirle matrimonio.

Chris es también un personaje complejo porque es él quien ha regresado de la guerra: es él y no su hermano, que quedó atrás, es él, quien ha ocupado el lugar del primogénito como receptor del fruto del esfuerzo de Joe, esa fábrica que prosperó gracias a la guerra. Chris ama a Ann y le comunica a su padre su deseo de casarse con ella, pero no puede enfrentarse a su madre, Kate, que piensa que Larry está pronto a volver a casa.

La situación romántica de Chris y Ann no es tan sólo una línea colateral que Miller use para avanzar la trama: es un detonante lento pero nos iremos dando cuenta conforme los encuentros entre la pareja se vayan produciendo y comprobaremos cómo es ella, Ann, la que sabe perfectamente lo que quiere y aunque esté confundida en alguna cuestión de cabal importancia, ella lo sabe y ha venido para conseguir que Chris le pida matrimonio, formalmente.

Ann no es una mujer cualquiera: es valiente y decidida y sabe administrar sus movimientos. Parece que Miller no le preste mucha atención y que simplemente sea uno de los personajes femeninos de la trama, pero nada más lejos de la realidad.

De hecho, Arthur Miller escribe con mucha intención todos los diálogos y no deja nada al azar y como se dice, no da puntada sin hilo:el personaje de Kate se debate entre el amor ausente del hijo desaparecido y el de toda una vida al lado de Joe cuyos recovecos conoce sobradamente con una mirada quieta, en ocasiones dubitativa y al punto de la zozobra que resiste amarrada a una fe obligada por el amor materno a Larry, un amor de madre que no aplica totalmente a Chris y menos cuando éste pretende ocupar el sitial de Larry también en el corazón de Ann. Kate se debate y sufre porque duda.

Miller se vale de algún personaje secundario para sentar contradicciones en la aparente calma de esa familia que ha prosperado en la guerra sin mácula y las sombras del pasado sin prisa pero sin pausa se van cerniendo sobre ese patio trasero transitado por vecinos en ocasiones inoportunos y hasta entrometidos forzando situaciones que llevan el drama original a su parte más trágica.

Sin apenas ruido, suavemente, Arthur Miller nos sitúa en consideraciones en las que el deseo de prosperar, de enriquecerse, chocan con una ética deseable: el egoísmo unido a la negación de la responsabilidad se une al engaño fruto de palabras huecas, a la trampa dialéctica, a la excusa necesaria para evadir sentimientos culpables que se reprimen y que Miller hará aflorar en una catarsis mínima cuando la mujer fuerte, Ann, muestre lo que sabe.

Como suele suceder en las obras de teatro clásico, la dimensión que pueden alcanzar los distintos personajes por el modo en que han sido creados y construídos, a través de unos magníficos diálogos, daría para consideraciones que excederían el espacio razonable. Esta segunda pieza dramática de Arthur Miller es en sí misma mérito suficiente para considerar al autor como sobresaliente y su lectura, que se produce del tirón y sin poder abandonar el libro un instante, hace comprender porqué desde el día de su estreno se ha representado en infinidad de ocasiones y casi siempre de la mano de intérpretes teatrales de solera, porque la complejidad de los personajes no permite descuidos y su trama, aún localizada temporalmente con precisión, excede y trasciende épocas y lugares y se puede aplicar perfectamente al día, lo que evidentemente no resulta extraño al tratarse, efectivamente, de un clásico.

Si la obra teatral cerraba su primer paso en Broadway en noviembre de 1947, ya en mayo de 1948 la industria hollywoodiense se aprestaba a estrenar la película titulada como la pieza original All my sons dirigida por Irving Reis a partir de un guión de Chester Erskine que suaviza un poco las aristas lúcidas de Miller y añade alguna escena que en el original no está y que no beneficia en nada al conjunto, pero hemos de entender que bastante hizo la industria del cine estrenando una historia en la que el sistema industrial estadounidense, representado por la figura de Joe Keller, no queda muy bien parado que digamos y ello con el añadido de la práctica inmediatez temporal porque lo que la trama desarrolla hace referencia a situaciones ocurridas menos de cinco años antes: aún en una época en la que la censura se aplicaba con decisión, la pieza de Miller pasó del éxito de las tablas al de la pantalla.

Ello no fue, ciertamente, por obra y gracia ni de su director ni de su guionista: del guión ya hemos apuntado su debilidad frente a la obra original -lo que resulta comprensible hasta cierto punto- y del director podemos decir que racanea desaprovechando las oportunidades que ofrece la pieza original y que seguramente en otras manos hubiese aprovechado para expresar lo que la censura quitó del guión.

La forma de dirigir de Irving Reis resulta eficaz y sabe rehuir el acartonamiento teatral y aunque hay alguna escena fuera de la casa de los Keller, la mayoría de los escenarios del domicilio contribuyen a crear la sensación de opresión física que acompaña a la moral sin que se convierta en lastre para el ritmo la riqueza de los diálogos, en su mayoría mantenidos, para lucimiento de las estrellas de la función, que son Edward G. Robinson y Burt Lancaster, correlativamente como Joe y Chris Keller.

Ambos ofrecen un trabajo encomiable, especialmente Edward G. que una vez más borda el personaje, tan complejo y con una vida interior repleta de sensaciones, miedos y contradicciones: todo lo que Miller pone en el personaje, lo representa Robinson.

Quizás por falta de presupuesto, quizás por desidia del propio estudio, los personajes femeninos en la película quedan un poco débiles en comparación a lo que uno imagina cuando lee la obra original, pese a que se preservan casi todas las líneas de diálogo, pero hay una falta de fuerza en la cámara que mueve Reis cuando filma a esas mujeres que tienen importancia cabal en el desarrollo y término del drama.

Han habido, que sepa, otras versiones filmadas de la obra, pero ninguna como largometraje en condiciones, así que esa sí sería una buena oportunidad para que algún director capaz de leer teatro se ocupara de presentarla en el siglo que vivimos, porque la idea no ha envejecido nada y creo que con unas pocas ganas de hacer un casting decente hay posibilidades, que ya va siendo hora.

Si lo desean, pueden ver en youtube la película de 1948, en la que se pueden activar subtítulos en español:



Y también, como extra, ya que es el aniversario de este bloc de notas (quince años ya), pueden ver una versión española, un Estudio 1 (TVE) de 1973 con el gran Narciso Ibáñez Menta:





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divendres, 1 de juliol del 2022

Paquider Maigret



No había pasado ni un minuto cuando me dije: voy a leer la novela, porque no tengo memoria alguna de semejante trama; y lo primero que me encuentro es que el título no me aparece en parte alguna de mi pequeño fichero bibliográfico y la explicación se debe a que el buen traductor (traducir es un arte y no lo que hace google) al español, un joven llamado Fernando Sánchez Dragó, plantó mediado el siglo pasado (la novela se publica en 1954) un título exacto: Maigret y la muchacha asesinada.

George Simenon residía al otro lado del atlántico pero seguía escribiendo de memoria los detalles del París de los cincuenta y no tan sólo en lo que se refiere a los ladrillos sino también a las estructuras sociales de la llamada Ciudad de la Luz, a pesar que Simenon sitúa al Comisario Maigret en lugares oscuros y cutres diseccionando sin acritud ni complacencia el transcurrir vital de una ciudad quizás ya entonces demasiado grande.

En su novela, Maigret et la jeune morte, ya desde el inicio se nos presentan diversos caminos en los que transcurrirá la investigación de un asesinato, el de una joven desconocida que por los detalles físicos, los hechos constatados, ha sido asesinada con brutalidad, primero golpeándola cuando estaba arrodillada y luego acuchillada hasta la muerte.

Interviniendo desde casi el primer momento el Comisario Maigret por casualidad al atender una llamada que no era para él, intentará no lastimar el maltrecho amor propio del Inspector Lognon que se teme le roben un caso que le dará el reconocimiento que cree merecer y que, de hecho, todo el mundo le otorga por su constancia en las pesquisas sin dejar nada por sentado, lo que a Maigret le parece ejemplar, en su misma forma de proceder.

Maigret, todo un personaje literario establecido y arraigado en 1954, procederá como acostumbra: poco a poco y decidido a averiguar, en primer lugar la identidad de la muchacha asesinada, convencido que sin tal conocimiento se le escaparán el resto de detalles que expliquen el crimen. Sus itinerarios habituales por los barrios parisinos le llevarán a diferentes domicilios en los que será agasajado, como era costumbre, con un vasito de alguna bebida reconfortante y una conversación interesante mientras carga y fuma una de sus varias pipas.

El vino y el tabaco no privan a Maigret de ampliar su conocimiento de las miserias humanas, en este caso centradas en las desventuras de una chica "de provincias" que abandona la casa familiar para trasladarse a la capital, esa ciudad iluminada en la que espera triunfar sin que se haya preocupado previamente de prepararse para nada en particular. El retrato que Simenon nos hace a través de Maigret es el de gente joven que acude a la gran urbe como mariposas a una luz que las achicharrará: sólo unas pocas sobreviven; pero el caso que ocupa a Maigret, esa niña ejecutada, es muy particular y su historia alberga detalles que, bien entendidos por el Comisario, permitirán esclarecer la tragedia resumida en la inusitada dificultad que surge de forma aleatoria e impele a un insensible humano a comportarse como una bestia.

Entretanto, leyendo los entresijos del corto recorrido vital de la chica en la capital, Simenon nos deja retratos de una sociedad ávida de dinero y lujo por una parte y de otra muestras de forzado ingenio para subsistir y ocasionalmente personas que se preocupan de ayudar a sus semejantes, componiendo el conjunto un retrato ciudadano rico en matices y consideraciones, todo bañado por la visión desacomplejada, escéptica y respetuosa, dentro de la ley, que hace del Comisario Maigret un detective muy especial.

Tan recomendable como cualquier otra de las novelas en torno a Maigret, ese detective de andar pausado, amante de la pipa, la buena bebida y las comidas caseras que a menudo debe trasegar bocadillos y cerveza con los elementos que componen su equipo. Un clásico, vaya, con detractores incluídos.



Una hora y veinticinco minutos antes de decidirme a leer la novela ya albergaba dudas respecto a la motivación que podía tener Gérard Depardieu para meterse en la piel de un comisario Jules Maigret que anteriormente ha tenido la cara de Jean Gabin y Rowan Atkinson (de cuyos sendos trabajos dimos cuenta hace seis años, aquí) y también, cómo no, la genial representación de Bruno Cremer a lo largo de 54 episodios desde 1991 hasta 2004, episodios que son largometrajes de poco más de noventa minutos cada uno.

Pensé:¿querrá Depardieu hacerse perdonar la boutade de hacerse ciudadano ruso?¿querrá hacer olvidar sus problemas diversos y variados que han suscitado perspicacias y desagrados?¿qué querrá?

¿Querrá pasar a la historia como uno de los grandes intérpretes de Maigret?

Una vez visto el producto dirigido por un antaño respetable Patrice Leconte (qué lejos queda El marido de la peluquera), uno diría que ha querido emular a Daniel Craig y cargarse un personaje que pertenece a la cultura popular y lo tiene a medias porque amenazan con otro episodio en el que quizás el paquidérmico Gérard acabe por desfallecer intentando subir el primer peldaño de una señorial portería dando por finiquitado un Maigret que a todas luces es mucho más interesante que el patético francés empeñado en darse lustre de gran estrella cuando no puede con su alma y lo hace con la ayuda interesada de un Patrice Leconte que, no contento con malbaratar una novela de la que se puede sacar mucho jugo -porque el señor se nos presenta también como adaptador y guionista- se cuida de hacernos perder el tiempo empleando por lo menos dos minutos para que veamos cómo Depardieu intenta afeitarse su enorme, abotargado e hinchado careto, en un primer plano falto de sentido y sensibilidad para con el espectador y hueco de todo interés, como acaba siendo la composición de un Maigret avejentado al que en el primer minuto vemos recibir admoniciones de su médico (un forense, por las dudas) de que deje de fumar, beber y casi que comer.

O sea, que nos presentan un vejestorio gordo, muy gordo, paquidérmico, resoplando al andar, un tipo que nada tiene a ver con Jules Maigret, que usa la pipa y el vino blanco para sentarse a meditar y concentrar sus pensamientos. Una vez más, nos han timado, nos han estafado, como ocurrió con las cosas de Holmes que perpetró Guy Ritchie, como denunciamos aquí hace doce años.

No soy capaz de asegurar que Leconte no haya leído la novela de Simenon y sólo haya tomado la idea básica, pero desde luego ha desperdiciado lo más interesante, lo más jugoso, y lo ha reconvertido en una especie de truco guiñolesco con cierto picante que le permite introducir elementos de la máxima actualidad, pero lo que está claro es que nos presenta una trama simple que ofrece de forma confusa a fin de que parezca intrigante y olvida una premisa esencial en cualquier buena película en la que hay un protagonista: los personajes secundarios tienen muchísima importancia y hay que otorgarles cuidado y relevancia acorde con su presencia y especialmente se debe escribir y presentar la personalidad de cada personaje, ni que sea con detalles nimios, para que el respetable entienda quién es quién y porqué actúa como lo hace.

Leconte, quizás de encargo, se ocupa de filmar con prisa y sin ritmo ni carácter y sobre todo se cuida de ofrecer planos en los que la estrella pueda lucirse y para nuestra desgracia lo que luce Depardieu es decrepitud y no la forzada del personaje inmortal sino la suya propia.

Claro que luego han salido los corifeos de pago ¿o es de cobro? a expresar que el actor galo-ruso ha dado un volumen de paquidermo a la figura insondable de Maigret, pero eso, que los franceses iniciaron y por aquí algún becario ha copiado (y mal) es falso de toda falsedad salvo en lo que se refiere al aspecto físico de un Depardieu en su declive personal y artístico que hubiera hecho mejor en quedarse en su dacha o en su castillo o lo que sea, porque los elogios vertidos dentro de diez años, al pasar historia, van a quedar en evidencia: nadie es capaz de borrar de la memoria ni a Gabin, ni a Atkinson ni a Cremer. Es lo que hay, Gérard.

Sólo para cinéfilos que las ven todas porque....



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