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dimecres, 29 de desembre del 2021

Vekante



Hoy no hablaremos de cine: hoy nos detendremos por un momento en un arte alejado de la pantalla cinematográfica tanto por los siglos de antigüedad como por la intensidad vocacional que lleva aparejado un insólito desprecio por la cuestión monetaria.

Hay por ahí mezcladas entre los ciudadanos unas personas que sienten verdadera pasión por lo que hacen, por un arte milenario y nómada que desde siempre ha tenido como principio abrir los ojos de quienes lo contemplan; conquistar el corazón del espectador sin importar su edad, sexo y condición; un arte extraño en el siglo que vivimos, tan materialista y consumista; una ocupación que convierte a sus desarrolladores en una especie de familia ambulante, extraña, más pendiente de ofrecer su arte de la mejor manera que de cualquier otra cosa.

Es indiscutible que debe haber una fuerte vocación para dedicar la vida a un arte que lleva aparejada la condición de nómada, de trashumante, de viajero itinerante siempre con la vista puesta en el horizonte lejano: si uno se para por un momento a pensar en ello, resulta asombroso y extraño a la vez y curiosamente, ambos adjetivos definen perfectamente la esencia del arte del circo.

Hace unas semanas asistí a una representación de Vekante, el último espectáculo circense creado por Rosa Raluy, perteneciente a la gloriosa familia que mantiene la tradición del Circo Raluy.

En su caso se ocupa del Circ Històric Raluy que está momentáneamente asentado en Barcelona y representa Vekante hasta el mes de febrero luchando contra el maldito covid y el tiempo aciago en varios sentidos y nos está dando una muestra artística muy cuidada con varios números circenses en la mejor tradición que nos embelesan durante las dos horas escasas que dura la función.

No soy ni mucho menos entendido en el arte circense, sus maravillas y sus dificultades, pero sí soy un espectador atento a los detalles: hay en el Circ Històric Raluy un cuidado minucioso del detalle y la tradición, un profundo respeto al espectador que ya no se observa en el cine actual pero sí en el clásico, una forma de tratarte que te hace sentir el centro de su atención: llegas y te reciben los miembros de la troupe con sonrisas mientras avanzas entre carromatos de museo hasta la carpa circular y cuando acaba el espectáculo, te los encuentras a todos en fila despidiéndote y agradeciéndote haber asistido a su espectáculo, y eso, amigos, no lo había visto en mi vida.

Se siente que la pasión por el trabajo bien hecho, el esmero por la correcta forma de actuar, aquella que asombrará al espectador, es lo que da sentido a su arte: los movimientos son rápidos, eficaces y elegantes y la sonrisa no abandona su rostro: no te queda más remedio, como espectador, que sentirte bien. Disfrutas como un crío, tengas los achaques que tengas. Una maravilla.

Si además uno va y solicita por correo electrónico permiso para hacer unas fotografías del espectáculo y te lo conceden amablemente, miel sobre hojuelas.

He confeccionado un carrusel de las fotos de la experiencia y lo he reforzado con la mejor música que el espectáculo merece: seguro que la cinefilia conocerá la melodía.



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dijous, 9 de desembre del 2021

El último desatino



Por ahora. Porque a Ridley Scott le gusta lo que hace y tiene la fortuna de caer bien, de liderar un corifeo de voces interesadas que siempre proclaman unas virtudes que se hacen difíciles de advertir cuando uno sale del cine y se pone a pensar un poco.

La última entrega del ensoberbecido Ridley se basa en una novela típica de los tiempos que vivimos: una recreación de hechos acontecidos en el medioevo publicada en 2004 por Eric Jager que dispone de títulos de especialista en literatura medieval y da clases en la Universidad de California y que naturalmente dispuesto a contemplar la Edad Media en Europa y vista la popularidad que las novelas de caballería vuelven a tener aprovechó el tirón para escribir también él, porqué no, una novela de algo que se supone aconteció hace unos cuantos siglos, en concreto en el año 1386: un duelo a muerte entre un supuesto cornudo y el supuesto adúltero que le convirtió en tal, con la particularidad que ése duelo a muerte llevaba aparejada la convicción divina de culpabilidad o inocencia que favorecía, por supuesto, al sobreviviente y con un añadido: si el muerto en duelo era el cornudo, su esposa, por mentirosa, era quemada viva en una hoguera presta en el mismo sitio. La multitud tenía diversión asegurada acabara como acabara el duelo.

Tal parece que ese duelo existió o por lo menos así se cuenta en tradiciones y leyendas que los franceses han sabido acumular y ofrecer y que Eric Jager aprovechó para escribir su novela El último duelo de la cual seguramente se venderán ejemplares estas navidades y que gracias a la publicidad se puede comprobar aquí su estilo en un avance del periódico digital El Confidencial


No puedo hablar de la novela porque no la he leído y visto el avance seguro que no la leeré porque me parece minuciosa en exceso en cuestiones irrelevantes y me huelo que lo más interesante no lo trata con profundidad ya que han sido tres los guionistas que han llevado esa novela a la pantalla: Nicole Holofcener, Ben Affleck y Matt Damon y a pesar que los dos amiguetes ganaron un oscar conjunto como guionistas en 1997, lo cierto es que el guión literario de la película homónima The Last Duel (El último duelo) no es para estar orgulloso ni satisfecho ni mínimamente contento: más bien da vergüenza y lleva a pensar que la labor de guionistas de los dos pájaros se limitaría a reescribir sus frases que tampoco tienen nada de sobresaliente.

Quiero suponer que fue el propio Ridley Scott el que propuso configurar la trama a modo de tres visiones particulares de la cuestión: de una parte el marido coronado, de otra el adúltero acusado de violación y finalmente la visión de la víctima, la esposa forzada y violentada que es la que con su denuncia de los hechos inicia una reclamación que acabará llamando a las puertas de la parca duelo mediante.

Ese artificio pretende emparentar al fatuo Scott con el maestro Kurosawa cuando éste llevó a la pantalla las narraciones de Akutagawa Rashomon y En el bosque y claro, lo que mal empieza, mal acaba.

Porque así como Kurosawa siempre aconseja tomar lápiz y papel después de haber leído mucho y bueno para hacer una película, es evidente que Scott ha tomado otros caminos para intentar una emulación que sólo le ha salido bien en las proclamas que su corifeo de aduladores han dejado plantadas por doquier sin temor a que se les vea el plumero.

Tan malas son las informaciones que corren por los mentideros de las redes que incluso algunos pretenden que esta película nos cuenta el último duelo a muerte acontecido en Francia lo cual inmediatamente debería haberme puesto en aviso de la cantidad de pifias con las que iba a encontrarme, pero ¡ay! una vez más, he pecado de indolente y confiado y en justa penitencia vengo ahora a advertir a los amigos que no caigan en el mismo error.

Todos hemos visto alguna película de Ridley Scott porque el hombre, vago no es; si acaso descuidado o incapaz de llevar a buen término algunas tramas, influído por una querencia a lo grandilocuente que puede llegar a ser el oficio de director de cine sin advertir que es craso error y grave pecado: baste advertir que este largometraje alcanza más de dos horas y media y que no parece entrar en materia hasta que ha transcurrido casi una hora y media larga, dejando apenas una hora final para ocuparse de lo que en otros casos hubiese sido el pleno de la cuestión con aspectos psicológicos, judiciales, éticos, morales, estratégicos y dramáticos que en otras manos hubiesen recabado la intervención de algún guionista con mayor capacidad para desarrollar una historia real o ficticia, tanto da, porque con ella se podría haber presentado un drama histórico que nos apasionara y sorprendiera mientras nos mostraba una realidad histórica que pertenece a otra época en la que las relaciones entre hombres y mujeres no era tal como en la civilización occidental entendemos que debe de ser.

Una vez más Ridley Scott se asoma a épocas lejanas del pasado y una vez más los árboles que nos muestra nos impiden ver el bosque: se pierde en recovecos, en repeticiones innecesarias que lo único que consiguen es incrementar los minutos de película y hastiarnos y cuando llega el momento de hincar el diente nos muestra una sonrisa amplia y desdentada. Ni siquiera tiene el acierto de enfocar la trama en uno de los tres personajes principales con lo que las motivaciones, los afectos, las simpatías, se diluyen en la nada más estrepitosa.

Ridley Scott ya nos mostró con su versión de Robin Hood que era muy capaz de hacer con los medios de este siglo XXI una película peor con la misma historia realizada en 1938 por Michael Curtiz y ahora se detiene en los avatares del medioevo francés en una cuestión que puede desarrollar cuestiones éticas y morales a modo de parábola y en vez de fijarse en magníficos antecedentes como El león en invierno (que ya comentamos aquí hace casi seis años) en la que se nos ofrece una espléndida trama coprotagonizada por Leonor de Aquitania (1122-1204) reina de Francia e Inglaterra, mujer realmente interesante que todavía espera una película bien escrita y dirigida, Ridley, digo, se dedica a enseñarnos batallas cuerpo a cuerpo filmadas con oficio pero sin brillantez y unos diálogos paupérrimos carentes de tensión que podría haber incrementado hasta el clímax resolutorio pero que parece no le interesa lo más mínimo, así que cuando cierra el bucle y vemos el duelo apenas sentimos curiosidad por saber en qué va a para toda la historieta, deseosos como estamos de salir de la sala y tomar el fresco.

En un momento de la historia en que en Occidente se reconoce como execrable y grave delito la violación de una mujer y se debate la mejor forma de exigir justicia y denunciar el hecho, viene Ridley Scott a dejar en medio apunte que el duelo no se realiza por amparar a la mujer afrentada sino por defender el honor del esposo perjudicado y esa postura tan inadmisible hoy en día tiene la capacidad de formularse dramáticamente en un debate en el que las voces de aquellas mujeres podrían verse reflejadas en la sorpresa de una protagonista que contempla incrédula que su ser se ve reducido al valor de una propiedad, y estas y otras cuestiones las desecha Ridley Scott dejándolas en meros apuntes, rehuyendo la posibilidad de ofrecer una exposición dramática de los derechos, deberes y lealtades con el añadido de unas exigencias de cumplimiento de normas en desuso pero no derogadas, lo que en otras manos sería indudablemente ocasión de lucimiento para guionistas finos, de lo que parece no hay ya. O por lo menos, de los que Ridley Scott carece del interés de llamar a colación para ejecutar una película histórica que nos haga tomar partido y nos alimente el espíritu.

Quizás Scott se percató que no era capaz de ejecutar una película histórica de aventuras y ha pensado que podría dirigir una histórica seria y, amigos, tampoco.

Cierto es que la ambientación no está mal, pero la forma de rodar de Scott carece de fuerza suficiente para levantar un guión malo; tan malo es que los intérpretes parecen no creérselo y están faltos de convicción y esa abulia se contagia al espectador. La construcción del relato cinematográfico adolece de falta de ritmo y las tres presentaciones del mismo hecho son un lastre por su propia duración excesiva que impide avanzar y cansa. Scott debería haber cambiado el planteamiento, por lo menos: un montaje usando las tijeras sin miedo aligeraría el resultado final y lo dejaría en algo digerible: no interesante, pero admisible. Tal como está, resulta que hay mucho ruido y pocas nueces. De hecho, ninguna.

Es una lástima, porque de la base podía haberse realizado una película interesante, que es lo que yo confiaba en ver. No cometan el mismo error. Quedan avisados.



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dimarts, 30 de novembre del 2021

West Side Story





No fue hasta que hace años compré el dvd y pude ver en versión original la película musical West Side Story (1961) que, al escuchar de forma desgarrada: ¡Bernardo! me di cuenta, tonto de mí, que la situación era idéntica a una escena de la película de Franco Zefirelli, Romeo y Julieta (1968), en la que en un soberbio doblaje al castellano se escucha: ¡Teobaldo!

Dice poco de mi perspicacia tardar años en darme cuenta que el magnífico coreógrafo Jerome Robbins había bebido de la tradición milenaria italiana magníficamente trasladada por El Bardo de Avon con la inestimable colaboración de Leonard Berstein y el recientemente fallecido Stephen Sondheim al que añadimos a Arthur Laurents como responsable del libreto para llevar adelante una versión musical de la clásica historia de amores enfrentados a clanes familiares opuestos, una trama tan vista y conocida que a casi nadie se le ocurre pensar un momento en su procedencia, dándola por nacida del folclore. Y no.

La trama, trasladada a los últimos días del caluroso verano de 1957 en el barrio oeste de la cosmopolitana ciudad de Nueva York, ofrece una visión en la que al romanticismo desenfrenado del original se añaden algunos toques de contenido social muy propios de una sociedad multicultural con ciudadanos de orígenes bien diversos y ninguno de ellos situados siquiera en la clase media, sin llegar a la pobreza, pero casi.

La pieza la estrenaron en Broadway en septiembre de 1957 y estuvo en cartel en el teatro Winter Garden Theatre hasta el 27 de junio de 1959, con la salvedad de un corto período, del 2 de marzo de 1959 hasta el 10 de mayo de 1959, que se representó en el Broadway Theatre: en total 732 representaciones ininterrumpidas.

Y como al parecer alguien se quedó con las ganas de verla, el Winter Garden Theatre la recuperó desde el 27 de abril de 1960 hasta el 22 de octubre de 1960, empalmando en la temporada al cabo de dos días, 24 de octubre hasta el 10 de diciembre de 1960 en el Alvin Theatre de Broadway: 249 representaciones más.

No está nada mal, ¿verdad? 981 representaciones de la misma obra en Broadway desde septiembre de 1957 hasta diciembre de 1960.

Evidentemente, la industria del cine estaba deseando hacerse con la oportunidad de llevar a las pantallas un éxito semejante y más porque el género musical estaba a primeros de los sesenta del siglo pasado en franca decadencia, lo que se dice de capa caída.

Además, lo tenía muy fácil: el éxito popular llevaba el paquete de unos profesionales excelentes en su campo que ya sabían lo que era hacer cine y sólo faltaba un cineasta encallecido que supiera bregar con todas las ventajas e inconvenientes que representa dirigir una película basada en un musical de mucho éxito.

Robert Wise no era ningún jovencito imberbe cuando le cayó encima de la mesa el difícil encargo de llevar a la pantalla una pieza musical que sólo en Broadway habían visto ya miles de personas y algunas se la sabían de memoria.

De novato no tenía nada: ya había ganado reconocimiento como montador del clásico Citizen Kane en 1941 y en 1951 había dirigido un clásico de la ciencia ficción que ya tratamos aquí en los inicios de este bloc, de modo que en 1961 y ante la oportunidad, Robert Wise debió disfrutar preparando el guión técnico mientras Ernest Lehman se ocupaba del guión literario sin despeinarse porque el guiso ya estaba más que condimentado.

Robert Wise tenía ante sí dos bastiones inexpugnables, dos moles artísticas inamovibles: una música y una coreografía ejemplares, intachables. ¿Qué podía hacer Wise para guardar la esencia y alejar la sensación de teatralidad?

Divertirse: Wise se divierte mucho preparando el guión técnico usando todos los planos imaginables, todas las grúas más avanzadas de su tiempo, todos los movimientos de cámara que lleva en su alma desde hace veinte años y que no ha podido sacar a pasear porque en otra trama menos convencional hubiesen parecido "demasiado atrevidas" para los espectadores de primeros de los sesenta del siglo pasado, no lo olvide nadie.

Wise sabe que tiene en las manos la oportunidad de su vida y no se le escapa que va a necesitar la ayuda de los mejores en su campo, porque además de usar lentes de todo tipo en la cámara que no son nada fáciles de usar cuando el formato es panorámico, quiere que las luces, el color, estén al servicio de la historia y jueguen partido, ayuden a la intensidad de las escenas: todo va a filmarse en estudio, hay interiores estrechos, salones amplios y diáfanos, y movimiento, mucho movimiento, es un no parar: sólo cuando alguna escena romántica o de tensión íntima ocurre Robert Wise deja la cámara atenta, quieta, hurgando en los personajes que se debaten en sus miedos, odios y amores y la intensidad del color se acentúa cuando conviene, aunque no te das cuenta hasta que no la has visto varias veces, hasta que te la sabes de memoria y adviertes que en toda esa naturalidad hay un trabajo excelente de un personaje que lo dirige todo. Y lo hace muy bien , además.

Como decía, no fue hasta el tercer (o cuarto, yo qué sé) visionado que me percaté del original literario: quizás porque para entonces ya lo había leído, incluso en forma de cuento italiano precursor de todo. Porque West Side Story, esa película que forzosamente ví de reestreno en un cine por primera vez, esa película que en aquella época ya conservó su título en la lengua de la Pérfida Albión mal le pesase a algunos, tardó en gustarme: el musical es un género que no a todos gusta de entrada y algunos cinéfilos diletantes necesitamos años para comprender que arrancar a cantar en un instante para expresar un sentimiento después de todo no es tan raro especialmente si se hace de esta forma:



En apenas cinco minutos se comprueba que la música es excelente y que el director sabe ofrecernos una escena compuesta de muchos planos, de muchos movimientos de cámara y no nos percatamos de ello porque están al servicio de la trama, que es donde deben estar: vean otra vez el vídeo y fíjense en lo que hace la cámara, en los ángulos de enfoque, en el desenfoque, en las luces, y recuerden que no es nada casual, que hay un montón de gente trabajando a las órdenes de Robert Wise para que puedan disfrutar de ese momento mágico. Y después, vuelvan a disfrutarlo una vez más, sin preocuparse de nada.

Y cuando a la música le acompañan las escenas de baile, ya uno se ha acostumbrado a pensar que quizás los musicales son un género a considerar, ni que sea porque, de vez en cuando, directores como Robert Wise saben aplicar la caligrafía cinematográfica a un conjunto de elementos para conseguir maravillarnos.

Éste, el West Side Story de Robert Wise, es una obra maestra. Si no la han visto, apúrense, porque igual alguna mano negra compra todos los ejemplares y se quedan con las ganas.



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divendres, 19 de novembre del 2021

Aparentando





Fingiendo, disimulando, figurando, son las cuatro traducciones que a uno se le ocurren de inmediato para señalar en castellano el acto de presentarse una persona en una condición que no le corresponde exactamente, que es lo que viene a significar la palabra que en inglés da nombre a una novela y a su adaptación a la pantalla, Passing (exhibida por aquí como Claroscuro gracias a la inopia de alguien de Netflix, que nos la trae a casa), película dirigida por una novel Rebecca Hall que después de hacer caja como actriz en alguna película interesante (por aquí ya apreciamos su trabajo en Professor Marston and the Wonder Women) y más de una alimenticia, nos presenta una opera prima en la que ejerce de adaptadora de una novela de éxito (que no tengo el gusto de haber leído) publicada en 1929, todo un clásico de la literatura estadounidense debida a la pluma de Nella Larsen (1891-1964).

Dice la mercadotecnia que Rebecca Hall se interesó por esa novela cuando supo que tenía un antepasado de raza negra pero vista la película me da que eso no es más que un factor coadyuvante a una decisión tomada por la actriz que sentía la necesidad de expresarse, de formular cuestiones, de interrogar públicamente a la sociedad en que le ha tocado vivir, teóricamente distinta de la que habitaba Nueva York en 1929, año de presentación de la novela que sigue siendo el año en que transcurrirá la trama.

Hall asume la responsabilidad de su película desde el momento en que sólo ella es la autora del guión literario y evidentemente también del guión técnico. Ambos sobresalientes. Cortos, pero muy bien confeccionados.Para mí, mejor el técnico, inesperadamente.

Cabe suponer unos condicionantes de índole económica que de alguna forma ayudaron a Hall a tomar tres decisiones que influye en el resultado final: el formato de pantalla es el clásico 4:3 y la fotografía es en B/N y la duración no llega a hora y tres cuartos, todo lo cual ayuda al ahorro y además proporciona una apariencia de clásico más pendiente de lo que nos va a proponer que de la estética, amén de reforzar la presencia de lo abstracto que se siente siempre cuando hay una ausencia de color aunque lo cierto es que el aspecto fotográfico está muy cuidado gracias a la participación de Eduard Grau.

Las sinopsis que usa la propaganda e incluso el póster principal abundan en dos aspectos:la relación de las dos protagonistas del relato, Irene (fabulosa composición de Tessa Thompson) y Clare (muy bien Ruth Nega) y el hecho que ambas son de raza negra pero con una piel bastante pálida, más en el caso de Clare, que se hace pasar por blanca e incluso está casada con un blanco racista con el que tiene una hija, por suerte blanca.

Ambas gozan de una posición económica envidiable gracias a sus maridos. el de Irene es un médico negro que se gana muy bien la vida: viven en una espaciosa casa con sus dos hijos, tienen una sirvienta y un coche que Irene sabe conducir. En 1929, no lo olvidemos: en 1929.

Las dos protagonistas, que coincidieron en la escuela sin ser muy amigas, coinciden en el bar de un hotel de lujo al que Irene va a reponerse un día que ha salido de compras: uno de esos días en que ella admitirá luego "se disfraza de blanca" y se encontrará con Clare, a la que empieza admirando sus piernas enfundadas en delicadas medias y su melena rubia y quedará sorprendida cuando al girarse se levanta y se va hacia ella reconociéndola como antigua colega, iniciando unas confidencias que pondrán de manifiesto la complejidad de ambos caracteres mucho más allá de su condición de negras que pueden aparentar no serlo en una sociedad clasista y racista en extremo, como queda muy bien puntualizado gracias a los comentarios que Brian, el esposo de Irene, hace de las noticias de linchamientos frente a sus vástagos, lo que provoca discusiones en el matrimonio.

Irene es el eje en torno al que se mueve la cámara de Grau siguiendo las ideas de Rebecca que con el valor propio de quien arriesga en su primera aventura se vale de un lenguaje cinematográfico inusual en las pantallas de este siglo porque además del formato también tiene la osadía de valerse de planos ¡desenfocados! para expresar la confusión y el desconcierto que siente su protagonista ¡y lo hace en varias ocasiones! y también se vale de los silencios absolutos y primeros planos que la Thompson aguanta impertérrita en una composición que debería valerle reconocimientos. Esa Irene es una mujer queda, callada, meditabunda y observadora y nosotros gracias a la planificación de Hall intuímos y sabemos extremos de la relación de Irene con Clare y el efecto que ésta causa en todos esos negros que conforman un grupo socialmente confortable pero ¡ay! con la cuestión del color de la piel como freno, como límite a unas perspectivas que forzosamente admiten sin que haya ninguna escena de disgusto o rebelión ante una situación clasista admitida, con lo que la película como representación de clamor antiracista resulta floja. Adrede, creo: le interesa más, a Rebecca Hall.

Sin haber leído la novela, uno intuye que la cuestión racial no es más que un elemento que configura una realidad compleja en la vida de ambas protagonistas pero no llega a mediatizarla y hay ahí unos elementos personales de soterrada homosexualidad e infidelidades varias que uno cree haber visto apuntados en el discurso cinematográfico de la novel Rebecca que sin embargo no los resuelve y llegaremos a un final abrupto que nos deja con la pregunta en los labios.

De esta forma, Rebecca Hall se alinea con el grupo selecto de cineastas que no tratan de aleccionarnos pero se esfuerzan en presentarnos ideas, sugerencias, motivos para un debate o una conversación interesante; directores que huyen del didactismo, que nos ofrecen la oportunidad de observar una problemática en las interrelaciones humanas y nos dejan elegir, nos dejan tomar partido o no; llega al final de su discurso como diciendo: ahí queda, apañaos.

El conjunto queda bastante lejos de lo que uno espera cuando se trata de una ópera prima porque siempre hay una especie de condescendencia tácita y lo cierto es que de no haber conocido el nombre de la directora de antemano por sus trabajos como actriz, vista que ha sido la película no hubiese sospechado que es una primicia:la planificación es muy competente, el uso del blanco y negro y los desenfoques oportunos acertadísimos -y valientes, en la época en que estamos, llena de tebeos y juegos de acción- y además Rebecca Hall se vale de la música y de los silencios absolutos como medio de expresión; supongo que el largo tiempo que estuvo acariciando el proyecto le permitió configurarlo a su gusto y manera y francamente, la espera ha valido la pena.

Como cinéfilo lo que me importa es que me seduzcan, que me sugieran, que me muevan la neurona; no que me lo den todo mascado. Por eso, amigos, no debéis perderos esta ópera prima.



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dissabte, 30 d’octubre del 2021

Recuerdos de La Alhambra

En el verano de 1975 visité La Alhambra de Granada y quedé enamorado al instante.

Me prometí que algún día regresaría y trataría de hacer justicia a su hechizo encantador con alguna que otra foto.

Ese día por fin llegó hace unas semanas y con el día llegó la noche y en La Alhambra, amigos míos, la noche es mágica.

Mientras estaba allí, cómo no, en mi cabeza sonaban las notas de Tárrega y me ha parecido que la mejor forma de explicar la sensación sería hacer un pequeño vídeo de tres minutos escasos.







No hace falta decir que la música es Recuerdos de La Alhambra de Francisco Tárrega, interpretada por Narciso Yepes.

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dilluns, 18 d’octubre del 2021

Sin tiempo para morir





Entre todos lo mataron y él solito se murió.




Empezar un comentario de forma políticamente incorrecta seguramente no es buena idea y si encima el error es cambiar el femenino por el masculino entonces alguno advertirá visos de temeridad pero la expropiación resulta ajustada a la realidad porque cuando uno salió de la magnífica sala del Cine Capri (quizás la última gran pantalla del entorno de Barcelona ¡y a un precio imbatible!) se sumió en un mar de dudas y al final la conclusión quedó fijada en la proverbial frase del refranero español con un significado que le viene como guante ajustado a la última película de la saga Bond y como aficionado y seguidor espero que el adjetivo acabe por ser incorrecto, aunque para ello deberán concurrir elementos extraordinarios y tomaduras de pelo varias con la complicidad del fan que deberá mirar para otra parte.

No time to die (Sin tiempo para morir) cierra la trayectoria de Daniel Craig personificando a James Bond, ese espía clasificado como 007, el más conocido de los 00*, tipos capaces de matar a sangre fría sin contemplaciones en la seguridad que el gobierno de su majestad británica no les va a pedir nunca responsabilidades ni por los muertos que deja tras de sí ni por los gastos extra que presenta en su tarjeta de crédito.

Un tipo que desde 1962 ha encandilado a féminas y causado envidia en varones por su prestancia, dinamismo, resistencia a los cócteles martini y poder seductor que en cada película mostraba por lo menos dos veces mientras se dedicaba a perseguir a los malos exterminándolos de la forma más despiadada posible, en ocasiones no exenta de crueldad, pero es que el tipo no es un angelito: es un asesino que sirve a los que teóricamente son los buenos de la película.

No hay ni una película de la saga Bond que resista un análisis serio de su contenido pero ya nos está bien, porque uno no va a ver a Bond esperando mojigaterías ni problemas morales o éticos: uno va a ver acción a tope, mujeres guapas, muchos tiros, alguna persecución inverosímil y que al final los malos palmen y a esperar la siguiente. Y a ser posible, que con todos elementos a disposición no aburra, lo que desgraciadamente ocurre en demasiadas ocasiones, por difícil que parezca, con la experiencia que ya deberían tener.

En esta ocasión hay cambios que me resisto a denominar novedades porque ésas serían bien recibidas y lo que han hecho Cary Joji Fukunaga (que es el director y también guionista) con Neal Purvis y Robert Wade (ambos supuestos guionistas) es una traición, un asesinato (pues el personaje como tal no puede defenderse de sus "creadores") en el que el prototipo de Bond perece de forma lastimera dejando atrás todos esos rasgos apuntados que han conformado más o menos el tipo cinematográfico (del procedente de la pluma de Ian Fleming ni idea, por no haber leído más que media novela) desde 1962, que ya son años de seguimiento de una saga en la que el epónimo James Bond ha tenido diversos rostros y si me apuran, incluso actitudes, alguna francamente paródica (Roger Moore) pero sin incumplir los requisitos establecidos por la costumbre jamás.

Hasta ahora.
Este Bond tiene una fecha de caducidad: los cincuenta años de edad que tenía Craig en el momento del rodaje (ha tardado muchísimo en producirse el estreno) no se disimulan porque el tipo está cachas pero su actitud es la de su edad: estábamos acostumbrados a un Bond presente en un hombre apuesto de edad incierta pero no tan maduro; tanto, que además está casado. Tan casado está que deja escapar a una partenaire de la Cía sin siquiera una intentona de seducción y viéndola ahí al lado ya me dirán si esto cuadra en una película de Bond.

Y luego, en la consabida escena en que otra mujer le apunta con un arma (ya he dicho que solían ser dos los lances en cada película) tampoco aparece el galán y no será porque la supuesta villana, que es una especie de aviso para navegantes (mujer, negra y poco agraciada, justo todo lo contrario al prototipo 007) no le haga ojitos, que se muere por hacerse la colega.

Un despropósito que a muchos fans de Bond no ha complacido en absoluto y menos porque hay una sensación de ajuste de cuentas en las muertes que se producen en la trama, como buscando un cierre vengativo por haber molestado con esos conceptos atávicos tan incorrectos en la moralina que impera en nuestra sociedad actual en la que algunos ejemplares de la humanidad se erigen con muy mala intención como líderes de gentes de buena fe que no advierten que el camino de baldosas de oro acaba en un precipicio en el que el sometimiento será norma.

No se trata naturalmente de una cuestión de principios pero tampoco es cosa baladí observar que por intereses estúpidos se procede a tergiversar, modificar, cambiar en lo más básico algo que carece de importancia real, algo que no es más que un entretenimiento y se hace para modular convencimientos e ideas en las mentes bondadosas y poco dispuestas a prevenirse de intenciones espurias que coinciden con las mentes perversas que en este siglo que vivimos están empezando a perseguir libros porque expresan ideas que no les gustan: ya se han producido hogueras y falta poco para que las veamos en los telediarios.

Hace unos años, cuando después de las pifias de Skyfall (2012) y Spectra (2015), Daniel Craig empezó a decir que no haría más de Bond, sonó con fuerza la idea de encomendar el personaje a Idris Elba y, francamente, me pareció una buena elección: un tiarrón británico, atractivo, con muy buena voz y negro. El personaje de Bond en la pantalla puede ser un negro atlético y guapo como Idris, porque después de tantos años no pende del original literario y Elba es muy capaz de llevar adelante todas las acciones bondianas cumpliendo los requisitos, pero algo debió moverse en las sombras de la imbecilidad dominante y desecharon la oportunidad que nos hubiese provisto de tipo para unas pocas películas más.

Tal parece que han decidido cargarse la saga porque resultaba probablemente demasiado machista para algunas sensibilidades faltas de talento natural para entender lo que es un prototipo que sirve para pasar el rato pero no para edificar una entelequia ni social ni mucho menos política; y lo han hecho a conciencia: va a resultar imposible resucitar a Bond sin caer en el más espantoso de los ridículos, aunque es bien cierto que la audiencia está tan domesticada que poco va a importar, aunque puede que a algunos fans les dé por no ver más que las películas anteriores poniendo como fecha límite (muy límite) el año 2008.

Por otra parte, si ustedes nunca han sido seguidores bondianos, esta película puede cumplir las expectativas de una de tiros con un guión descabezado en el que la falta de lógica viene a ser la norma en estos últimos lustros, con escenas de todo punto inexplicables y no me refiero a las que protagonizan los especialistas sino a aquéllas que a los pocos minutos se revelan como invenciones sin base alguna y absolutamente imposibles. Pero la dirección de Cary Jojo Fukunaga revela bastante oficio, llegando incluso a usar en el largo prólogo (casi media hora) un par de elipsis que al espectador atento indican datos que luego por suerte se confirman, lo que lleva a la conclusión que las irregularidades lógicas del guión deben imputarse a los otros supuestos guionistas que no han pulido su trabajo como debieran, aunque lo cierto es casi nadie se ha quejado hasta ahora, tan grande es lo que hacen con Bond.

Como película de acción es pasable porque mantiene un cierto ritmo y el montaje es acertado y la banda sonora no desentona y no molesta; Ana de Armas sale guapa y el resto cumple con mayor o menor convicción. Respecto de la acción sostengo que la saga de Bond, que nos acostumbró a una especie de "todavía más" en sus prolegómenos, con acciones imaginativas y peligrosas, padece ahora mismo de una seria competencia que le ha dejado al margen: basta ver cualquier noticiario en la tele para comprobar como esas peripecias que hace treinta años nos dejaban asombrados exclamando ¡uau! las ejecutan sin trampa ni cartón verdaderos intrépidos que se juegan su vida por unos minutos en las pantallas y claro, en el cine luego ya uno llega con los ojos repletos de imágenes que la ficción mo llega a superar, así que tan sólo queda el recurso de un guión inteligente con una trama interesante que nadie parece saber escribir. Y así nos va.

En resumen: véanla si no son seguidores veteranos de Bond. Y sin esperar nada especial.



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dilluns, 27 de setembre del 2021

El robo del siglo





Este título con marcados antecedentes periodísticos que van repitiéndose cada tanto en las cabeceras con motivo de sucesos semejantes consigue de inmediato abrir las expectativas de un grupo de cinéfilos que se deleitan con los ejemplares de lo que podríamos denominar una especialidad encajable dentro del género de intriga y suspense llamado thriller y no es una simple forma de clasificar sino que más allá de querencias particulares, muchos largometrajes que cumplen con los requisitos obtienen gran estima incluso por los más eclécticos.

Sería prolijo entrar en materia de debate en lo que concierne a las especificaciones formales pero podríamos acordar que en la subespecie de "atraco perfecto" no todos caben porque es necesario un ejercicio criminal ejecutado limpiamente y con un curso de principio a fin de la operación dotado de una necesaria brillantez e inteligencia para vencer un obstáculo que se barrunta de insalvable a priori y en la derrota de ése muro infranqueable está la base del subgénero que nos ha dado brillantes películas.

En 2006 se estrenaba Inside Man [Plan oculto] (quizás la última película de Spike Lee interesante) que relataba un atraco a un banco en unas condiciones muy particulares y por allí, en el rodaje, andaba de becario el argentino Ariel Winograd.

Resulta muy fácil imaginar que el bonaerense aprendiz de mago de cine se apuntó en su agenda estudiar las posibilidades que le ofrecía el atraco a la sucursal de Banco Río en Acassuso en el denominado Gran Buenos Aires, suceso que por sus peculiaridades inmediatamente copó las cabeceras con el título "El robo del siglo", precisamente en enero de 2006, mientras la película de Lee estaba a punto de estrenarse en marzo.

Catorce años son muchos para ultimar una película pero no son tantos si se tiene en cuenta que el guión se basa en los detalles que quiere contar el llamado "cerebro del robo", Fernando Araujo, que por motivos lógicos tuvo que esperar un tiempo para poder relatar su aventura y colaborar con Alex Zito para pergeñar el guión que sirve a Ariel Winograd de base para su película, titulada, ¡cómo no! El robo del siglo que en este verano que acabamos de finalizar ha ocupado algunas carteleras españolas.

El robo del siglo
Fernando Araujo (Diego Peretti, muy convincente) recibe un soplo asegurando que en una sucursal modesta hay en algunos momentos un verdadero pastizal monetario amén de muchas cajas de seguridad que algo deberán tener en su interior que tenga valor. Araujo es un delincuente de poca monta y con pocos fondos para una empresa semejante, por lo que siguiendo el consejo de un colega requiere la ayuda de Luis Mario Vitette (Guillermo Francella, perfecto como embaucador) para dar el golpe y entre ambos siguen el curso esperado de buscar especialistas en determinadas tareas encaminadas a conseguir limpiar de valores esa oficina del Banco Río en Acassuso, aprovechando un fin de semana, porque la tarea se presenta ardua y muy compleja.

Al modo de totémicos precedentes como Rififi, Ariel Winograd nos muestra con detalle los preparativos del acto criminal al tiempo que las relaciones entre los delincuentes prestos a llevarlo a cabo y lo hace, justo es reseñarlo, con mucha eficacia y sin perder el ritmo de la narración, manteniendo el interés de la trama en la intriga de cómo van a salvarse los problemas y luego, una vez en materia, en el desarrollo del atraco perfectamente mostrado como novedad porque con buen tino nos privan de información mientras hemos visto los preparativos.

Podríamos decir que técnica y formalmente la película es una delicia que mantiene la tensión en el íter criminal con un ritmo que no decae más que cuando intenta adentrarse en las personalidades del grupo protagonista, momento en el que se echa en falta un buen dialoguista y un cuidado de todos los personajes por igual: en muchas ocasiones hemos advertido que una de las virtudes del buen cine clásico es vigilar el detalle del más pequeño secundario y en esta película el punto flaco está en que, del grupo de ladrones, tan sólo dos, los citados, merecen la atención vigilante de la cámara, pues el guión deja como simples coadyuvantes al resto y ahí la tensión cae por falta de cuidado, sin que pueda imputarse a los intérpretes, todos ellos de muy buen hacer.

Posiblemente esta especie de relato autobiográfico bebiendo las fuentes del protagonista Araujo ganaría muchos enteros si se hubiera abierto la puerta a una ficción que desarrollara más afortunadamente todo el grupo y especialmente sus relaciones, máxime porque, como sucede en casi todas las películas de esta interesante especialidad, el elemento humano, al fin, es el que acaba determinando el resultado.

Muy recomendable esta película argentina que demuestra bien a las claras que cuando hay talento y una buena historia ni el género ni la especialidad pertenecen a nacionalidad alguna y el cinéfilo que anda husmeando carteleras en busca de una buena pieza que llevarse a los ojos puede tranquilamente decidirse por ésta que seguramente le atrapará de principio a fin con la salvedad apuntada y con la enorme satisfacción, en el espectador hispano hablante, de asistir a una función con su acento particular, sí, con sus modismos, sí, pero perfectamente inteligible gracias a un conjunto de intérpretes merecedores de todo elogio.

Si la ven en cartelera, no se la pierdan.




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dimarts, 31 d’agost del 2021

En torno a la Torre Calatrava





Supongo que todos, quien más, quien menos, tenemos nuestras fobias pero también nuestras filias: una de las mías es la torre de comunicaciones que con motivo de los fastos olímpicos de lo que se conoció como Barcelona'92 se construyó en el complejo olímpico denominado Anella Olímpica de Montjuic.

El encargado de realizar la necesaria antena que serviría para lanzar al éter los acontecimientos deportivos a suceder fue el Arquitecto Santiago Calatrava que diseñó una torre de 136 metros de altura y cuando estuvo acabada y todos pudimos verla, a algunos nos gustó más que a otros.

Han pasado ya casi treinta años y al fin he podido conciliar mi afición a la fotografía con la dichosa Torre Calatrava y éste ha sido el resultado:

Torre Calatrava


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dimarts, 24 d’agost del 2021

Pasión por el western





Pertenezco por nacimiento a una generación afortunada en cuanto hace a la cinefilia: en mi adolescencia en España tan sólo había una televisión (con dos canales, eso sí, aunque uno de ellos no lo podía sintonizar todo el mundo) pero quizás porque lo que podríamos denominar la resistencia intelectual tenía sus tentáculos ocultos en el sistema, podíamos ver películas de muy buena factura y a pesar que sospechábamos algunos cortes debidos a la censura reinante, era tal el cúmulo de buenas películas a nuestro alcance que para el aficionado formarse en el gusto por el arte cinematográfico era sencillo: abundaban lo que llamaban "ciclos", dedicados tanto a directores como a estrellas del cine e incluso a cinematografías concretas de otros países, normalmente europeos. Esos ciclos, no siempre oficiales, fueron si duda alimento de cinéfagos autodidactas.

Además, somos quizás la última generación que ha asistido a estrenos de Billy Wilder, William Wyler o Alfred Hitchcock, todos ellos en cines de verdad, con pantalla grande. Para algunos afortunados, como el que firma, pantalla muy grande cada domingo.

Toda esta "batallita" no obedece a ganas de darme pisto pero sí como referencia ineludible para enfocar como se debe la película que en 1968 estrenó Sergio Leone: Hasta que llegó su hora.

Ya sabemos todos que Leone en 1968 era el famoso y exitoso director de una trilogía muy especial y característica de una forma de contemplar el western, a saber, Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), tres películas que además sirvieron a Clint Eastwood para saltar a primera fila de popularidad.

El éxito comercial de la trilogía despertó como es lógico el interés de los productores de Hollywood y Leone estaba esperando la oportunidad porque quería llevar adelante un proyecto añejo que sin embargo no estaba relacionado con el western.

Hollywood le prometió facilidades, pero primero tenía que filmar un western de éxito como presentación firme en la industria hollywoodiense.

Leone, que después de una larga carrera aprendiendo y practicando cine se inició como director con un peplum y luego triunfó con las citadas, no tuvo que ser forzado para dirigir un western con un presupuesto que jamás había tenido a su alcance: su cinefilia y su amor por el western se nos harán patentes a cada minuto en esta película que recoge sus mejores hallazgos hasta el momento y los supera con abundancia, incluso con exceso, pero ésa es una particularidad en la que detenernos luego.

Los que tuvimos la suerte de ver esta película en estreno (aunque fuese un poco más tarde de la fecha oficial en el magnífico cine Capri que todavía existe y funciona) íbamos a "ver una de Leone" que sabíamos era el director de la trilogía y habíamos visto en la tele muchos (por no decir todos) westerns de la época clásica y habíamos visto muchas veces a Woody Stroode y Jack Elam, éste muy en boga a finales de los sesenta.

Leone empieza la película mostrándonos la llegada a una desvencijada estación de tren: Woody, Jack y un amiguete suyo entran por separado y enseguida vemos que son facinerosos por su amenazante silencio y actitud.

Van a ser los malos de la película, te dices, entusiasmado, que ya los conoces.

Y va a ser que no, porque aparece otro tipo duro, Charles Bronson, tocando una armónica y sin apenas mediar tres párrafos va y se los carga. A los tres. Pero cae por un disparo que, antes de morir, le propina Woody Strode.

Y hasta ese momento han pasado más de diez minutos. Y te embarga una sensación muy rara, porque te ha pillado desprevenido de una parte el barroquismo exacerbado de la caligrafía cinematográfica de Sergio Leone que en diez minutos ha usado prácticamente todos los planos imaginables y toda esa riqueza visual iba encaminada a dejarte desconcertado porque los malos han muerto apenas empezada la película.

Pasan cincuenta años (y muchas películas) y te percatas que Leone desde el primer momento está poniendo las cartas encima de la mesa, casi todas boca arriba: le han impuesto rodar un western, le han dado amplio presupuesto y quiere dar un revolcón y un homenaje, no en vano es un apasionado del western: la elección de los intérpretes no tiene nada de azarosa ni casual: Jack Elam es un malvado de los westerns habituales de los sesenta y Woody Strode es un tótem ligado de por vida a John Ford por El sargento negro (que vimos aquí) y El hombre que mató a Liberty Valance (que también vimos aquí) y ambos mueren a la primera de cambio, con el detalle que Woody, antes de morir, le pega un tiro al contrincante: Leone no es capaz de dejar morir al héroe fordiano sin más.

Ya luego se resarcirá consiguiendo rumores en la platea, inquieta al comprobar que el villano de la película, un malvado odioso a más no poder que se nos presenta asesinando a sangre fría un crío, es nada más y nada menos que ¡Henry Fonda! (¿pero cómo?¿Henry Fonda es el malo de esta película?¿qué coño ha hecho esta vez Leone?¿cómo va a acabar esto?)

Leone juega con el cinéfilo y le agita el alma y revuelve el asiento y te deja indefenso y a su merced. y lentamente, muy lentamente, va explicando su historia con más planos de los que hasta entonces habías creído llegarías a ver en una película del oeste. La forma de rodar de Leone es deudora de muchas fuentes, tanto del cine de Kurosawa como del de Ford, pero lo asimila, digiere y regurgita todo siguiendo unos modismos que quizás hayan quedado obsoletos por su adhesión a las tecnologías pero no por ello faltos de eficacia.

No es una película: es un memorándum que discurre tranquilamente siguiendo los compases del genial Ennio Morricone, que compone a requerimientos de Leone sin que la película esté rodada y Leone siente la música cuando rueda, según manifestó posteriormente: la música le inspiraba tanto o más que un guión escrito nada menos que por el propio Leone, Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci.

Un guión muy bien estructurado que mantiene varias líneas de interés y motivación de los personajes, en absoluto planos, todos ellos provistos de bagaje personal y cuya causa particular se nos irá proporcionando hasta cerrar cada uno con lógica: un guión más serio de lo que parece a simple vista: no tanto como los dos filmes fordianos citados, pero desde luego con la solvencia esperable en una película trabajada muy a fondo por un Sergio Leone consciente que tenía una oportunidad para filmar a su antojo y con medios y no iba a desaprovecharla con un mero trámite.

Es la primera ocasión en que Leone otorga una particular importancia a un personaje femenino y confía en la bellísima Claudia Cardinale para incorporar a Jill McBain, la mujer que se traslada de una ciudad populosa y moderna como Nueva Orleans a un lugar en el desierto para iniciar una nueva vida con un irlandés soñador con una hija y dos hijos, una nueva familia para ella, que asegura contrajo matrimonio con McBain en la ciudad: y éste ya no está entre los vivos para contradecirla, así que se queda como dueña de un terreno desértico que algo tendrá. Esta mujer tiene una historia en sí misma por sus antecedentes prenupciales que de alguna forma le ayudan a afrontar dificultades y lo vemos en diferentes situaciones que Leone nos presenta como partes de un todo; su presencia es casi constante, no en vano viene a ser motor de buena parte de la acción.

Luego están la venganza, la reacción y la ambición que conforman los caracteres del citado Bronson, de un muy eficaz Jason Robards y de Gabrielle Ferzetti, todos ellos ligados de una forma u otra con el despiadado Frank representado por Henry Fonda.

Esos caracteres masculinos están muy bien descritos psicológicamente en un guión que les ofrece a todos ellos escenas de lucimiento y en ocasiones frases oportunas como:"No le he ayudado. Sólo he impedido que lo mataran" y el acertadísimo montaje de Nino Baragli junto con los cientos de primeros planos a que les somete Leone de la mano de su cámara Tonino Delli Colli permiten que el respetable vaya entendiendo las relaciones entre todos ellos y el porqué actúan y de ese modo, casi también el porqué acaban como acaban.

Leone abunda en todos los aspectos: el barroquismo de su cámara, el tempo quieto más que pausado y el uso de cualquier efecto sonoro (esas chicharras que callan...) así como los paralelismos (los cazadores,cazados, el agua deseada, impresentable en el momento de la muerte, el mordisco final que cierra el bucle) visuales en un primer visionado pueden abrumar un poco por el exceso de información recibida, pero lo cierto es que aún habiéndola vistas en varias ocasiones, uno nunca tiene el valor de parar la reproducción porque de alguna manera consigue enganchar: todos esos planos detalle, esos zooms, esos picados y contrapicados exuberantes, esa cámara que siempre está donde tiene significado le tiene a uno presa su atención y aunque ya sabes lo que va a ocurrir, sigues el curso ordenado por un Leone en estado de gracia que consigue emocionar porque danza en el aire de la pantalla siguiendo el compás de Morricone y hay una expresión que conoces, que sientes y te das cuenta que el puñetero Leone ha cuidado todos los detalles al máximo, incluyendo, claro, la forma de morir y su planificación.

Es de esas películas en las que se percibe que el director, pese a las maldades que luego suelen suceder con los montajes, ha escrito con su caligrafía cinematográfica unas bellas páginas que, pasado medio siglo, siguen sorprendiendo y hechizando. Que no es poco.



p.d.:

Si no han visto la película, véanla sin falta y, sobre todo, en pantalla lo más grande posible y en v.o.s.e.

Y no miren ningún tráiler, que son unos malditos soplones.

Para los que ya la hayan disfrutado, un vídeo:

¿porqué y cómo Henry Fonda?







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divendres, 30 de juliol del 2021

Una pieza memorable



Hace unos días nos referíamos de pasada a las ocupaciones que en la posguerra mantenían al genial Orson Welles en la imposibilidad de llevar a cabo una idea que aprovechó muy bien Charles Chaplin y ahora venimos a detenernos en la película que fue su tercer largometraje (si no contamos su intervención en Estambul, de 1943) y despedida de la compañía RKO incapaz de afrontar los riesgos económicos que significaban los rodajes planteados por Orson Welles que ya en su anterior y espléndida The Magnificent Ambersons, 1942, de la que ya hablamos aquí hace justo ahora trece años, mostraba cierto desequilibrio entre ideas de superlativos guiones técnicos y presupuestos económicos a disposición, recaló en la International Pictures encargándose de llevar a la pantalla un guión de Anthony Veiller basado en una novela de Victor Trivas que en principio debía ser dirigido por John Huston y los compromisos de éste dejaron en manos de Orson Welles, ya un poco quemado con la industria del cine por la anterior pieza citada.

En esa inmediata posguerra el tema relacionado con las consecuencias de la contienda y especialmente el populismo nazi sin duda resultaban sugerentes para Welles que intentó de inmediato hacer de las suyas y cambiar el sexo de uno de los protagonistas y confiar la figura de un experto cazador de nazis a su amiga y excelente colaboradora Agnes Moorehead, colega del Mercury Theatre, pero se topó con la rotunda negativa de la International Pictures que ya tenía contratado a Edward G. Robinson para el papel. Cualquier cinéfilo se regodea con la idea intuyendo lo que pudo ser.

Welles dijo en algún momento que con esta su tercera película, The Stranger (El extraño, 1946), demostraba que sabía dirigir una película de modo normal, diciendo ¡acción! y ¡corten! como el resto de colegas: ¡Ejem!.

Al uso de los grandes intérpretes que no temen verse vilipendiados y marcados de por vida por el hecho de incorporar personajes malvados (quizás por el evidente hecho que suelen ser recordados y agradecidos) Orson toma el carácter del genocida nazi oculto bajo la apariencia de charles Rankin, un profesor de historia en un tranquilo pueblo del estado de Connecticut que está a punto de contraer matrimonio con una agradable joven, Mary, que resulta ser hija de uno de los magistrados del tribunal supremo de los Estados Unidos. La llegada de Wilson, experto cazador de nazis, siguiendo el rastro de un tal Konrad, malbaratará unos planes siniestros.

En la conciencia que el público no es tonto y no merece que se le maree la perdiz con triquiñuelas baratas y trampas mendaces, desde un primer momento sabemos que Rankin es un tipo de armas tomar, un asesino de sangre fría dispuesto a lo que sea y que sabe que Wilson es un perro que husmea su rastro pero no le tiene seguro y en esa condición Welles nos plantea un ejercicio de melodrama y thriller que ocupará la hora y media clásica vestida para la ocasión de gala con un terceto protagonista de lujo y unos secundarios que no tan sólo rellenan tiempos sino que, además, ayudan a configurar lo que interesa a Welles, la alerta que la sociedad debe mantener para impedir que sujetos malévolos como el tal Rankin ocupen puestos de influencia en su seno como víboras en casa de labrador.

La influencia de la recentísima contienda mundial originada por los nacionalismos alemán, italiano y japonés promovió sin duda películas alegóricas tanto a ritmo de farsa, de burla, de drama y de thriller y en esta ocasión la trama nos presenta un malvado oculto entre gentes amables, confiadas, más propensas al respeto y la colaboración desinteresada que a la sospecha: así, vemos que en el establecimiento regentado por el inefable Sr. Potter el autoservicio es ley tanto para un frasco de aspirinas como para un café y pasar por caja tiene el peligro que el vivaracho Potter trate de engatusarnos con una partida de damas con una apuesta mínima, lo que producirá la aparición de una ridícula visera a modo de tahúr bonachón y sonriente, mientras la cámara llevada por Russell Metty se mueve sin cesar pero con una fluidez que la hace apenas notable salvo cuando el jefe del tinglado quiere remarcar un aspecto, ocasionalmente reforzado por la banda sonora debida a Bronislau Kaper, todo bajo control huyendo de la mera apariencia: la forma de rodar de Welles en estado puro con los recortes impuestos por la Internacional Pictures que hizo buen negocio con esta película y luego se desdijo del trato para otras cuatro.

Welles no intenta de ninguna forma que sintamos la menor simpatía por nadie: si acaso por la engañada Mary, enamorada equívocamente de un seductor maléfico que únicamente busca confundirse entre la sociedad a la espera de su momento siniestro sin renunciar a sus ideales. Cazador y presa se nos muestran con una frialdad extrema: el primero cauto y constante sin perder pista y buscando la prueba que necesita y el segundo en un declive que lentamente le hará aflorar su verdadera condición criminal, lo que sirve al taimado Orson para reforzar un cierto suspense relativo a algunas vidas pues ya sabemos de qué es capaz el nazi oculto.

El aviso a la sociedad es efectivo al demostrar cómo la confianza y la buena fe son aprovechados por los malvados y no deja de tener un mensaje cómodo de confianza en los estamentos oficiales como procuradores de la seguridad: probablemente en 1946 otro final no era posible e impensable en Hollywood que en un futuro los nacionalismos pudieran repetirse, pero ahora se cumplen los setenta y cinco años del estreno y un vistazo a las noticias del último lustro deja el final de esta película en un optimismo que todos deseamos se vea fundado.

En definitiva, una película que satisfará sin duda al aficionado que no la conozca todavía y a quien ya la haya visto, una oportunidad de verla en v.o.s.e. y fijarse en los detalles espléndidos de lenguaje visual que trufan la narración, porque en un primer visionado pueden pasar desapercibidos: ya sabemos que la caligrafía cinematográfica de Welles es sobresaliente y merece por lo menos una revisión tranquila sólo para contemplar la forma en que solventa cada situación. Por no mencionar las claves y significados relativos a los objetos y su uso como elementos ligados a determinados personajes, en la clara conciencia que lo que se ve en pantalla no tiene porqué ser casual; pero dejemos que cada uno se haga su composición y disfrute desmenuzando esta magnífica película, sin olvidar que todo lo que vemos lo puso ahí Welles y que quizás algo quedó por ahí escondido por un productor torpe, aunque en esta ocasion Orson tuvo mucha suerte al contar con la presencia de John Huston y Sam Spiegel en la producción y ambos, imagino, deberían ampararlo.

Tenemos la suerte de hallarla en youtube en buenas condiciones. Aprovechen mientras puedan.





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dimecres, 7 de juliol del 2021

De mudo, nada




Tendrán que reconocerme la proeza de mantener más o menos este bloc de notas cinéfilas durante catorce años sin haber dedicado jamás un simple comentario a un largometraje dirigido por Charles Chaplin. Hoy, que es el aniversario del bloc, me he dado cuenta.

Le echo un poco de morro a la cuestión antes que cualquiera se percate y me llame a rebato por desconsiderado en el mejor de los casos y merecedor justo de adjetivos denigratorios por darme pisto de cinéfilo y pasar por alto un personaje cabal de la Historia del Cine en mayúsculas y me excusaré asegurando que iba a hacerlo pronto, cualquier día de estos, conocedor que los nombres de los ausentes en el índice superan a los presentes, adverando que no están todos los que son, pero sí son todos los que están, y si cuela, cuela; porque ciertamente hay por ahí, en medio de esos catorce años, alguna reseña dedicada a algún que otro bodrio.

Salvaré con su permiso la circunstancia trayendo a colación una película basada en hechos reales que alimentaron una idea en el genial cerebro de Orson Welles que éste comentó con Charles Chaplin en el convencimiento que era el mejor actor para desarrollar un personaje que nació en la consideración del famoso Henri Landru, asesino en serie avant-la-lettre al que se le imputaron como pocos once asesinatos.

La idea de Welles, como tantas otras de su fecundo cacumen, fue quedando aparcada por Orson al estar más pendiente de otras películas de modo que Chaplin tuvo tiempo de cogerle cariño y acabó por pagar 5.000 dólares por usar la idea asegurándole que en los créditos constaría el origen wellesiano. Chaplin cumplió su palabra y el guión que firmó acabó siendo nominado al oscar, toda una hazaña impensable vista la respuesta de la sociedad estadounidense a la película de Chaplin y desde luego no sólo porque después de la Segunda Guerra Mundial esperaban reírse con Charlot y se encontraron con un frío y redomado asesino que aprovechaba cualquier ocasión para poner en solfa el sistema que regía sus vidas.

Anticipándose tres años al Billy Wilder de Sunset Boulevard que vimos aquí. Chaplin inicia su película mostrándonos la lápida mortuoria de Henri Verdoux y oiremos su voz en off que nos anuncia lo que va a ser el relato cinematográfico de sus hazañas: el conocimiento del fin que le espera al protagonista no resta un ápice de interés a una trama que nos muestra las actividades criminales de Henri Verdoux, ex-bancario víctima de la crisis financiera de los años veinte del siglo pasado que decide buscar el sustento de una esposa inválida y un hijo pequeño casándose con mujeres adineradas y dándoles pasaporte cuando ya les ha exprimido los ahorros. naturalmente llega un momento en que la policía empieza a buscarle por la insistencia de los parientes de las desaparecidas, más de ocho, que acabaron en humareda pestilente.

Este es el primer largometraje de Chaplin en el que no aparece Charlot si admitimos que en su anterior película, El Gran Dictador, de 1940, el barbero judío protagonista se le parece muchísimo; en Monsieur Verdoux, estrenada en 1947, ya finalizada la gran contienda, Chaplin, que a la sazón contaba 58 años, se nos presenta como un atildado caballero francés de verbo fácil para engatusar a cualquiera, muy capaz de asegurar que es capitán de un barco mercante o ingeniero de puentes y caminos en el extranjero, siempre en trabajos que requerían su ausencia del hogar, sin cuya excusa mantener la ficción de varios matrimonios simultáneos sería imposible.

El Sr. Verdoux es un asesino en serie carente de remordimientos absolutamente amoral pero no parece que las muertes que procura a sus amantes estafadas le den placer alguno: es cosa de negocio, de un trabajo más o menos rentable que le procura unos ingresos capaces de sufragar los gastos de una esposa inválida y un hijo de cinco años bien atendidos por una sirvienta y un doctor eficaz.

Chaplin crea un personaje cuya complejidad se incrementa conforme avanza la película y vemos sus reacciones ante diferentes situaciones, siempre con una frialdad y elegancia exquisitas, bien dispuesto a soltar alguna que otra reprimenda verbal a una sociedad que considera le ha impulsado a optar por un camino que en pequeña escala le llevará a la guillotina y en cambio a gran escala le convierte a uno en héroe de la sociedad: las ideas de Chaplin afloran en las justificaciones que Verdoux formula a quienes con él se encuentran en plano de sinceridad mientras que como seductor es capaz de dejar alucinada a una florista al escuchar los requiebros que telefónicamente dirige a una de sus elegidas víctimas.

Monsieur Verdoux no es una película plana en absoluto: sus muchas facetas descansan en los pequeños pero fuertes hombros de Chaplin que dota a la trama de la ambivalencia física de un asesino decidido a la vez que dulce esposo y afable padre y en esa ambigüedad de carácter y sentido ético halla Chaplin la oportunidad de lucirse con diálogos acerados y también de mostrar que aún en el cine sonoro sus virtudes atesoradas en el cine silente le sirven perfectamente para mostrar momentos de comedia; negra, eso sí; y el ritmo visual marca de la casa sigue eficaz e incluso le queda a uno la sensación que Chaplin no puede evitar un lenguaje corporal muy expresivo cuando no está demostrando que ¡caramba! también sabe recitar muy bien sus sentidas frases, en su mayoría continentes de aceradas expresiones que molestaron mucho a los poderes fácticos de la sociedad estadounidense de la posguerra, una época de sujeción de las libertades existentes en los añorados años veinte y con el ojo avizor sobre cualquiera capaz de pensar por sí mismo y de criticar el auge armamentista de una sociedad capitalista que ya empieza un camino sin retorno que nos ha llevado donde estamos.

Chaplin no desdeña en absoluto la posibilidad de insertar incluso imágenes de la realidad socio-política de la entreguerra pero apunta a un presente que ya era complicado y ello no hizo más que granjearle problemas y dificultades que acabaron propiciando su exilio. Al igual que en la anterior y también en la siguiente, en esta película Chaplin se queda a gusto expresando sus ideas políticas y económicas y desde luego, no era lo que esperaba el espectador estadounidense, de ahí que siga resultando sorprendente que nominaran su guión a un premio; ni que decir tiene que en Francia, patria del oprobioso Landru, recibieron exultantes esta película que navega de forma magistral surcando mares procelosos entre la comedia más negra y la crítica social.

Hay quien asegura que Charles Chaplin no puede pasar a la Historia del Cine como un buen director y discrepo totalmente: aún sin tener en cuenta otras grandes obras de la época silente, en esta película se observa una maestría en el lenguaje visual y en los emplazamientos de la cámara: si empieza de forma que luego quizás inspirara a Wilder, acaba con un plano que probablemente inspiró a Berlanga en el final de El Verdugo (que vimos aquí).

Sin utilizar planos especiales ni lentes inusuales, manteniendo el plano en muchas ocasiones, la cámara de Chaplin "parece que no hace nada" adscribiéndose a una larga lista de directores que, contra estilos más atrevidos y personales como los de Welles, Hitchcock y Wyler, optan por una naturalidad que cualquier optimista adjetivará de fácil hasta que trate de imitarla y se percate que de forma subrepticia está perdiendo el ritmo de la acción, cosa que no ocurre con este Monsieur Verdoux que deambula de esposa verdadera en esposa víctima y se desplaza con inusual elegancia en los ambientes más dispares y uno no puede quitarle el ojo de encima porque en cualquier momento, con mucha amabilidad, eso sí, va a darle pasaporte a algún incauto.

Sabemos, porque lo hemos visto documentado en película, que Chaplin era un maldito perfeccionista, otro estajanovista más capaz de repetir hasta la eternidad una toma cualquiera de sus películas, en las que es el todo: guionista, productor, director, protagonista. Basta ver cómo se mueve, como interactúa con los elementos y utensilios más diversos para comprender que lo ha ensayado muchas veces. Y siendo así ¿hemos de creer que desdeñaba cuidar con mimo el lenguaje visual que conocía desde sus albores?

Lejos de mantener Chaplin una forma de rodar y de expresarse con la cámara anclada a usos y costumbres propios de la época silente, el ojo entrenado percibirá que hay muchas expresiones que residen en elipsis y que éstas pueden ser visuales y también sonoras, incluyendo los sonidos también como medio de reforzar una sonrisa inesperada y el virtuosismo queda patente cuando advertimos que los momentos hilarantes no empecen ni el discurso propio de una conducta absolutamente vacía de moralidad ni tampoco la decidida expresión de unas ideas muchísimo más serias encaminadas a revolver la conciencia ciudadana. Además de mantener nuestro interés con una intriga que sabemos como acabará (porque nos lo ha chivado el autor al principio), de hacernos sonreir e incluso carcajear, Chaplin reparte mandobles y acuchilla sin piedad a una sociedad que le roddea y espera reirle las gracias y va a quedarse con un palmo de narices.

Uno lo mira y se queda maravillado. Si no la han visto todavía, ¿a qué esperan?. Y si la vieron hace tiempo, ya va siendo hora que la disfruten de nuevo fijándose en esos detalles que en la primera ocasión se perdieron. Y por supuesto, en versión original, ni que sea para comprobar que ¡ostras! Charles Chaplin sabía decir muy bien sus frases.

p.d.: lo del ron, genial.





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dimecres, 30 de juny del 2021

Folklore de verano



En estos tiempos aciagos malditos por un virus que nos ha cambiado la vida en cada pueblo está a flor de piel el ansia de que todo vuelva a como era y nos contentamos con poder celebrar los actos populares de siempre.

Habrá sido el hambre de fotografiar todo lo que se ponga a tiro que a uno de repente le llega la sensación que en la normalidad hay algo más que tener en cuenta: que el pueblo es sabio, más de lo que parece, y que las manifestaciones de cultura popular nos hermanan más de lo que imaginábamos y desde luego mucho más de lo que algunos maquiavelos de vía estrecha quisieran.

Para muestra dos botones:

Primero, pratenses amantes del fuego en su vertiente más ruidosa y espectacular: Els Diables del Prat de Llobregat













Y segundo, un simple festival de fin de curso de una academia pratense de baile flamenco: de hecho, compendio de dos cursos, pues el año pasado, por el maldito virus, no lo hubo.

Muestran las jóvenes bailarinas lo que han aprendido: "mucho arte", decían algunas voces catalanas amantes del flamenco, manifestación que, contra el manido tópico, excede cualquier región territorial.















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