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dissabte, 20 de gener del 2018

Loving Vincent




65.000 / (95*60) = 11,40

Nadie puede llamarse a engaño, porque ya en el mismo anuncio camuflado en el telediario (repetido en dos ediciones distintas, por lo menos) se afirmaba pomposamente que nada menos que 65.000 cuadros pintados al óleo se habían usado para confeccionar la película de animación titulada Loving Vincent dirigida por Dorota Kobiela y Hugh Welchman a alimón, para presentarnos una ficticia encuesta detectivesca encaminada a esclarecer las extrañas circunstancias de la muerte de Vincent Van Gogh del que hace apenas dos días se ha publicado en la prensa el hallazgo de un nuevo dibujo.


Basándose en un guión escrito por ambos directores con la ayuda de Jacek Dehnel y con el apoyo de diversas entidades públicas polacas se presenta ahora en nuestras pantallas una muestra de la reconocida capacidad polaca de producir interesantes películas de animación lejos del edulcorado Disney y de la violenta animación asiática, buscando la oportunidad de asentar un arte mezcla de cine y dibujo en el que la realidad se reviste de caracteres abstractos.

Cualquier cinéfilo que se precie sabrá que el cine no es ajeno a la figura del pintor holandés y que ya en 1948 Alain Resnais filmó un corto en el que se introducía en el mundo del artista basándose en buena parte de su más que extensa ingente producción pictórica.

Vistos los títulos de crédito y examinados con calma en imdb, resulta evidente que en esta coproducción entre Polonia y la Gran Bretaña debió haber una clara división de trabajos y uno juraría que la idea primigenia fue de Dorota Kobiela, no en vano figura también en diversos aparados artísticos y técnicos: se puede afirmar sin ambages que la idea de presentar al público de este siglo a Vincent Van Gogh a través de sus pinturas con la novedad de animarlas resulta afortunada porque si la personalidad de un pintor de categoría se trasluce en sus pinturas, efectivamente imitar su técnica y aprovechar su enorme fecundidad pictórica para reconstruir una trama con sus escenas es realmente una idea brillante.

El guión nos llevará por un camino de investigación relativa al súbito fallecimiento del pintor que a sus escasos 37 años todavía tenía mucho por pintar, dejando una incógnita relativa a donde hubiese podido llegar en su evolución artística, evidente a cualquiera que haya visto sus cuadros de diferentes años, porque en apenas ocho años de producción pictórica desenfrenada el uso de épocas artísticas queda descartado etimológicamene hablando.

La película se ha realizado en base a una previa rodada en la Gran Bretaña con actores, digitalizando sus interpetaciones e incorporándolas a escenas que intentan mimetizarse con diferentes pinturas de Vincent Van Gogh. Una técnica semejante, supongo, a la que se utilizó para la versión de Tintín que me encantó pero inexplicablemente rebajada de fotogramas por segundo, admitiendo como buenos apenas doce, cuando el mínimo ideal son veinticuatro: para mí, que soy poco amante del cine de animación a trompicones, no deja de ser un demérito. Comprendo que no es lo mismo usar 12 que veinticuatro fotogramas por segundo, pero la diferencia estética es abismal: con doce, la falta de continuidad se establece como bastión inexpugnable que guarda la irrealidad artificial.

De hecho los momentos en que el guión introduce las memorias del pasado acontecido se reflejan por ser pasajes sin colorear y mira por donde, me parecieron más bellos estéticamente que los coloreados, porque el modo de pintar de Van Gogh, que dibujar no sabía, al presentarse a medias revoluciones, refuerza excesivamente los trazos, aunque esto, desde luego, es opinión estética de quien suscribe: nunca he creído que el cine animado con menos fotogramas sea mejor que el dotado de mayor cantidad y no deja de ser triste que por una parte los mejores guiones carezcan de medios y los más flojos y ñoños se sustenten con una economía más potente: nunca he creído, porque se de buena tinta la importancia del presupuesto, que a tal o cual guión le beneficie un formato más pobre de recursos: eso es una falacia consentida y no es ninguna novedad: la fábula de la zorra y las uvas verdes tiene siglos, ya.

Todo ello no obsta a que Loving Vincent sea un producto a considerar, un experimento que dificilmente puede repetirse porque basado en la cantidad de pinturas de Van Gogh, que parecía documentar su existencia cotidiana con ellas, no será posible hallar otra excusa ni otro pintor con semejante características y desde luego el cine no se inventó para estas aventuras. Dorota Kobiela y Hugh Welchman, cada uno en su función respectiva, no destilan cinematografía auténtica buscando expresarse con la cámara: el segundo porque me temo se dedicó a dirigir a unos actores de carne y hueso antes una pantalla de croma y la primera porque tomó esas filmaciones y se dedicó a controlar su transformación a imitaciones de pinturas de Van Gogh en las que ligerísimas variaciones comportarían movimientos, acciones, acaso expresiones emulando las reales de los intérpretes que, luego, reforzaron su acción con la voz en el doblaje final.

El resultado es de una extraña belleza deudora de Van Gogh, pero, bien mirado, con una vez basta.


Lo que me dejó enganchado, literal y malditamente repetitivo, fue la versión de un clásico de mi juventud, Vincent, de Don Mclean, cantado por Lianne La Havas, joven cantante británica a la que no conocía de nada hasta los títulos de crédito finales. A ver si ahora, pasándolo a otros, me libro....











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