Víctima
Hay en la historia del cine algunas películas que son ejemplares no tan solo por su calidad cinematográfica como arte sino también por su fuerza al poner en la palestra pública cuestiones de máxima actualidad, temáticas concernientes a la calidad de vida del ciudadano que no obstante ni siquiera alcanzan unanimidad en la opinión pública y que además causan polémicas cuando las observan gentes con mentes fanáticas, cerriles, huérfanas del mínimo conocimiento que se supone en una sociedad digamos que civilizada.
La mayoría de esas películas que atienden tanto al arte cinematográfico en su vertiente de espectáculo destinado a las masas y su entretenimiento como también a la transmisión de un mensaje suelen pertenecer bien al género conocido como cine político bien a la parodia más o menos descarnada, quizás grotesca, señalando, por ejemplo, cuestiones sociales tan importantes como la imposibilidad de acceder a un divorcio matrimonial, cuestión ésa que durante décadas ofreció en Italia y España muchos ejemplares de comedias con mejor o menor calidad, especialmente en la década de los sesenta del siglo pasado.
Estos dos párrafos sin duda resultan innecesarios para los cinéfilos más veteranos pero probablemente habrán despertado la curiosidad en los más jóvenes, pues desde hace años las pantallas no ofrecen muchas posibilidades de comprobar lo dicho.
Precisamente en los inicios de los sesenta se estrenaba en la Gran Bretaña Victim (1961) (estrenada catorce años más tarde en España como Víctima [1975]), dirigida por Basil Dearden sobre un guión de Janet Green y John McCormick, contando con la participación estelar y comprometida de Dirk Bogarde que carga con fuerza la mayoría de las escenas en una interpretación memorable.
Melville Farr (Bogarde) es un abogado de prestigio reconocido en la corte londinense del año 1960 y se dice, se comenta en el foro, que tiene todas las posibilidades de ser nombrado a un cargo jurisdiccional de la máxima importancia y relevancia para aprovechar sus conocimientos jurídicos.
Vemos al joven Jack Barret huir de la policía y tratar de ponerse en contacto con el abogado Farr, pero éste le rehuye las llamadas de forma extraña y Barret inicia un camino de huída que acabará mal, muy mal.
Durante casi veinte minutos Basil Dearden nos ofrece un relato de fuerza visual ajustadísima a una acción que vemos pero no acabamos de comprender porque los motivos de la huída de Barret y lo que es peor de la negativa de Farr de hablar con el fugitivo carecen de fundamento que se nos dé a conocer ni mediante la imagen ni mediante los diálogos y ello se va entremezclando con escenas en las que otros personajes en distintos ambientes y lugares parecen tener alguna relación ignota y cuando la paciencia del espectador está a punto de quebrarse sucede un hecho que finaliza parte del discurso e inicia la cuestión de fondo lentamente provocando un giro en el comportamiento de los personajes excepto, si cabe, en el del policía que ha tomado el mando de una investigación que acabará versando sobre un crimen que aprovecha la criminalización de una condición tan personal como lo es el apetito sexual.
La película denuncia con claridad y fuerza indisimulada que en la Gran Bretaña que estaba a punto de descubrir la minifalda todavía se imponían penas de prisión para los homosexuales y que dicha condición punible provocaba el criminal negocio del chantaje al que eran sometidas personas pilladas en actitudes "impropias" y sangradas hasta la ruina y en ocasiones el destierro voluntario cuando no el suicidio.
Dearden otorga un tratamiento de cine negro de calidad provisto de una rigurosa y espléndida fotografía en blanco y negro a un guión que no tiene pérdida, sin lagunas ni tiempos muertos, contemplando todas las cuestiones posibles, desde la zozobra sentimental y anímica de un personaje que ahora calificaríamos en nuestra sociedad moderna como bisexual dubitativo porque ama a un hombre sin dejar de amar a una mujer, hasta la animosidad revestida de conservadurismo fanático de quienes se dedican a la extorsión de sus semejantes aprovechando la existencia de una ley que condena sentimientos y lo hacen además exhibiendo un profundo desprecio hacia los extorsionados, mientras hay servidores públicos como el policía que mantiene una posición realmente ambigua fruto de su conocimiento de la realidad social y de los problemas que una ley injusta causaba.
Y digo causaba refiriéndome exclusivamente a la Gran Bretaña porque la repercusión pública de esta película fue de tales dimensiones que al cabo de seis años se derogó la ley y en consecuencia dejó de perseguirse como delincuentes a los homosexuales sólo por serlo.
El trabajo realizado por Dearden que contó con la colaboración de varios intérpretes que eran homosexuales y muy especialmente el valor de Bogarde, que nunca quiso hablar de sus apetitos sexuales ejerciendo su derecho a mantener al margen su vida privada, somete la cuestión de forma atractiva a un espectador que presta su atención presa por el arte cinematográfico en su expresión bien definida a un final en el que no puede dejar de manifestarse en un sentido u otro y de ese modo la película se erige en ejemplo del cine que une entretenimiento y mensaje a debatir en una cuestión que prácticamente estaba, en el momento de su estreno, fuera de toda discusión posible.
Ello, que en alguna sociedad como la española parece algo pasado de tiempo, un anacronismo, no deja de ser una realidad sangrante en algún otro lugar de un mundo teóricamente globalizado con enormes diferencias: seguro que esta película de Basil Dearden en algún lugar escondido la ven embobados ciudadanos que ansían libertad; y la ven ahora.
Absolutamente imperdible muestra de cine social. Mucho mejor en v.o.s.e., por supuesto, para disfrutar el recital del maestro Bogarde.
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