Intentando ser fiel a la cita mensual con los amabilísimos participantes de estos acertijos sin apretarles demasiado las clavijas, hoy realizaré una propuesta que espero resulte muy estimulante.
Nuevamente el examen de cinefilia consistirá en averiguar la identidad de un personaje.
Pero la personalidad de hoy reviste unas características que le confieren una peculiaridad hasta ahora jamás vista en este bloc de notas.
Daremos pistas con calma, pero primero agarren ustedes, dilectas y dilectos examinandas y examinandos sus lapiceros y plumas y sus libretas y blocs para apuntar las ideas y los ideos que se les ocurran y veamos de quien se trata:
Hoy las pistas que se ofrecerán serán muy ilustrativas y las he agrupado en seis muestras que seguramente facilitarán muchísimo dar con la solución.
Seguro que todos han podido ver un montón de datos que les han resultado muy familiares.
No se precipiten ni aboquen a dar respuestas, porque hay más pistas, tan interesantes como esta Segunda Pista
Espero que a la precipitación no se haya añadido ahora una cierta confusión: es lo que suele pasar cuando las pistas son muchas. Pero no puedo aconsejar que dejen de ver la Tercera Pista
Porque evidentemente, ahora el panorama es muchísimo más diáfano que antes. ¿No es cierto?
Por si acaso y si todavía tienen dudas, y disponen de unos segundos más para dedicar a este ejercicio de cinefilia, pueden darle un vistazo a la Cuarta Pista que imagino será casi definitiva.
Me parece oir algún lamento relativo al exceso de pistas que llegan a confundir, cuando nada más lejos de mi intención que la de obstaculizar el desenlace de la intriga, por lo que recomendaría que, "in extremis", le dedicaran su atención a la Quinta Pista
No me queda ninguna duda que a estas alturas ya todo el mundo ha averiguado la identidad del personaje objeto de este examen, pero por si hubiera alguien indeciso, vamos a ofrecer la Sexta Pista
Media docena de pistas es un buen número.
Pero como a fuer de sincero he de reconocer que hasta decidirme a preparar este examen no había ni siquiera oído hablar del personaje que pretendo honrar y dar a conocer mediante este simple acertijo, sin que sirva de precedente voy a ofrecer una foto (de la cual el personaje de hoy sigue estando muy orgulloso) que será la Pista Definitiva
Hoy, sintiéndolo mucho, no puedo ofrecer el formulario para enviar respuestas porque he comprobado que simula enviarlas pero luego yo no las recibo, así que, por favor, el que acierte, que me la envíe a mi correo. Gracias.
Como siempre, las maldiciones, amenazas, etcétera, pueden ir en los comentarios...
P.D.: Una vez resuelto el enigma, o llegado que sea el lunes próximo, se podrá obtener la mejor información aquí mismo.[+/-]
El personaje oculto es Macario Gómez Quibus, que durante decenios ha firmado carteles de cine que todos hemos visto y disfrutado con la abreviatura MAC, como puede comprobarse en cualquiera de las pistas ofrecidas.
Debo agradecer a Xavier Masats, mantenedor del imprescindible blog Mis Carteles de Cine que fruto de su labor de recolección cinéfila, un día decidiera dedicar un nuevo espacio a MAC donde el aficionado puede disfrutar durante horas: UNIVERSO MAC de versión obligada, dejará al cinéfilo ignorante como yo mismo hasta hace poco de la existencia de tamaño artista en España totalmente asombrado.
Sirva este acertijo como pequeño homenaje a MAC y muestra de gratitud a Xavier por la paciente labor que realiza al mantener esos dos blogs básicos para la cinefilia.
Los odio con toda mi alma porque hasta la fecha no he visto uno solo que valga la pena.
No me refiero, por si hubiera alguna duda o algún lector puntilloso, a esas películas que versan sobre personajes históricos como pueden ser Don Quijote de la Mancha, Hamlet o John Long Silver.
En serio: no me refiero a las películas basadas con más o menos rigor en gentes que pertenecen a la Historia con mayúsculas dedicando el metraje a pormenorizar parte de sus actos, sus gestas, y lo hacen mediante un guión que no pretende únicamente enaltecer la figura del protagonista, remarcarla o criticarla pero casi siempre exagerando la apariencia y huyendo de la profundidad.
Naturalmente, hay decenas de buenas películas que se basan en un personaje histórico y no caen fácilmente en la sub-categoría de biopic manteniendo el interés del espectador hasta despertar el apetito por saber más. No hace mucho comentábamos aquí una de esas películas, basada sobre Santo Tomás Moore, y a nadie se le ocurriría calificarla como biopic. ¿O sí?
En mi clasificación particular, designo como biopic a esas películas que claramente son destinadas a contar al gran público las vidas de personas que son archiconocidas y no siempre consiguen interesar tanto como aquello que origina la popularidad de dichas personas, precisamente porque confian en que dicha fama conlleve el éxito del empeño.
Aunque me esfuerzo en rechazarlo no puedo negar que la curiosidad, cuando no el interés, en ocasiones me mueven a tratar de saber acerca de esas celebridades en un acto reflejo de vulgar cotilleo al que después no le doy demasiado valor porque el aprecio por un trabajo bien hecho, sea del tipo que sea, no se ve aumentado ni disminuido por la calidad humana del que lo ha producido.
Y siempre ese afán de cotilleo reconvertido en sentarme a ver un biopic acaba llenándome de tristeza por el tiempo malgastado.
Pero, humano al fin, tropiezo en la misma piedra las veces que haga falta y torpe de mí, bobalicón confiado, doy con mis huesos en tierra una vez más.
Y mira que esta vez ya estaba sobre aviso porque hay un precedente nefasto a pesar de contar con Cary Grant entre sus virtudes.
El anzuelo de ver la historia del genial peruano Cole Porter sin la mojigata censura que cercenó la versión de 1946 protagonizada por Cary resultó irresistible cuando se presentó la ocasión de ver la película de 2004 titulada como una de sus canciones De Lovely
La presencia de Kevin Kline como protagonista era un reclamo más para enfrentar la película de Irwin Winkler (afamado y reconocido productor cinematográfico) basada en un guión de Jay Cocks.
La vida de Cole Porter, extensa y riquísima en acontecimientos de todo tipo, debería ser un bombón para cualquier guionista: como quien dice, no hay más que escribir los diálogos, porque el resto, sencillamente, es historia y muy movida. Naturalmente lo más interesante es su obra: su música, sus canciones, las comedias musicales que sobre las mismas se montaron, etcétera.
En 1946 Cole Porter asistió al biopic-en-vida Night and Day que resulta ser un tostón de mucho cuidado lo que no deja de sorprender porque incluso los números musicales no tienen garra. En De Lovely hay una escena en la que se ve a Cole salir del cine con su esposa Linda (Ashley Judd) asegurando que, si sobrevive a esa biografía filmada, sobrevivirá a cualquier cosa. Por suerte para Cole Porter no tuvo que asistir al estreno de la segunda biografía filmada, porque le hubiera dado un patatús.
A pesar que la censura rebaja su presión y la bisexualidad de Cole Porter se muestra sin ambages el guión de De Lovely nunca llega a provocar interés porque una vez más el proceso creador no ha sido representado en pantalla con la fuerza que uno supone a la vista de la creación obtenida.
A ello no ayuda en absoluto la decisión adoptada por quién sabe quién, de permitir que la mayoría (13 de 31) de las canciones de Cole Porter sean canturreadas por Kevin Kline y el resto sean en su mayoría versiones faltas de swing.
Veamos un ejemplo paradigmático, justamente la canción que da título al primer biopic del sufrido Cole Porter: Night and Day: veamos en primer lugar la versión que masacran en De Lovely John Barrowman y Kevin kline y siguiendo la indicación de la propia película, veamos como lo hizo en su momento Fred Astaire, con su poca voz y su mucho swing.
El problema de este biopic, aparte de las posibles inexactitudes históricas (Linda, la esposa, era muy diferente a la jovencita que vemos en pantalla) y la falta de fuerza en la trama que presenta, es que se apoya y no poco en las excelentes composiciones de Cole Porter: treinta y un escenas musicales no son pocas pero, en este caso, resultan un obstáculo más que una ayuda: porque la mayoría de las versiones carecen de interés para el cinéfilo melómano que será conocedor de no pocas versiones para cada una de esas famosas canciones, verdaderos bastiones musicales del siglo XX, composiciones robustas capaces de salir airosas de los experimentos artísticos de toda índole que los grandes genios del jazz aplicaron sobre ellas, conocedores de antemano del triunfo que les daría la buena música de Porter.
La verdad es que uno piensa que incluso el propio Cole Porter, que pudo escuchar sus canciones tocadas con brillantez antes de morir, no quedaría demasiado satisfecho con un producto que pretende reflejarle y darle a conocer al gran público.
Winkler rueda los ambientes lujosos en los que se desarrolló la vida de Porter con detalle y bastante veracidad artística pero se queda en, digamos, la parte privada: el trabajo de Porter en las diferentes canciones y sobre todo su apenas apuntada labor en las comedias musicales de Broadway son presentados como mera anécdota, cuando es el lugar donde lo más interesante del personaje se halla: su fuerza creadora, su visión de la música y el espectáculo musical, su método, pasan desapercibidos, sobrevolados ligeramente. Vemos transcurrir los años de la vida de Cole Porter desde su juventud hedonista en París hasta su vejez inválida pero se nos escapa entre los dedos como la arena del reloj la sustancia misma de su genial entidad y nos queda únicamente el rastro polvoriento y sin interés de su bisexualidad cuando lo importante es su música.
El trabajo de Kevin Kline es muy bueno: demuestra una vez más su dominio de la escena y su interpretación del personaje nos lo hace real: no hay por qué pensar que Cole Porter sabía cantar sus propias composiciones de forma más que aceptable, porque nunca se le tuvo como cantautor, así que el canturreo de Kline no es objetable: lo malo es su reiteración, su insistencia en ocupar escenas cantando; y eso cabe imputárselo a Winkler que pierde el pulso y deja que el ritmo narrativo se le descontrole: ensimismado al parecer en esas versiones edulcoradas de las canciones de Porter, la placidez se adueña del relato y dulcifica una trama que podría ser muchísimo más interesante.
Los trucos técnicos de Winkler para dar continuidad a las escenas acaban pesando como una losa en el metraje porque uno acaba siendo consciente que detrás de una escena melodramática de baja intensidad aparecerá una escena musical de baja intensidad y entonces el esfuerzo de Winkler por dotar al conjunto de ligazón entre música e historia acaba en baldío.
Cabe esperar que la juventud desconocedora de la grandeza de Cole Porter sabrá discernir la genialidad de sus composiciones y acudirá a mejores fuentes, pero será por motivación propia y no por haber sido incitada por una película que se queda en nada, lo que el castizo diría "ni chicha ni limonà".
Mejor hubiera sido limitar las escenas musicales y presentarlas con más garra al tiempo que se le daba mordiente a la trama: este biopic, en manos de Bob Fosse, hubiera sido como poco imperdible, porque la mezcla de música, danza y promiscuidad podría significar en manos de alguien competente una pieza impresionante y ha quedado, en manos de Winkler y compañía, en un pastelito de nata desnatada acompañado por un mosto sin fermentar: débil y soso.
En definitiva: no vale la pena ni siquiera por la música. Mejor cómprense un par de discos de su intérprete favorito versionando a Cole Porter. Sus herederos se lo agradecerán....
No hace muchos días comentábamos esta interesantísima película de Anthony Mann.
Su inicio, para aquellos que no la han visto todavía, seguramente acrecentará su interés en mayor proporción que la entradilla que se le dedicó y es una buena muestra del talento del director, que, sin palabra alguna, únicamente valiéndose de la imagen y el sonido, sabe introducirnos en la trama que se halla dispuesto a desarrollar.
Anthony Mann, en un efectivo travelling de menos de tres minutos, informa e interesa a un tiempo: lo que se ve en pantalla ya daría para una buena charla:
Mi abuelo, cuando yo era muy pequeño, no tenía televisor; y en las frías, cortas y nocturnas tardes de los domingos invernales en vez de andar con mis primos corriendo por el patio detrás de alguna gallina asustada nos apiñábamos frente al hogar y mientras las llamas tiritaban, mi abuelo, atizando la lumbre, nos contaba un cuento con su voz profunda y sus expresivos ojos: tres pares de orejas enhiestas no perdían detalle, el ánimo en suspenso por las aventuras fingidas y los miedos ancestrales que aceleraban el corazón.
Siempre me han gustado los cuentos: tanto los orales como los escritos; constituye la más agradable forma de transmisión de ideas, pensamientos, tradiciones consuetudinarias que conforman la cultura popular; la tradición oral fue durante milenios la única forma de transmitir el conocimiento derivado de la experiencia: los mitos beben en sus fuentes y de ellas se aprovechan para expandirse. El calor humano del cuentista, en muchas ocasiones, aviva el interés del oyente; tanto o más que la propia esencia del cuento.
De eso, los niños que lo fuimos hace tiempo, antes de la tele, sabemos mucho.
Ahora, con tantos artilugios, ni los mayores saben contar cuentos, ni tiempo tienen, ni ganas: y los pequeños ya los leen, los oyen en grabaciones muy chulas, o los ven directamente en la tele. Se ha perdido la tradición oral, el calor humano de la transmisión. O eso parece.
Llegar a adulto tiene, respecto del cuento, una ventaja y una desventaja: esta última es que ya no tengo a nadie que me cuente un cuento: la ventaja, de serlo, es que entiendo o creo entender el significado oculto bajo la inocente apariencia de la narración, ese mensaje que, en la infancia, cala de forma subliminal.
Andrés Heinz un día escribió un cuento y lo tituló The Understudy. No era un cuento del todo original en el fondo, porque ser original, la verdad, es casi imposible. Charles Perrault no fue original y nadie se escandalizó jamás por ello. Claro que Perrault era un cuentista de primera fila.
En los buenos cuentos la simbología es la esencia y las imágenes que el relato crea en nuestra imaginación tienen un significado más allá de lo aparente: en una de las versiones orales recogidas del cuento que Perrault tituló Caperucita Roja reconvirtiéndolo con un final moralizante y ocultando otros aspectos, el lobo, al encontrarse con la niña, le da a elegir, para llegar a casa de la abuela, entre dos caminos: el de los alfileres y el de las agujas.
La distinción reside en el ojal cuya existencia se justifica por la penetración. La niña (Caperucita) escoge el camino de los alfileres.
El cuento de Heinz cayó en manos de alguien de la industria del cine y ese alguien pensó que de ahí podría salir una película. Llamaron a Mark Heyman y a John J. McLaughlin para que se sentaran con Heinz y escribieran un guión que sirviera de base a una película que dirigiría Darren Aronofsky y protagonizaría Natalie Portman
La película, titulada Black Swan (2010) (Cisne negro) (esta vez el traductor lo tenía muy difícil para pifiarla) presenta la historia de una bailarina a la que después de muchos años de dedicación y esfuerzo le llega la oportunidad de protagonizar un clásico, el famoso ballet El Lago de los Cisnes cuya composición musical se debe al gran Piotr Ilich Chaikowski.
Quien espere disfrutar de parte del ballet, siquiera de su música, se llevará un desengaño. De hecho, Aronofsky filma muy mal todas las escenas en las que la danza tiene una participación, lo cual es comprensible por tres motivos:
Primero, porque no hay coreografía: tan sólo un coreógrafo "asociado" que aparece como parte de "otros" en el cuerpo técnico.
Segundo, porque Aronofsky no sabe filmar escenas de danza.
Y tercero, porque el ballet, la danza, no es más que un mcguffin para Aronofsky, una excusa para presentarnos una alambicada y retorcida nueva versión del mito de la Caperucita Roja.
Una trama que, interpretada de ese modo, no resulta carente de interés: puede que, seducido por la posibilidad de hallarme ante un nuevo cuento (los mejores son siempre los viejos contados de otra forma) vea en la película retazos del mito que residan en su mayor parte en mi imaginación, pero de ser así todavía me hallaría en deuda con la película por su sugerencia. En realidad, más que con la película como expresión artística del todo, me hallaría deudor de los guionistas: porque Aronofsky se embarulla de mala manera y parece encargarse de colocar palos en las ruedas, filmando las escenas con una suerte de planos mal encadenados, en ocasiones incluso mal filmados, que producen hastío en buena parte de los treinta minutos iniciales. Puede que la intención sea demorar el entendimiento real de la historia hasta su último tercio y a fe que lo consigue, pero a base de aburrir.
Esa bailarina que está a punto de convertirse en "primera" es Nina (Natalie Portman), y su oportunidad se la da el coreógrafo Thomas Leroy (Vincent Cassel). Leroy planea montar un Lago de los Cisnes moderno, con un contenido sexual remarcable, exigiendo que a la pureza angelical de Odette (el cisne blanco) se enfrente una Odile (el cisne negro) muy apasionada.
La formulación del coreógrafo resulta impecable desde el punto de vista artístico ya que es tradición que ambos papeles, Odette y Odile, sean representados por la misma "prima ballerina" en un tour de force exigente y agradecido.
El problema se traslada de inmediato al terreno sexual y constituye la base de la fábula que acerca ese guión a tres manos al mito de la Caperucita Roja, esa niña que se convierte en mujer una tarde llena de maldad y sangre tras su encuentro con el lobo: Nina es una joven dedicada al ballet en cuerpo y alma y, aunque no se nos indica verbalmente, su virginidad es evidente: vive con una madre (Barbara Hershey) que la sobre protege y controla en exceso y confiesa a su mentor, Leroy, que ni tiene ni ha tenido novio jamás.
Su falta de experiencia sexual parece un obstáculo para representar a Odile que deberá seducir al príncipe: así se lo dan a entender cuando señalan a Lily (Mila Kunis) como su competidora: Lily es sexualmente muy activa y liberada y Nina percibe como un muro infranqueable su reprimida sexualidad. Nina percibe el problema y se enfrenta en soledad a él, creciendo por momentos, liberándose internamente con sacrificio, consiguiendo -con esfuerzo: hay sangre sobre su piel- que aflore la sexualidad que tiene dentro de sí misma reprimida iniciando el camino de mujer, dejando atrás sus peluches de niña.
Aronofsky apenas apunta otra cuestión, cual es la necesidad de implicación personal del artista en el carácter que representa: la exigencia de Leroy relativa a la desfloración psicológica de Nina para bailar Odile con toda la fuerza que él quiere podría dar origen a una línea argumental rica, pero queda desechada casi al instante de aparecer, quizá demorada expresamente y olvidada luego, muestra de la inconsistencia formal del conjunto, deshilachado por la débil mano de Aronofsky que consigue embarullar visualmente una trama que en otras manos hubiera tomado vuelo y altura con mucha más fuerza.
Hay para mí un evidente error de casting en esta película porque ni Natalie Portman ni Vincent Cassel ayudan a que la historia alce el vuelo, quedando en una mediocridad aburrida.
Siguiendo la teoría de la revisitación del mito, está clarísimo que Cassel resulta ser un lobo demasiado pacífico, casi un perrito de aguas: el lobo es en las antiguas versiones orales un hombre-lobo con lo cual no hace falta declarar su fuerte contenido sexual, y Cassel, aparte de un morreo a Nina, poco más hace: escucharle en versión original y quedarse uno amuermado es instantáneo: aquí hacía falta un actor que supiera sacar la líbido por la boca y seducir expresándose verbalmente con una sugestiva voz: alguien como John Malkovich, por ejemplo, capaz de ese puntillo de maldad implícita en una sonrisa.
Y en lo que hace a Natalie Portman, me parece francamente que está totalmente desubicada: aparte que su edad real la aleja generosamente del personaje que interpreta (recordemos la escena en la que Nina se mofa de su madre que a los 28 años la parió y "pierde" su carrera, diciéndole que a esa edad ya ninguna carrera podía hacer [lo que es muy cierto en el ballet] y veamos que Natalie tiene 29 cuando rueda) bien sea por imposibilidad física bien sea porque técnicamente no da la talla, su composición de la niña virgen que se convierte en mujer (esa mancha roja ¿no tiene un clarísimo significado?) resulta fallida y remarca en exceso el lado psicótico afectando, en mi opinión, la verdad del personaje, provocando una interpretación muy alejada de la que corresponde: esa virginidad de Nina, colmada y calmada por el tesón de convertirse en "prima ballerina", erigiéndose a la vez en sacrificio inútil y obstáculo de la consecución del lugar deseado, ese aspecto tan alejado de la normalidad, no es representado por la Portman con la fuerza que cabría esperar, aunque no negaré que seguramente la confusa dirección de Aronofsky ayuda no poco al resultado final.
En el aspecto técnico formal cabe destacar el buen trabajo del camarógrafo Matthew Libatique que sabe iluminar convenientemente las escenas interiores, y lamentar que hayan permitido a Clint Mansell jugar a los despropósitos con la partitura del genial ruso: claro que hace la par con ese director, Aronofsky, que se carga miserablemente un guión con mucha más sustancia de la que nos muestran.
Lo que hay que ver: para una vez que el guión tiene miga, el director ni se entera de lo que tiene entre manos y trata de reconvertir una revisión del mito en una película de psicología barata. Mala suerte.
No andaba yo muy seguro de si era o no buena idea llamar la atención sobre la siguiente escena musical, porque su calidad no es excepcional que digamos.
Pero dada su brevedad y atendida la personalidad de su protagonista, puede que haya todavía alguien que no la haya visto y le haga cierta gracia.
Pertenece a una película que ni siquiera llegó a estrenarse por estas latitudes y que incluso desconozco si alguna vez tuvo un pase televisivo.
Véanla, y seguimos:
La conocía por haberla visto en la tele, eso sí, pero con muy mala información, porque la ubicaban erróneamente en las postrimerías de los años veinte, cuando fue estrenada en 1939.
De hecho, lo que más llama la atención es que, contra lo que algunos "expertos" aseguraron cuando la vi en la tele hace tiempo, Clark Gable estaba en la cima: justo preparándose para ser el archifamoso Red, como puede verse dando una ojeada a su filmografía.
En cualquier tipo de arte y quizá más en el cine la inspiración en trabajos ajenos anteriores suscita tanto la comprensión como la crítica más feroz dependiendo no tan sólo del ojo que mira y el cerebro que analiza: el buen resultado obtenido, la sensible mejora, eleva la percepción de mero plagio o copia descarada cuando la identificación es abrumadora;en el marasmo de información que manejamos en este siglo resulta difícil por no decir imposible disponer de una idea que nunca antes se haya expuesto: somos lo que mamamos y suerte tenemos si conseguimos dar una visión propia y distinta de la ajena sobre una misma cuestión porque no debemos olvidar que las opiniones suelen formarse con el sedimento natural de los conocimientos recibidos a base del estudio, ya que las mentes iluminadas repentinamente pertenecen a la quimera de la vagancia, por mucho que ésta sea más abundante de lo esperado y conveniente.
Por eso, cuando los cinéfilos nos enzarzamos en disputas relativas a un refrito, remake o versión, hay que mirar con lupa los antecedentes y aun así el bizantinismo tiene una ventana abierta y seguro que se cuela de rondón. Confiar en que la película que vamos a ver será absolutamente original es ver no la botella medio llena sino a estrenar, cuando ya todos la han catado. Es más sensato adoptar una nueva mirada y dejar de lado como innecesaria la novedad como supuesta virtud por mucho que la mercadotecnia en reiterada demostración de ramplonería y falta de imaginación nos quiera vender el producto como novedoso y original en grado máximo olvidando que nuestros culos han conocido muchas butacas ya y nuestra mente se halla situada un poco más arriba.
No escribo nada nuevo si declaro que apenas tengo experiencias como espectador del cine oriental de este siglo y ello es evidente porque cuando paso un buen rato con una de esas películas que se ruedan cerca del sol naciente me apresto a contarlo, como hice hace ya dos años.
Dos semanas atrás tuve la oportunidad de ver la que se supone es la ópera prima de Park Dae Min, joven guionista que se presentó a un concurso de guiones en Corea del Sur y consiguió ganar el primer premio que, por lo que he podido llegar a saber, consistía en la oportunidad de dirigir una película basada en el citado guión.
Esa sin duda es una buena forma de favorecer la cultura cinematográfica de un país: premiar un guión dándole rodaje. Aplique el amable lector toda clase de sinónimos, comparaciones y paráfrasis siempre teniendo en cuenta que no me refiero a un rodaje de tres al cuarto:no: me refiero a una producción con cara y ojos.
Park Dae Min escribió una trama que bebe en diversas fuentes conocidas de la literatura y del cine occidental y no puedo referirme a fuentes netamente orientales porque, ignorante de mí, las desconozco por completo.
La película, finalmente estrenada en 2009 con el título Geu-rim-ja Sal-in carece que yo sepa de traslación al español y me da la sensación que, como ya ha ocurrido en otras ocasiones, se va a quedar así.
Y no lo merece. Porque sin llegar a corresponderle -en mi opinión- una clasificación como imperdible ni siquiera notable, desde luego que no es prescindible: no para el cinéfilo que gusta de las películas bien narradas que dedican sus esfuerzos a divertir al espectador: películas honestas y honradas que no pretenden ser lo que no son y que fijan su mira dentro de su alcance para acertar de lleno en la diana con precisión.
Esa historia que Park Dae Min nos cuenta viene a ser un divertimento detectivesco con sus gotas de misterio y su poco de acción con algún apunte histórico y social propio de la Corea de principios del siglo pasado, cuando todavía los japoneses mandaban demasiado para el gusto de los coreanos, formando un conjunto leve y liviano, mayormente quieto salvo alguna escena de acción bien resuelta con mano firme por ese director novel que apunta muy buenas maneras.
Hay en la película en todo su metraje la sensación de profesionalidad que uno advierte en piezas fruto de un artesano con varias películas en sus alforjas. No puedo menos que compararla con la anteriormente citada (que yo sepa, todavía pendiente de estreno en España) y sentir un punto de envidia nacional porque se comprueba que esos coreanos están dispuestos a ganarse con esfuerzo un lugar en la cinematografía: si los novatos que salen de sus escuelas de cine tienen el pulso de que hace gala Park Dae Min en su ópera prima y la industria coreana con o sin la ayuda de la administración cultural es capaz de sufragar esas novedades, el futuro no puede ser más que halagüeño para ellos.
En el aspecto técnico y en el apartado artístico es evidente que hay un trabajo considerable y concienzudo, digno de cualquier producción de primera línea; la fotografía es muy buena y los intérpretes, todos ellos bastante jóvenes, demuestran haber trabajado a fondo sus caracteres. Resulta curioso, por otro lado, el fondo musical ecléctico y manteniendo sonoridades reconocibles por el mercado hispano.
La sinopsis sencilla, sin entrar en detalles, consiste en la problemática que se le viene encima al joven estudiante de medicina Gwang Su (Ryu Deok Hwan) cuando se da cuenta que el cadáver desconocido que halló y que ha estado usando para sus prácticas particulares es el hijo de alguien importante, acudiendo al detective Jin Ho (Hwang Jeong Min) que se dedica usualmente a fotografiar cónyuges infieles pero que por una buena recompensa accederá a ayudarle, contando con los artilugios que inventa una Dama científica, Sun Deok (Eom Ji Won). Luego aparecerá algún otro cadáver y alguna disgresión, hasta que todo se pueda resolver, acabando con una puerta abierta a una nueva aventura de esos personajes.
Aplicando la simplicidad occidental uno podría asegurar con poca vergüenza que Park Dae Min bebe en la fuente de Conan Doyle pero reconociendo mi ignorancia y sabiendo, eso sí, que el mundo es un globo, dejaremos de lado la irrogación de ideas buscando imitadores que quizás beban en fuentes ignotas para ahorrarnos un ridículo lamentable: fijémonos en la forma en que Park Dae Min nos cuenta su trama, huyendo como de la peste de cualquier tópico: ni siquiera sus héroes, pese a ser coreanos, saben luchar; su falta de destreza les aleja miles de kilómetros de los acostumbrados superdotados protagonistas de esas cintas de acción que dan saltos inverosímiles y salen triunfadores de agresiones malvadas gracias a bellas coreografías combativas: aquí las peleas son brutas, a lo bestia, torpes y eficaces a ratos, casi diría que originales para los tiempos que corren: muy naturales, vaya. Y los protagonistas van avanzando en su investigación poco a poco y laboriosamente, paso a paso, sin alardes deductivos pero con la aplicación de la observación más elemental.
La trama contiene quizá demasiadas líneas argumentales, aunque claramente su objetivo no reside en adentrarse en la especial psicología de ninguno de sus personajes: por momentos, uno tiene la sensación de estar viendo un lujoso episodio piloto, porque los apuntes se diversifican y se dirigen tanto al pasado como al futuro, mientras el desarrollo de la historia principal sigue su curso.
Provista de una duración ajustada, hora y tres cuartos, se ve en un suspiro sin que aburra en ningún momento gracias al ritmo bastante ágil que Park Dae Min sabe mantener en la mayoría de las escenas, con algún bajón. Como he dicho, no se trata de una imperdible ni siquiera notable, pero sin duda a quien tenga en su ser la vena cinéfila le agradará darle un repasito para pasar un buen rato primero y luego, si se tercia, para reflexionar tranquilamente acerca de la forma en que Corea del Sur afronta su industria cinematográfica en el siglo que vivimos.
Vean, si les place, el trailer, y no busquen más en youtube porque resultan demasiado chivatos.
Mi relación con la publicidad podríamos encajarla muy fácilmente en el eufemismo que para designar amistades peligrosas asegura que entre ellas hay amor-odio.
Por una parte odio los cortes publicitarios que osan cercenar el discurso artístico de una película :si es buena, porque destrozan el ritmo y si es mala porque alargan innecesariamente el tránsito hacia el deseado final.
Por otra parte, me maravillan algunos anuncios por su maestría en comunicar su mensaje y el lenguaje publicitario me resulta interesante en algunas ocasiones.
Y, además, a veces uno toma conocimiento de algo que ignoraba y no me refiero a la mercancía, fin u objeto que es la razón última del mensaje publicitario.
En 1987 Ridley Scott dirigió para la muy parisina empresa Chanel un espot publicitario en el que la bella actriz Carole Bouquet promocionaba el perfume denominado Chanel nº5 de esta forma
La música de fondo del anuncio tuvo tanto éxito que, a la moda del momento, enseguida apareció, primero en los cines y luego en cualquier establecimiento público con una pantalla y unos altavoces el siguiente vídeo musical, en realidad un bonito cortometraje que usaba muy bien el conocido procedimiento de stop-motion:
Como que uno es melómano hasta el tuétano y entonces no existía el acceso a internet que ahora gozamos, fue un poco difícil averiguar que la voz cantante pertenecía a Nina Simone.
Y antes que nadie empiece a reirse por mi ignorancia, permítaseme decir que el primer Lp de Nina lo compré el 22 de abril de 1988 y me costó 315 pesetas (1,89 euros) y, dado que en él no consta la canción My baby just cares for me (que es la que se oye en el anuncio), seis días más tarde, el 28 de abril de 1988, compré un segundo Lp, ahora ya con la canción buscada, a un precio de 1.095 pesetas (6,58 euros), de lo cual se deduce que, en 1988, la gran Nina Simone, en estos pagos, era casi una desconocida, a pesar de la promoción del vídeo que, poco a poco, significó para la gran cantante un renacimiento.
Porque curiosamente, ese sonido que encandiló a muchísima gente en 1988, pertenecía a una grabación de treinta años antes: el Lp que todavía tengo se titula My baby just cares for me y es el que aparece en el enlace, pero es una reedición de Little Girl Blue y, francamente, sigue siendo una delicia escuchar a Nina Simone al piano, Jimmy Bond al bajo y a Tootie Heath con la batería.
Son bastantes las películas que seguramente el cinéfilo ávido de repasar piezas antiguas desprecia por diferentes motivos:
Uno será sin duda alguna el género al que de inmediato, nada más ver la carátula, se adscribe el producto o, mejor dicho, se le adjudica de forma siempre subjetiva aunque no falta de razón.
Otro motivo será, para aquellas películas provenientes de países con una lengua distinta, la traducción que de su título decidan perpetrar los usualmente estúpidos encargados de tal menester. Estúpidos pero constantes, eso sí.
Acabo de darle un repaso a una película que, vista, recuerdo haber descubierto en la televisión hace ya bastante tiempo y me ha alegrado la oportunidad de verla, gracias a las nuevas tecnologías, en versión original y sobre todo en su formato cinematográfico original pues resulta frecuente el estropicio estético -casi un asesinato artístico- que nos priva de buena parte del oficio de director y camarógrafo.
La Paramount Pictures a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado luchaba por arrebatar audiencia al creciente influjo de la televisión y como las demás compañías productoras de Hollywood se decantó por la espectacularidad del formato VistaVisión que permitía rodajes con unas características formales muy atractivas.
Los productores William Perlberg y George Seaton tenían un guión escrito por el gran Dudley Nichols y una vez leído y releído con calma entendieron que sería conveniente la contratación del director "libre" Anthony Mann que había demostrado una enorme versatilidad al dirigir una serie de películas del oeste basadas en historias nada típicas ni tópicas, la mayoría protagonizadas por James Stewart.
Quizá porque estaba más libre o quizá porque Mann intuyó con buen ojo que sería más apropiado, el caso es que decidieron contratar a Henry Fonda para protagonizar un western que titularían The Tin Star (1957) cuyo título resultó desastrosamente adaptado y traicionado más que traducido como Cazador de forajidos, lo que explica que haya resultado poco atractivo a simple vistazo para muchos.
Tratar de reducir a una sinopsis el excelente guión pergeñado por Dudley Nichols vendría a ser emular la puñalada trasera asestada por ese lamentable título castellano minorativo de la complejidad de un personaje mucho más rico de significados que los que habitualmente pueblan las tramas del lejano oeste, ese tiempo inventado en el que las pistolas casi suplían las carencias de una administración de justicia.
El título original hace referencia a la insignia que adorna el pecho de esos representantes de la ley que hemos visto en cientos de westerns remarcando su debilidad y escaso valor material: una estrella de latón es un objeto liviano que, bruñida, acaso servirá para que un malhechor tome puntería sobre el corazón que late debajo de ella, quizá más asustado de lo que debería.
El padre de Millie Parker (Mary Webster) lució esa estrella y ahora es su novio, Ben Owens (Anthony Perkins) quien se dispone a ocupar la plaza de sheriff a petición de sus conciudadanos, pese a que su novia le amenaza con dejarle: no quiere acabar como su madre: viuda.
Esa estrella la lució, hace tiempo, un tipo frío de mirada tensa y andares pausados que responde por Morg Hickman (Henry Fonda), que se ha presentado una buena mañana en las pacíficas callejuelas del pueblo acompañado del cadáver de un delincuente fugado por el que solicita una recompensa de quinientos dólares.
Anthony Mann rueda en esplendoroso blanco y negro aprovechando el concurso del camarógrafo de la casa Loyal Griggs y la ventaja de poder rodar exteriores en los propios estudios de la Paramount, donde se construyó enteramente el pueblo. Ello permite a Mann no tan sólo dominar absolutamente las condiciones de rodaje de las escenas de exteriores sino, mejor aún, poder trabajar con la misma iluminación natural en los interiores ya que los diseñadores y constructores del set de rodaje, Hal Pereira, Sam Comer y Frank McKelvy realizan un notable trabajo de recreación del pueblo permitiendo a Mann moverse libremente con su cámara escribiendo la trama mediante toda clase de grúas y travellings que en otras circunstancias hubieran representado una dificultad añadida creando una tensión innecesaria.
Mann, que con Stewart deja escritas bellas páginas de los grandes paisajes del oeste, en su única colaboración con Henry Fonda realiza un ejercicio de introspección y desgrana poco a poco la historia de ese hombre de triste pasado que contempla el presente con mirada serena y se detiene precisamente en dos jóvenes aprendices:
Uno será el ya citado Ben, empeñado en ocupar la plaza de sheriff; el otro será el pequeño Kip (Michel Ray) hijo de Nona Mayfield (Betsy Palmer) y de un nativo indio americano fallecido: un mestizo al que los pueblerinos aprecian tan poco como a su madre, que vive en las afueras.
A pesar de girar la trama en torno a la figura de ese Morg Hickman presente en la mayoría de las escenas, casi nunca se le otorga por Mann la habitual preponderancia del protagonista: utiliza la amplitud de cuadro y la casi ilimitada profundidad de campo de los objetivos fotográficos que domina Griggs para disponer unas composiciones dinámicas, robustas e inteligibles en las que se mueve con soltura y mucha parsimonia Henry Fonda, mientras nos cuenta en un blanco y negro que le da sensación de abstracto irreal la trama ideada por Nichols más allá de los sobrios diálogos que, reducidos a la mínima expresión, aclaran los conceptos que mueven a cada personaje.
Ese Morg, mucho más allá que mero cazador de forajidos se nos presenta como hombre afable y pacífico: su determinación y firmeza son la cara egoísta que presenta ante la sociedad en general, pero en el trato directo y particular su bondad es evidente: esa ambivalencia está servida perfectamente por un Henry Fonda que sostiene la mirada como pocos y personifica con sus movimientos lentos la fuerza del que no necesita correr porque sabe perfectamente cual es el camino más rápido para alcanzar su objetivo y deja que los demás, atolondrados y confusos, se precipiten en una carrera descabezada: un hombre que recuerda y no olvida y sin erigirse en perdonavidas al uso, se mantiene tan al margen como puede de esa sociedad que intuye hipócrita y cobarde mientras se encariña con el mestizo desvalido. Este hombre que inicia la película llegando con un cadáver a cuestas, al final se irá por el mismo camino creando una nueva familia, cerrando Mann perfectamente la historia en toma casi idéntica.
No resulta nada sorprendente que el guión de Nichols optara al Oscar porque condensa en breve espacio diferentes temáticas que van mucho más allá que la mera película de acción bien resuelta y ejecutada: sin desdeñar los elementos melodramáticos que intensifican la atención del espectador pendiente de la resolución de los problemas que se les presentan a los protagonistas, persiste la formulación de la parábola social condensada en acciones motivadas por una toma de decisiones distintas: reflexiones encajadas con firmeza en la trama llaman al debate relativo al racismo contra el americano nativo así como la respuesta social responsable ante la exigibilidad y cumplimiento de la ley, amén de las relaciones entre experto y novicio con la proyección del conocimiento y la sabiduría obtenida por el uso y el tiempo en beneficio del aprendiz, sea de sheriff, sea de la propia vida, aunque ésta vaya a tomar otros aires mediante un traslado.
Hay que imputar a la pericia de Anthony Mann las virtudes de esta película que en apenas hora y media cuenta tantas cosas y lo hace con un ritmo que nunca es presuroso ni agitado: la mano del maestro se percibe rigurosa en la letra proveyendo al conjunto de una caligrafía precisa y muy efectiva, escueta hasta parecer aséptica pero enérgica en los primeros planos cuando éstos son necesarios, al más puro estilo de los grandes clásicos; brilla asimismo en la dirección de los actores, que están todos muy bien, especialmente Fonda como hombre tranquilo y sensato que prefiere la mente a la pistola y Perkins sabe ofrecer la contra réplica del joven ansioso por cumplir y por aprender un nuevo oficio; los secundarios, encabezados por una sugerente Betsy Palmer, realizan como era costumbre de la época un buen trabajo "soportando" correctamente sus personajes sin los que la trama no sería posible.
En definitiva, una película a disfrutar por el cinéfilo que, avisado, sabrá escapar de la pobre sensación que se obtiene al considerar el mal título que le han dado, ya que, lejos de ser una más del montón, estamos ante una pieza imperdible no tan sólo del western en particular sino del cine en general.
Hay algunas escenas que, desprovistas de verdaderos diálogos, aun sin ser un prodigio de caligrafía cinematográfica, consiguen permanecer en la memoria del cinéfilo y también, porqué no, en la memoria colectiva de toda una generación.
Mike Nichols, sin ser un gran director, sí ha sabido siempre elegir muy bien las historias a contar: en su segunda película, The Graduate, finaliza con una escena que resultaba incluso catártica: recuerdo que en su proyección, hubo gente que vitoreó y aplaudió y, desde luego, todos nos quedamos con la música:
Claro que la música ya la habíamos escuchado justo al principio de la película, en unos títulos de crédito que si valen, es por el fondo musical.
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