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dimecres, 31 de maig del 2017

Friedrich Dürrenmatt en 1958 y 2001 (I)





Nombrar al polifacético Friedrich Dürrenmatt en estos días produce en el comentarista el irrazonable pánico a ser tildado de pedante pese a que los herrerenses que no sean aficionados al fútbol inmediatamente - supongo - estarán al cabo de la referencia, no en vano el pasado sábado, 27 de mayo de 2017, pudieron disfrutar de una representación (que espero fuese buena) de la afamada Proceso por la sombra de un burro, en el teatro de la Casa de Cultura de la palentina localidad de Herrera de Pisuerga, lo que demuestra claramente que Dürrenmatt, que la escribió en 1951, todavía logra interesar al público amante del teatro bien escrito, aquel que defiende ideas sin aburrir, con independencia de la época. En otras palabras, un clásico.

Curiosamente, la famosísima pieza teatral (muy corta: un sólo acto con diecisiete escenas breves) nació como guión radiofónico; el autor suizo nunca hizo ascos a colaboraciones en medios no estrictamente literarios, por suerte. Otro tanto ocurrió a finales de la década de los cincuenta cuando el escritor, ya plenamente reconocido por crítica y ciudadanía lectora en general, fue requerido para escribir un guión cinematográfico sobre un tema que ya entonces empezaba a preocupar en los cantones helvéticos: los crímenes cometidos sobre menores de edad.

Dürrenmatt había tenido mucho éxito con su novela El juez y su verdugo, de 1952, en la que con la apariencia de una intriga policial hurga en las complejidades de la venganza, el bien y el mal (se lee de un tirón: bien escrita, al modo de un dramaturgo, ofreciendo diálogos buenos e imágenes elípticas concatenándose hasta el final, lógico), así que cuando algunas buenas gentes quisieron que se realizara una película sobre tema tan candente a mediados del siglo pasado (y por desgracia, actual) como el asesinato de niños, buscando no una película de acción sino un reclamo de atención al sinsentido ético del criminal, no tuvieron que pensar mucho para decidirse por Dürrenmatt, quien se encargó de pergeñar la idea básica, desarrollar un guión literario y luego pulirlo y retocarlo con la ayuda del veterano guionista polaco Hans Jacoby y del que iba a ser el director de la película, el húngaro Ladislao Vajda quien, asentado en España desde varios años antes, había triunfado en Cannes con Marcelino pan y vino (que a mí, personalmente, habiéndola visto en el cine en varios reestrenos, nunca me gustó, por excesivamente llorona) y evidentemente era un director acostumbrado a trabajar con niños, lo cual como todos sabemos, es casi tan difícil como trabajar con animales, según aseguraba Don Alfred con sarcasmo.

Una coproducción emprendida por tres productoras de España, Suiza y Alemania en una época en la que las fronteras eran más fuertes, especialmente en los aspectos culturales, intentando exponer seriamente una problemática que podía derivar en mero pastiche de la serie D, era una aventura que a priori tenía más riesgo que posibilidades de éxito. La aportación principal de la española Chamartín Producciones fue el concurso del citado Ladislao Vajda como director más la presencia de la actriz María Rosa Salgado y Julio Peña como montador, ya conocido por Vajda de anteriores ocasiones.

Teniendo el guión tres padres y conociendo su desarrollo ulterior, podemos suponer que la responsabilidad de la película de 1958 titulada en castellano El cebo y en alemán Es geschah am hellichten tag (Ocurrió a plena luz del día) cae más sobre los hombros de Ladislao Vajda que sobre los del afamado Friedrich Dúrrenmatt. Así, podemos decir sin ambages que se trata de una de las mejores películas de cine negro española, entendiendo por supuesto como cine negro aquel tipo de cine que, basándose en aspectos criminales que alteran el curso de la vida cotidiana, más allá de la mera acción física e incluso de la metodología empleada para resolver una intriga, se adentra en los recovecos del alma humana intentando comprender una psicología particular, peculiar, insólita.

Como sucede con la novela, la negritud de una propuesta implica la adopción de un riesgo, el de caer en uno de los aspectos del conjunto en detrimento de los demás. En pocos géneros como el negro el equilibrio es fundamental para conseguir una pieza redonda y cuando se consigue, el nivel de aceptación, tanto de crítica como comercial, suele ser elevado.

La trama ideada por Dürrenmatt se ceñía en origen mucho a la propuesta que le pidieron: el asesinato de tres niñas con la única conexión de su apariencia externa y edad, rubias vestidas con falda roja y alrededor de los ocho años, provoca la preocupación de la policía suponiendo hallarse ante lo que mucho más tarde se conocería como asesino en serie y el dramaturgo, pintor, novelista y ocasional guionista aprovecha para introducir un factor especial: quien se ocupará de la persecución del criminal será un comisario, Matthäi, que abandona su puesto en la policía en Berna para trasladarse a Jordania, donde deberá ocuparse de enseñarles técnicas al tiempo que dirigirá la reorganización del cuerpo policial jordano. Pero en el mismo avión que va a llevarle a oriente se acuerda que prometió a la madre de la última víctima dar con el asesino. Y baja del avión.

Ese comisario retirado que abandona una misión casi diplomática no lo hace, en realidad, por la promesa hecha de dar con el criminal. Porque ya detuvieron a un buhonero que tras duro interrogatorio se confesó culpable; que luego se suicidara, fue un error de custodia y una suerte para evitar un juicio trágico de memoria. Matthäi baja del avión porque, en el fondo, no está convencido de que el buhonero Jacquier, al que conocía de antaño, fuese capaz de asesinar a una niña y menos a tres.

En El cebo, la mano sabia de Ladislao Vajda conduce la cámara con estilo casi documental en muchas escenas, especialmente los exteriores; probablemente un presupuesto ajustado ayudó bastante a la economía visual que con su brevedad otorga ligereza al relato sin restarle profundidad, pues los diálogos, contando con el dramaturgo Dürrenmatt, son muy eficaces sin caer en efectismos literarios: Vajda, mientras nos muestra los pasos que el comisario efectúa en sus pesquisas en soledad y con tesón, hace que conozcamos al personaje y entendamos su anhelo y decisión y sus ardides y triquiñuelas, algunas de ellas traspasando la ética profesional y humana, produciendo en el espectador una empatía tensa, un deseo de que toda esa locura, apenas apuntada, reflejada en gestos simples como la adopción del vicio de fumar, acabe bien. En el otro lado de la balanza, Vajda nos coloca a un criminal complejo, un individuo agobiado por una existencia sometida a las órdenes ajenas que actúa como un autómata hasta explotar empuñando una navaja de afeitar ensangrentada.

Vajda concilia de forma excelente los detalles propios de la investigación detectivesca y pese a disponer de una pieza de metraje clásico -95 minutos- es capaz de hacer discurrir el tiempo imaginario de forma inexorable para otorgar a cada uno de los avances en el camino inquisidor la potencia necesaria para que el atento espectador sienta la premura, el advenimiento de un nuevo crimen y la dificultad de poder impedirlo y mientras crece el interés por la resolución de la intriga crece también la duda sobre la capacidad del comisario para superar el empeño sin dejar su mente en ello, en una pirueta en la que la fatalidad puede tener capacidad decisoria, siendo el respetable público consciente que, de una forma u otra, lo que está en riesgo es la vida de una inocente criatura, que se halla en tal situación por la decisión de alguien que, deshumanizándola un poco, pretende usarla y en ése aspecto la intervención de Dürrenmatt es cabal, confiriendo con su trabajo de experto literato esa profundidad psicológica y filosófica que enriquece la trama policial.

El medido rodaje dirigido por Vajda se beneficia de la solidez de Heinz Rühmann incorporando al comisario, así como las intervenciones de Michel Simon dando vida al buhonero Jacquier con mucha fuerza, y un casi desconocido Gert Fröbe que borda la complejidad del asesino Schrott, y, en el centro de todo ello, María Rosa Salgado como Sra. Heller y la niña Anita von Ow como Annemarie Heller, se erigen en foco de atención al haberse constituído, sin saberlo, en el cebo urdido por el comisario para atrapar al criminal. Un elenco de intérpretes que cumplen con creces su cometido, lo que demuestra que Vajda no tan sólo sabe emplazar la cámara: también sabe aprovechar al máximo el trabajo de sus colaboradores, lo cual se hace evidente al contemplar tranquilamente la estupenda caligrafía cinematográfica que sabe mantener el ritmo perfectamente, sin momentos huecos ni innecesarios: nada le falta ni le sobra a esta película que pertenece, por derecho propio, al selecto grupo de las mejores de la cinematografía española.

Una película, en definitiva, que cualquier cinéfilo debería tener en su estantería para poder comprobar de vez en cuando que con poco presupuesto y mucha inteligencia se puede hacer Cine con mayúsculas. Imperdible.



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