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dijous, 28 de desembre del 2023

A los amables comentaristas


Supongo que os habrá extrañado que, desde hace ya casi tres meses, no respondo a vuestros muy estimados comentarios.

La razón se explica con pocas palabras: google no me deja comentar ni responder comentarios en mi propio blog, y en los otros de forma aleatoria.

No sé porqué, ni nadie parece saberlo, porque he buscado y no he hallado respuesta alguna a un problema cuyo origen desconozco.

Imagino que algún becario informático habrá metido la pata en alguna parte y los que no tenemos una plantilla al uso o quizás más antigua de lo esperado, tenemos problemas.

Hablo en plural porque no quiero pensar que soy el único en aguantar una situación que puede crear una apariencia muy lejana de la realidad, porque en este bloc desde 2007 siempre se ha respondido a los comentarios recibidos.

Confío que un buen día el problema se resuelva sin más, como ya sucedió con la imposibilidad de subir los carteles de las películas, que obligaban a identificarse hasta tres veces y ahora ha vuelto a la normalidad de siempre.

Hasta entonces pido paciencia y disculpas por no haber explicado esta incidencia antes, pues confiaba en que se solventara con una prontitud que se ha visto defraudada.

Muchas gracias por vuestros comentarios y por vuestra comprensión.

Un abrazo.

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Un Macbeth del siglo XXI: bonito y descafeinado.

Macduff.- ¿Mis hijos también?
Ross.- ¡Esposa, hijos, criados, cuanto pudo encontrar!
Macduff.- ¡Y no estar yo allí!¡Mi mujer también muerta!
Ross.- Ya lo dije...
Malcom.- ¡Valor! Y que una gran venganza sea el remedio que cure este mortal dolor...
Macduff.- ¡El no tiene hijos!....

(La tragedia de Macbeth, Acto IV, Escena III, Trad. Luis Astrana Marín)

Denzel Washington, que este 28 de diciembre ha alcanzado los 69 años de edad, lleva desde hace un tiempo buscando afanosamente el papel de su vida sea en una película sea en el teatro (ya comentamos hace seis años que estaba preparando una representación de la muy difícil obra The Iceman Cometh y parece que desde entonces, julio de 2018 no ha vuelto a las tablas de Broadway); en el cine, ha tenido la mala idea de aparecer en sendos remakes desastrosos, uno de Pelham 1,2,3 y otro de Los siete magníficos, intentando que olvidáramos a Walter Matthau y a Yul Brinner, lo cal no sé si era arriesgado o simplemente un gran error de su parte.

Seguro que Denzel, que evidentemente ansía un reconocimiento profesional en una labor de mérito, es conocedor que Orson Welles dirigió y produjo en 1936 una versión de La tragedia de Macbeth con un elenco formado por negros y trasladando la acción de la Escocia medieval a un caribe ficticio titulando la representación como Voodoo Macbeth, cambiando las brujas por hechiceros vudú. Imaginando que cualquiera tomará estos datos como una inocentada, baste acudir a este enlace de Voodoo Macbeth para comprobar que Welles, con 20 años, ya era un experto conocedor del teatro de Shakespeare y lo bastante inteligente como para innovar.

Imagino a Denzel dándole vueltas al cacumen para conseguir el ansiado papel de Macbeth y hasta puedo suponer que lleva con esa idea desde que Kenneth Branagh le otorgó el papel de Don Pedro, Príncipe de Aragón, en la shakesperiana comedia Much Ado About Nothing que ya comentamos en su día aquí en 2008.

En éstas, va y se encuentra digamos que en cualquier fiestorra de Hollywood con Joel Coen y su esposa Frances McDormand, que ya ha cumplido los 66 años y como Denzel lleva tiempo buscando afanosamente incrementar el exagerado número de premios que ha conseguido como actriz y alcanzo a comprender que con los egos subidos a tope ambos llegan a convencer a Joel Coen para que se ocupe de llevar a la pantalla una nueva y definitiva versión de La tragedia de Macbeth que se estrenaría en 2021.

Joel Coen probablemente maldijo cien veces el momento en que se le ocurrió asistir al citado fiestorro, pero no se lo dijo a nadie por no buscarse problemas. O sí, no lo sé.

Joel Coen retoca muy poco el original de Shakespeare y aparte de los dos protagonistas que le toca soportar (una porque es la parienta y el otro porque estamos en el siglo XXI con su maldita corrección política y además se puso muy pesado) logra gracias a la excelente labor de Ellen Chenoweth disponer de un reparto de secundarios muy bueno y de ello te das cuenta en los primeros cinco minutos de ajustado metraje cuando escuchas (en v.o.s.e., claro) a Kathryn Hunter (por cierto, nacida en Nueva York) declamar los versos de las brujas y a Bertie Carvel (del mismo Londres, que reconocí su voz de inmediato -por su protagónico de Dalgliesh- pero no su cara, muy caracterizado) como Banquo y de repente oyes a Denzel Washington ponerse él mismo en ridículo con una declamación que deja en evidencia su poca categoría, incapaz de abandonar su acento estadounidense ni por un momento, lo que también, ¡ay!, le ocurre a Frances McDormand.

Hay un contraste lamentable entre los dos protagonistas y todo el resto de la película y me atrevo a decir que quizás Joel Coen hubiese hecho mejor dejando a la parienta en casa y produciendo y dirigiendo una versión cinematográfica del éxito teatral de Orson Welles de 1936, es decir, todos negros y la acción en el caribe, con lo cual nadie puede pretender que el texto se pronuncie en un inglés medianamente correcto como mínimo y excelente en el mejor de los casos. No me vale tampoco la inclusión de gentes de raza negra en unas tramas históricas que forzosamente les son ajenas, simplemente porque así no se enfada la minoría étnica, lo que es más bien ridículo y demuestra falta de inteligencia: mucho mejor Voodoo Macbeth, donde va a parar.

Si hipotéticamene eliminamos de la memoria el ridículo de Denzel Washington y de Frances McDormand al no poder representar con dignidad unos personajes harto difíciles, cierto, pero al alcance de unos pocos entre los que no se cuentan y debemos recordar que ambos magníficos protagonistas de la versión de 1948 eran los dos asimismo estadounidenses, con lo cual la nacionalidad no es excusa para no domeñar el lenguaje inglés, nos encontramos con un Joel Coen que olvidándose por completo de los protagonistas se centra en ofrecernos unos estilizados escenarios con elegantes movimientos de cámara y unos efectos especiales muy bien logrados y bien ideados, un poco blandos para lo que es la tragedia escrita por Shakespeare y con algún que otro fallo de atrezzo (esos botos que calza Macbeth parecen de Ubrique), servido por el atento ojo avizor de Bruno Dellbonnel y con la musiquita de Carter Burwell, todo muy bonito pero falto de garra: hay crímenes, pero no duelen. O no tanto como debieran.

La pareja protagonista aparte de ser incapaz de declamar de forma aceptable unos diálogos magistrales (porque dudo que lo hagan tan mal adrede) son a todas luces una mala elección, simplemente por su edad: ambos pagarían por cumplir mañana el medio siglo y sin poder disimular que ya están en la categoría de los veteranos entran en el selecto club de intérpretes que hacen el ridículo intentando representar personajes a los que doblan la edad cuanto menos.

Así, cuando Macbeth le dice admirado y apasionado a Lady Macbeth: ¡No des al mundo más que hijos varones, pues de tu temple indomable no pueden salir más que machos! Ves a una ajada McDormand con una mueca que induce a la risa.

Y además deja sin sentido, sin lógica, la frase que encabeza pronunciada por el traidor Macduff que lo es, como sabemos, porque en su cobardía por huir de Macbeth abandona a su suerte a su esposa e hijos y luego se lamenta de no poder vengarse al no tener hijos Macbeth. En esta película, ni los tiene ni los va a tener, por su edad y la de su esposa.

Tengo para mí que Joel Coen se venga de ambos protagonistas olvidándose de la buena idea de Welles al momento de presentar los parlamentos con la voz en off, porque una y otra vez les deja a ambos largar de muy mala manera unos textos que son la prueba de fuego de cualquier intérprete de fuste y esos dos fracasan estrepitosamente en su desempeño. No me puedo creer que Joel Coen haya sido tan maquiavélico.

En definitiva: agarras a Benedict Cumberbatch y a Keira Knightley y mandas a paseo a Denzel con la Frances y te marcas un Macbeth la mar de moderno y seguro que mucho mejor. Avisados quedan.


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dimecres, 27 de desembre del 2023

Macbeth, 1948

Me remontaré en la realización de un designio terrible y fatal.
Antes de las doce se ha de consumar un gran acontecimiento.
De la punta del cuerno de la luna creciente pende una gota de vapor de misteriosa virtud.
Yo la recogeré antes que caiga sobre la tierra,y,destilada por artificios mágicos, hará surgir artificiales espíritus que, por la fuerza de la ilusión, le precipitarán a su ruina. despreciará al hado, se mofará de la muerte y llevará sus esperanzas por encima de la sabiduría, la piedad y el temor. Y vosotras lo sabéis: la confianza es el mayor enemigo de los mortales.

(Hécate a las brujas. La tragedia de Macbeth, Acto II, Escena V. Trad. Luis Astrana Marín)



Resulta curioso comprobar que a pesar de las muchas aseveraciones relativas a la dificultad de representar La tragedia de Macbeth en el teatro sin embargo hay muchas versiones que podemos ver en soporte cinematográfico y también televisivo y si lo pensamos detenidamente llegaremos a la conclusión que la inmediatez del teatro, la representación en directo frente al espectador, es un obstáculo que no todos los intérpretes pueden afrontar sin desfallecer y personificar tan complejos personajes resulta mucho más cómodo y asequible si se puede detener la acción y repetir la interpretación hasta conseguir un resultado aceptable.

Vamos a detenernos, no obstante lo dicho, en una versión acometida por unos intérpretes que ya habían ejecutado su representación de los personajes en un teatro y que nos ofrecen una pieza cinematográfica con algunos defectos y muchas virtudes ya que se aprovechan los usos propios del cine para que algunos detalles apuntados por Shakespeare en su tragedia sean contemplados sin la dificultad inherente a una función teatral.

Naturalmente uno de los objetivos de cualquier director de cine que se dispone a rodar una película basada en una obra de teatro y más si ésta es archiconocida es caer en lo que comúnmente denominamos "teatro filmado" y es muy cierto que hay una parte de espectadores que ante un texto teatral inmediatamente insisten en que la película también lo es. En muchas ocasiones he negado la mayor porque ejemplos hemos visto de películas de origen gloriosamente teatral que no han caído, gracias al talento de un director, en ése defecto que nos recuerda el teatro filmado.

Como era de esperar Orson Welles dirige y protagoniza en 1948 una versión de Macbeth que desde el primer minuto nos convence de que Welles conoce de memoria todos los entresijos de la célebre tragedia y con la complicidad de sus compañeros del The Mercury Theatre y muy especialmente Jeanette Nolan en su primera película, lleva a la gran pantalla un Macbeth que a nadie dejará indiferente.

Decíamos el otro día que más allá de la definición de la ambición que albergan Macbeth y su esposa Shakespeare pone en juego el concepto de la traición como elemento necesario para que la primera sea satisfecha en la consecución de un fin muy concreto, el de ser rey y alcanzar el máximo poder, pero adrede dejamos en el tintero otro aspecto capital para entender el desarrollo psicológico de ambos protagonistas: el efecto que su propia conciencia tiene en su alma tanto por el reconocimiento del horror de los crímenes cometidos como por el atisbo de arrepentimiento que llega mezclado de dudas relativas a la consecución firme y tranquila del fin pues el poder adquirido con sangre parece llevar consigo la penitencia.

Supongo que la primera decisión tomada por Welles fue aprovechar de forma ideal el más viejo truco del cine: usar la voz en off para lo que en teatro denominamos "parlamentos" que no son sino la forma teatral con que el autor nos transmite a nosotros, espectadores, lo que está pensando un personaje. Welles y la Nolan más que recitar declaman de forma magnífica esos parlamentos mientras la cámara les sigue, les persigue, les examina físicamente en su inquietud expresada en célebres palabras y de esta forma Orson consigue reforzar visualmente lo que de otro modo sería un lastre para la narración cinematográfica. Es algo tan sencillo de adoptar, tan simple, que nadie parece otorgarle la virtud que conlleva, que es dar vida cinematográfica a un truco eminentemente teatral. Nadie lo alaba y pocos lo usan, por desgracia.

Estamos en una tragedia y ya sabemos que en el género la fatalidad estará presente de una manera u otra: el gran Bardo se vale de esos personajes esotéricos para personificar un albur, proponer una trampa, ejecutar una añagaza que siembre la duda en el libre albedrío de Macbeth y su esposa que obnubilados, tardarán en constatar para su perdición, primero ella y después él cuando comprueba que su invencibilidad está sujeta con alfileres a una veleta huidiza.

La tensión anímica provocada por la ambición y los crímenes que la sostienen es compartida por Macbeth y Lady Macbeth y es una consecuencia de otro aspecto a tener en cuenta: el intenso amor que une a ambos cónyuges, la confianza total entre ellos, la búsqueda y hallazgo del absoluto apoyo y fuerza para ejecutar lo necesario para lucir la corona real y Welles y Nolan saben transmitir mediante sutiles gestos y miradas esa compenetración de los dos protagonistas.

Nada es dejado al azar en el guión de Welles que retoca un poco la pieza original posiblemente por una economía que mejor podría adjetivar como precariedad económica y que el entonces ya afamado director y actor solventó como pudo de la mejor forma posible, con la ineludible ayuda de John L. Russell encargándose de dirigir una fotografía en un blanco y negro muy acentuado, quizás más surrealista que expresionista que nos lleva a considerar que estamos no tan sólo ante una tragedia sino también ante una pesadilla por momentos claustrofóbica, coincidente con la creciente sensación que tiene Macbeth de hallarse preso de sus propios crímenes y errores en una espiral anímica reforzada por unos escenarios al límite de un minimalismo forzado por las circunstancias.

Recuerdo haber visto en la tele ese Macbeth wellesiano hace muchos años, en versión doblada y sin conocimiento previo del original teatral: me pareció exagerada y difícil de tragar. Ahora, con muchas películas más en las alforjas y después de haber leído la obra de teatro, vista en su versión original, puedo decir que sigue siendo una película difícil de ver, pero justo en la misma línea en que está la pieza teatral, con la ventaja que los intérpretes realizan un trabajo magnífico y que lo que en una primera visión resultaba indescifrable ahora son elementos que pertenecen a la trama y deben estar ahí, donde Welles los sitúa con una fuerza inesperada para los escasos medios de que dispuso.

No dejen de verla en versión original: no se arrepentirán y no la olvidarán jamás.


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dilluns, 25 de desembre del 2023

La tragedia de Macbeth


Hijo.- ¿Qué es un traidor?
Lady Macduff.- Pues uno que jura y miente.
Hijo.- ¿Y son traidores todos los que hacen eso?
Lady Macduff.- Quienquiera que lo haga es un traidor, y debe ser ahorcado.
Hijo.- ¿Y debe ahorcarse a cuantos juran y mienten?
Lady Macduff.- A todos.
Hijo.- ¿Quién debe ahorcarlos?
Lady Macduff.- Pues los hombres de bien.


Acto IV, Escena II (trad. Luis Astrana Marin)



Todos, quien más quien menos, tenemos alguna idea relacionada con el personaje de Macbeth que cobró fama gracias a la pluma de William Shakespeare quien basándose en personajes reales históricos pertenecientes a la lejana Escocia (tanto física como temporalmente habida cuenta que la tragedia se estrenó en Inglaterra en 1606) nos ofrece una pieza teatral muy breve (cinco actos que en edición tipo biblia de Aguilar no alcanzan sesenta páginas aún con las referencias y anotaciones del traductor), dotada de una fuerza inusitada en los personajes y sus acciones violentas que se concatenan en una sucesión de crímenes a cual más horrendo encaminados a satisfacer una ambición que tan sólo el poder absoluto podrá colmar adecuadamente.

Queda así pues Macbeth en la memoria como ejemplo de una ambición desmesurada si nos atenemos únicamente a las muchas referencias que hallamos por doquier y si acaso ampliamos a Lady Macbeth la designa de ejemplo de consorte tan o más hambrienta de poder que su esposo jurándose ejercer sobre el varón toda la influencia que su indudable talento para la argucia y la estrategia criminal señalarán el camino para satisfacer la ambición que ya será de ambos.

En manos de otro dramaturgo los acontecimientos que originarán las profecías de tres brujas que no fueron llamadas y dejaron simientes en las almas de Macbeth y su amigo Banquo (que históricamente es antepasado de la dinastía de los Estuardo, gobernantes que fueron de Escocia y de Inglaterra) cuando al primero le auguran que será rey de Escocia y al segundo que sin serlo engendrará dinastía real, podría ser la base para un drama de luchas fraticidas muy realista, un argumento básicamente conocido por el público inglés de la época, pero el Bardo por excelencia no se queda ahí y amplía la psicología de los personajes gracias a un trabajo exhaustivo que adorna y completa el interés que provocan Macbeth y su esposa mediante una amplia panoplia en la que todo encaja para causar cambios en las decisiones que tomarán y más en el efecto que sus acciones provocarán en ellos mismos y todo ello sin abandonar un hálito fatalista porque el observador, en este momento más ávido lector que espectador teatral, no puede olvidar que las malvadas nigrománticas no han hecho más que anunciar posibilidades, que no certezas con lo cual el albedrío sigue libre y su deriva de maldad viene dada por la voluntad y ése error de juicio permanece ostensiblemente diáfano durante toda la tragedia, que lo es porque nos relata, como es habitual, un fatum que podría haber sido muy distinto.

No es habitual leer obras de teatro y aún menos los clásicos; aún siendo teatrero confeso, hasta ahora no había leído Macbeth pese a disponer de la magnífica edición de Aguilar de las obras completas desde que la conseguí en mercado de ocasión en septiembre de 1993, así que no puedo exigir conocimiento previo a nadie, pero me animo a invitar a su lectura como paso previo a la contemplación de alguna versión cinematográfica, que las hay, como veremos en otro momento y otro día.

La inusual brevedad de esta tragedia ni por asomo significa que no debamos estar atentos a todo lo que nos van contando, que es mucho y muy interesante y no hay momento escénico ni línea de diálogo que Shakespeare inserte únicamente por lucirse, que no es el caso: aquí su escritura es recia, nada florida y huérfana casi de llamadas a la cultura popular de su época, absolutamente diferente a As you like it, que ya vimos aquí hace años, concentrándose con una fuerza impresionante en Macbeth y su esposa sin abandonar el resto de personajes que son más que meros comparsas o secundarios de lujo piezas de un engranaje que de forma inexorable vemos rodar a un fin intuído.

Uno lee esa tragedia y comprende porqué no ha tenido ocasión de verla en un teatro y no es desde luego por la grandiosidad del escenario: son los complejos protagonistas los que de una parte provocan admiración y de otra más que miedo pánico escénico, porque afrontar su representación no está al alcance de cualquiera; uno andaba pensando que será una tarea difícil cuando se topa con un comentario del traductor abundando en ése aspecto y señalando que, puestos a representar un personaje de Shakespeare, cualquier actor prefiere el que sea menos Macbeth, porque el Bardo lleva al personaje a una desesperación creciente hasta el borde de la locura y se basa precisamente en el sentimiento y certeza de ser un traidor, cuyo apelativo va cargado con el honor propio mancillado por una cobardía inadmisible, puesto todo al servicio de una ambición sin más límite ¡ay! que el incuestionable oráculo que acertará en todo.

La impresionante traducción de Luis Astrana deja en verso las intervenciones de las brujas al ser sus rimas más sencillas y el resto lo leemos en cómoda prosa y uno siente no poder leer el original como desearía, que tampoco debe ser fácil, porque el texto, sin ser compendio de apuntes temporáneos, requiere lectura tranquila y atenta ya que el autor no deja nada al azar y más allá de exponer acontecimientos originados por una ambición también nos propone una reflexión relativa a la traición que, bien mirado, suele ir aparejada a la consecución de un fin que seguramente sin su concurso no sería posible, así que una vez leída con detenimiento esta tragedia podemos llegar a la conclusión que Macbeth, más allá del relato de una ambición, lo es también de una traición: de hecho, de más de una, todas ellas, eso sí, al servicio de la primera.

Muchas son las lecturas que se pueden hacer del texto que no por nada es un clásico: nada de lo que va aconteciendo en el mundo conforme pasan los años le será ajeno, porque mal que nos pese es cierto que en 1606 los ricos se desplazaban en carruajes y ahora lo hacen en aviones particulares, pero la humanidad no ha cambiado tanto y siguen existiendo traidores ambiciosos dispuestos a lo que sea con tal de obtener sus fines y a poco que lo pensemos, es perfectamente comprensible que la co-protagonista, esa Lady Macbeth que le ofrece su apoyo, le ayuda, le da ideas, le reclama su valor guerrero y varonil para ejecutar sus crímenes, esa esposa igualmente ambiciosa de poder, no puede parecernos ni mucho menos lejana a este siglo que vivimos y casi podría decirse que ya en 1606 el Bardo reclamó para la mujer el reconocimiento de cómplice y coautora de unos hechos relacionados con la ambición de ser rey en lugar del rey por los medios que sean necesarios sin parar mientes en su ética pero sí en su oportunidad y beneficio inmediato.

Es lo que tienen los clásicos: que vas leyendo, leyendo, y te quedas pasmado al ver lo actuales que son.

Carezco de conocimientos para extenderme con el debido rigor respecto a esta célebre pieza y además tan sólo pretendo con estas líneas apuntar la conveniencia de leerla para poder ver alguna que otra versión cinematográfica que de la misma se han hecho, ya que verla en teatro en directo suele ser harto difícil.



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dissabte, 25 de novembre del 2023

Pollerudo



Un par de forajidos atraca un banco sin mediar palabra y controlando con sus pistolas todos los empleados llevándose un gran botín cuando al vigilante de seguridad se le ocurre hacerse el héroe y recibe un mortal disparo en la espalda. Atraco y asesinato. Mal asunto.

Lona es una joven que una noche solitaria se encuentra con que el coche falla, no arranca; no sabe qué hacer y un tipo alto y fornido que se auto presenta como Paul se ofrece a intentar arrancar el vehículo, pero no puede, tampoco; ambos regresan al cercano bar donde estuvieron esa misma noche y desde allí llaman a un mecánico de un garaje cercano conocido de Paul: el vehículo no estará hasta el día siguiente. Paul se ofrece a llevar a Lona a su casa y al día siguiente la acompañará al mecánico. Después, seguirán viéndose a menudo.

Paul llega a su oficina y su superior, el Teniente Detective Eckstrom se interesa por cómo le va en su relación con Lona y él le cuenta con todo detalle sus movimientos: Lona es la amiga íntima de uno de los dos forajidos que atracaron el banco, precisamente el que pegó el tiro mortal. Quieren pillarlo y también quieren recuperar el botín, una fortuna que presuponen el maleante querrá disfrutar con su amiguita.

Richard Quine fue un cineasta que probablemente nació medio siglo antes de lo que le tocaba y fue mala suerte para él, porque en su época para destacar había que ser un genio y ahora sólo los cinéfilos nos acordamos ocasionalmente de él cuando tenemos el placer de ver una vez más alguna de sus buenas películas, que las tuvo, principalmente en los años 50 y 60 del siglo pasado y le cabe un honor que no buscó porque le cayó encima como un rayo atronador: dirigió a Kim Novak en su presentación cinematográfica, una eclosión que se puede comprender perfectamente disfrutando de Pushover (La casa número 322) en la que vemos cómo un tipo como un armario de metro noventa cae absolutamente rendido en los encantos de una rubia con unos ojazos felinos que se lo comen, se lo comen, se lo comen hasta no dejar ni el tuétano.

El cinéfilo de este siglo XXI con toda seguridad se refocilará en los primeros minutos del ajustado metraje (apenas 90 minutos de oro) cuando comprueba que Richard Quine no necesita ningún diálogo para contarnos cómo se desarrolla un atraco y ya vislumbras que no deberás perder detalle de lo que vas a ver en la pantalla porque el tipo que está al mando sabe cómo contar las cosas con la cámara y lo hace a la más mínima ocasión, al punto que cuando llega el final y rememoras lo visto entre otras cuestiones te preguntas:¿habrá sido esta la película con menos diálogos que he visto en mucho tiempo? Diría que sí, sin duda.

¿Afecta la decisión de Quine a ofrecer escenas sin diálogos a la película? ¡Por supuesto que sí! La dota de una velocidad de crucero más ágil y no pierde el tiempo controlando la interpretación hablada de quienes simplemente vemos accionar: como hacen algunas personas al ver un partido de deporte en el televisor, quitar las explicaciones de lo que estamos viendo nos otorga una visión más particular, más nuestra: no hace falta que nadie nos explique lo que la cámara nos cuenta. No somos tontos. Quine se da cuenta de inmediato que retratar a la Novak es muy fácil porque siempre queda un bellezón en pantalla y lo único que tiene que hacer es decirle hacia qué lado debe dirigir su centelleante mirada y un escaso mohín que sin duda percibiremos ya nos informará de sus intenciones. La cámara basta y Richard Quine sabe dónde colocarla y que objetivo debe usar en cada momento y a fe que nos ofrece un montón de primeros planos para gozar de la belleza de Kim Novak y comprobar que Fred MacMurray con toda su estolidez era el tipo que justamente debía ser su compañero en una película que setenta años más tarde sigue incólume.

Una forma de hacer cine que hoy parece imposible: economía de medios y trama dotada de cierta complejidad humana y psicológica nos encaja esta película en el género negro clásico, ése que a través de una historia nos cuenta otra y todo sin muchos alardes técnicos pero eso sí, con mucho talento: el del director que está a cargo de todo manteniendo el ritmo de forma constante y creciente intensidad ofreciendo una representación visual de un guión literario muy bien pergeñado por Roy Huggins sobre narraciones de Thomas Walsh y Bill Ballinger, un guión que nos recordará otros semejantes en los que una mujer dominará absolutamente la voluntad de un pusilánime hasta acabar por convertirlo en pollerudo, con un par de variantes distintivas, cuales son la sobresaliente magnetización que ejercen los ojazos de la rubia Kim Novak sobre Paul (y sobre cualquiera que la mire, a qué vamos a negarlo) y el halo de romanticismo redentor insólito en narraciones de ese calibre, aspecto ése que no se desarrolla en toda su potencia, que es mucha y faltaría saber si es a causa del director o del productor, vigilante del empleo de unos dineros que se intuyen más bien escasos, porque da la sensación que todo se rodó en estudio con la afortunada participación de Lester White como responsable de una fotografía en blanco y negro que es una pieza más en un rompecabezas que nos maravilla porque apresa nuestro ánimo por hora y media y a pesar que sabemos que se impondrá la moralina al llegar al final, no por ello paladearemos cada instante de una película que además cuenta con secundarios de fuste como Philip Carey y especialmente Dorothy Malone en un buen trabajo en el que Quine le exige actuar sin palabras y con naturalidad.

Imagino el sentir de la Malone al comprobar cómo esa novata rubia se comía la pantalla y al público de propina en su primera aparición como protagonista demostrando, por si hiciera falta, que en el cine siempre hay un componente mágico que algunas personas logran transmitir incluso sin ser muy conscientes de su poder, de lo fácil que para ellas será convertir a un tipo en esclavo anímico. Richard Quine tuvo la suerte de dirigir a Kim Novak en su primera película y no desaprovechó la ocasión y tuvo el dominio suficiente para evitar que toda la película se convirtiese en un mero producto de promoción de una nueva estrella y así nos dejó una película a ver obligatoriamente en versión original que a fecha de hoy puede verse en youtube con subtítulos. No se la pierdan:





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dissabte, 11 de novembre del 2023

El asesino ¿del tiempo?




Una vez más me he atrevido a sentarme a ver una película de David Fincher con quien mantengo una relación nada complicada de indiferencia absoluta respecto a las virtudes que dicho señor (llamarlo cineasta ya me parece una exageración errónea) parece tener si leemos algunas sesudas recensiones de aparentes críticos profesionales cada vez que se estrena algún producto cinematográfico con las pretensiones de película digna de verse.

Pretensiones es lo que no le faltan al señor Fincher que a cada ocasión que se le presenta aumenta más si cabe el vicio de presentar unas historias teóricamente pertenecientes a la intriga criminal con unas supuestamente sesudas reflexiones que hasta ahora, en el caso de quien esto escribe, no han producido más que bostezos y desesperación por el tiempo malgastado, esta vez afortunadamente en la comodidad del salón donde reina el televisor.



La culpa es mía por reincidente y para expiar mi pecado y aligerar la condena he creído que explicar porqué esa última cosa titulada The Killer (El asesino) me redimiría un poquito de mi tonta equivocación si evitaba que otra persona cayese en el mismo error de entregar a un asesino sosaina dos horas de un tiempo cada vez más preciado y trataré de explicar porqué:

Dejando aparte el hecho que la forma de encarar una narración visual es un arte complejo que requiere trabajo y humildad, cualidades de las que Fincher claramente está huérfano y muy lejos siquiera de percibirlas como virtudes, cuando uno empieza a ver El asesino ya puede leer como un aviso premonitorio de lo que va a ocurrir que toda la idea proviene de la inspiración que el afamado Fincher tomó prestada de una novela gráfica, un cómic, un tebeo, vaya, dejando muy claro que, contra lo que siempre aconsejaba el maestro Kurosawa, antes que nada había que leer mucho y bueno para luego poder escribir muchos borradores del guión y pulirlos, pulirlos, pulirlos hasta escribir un aceptable guión literario y luego, imaginar lo que sería el guión técnico y es evidente que al gran Fincher los buenos consejos del maestro Akira no le hacen falta para nada y sigue con su inveterada costumbre de intentar engañarnos con historias que acaban de pesar como losa de cementerio sobre cualquier idea que respete la inteligencia del respetable público.

La trama es sencilla, vista mil veces: un asesino profesional emprende acciones vengativas contra quienes han atentado contra su familia. Nada nuevo en el cine, pero, a diferencia de lo que suele hacer el paisano Jaume Collet-Serra con el ya achacoso Liam Neeson, que se ocupa de mantener una acción frenética a base de violencia, el iluminado Fincher, poseedor de las máximas ínfulas, descubre que el uso constante de una voz en off del protagonista en un tono bajo y aparentemente meditativo, es un arma infalible para darse importancia y al mismo tiempo adormecer a cualquiera robándole dos horas de su tiempo, justo lo que dura el metraje de esa cosa que algunas voces mentirosas pretenden colar como psicológicas.

¿En serio toda esa palabrería barata del protagonista mientras hace yoga y espera el momento de disparar su fusil no proviene de un tebeo que busca afanosamente situar esas reflexiones huecas en el colectivo de sentencias meditativas que los más veteranos ya vimos en la célebre serie televisiva Kung Fu, protagonizada por David Carradine, un intento facilón de dar profundidad filosófica a unas acciones carentes de sentido?

El uso de la voz en off, al igual que el flashback, es un recurso cinematográfico que en manos de gentes vagas, indolentes y faltas de cultura mínima, puede dar un resultado atronador, oprimente, capaz de provocar en su exceso un rápido alejamiento del espectador que lo que espera es una narración visual aderezada por diálogos más o menos interesantes e inteligibles y no un rollo pseudo filosófico de palabras huecas que lo único que consiguen en dejar muy evidente que el señor Fincher ya ha llegado casi a un punto de no retorno en sus pretensiones de erigirse en el más listo de la clase, sin tener en cuenta que el lugar está ocupado por Christopher Nolan (lejos de mí, la tentación de someterme a la última, nada menos que tres horas de rollo nolaniano) que juega en otra liga con más medios.

Fincher no ha trabajado el guión ni lo más mínimo y se sirve de cantidades ingentes de frases sin sentido e incluso de chistes viejísimos, con una desvergüenza y desfachatez inverosímiles que no engañan a nadie, alcanzando por méritos propios un nivel nada envidiable, por lo bajo, que deja patente un declive al parecer imparable y resulta únicamente sorprendente comprobar cómo estas aventuras pretendidamente cinematográficas tienen cobijo en despachos de avispados productores que se encaminan orgullosamente a otro fracaso comercial en parte disminuido por la adquisición de los derechos de exhibición en pantalla doméstica que ha sido donde la he visto, porque al cine no hubiese ido ni en broma, por las experiencias que he tenido con Fincher.

Intentar formular la psicología del protagonista a base de sus pensamientos vertidos en una voz en off rumorosa, letárgica y capaz de dormir a las ovejas no es la mejor forma de conseguir que el espectador se interese por lo que le pueda pasar y llega un momento en que ya desearía que lo liquidaran para que se acabara la película.

Si además los aspectos digamos que técnicos de la violencia que se desata de vez en cuando tampoco han sido cuidados mínimamente (el asesino profesional falla un tiro de ventana a ventana, apenas cruzar una calle de tres carriles, aunque eso sí, de noche y ejecutando la tarea bien iluminado, como si desde la otra acera no pudiesen verle, en una muestra de dejadez abominable) lo que nos conduce a una sensación que ni siquiera el autor del engendro se lo ha tomado muy en serio y le importa un comino el conjunto final, como si fuese una obra de encargo que ¡ay, caramba, me ha cogido en el momento de la siesta!.

Naturalmente, aparte de la pesadez obvia del mal uso de la voz en off, la forma que tiene Fincher en rodar lo que nos muestra tampoco resulta ni informativa ni interesante ni refuerza con los planos los hechos que nos muestra, manteniendo sólo esporádicamente un ritmo ajustado y desde luego olvidando que la economía cinematográfica no tan sólo se refiere a los dineros: también al uso proporcionado del tiempo que a todas luces es excesivo al recrearse como suele Fincher en mostrarnos aspectos que en nada coadyuvan al buen desarrollo de una pieza que se supone es de acción, no en vano ocurren media docena de asesinatos y la falta de energía visual parece querer emular el ritmo del sonido en off.

En definitiva: Fincher, una vez más, desprecia la inteligencia y el gusto del espectador y vuelve a las andadas aprovechándose de las circunstancias para robarnos dos horas de nuestro tiempo aunque, ahora que ya lo saben, pueden aprovecharlo para una plácida siesta en la que caerán rápidamente con los sofocados murmullos de un Michael Fassbender que se habrá sorprendido de recibir un cheque por no hacer absolutamente nada que un doble de acción no pueda hacer.

Quedan avisados.



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dijous, 26 d’octubre del 2023

Historia de un detective



(De nuevo, Wyler)


De Sidney Kingsley ya hablamos por aquí hace tres años al referirnos al éxito que tuvo su segunda pieza dramática Dead End que fue llevada al cine con igual fortuna por William Wyler en 1937 en la cinta que en español se tituló Calle sin salida y de la que ya comentamos en su momento diferentes aspectos.

Kingsley quedó encantado con la versión cinematográfica efectuada por Wyler y cuando estaba preparando el estreno de su tercera pieza tuvo la astuta ocurrencia de solicitar de Wyler una aportación de 1.500 dólares, imagino que con el añadido de ser un pago a cuenta de posibles derechos cinematográficos ulteriores y habida cuenta que era el año 1948, dos años después del estreno de The Best years of our lives (Los mejores años de nuestras vidas) época en la que se había producido alguna que otra declaración estúpida vertida por los fanáticos próximos al nefasto Comité de Actividades Anti Norteamérica que veían en la famosa y muy celebrada película de Wyler intereses cercanos al comunismo y contra la patria y que Wyler tomó parte muy activa en los movimientos contrarios a aquella comisión parlamentaria hueca de sentido democrático, cabe imaginar que conociendo Wyler la forma de pensar de Kingsley y su intención de referirse de alguna forma al fanatismo vociferante que trataba de impulsar la auto censura en los medios artísticos, la decisión de unirse al proyecto gozaba de una lógica aplastante, no en vano el propio Wyler se manifestó públicamente con referencia al peligro que los artistas y los intelectuales se auto censuraran dejando de lado el inalienable derecho a pensar y expresarse libremente, sin miedo alguno.

Eso ocurría en los Estados Unidos de Norteamérica hace ya casi ochenta años e intelectuales como Kingsley y Wyler tuvieron el valor de expresarse con su arte en contra de quienes intentaban imponer sus creencias a sus conciudadanos.

La obra de teatro de Kingsley, que no he podido leer pese a buscarla desde hace tiempo traducida al español, versa sobre lo que acontece en una comisaría en cuatro horas intensas de un atardecer girando en torno al detective McLeod del que lentamente el espectador observará se conduce con unos modos autoritarios impropios, más cercanos a una ideología fascistoide que a la conducta esperable de un policía de un estado democrático, respetuoso con las leyes y sus procedimientos garantes de la libertad y de la justicia que podrá limitarla si es el caso, basándose en el trabajo policial, pero no en las opiniones de los funcionarios de la policía.

Kingsley se vale de Detective Story, estrenada en marzo de 1949 y representada en 581 funciones hasta agosto de 1950 en los teatros Hudson y Broadhurst, ambos en Broadway, para pasar cuentas con lo que en definitiva fue una amenaza social, el dichoso comité vigilante de todo lo que se movía, creando un protagonista que situado en lugar que debería ser garante del ciudadano, vierte sus desvaríos autoritarios siempre que puede abusando de su poder, en una clara parábola social rodeada de un ambiente en el que las libertades del teatro, siempre más afortunado que el cine por su menor repercusión mediática, ofrecen al autor posibilidades muy interesantes que sin duda fueron la base para que, de nuevo con una pieza dramática con mensaje social, Kingsley gozara de un nuevo éxito teatral.

Mucho antes que la obra de teatro finalizara sus funciones ya estaba Wyler con los derechos cinematográficos en su poder y solicitando una vez más de Kingsley su colaboración en el guión de la película y una vez más Kingsley se negó por las mismas razones, seguro como estaba que no era necesario, no le apetecía y además prefería mantenerse al margen y abandonar la obra a su suerte.

Wyler ofreció a la pareja de su amiga Lillian Hellman, el reconocido escritor Dashiell Hammett, el trabajo de guionista, amén de por confiar en su trabajo por ayudarle económicamente pues había sufrido los embates del dicho comité, pero Hammett al cabo de pocas semanas devolvió los papeles a Wyler sin haber redactado nada, declarando no poder encargarse de ello, así que el guión acabó en manos de Robert Wyler y Philip Yordan que tuvieron que sortear las intromisiones de los esbirros que patrióticamente pretendían controlar todo lo que se rodaba en Hollywood y así cuestiones como la homosexualidad de dos de los personajes tuvo que dejarse a un lado, entre otros conceptos que me guardaré para no descubrir lances de la trama de Detective Story (Brigada 21)

Aún contando con lo que podríamos calificar como final acomodaticio provisto de cierta moralina, la fuerza del relato que nos presenta Wyler, que actúa como productor y director, se manifiesta de forma creciente en lo que respecta a las profundidades de la psicología de su protagonista, un detective cuya historia personal se nos revela de forma lenta pero inexorable y pronto nos daremos cuenta que no estamos ante un thriller al uso, que los vericuetos por los que transcurrirán los sentimientos íntimos de McLeod son cualquier cosa menos sencillos, bien al contrario, dotados de una complejidad que la magnífica, superlativa caligrafía cinematográfica de William Wyler evidencia en cada plano que captura las esencias humanas de un tipo encarnado por un estupendo Kirk Douglas que suda cada primerísimo primer plano al que sin contemplaciones le somete un Wyler decidido a mostrar la cara oculta de un poder corrompido por esencias nada demócratas, un policía obcecado en una misión de acabar con el mal del mundo a su manera que hallará en su propia condición su horma más cruel, permaneciendo esta película en una dura parábola contra la intolerancia del poder establecido que todavía nos sirve y nos advierte de los peligros que comporta huir de la empatía y la misericordia.

Formalmente, considero que una vez más nos hallamos ante una obra maestra del cine por varios motivos, empezando por una magnífica traslación de la pieza teatral a guión cinematográfico que a menos que el espectador esté sobre aviso, ni siquiera tendrá tiempo de pararse a pensar en la procedencia de la idea original, porque el texto de los diálogos es preciso y dotado de ritmo y los hechos se desarrollan con una continuidad que únicamente acabada la película uno puede pararse a pensar si tal precisión literaria no procederá de orígenes teatrales que, una vez más, Wyler olvida siquiera que existen porque ya tiene sus ideas de cómo va a rodar las escenas y ello tiene en este caso un mérito especial, porque gracias a la propuesta del camarógrafo Lee Garmes, usó a conciencia cámaras que se movían a placer entre los diversos apartados del enorme plató construído para albergar todas las escenas, con una rapidez que significó que Wyler, por primera vez, acababa un rodaje tres semanas antes del tiempo previsto inicialmente.

Aunque el rodaje se hizo en una misma planta, no faltan las escaleras habituales en una cinta de Wyler y precisamente las usa de una forma especialmente retorcida no por lucimiento, evidentemente: ya sabe el cinéfilo que en Wyler no hay pijerías vanas:véase el contrapicado en la curva de escalones que refuerza la forma en que McLeod se revuelve a unas palabras, véase cómo esas escaleras sirven para favorecer un engañoso trámite, véase como, al fin, son la salida feliz de una situación desesperada a causa de una intolerancia exenta de misericordia: son unas escaleras que separan el mundo real de una pesadilla, en fin.

Una vez más, Wyler satisface los apetitos del espectador hambriento de buenas interpretaciones: ya he mencionado el excelente trabajo de Kirk Douglas que incomprensiblemente apenas recibió distinciones ni menciones, quizás porque su personaje acaba por ser tan odioso que nadie quisiera mencionarlo, lo que redunda en una clara injusticia para el intérprete que es asediado por la cámara de Wyler desde todos los ángulos imaginables, siempre reforzando cada momento en que el personaje siente algo particular, obligando y obteniendo del actor unas miradas absolutamente maravillosas, pletóricas de expresión, un trabajo de primerísima calidad.

Pero no tan sólo del protagonista se cuida Wyler que, con su buen olfato, se llevó al estudio a cuatro de los componentes del elenco teatral, siendo de destacar el histriónico trabajo de Joseph Wiseman y especialmente la joven novata Lee Grant que en su primera película consigue por su papel secundario de cleptómana nada menos que el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes y muy merecido, además, porque roba la atención de la cámara en todas sus escenas, además de permanecer como perfecta "escuchante" de la mayoría de la acción que transcurre en un espacio bastante reducido para tantas personas, entre los que trabajan allí y los que entran y salen, todos muy bien representados por unos intérpretes dirigidos con una precisión admirable, evitando Wyler cualquier atisbo de claustrofobia que hubiese sido un aspecto decididamente fácil de expresar por el espacio y la densidad de ocupantes que, además, no paran de moverse de un lado para otro, sin que ello interfiera en el tema central, la disección del detective McLeod.

Naturalmente, no hay detalle dejado de lado por Wyler: el espectador atento percibirá gestos que pueden parecer nimios y casuales, actitudes sin significado, pero el ojo avizor y la memoria presta casarán redondeando motivos y se percibirá que nada está allí sin que se haya meditado antes, algo tan casual como incluso el color de un vestido en una película en clamoroso blanco y negro con una enorme panoplia de grises pues, como en la vida misma, nada es blanco ni negro absoluto, sino que varía de un gris muy claro a un gris muy oscuro.

Absolutamente imperdible para el cinéfilo consciente que el cine, además de un arte maravilloso, es un medio de expresar ideas eternas. Ineludible verla en v.o.s.e., claro.



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divendres, 29 de setembre del 2023

El indolente



Si en medio de una agradable conversación cinéfila surge el interrogante relativo a títulos de películas dirigidas por Luchino Visconti probablemente las rápidas respuestas oscilarán entre Muerte en Venecia y El Gatopardo y quizás alguien orgullosamente se acuerde de Rocco y sus hermanos y supongo que coincidiremos en que entre esas películas hay un nexo de unión basado en las pasiones humanas de todo tipo además de coincidir las dos primeras en ser una aproximación cinematográfica a novelas de renombre.

La proverbial querencia de Visconti hacia textos literarios como fuente de guiones espléndidos podría llevarnos a una limitación si nos olvidamos que entre Il Gattopardo y Morte a Venezia hay una incursión literaria que sin las manos hábiles de Visconti seguramente hubiese comportado un sonoro fiasco, porque arremeter con una novela de Albert Camus que se dedica a juguetear sutilmente con ideas filosóficas de enjundia provocando sensaciones tan dispares al punto que el propio autor tuvo que salir a la palestra para especificar que sus intenciones eran otras, negando la limitación que suponía pretender única y exclusivamente difundir el existencialismo, corriente de la que estuvo muy cercano.

La novela aparecida en 1942 pero escrita ya antes de 1940 titulada El extranjero según intelectuales de la talla de Mario Vargas Llosa es el mejor libro escrito por Albert Camus y es muy posible que fuese la principal razón de que se le otorgara el Premio Nobel de Literatura al cabo de dos años.

Confieso que desconocía la novela hasta haber visto la película que sobre ella dirigió Luchino Visconti y me empeñé en obtenerla y leerla y no me arrepiento en absoluto porque ha sido una experiencia enriquecedora.

El texto de Camus es breve y conciso: apenas se permite algún ligero momento de abundamiento expresivo para situar la acción y como suele suceder en las grandes obras, los conceptos fluyen en el discurso de la trama gracias a comportamientos y diálogos que los ponen de manifiesto para el lector que, en este caso, deberá aplicar su inteligencia para adivinar y comprender la hondura de las ideas con las que está trabajando el autor. La liviandad de la literatura, del arte del escritor, es un descanso para el lector que lentamente asimila una forma de ser que podría atribuirse como indolencia, como indiferencia, quizás como práctica de la teoría existencialista, pero el autor y sus relatores literarios no están totalmente de acuerdo en la ajustada interpretación de un protagonista, un tal Mr. Meursalt quien tampoco se preocupa en absoluto de ayudar a esclarecer nada que le sea cercano.

En lo único que hay coincidencia es en que El extranjero es una novela muy interesante, riquísima de contenidos y ligera de condimentos, una pieza que no debería faltar en toda librería que se precie.

Ahora, pongámonos en situación: más de veinte años después de la publicación de El extranjero, nadie, ni siquiera ningún elemento de la archi publicitada "nouvelle vague", había tenido redaño de aproximarse con una cámara de cine a tan intrincada novela y tuvo que ser el italiano Visconti el que agarrara el toro por los cuernos y realizara en 1967 Lo Straniero, una faena admirable, sin fisuras, sin hacer trampas al solitario, sin recortar ni disimular la propuesta literaria sobradamente conocida, llevándola a la pantalla siguiendo la novela casi puntualmente, usando muchos de sus mismos diálogos como si se tratase de un guión literario sobre el que el ya afamado director construyó un guión cinematográfico a la vez austero y sobresaliente dejando para los diálogos la responsabilidad en el autor literario y para las imágenes un control del tempo exhaustivo que revolotea eternamente la figura de un protagonista impertérrito interpretado obviamente por un gran actor que en manos de Visconti sepa hacer de la indolencia vital una forma de expresión deslumbrante.

La elección de Marcello Mastroianni para interpretar a Mr. Meursalt se halla revestida de toda lógica porque, aparte de tener la edad idónea, de entre todos los enormes actores italianos del siglo pasado -dejando aparte a Vittorio de Sica, que no encajaba en el tipo- Mastroianni fue un maestro de la contención expresiva apoyada en una suave voz capaz de ser modulada de cualquier forma y siempre la más adecuada, así que ya tenemos a ése tipo al que su creador adjetiva como "El extranjero" sólo porque es un francés que está viviendo en Argel aunque me temo que el título se adoptó ante mil dudas cortando por lo sano.

Porque Mr. Meursalt no es un extranjero en Argel: se siente muy a gusto e incluso llegará a rechazar una oportunidad de aumentar sueldo y cargo con traslado a París por pura indolencia, la misma que le lleva a admitir a su amante Marie, levantándose del lecho en el que ambos han pasado la noche, que no la ama: pero que si ella quiere, no se opone a casarse con ella: le da igual. La película seguirá exactamente los pasos de la novela, conformada en dos partes diferenciadas cuyo eje es la muerte de un árabe a manos de Mr. Meursalt y en la segunda parte la férrea indiferencia del protagonista será contrapunto de una administración de justicia que nos sorprenderá como poco.

Visconti filma a placer el desarrollo de la trama moviendo la cámara con su elegancia aún sin contar con excelsos escenarios, demostrando que también en la sordidez y la escasez se desenvuelve con firmeza enseñando en todo momento sus cartas con naturalidad y economía de medios físicos y materiales ahondando en la precisión de sus remarques la importancia de los conceptos que la forma de ser de su protagonista pone sobre la mesa en un juego de cartas en el que las estrategias, de haberlas, se hallan en el otro lado, porque Mr.Meursalt se niega en redondo ni siquiera a sostener una intervención positiva que le favorezca.

Es de advertir que, desconociendo la novela y sin idea alguna relativa a la película, ésta causa extrañeza al principio por la actitud del protagonista, pero la forma de dirigir de Visconti y desde luego la presencia de Mastroianni (imprescindible disfrutar de su arte en v.o.) engancha y no te deja ir y poco a poco adviertes que hay una trama que lleva cargas de profundidad, porque es una de aquellas películas sesenteras que hacen del cine un medio artístico que también es una expresión intelectual y que más allá de conseguir que pases una hora y tres cuartos enganchado a la pantalla, luego, cuando has dejado pasar cinco minutos de silencio, te das cuenta que hay tema para rato y que quizás harías bien en leer la novela.

[Nota Bene]
Los admiradores del más opimo Maigret se van a llevar una sorpresa agradable.




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dimarts, 29 d’agost del 2023

Fatum





Diez años antes que naciera Juan Galiñanes el espectador español no podía imaginar que un día estaría acostumbrado ¡por fin! a ver películas españolas que tratase de discurrir por géneros tan asentados como la accíón policial y el drama humano mezclados en una misma trama y desde hace ya unas pocas décadas no tan sólo se ven productos semejantes en el cine sino que también en las series televisivas, algo absolutamente impensable hace medio siglo.

Desde los memorables tiempos en que tipos como Sidney Lumet se bregaban en producciones televisivas para dar el salto a la pantalla grande con ciertas garantías de éxito al cinéfilo no le supone motivo de desconfianza acudir a la exhibición de una ópera prima de alguien que, como Juan Galiñanes, se ha encargado con buen oficio del montaje de una serie de relativo éxito, imaginando que el salto de la moviola a la silla de director debe resultar tan posible como apetecible.

Así, Galiñanes se alía con Alberto Marini que ejerció de guionista en la misma serie y entre ambos pergeñan un guión que juega con momentos de acción con efectos posteriores en sus intervinientes, una historia de encadenamiento fatal de sucesos que, mira por donde, es una de las definiciones que la RAE otorga a la palabra hado, que pende etimológicamente de Fatum y así tenemos un título perfectamente ajustado a lo que nos van a mostrar, lo que ya es digno de reseñar.

Sin entrar en detalles que expongan demasiado lo que veremos en pantalla, baste apuntar que los dos protagonistas son Sergio (Luis Tosar), un ludópata típico, y Pablo (Alex García) un tirador de precisión de la Policía Nacional y que ambos se verán implicados primero en una situación típica de secuestro de rehenes provocada por el azar fatal y luego por las consecuencias derivadas de la forma en que termina la actividad criminal, en cuyos resultados halla Galiñanes la oportunidad de desarrollar conceptos mucho más interesantes que la mera resolución del problema inicial.

La idea de Marini no es mala: al contrario, es muy buena. Pero para enamorarnos, debe superar varios problemas que la atenazan y le restan valor a la propuesta.

De entrada el guión parece poco trabajado más allá del esquema inicial y desecha la posibilidad de profundizar en la personalidad de unos protagonistas que ya desde el inicio están en una situación límite y que no van a dejar de sentir el resuello del destino implacable en su interior y son dejados al albur del entendimiento que el espectador haga por su cuenta y riesgo, porque no hay diálogos apreciables que alimenten unas sensaciones forzosamente extremas.

A la falta de definición de los protagonistas se añaden unos personajes secundarios casi que olvidados por guionista y director que parecen ignorar que ninguna película alcanza lugares de privilegio sin mimar a los secundarios en todos los aspectos y aquí son meros títeres que apenas complementan a los protagonistas.

Galiñanes muy probablemente peca de falta de experiencia y quizás de autoridad frente a un elenco que ofrece un trabajo lamentable, del primero al último, porque dudo que el director no se diera cuenta que en demasiadas ocasiones lo que pretenden comunicar los intérpretes se queda en mera gestualidad, tan paupérrima es su dicción, siempre plana y uniforme y las más de las veces casi ininteligible e inaudible; la suerte es que ahora la película puede verse por streaming y con ello usando subtítulos para enterarse uno de algo.

Es de reconocer que en lo que hace a las escenas del primer tercio Galiñanes trabaja muy correctamente el ritmo pero cuando lo que acontece se halla falto de acción física y nos remite a presión psicológica no acaba de hallarle el pulso a la narración, quizás porque en el fondo es muy consciente que carece de elementos a los que agarrarse pero, amigo, entonces en mal momento vas a figurar como coguionista si no has tenido la gracia de enmendar lo que no acaba de funcionar.

Se agradece que en conjunto la narración sea concisa y efectiva sin recrearse buscando epatar al respetable -como sucede demasiado últimamente- y por ello el metraje se mantiene en una clásica hora y media que aunque no entusiasma tampoco aburre, dejando la sensación que con un poco más de trabajo por parte de todos el resultado hubiese sido muchísimo más interesante.



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dilluns, 31 de juliol del 2023

El folletín de Dumas (parte I)



Alejandro Dumas tuvo una vida que por sí misma, sin aderezos, daría para una buena película, pero pasa a la historia de la literatura universal por ser, entre otras cosas, maestro en el arte del folletín que en su caso, como en el de Dickens, fue una forma de conseguir buenos ingresos al proporcionar a los ávidos lectores unas novelas que han devenido en clásicos pero en porciones que se publicaban con una temporalidad ajustada, en su caso con la superación de los trucos para obtener la adicción al relato del público sin desmerecer el conjunto, alejándose así de aquellos autores que producían piezas encaminadas a alargar el consumo del lector pero sin proporcionar calidad, lo que devino rápidamente en la decisión popular de adjetivar como folletinesco a ficciones literarias escasas de contenido y pobres de calidad.

A quien ahora se le ocurra decir que el folletín quedó en el siglo XIX y pasó de moda me permito apuntarle que elija una docena de series televisivas de este año y jure que ninguna de ellas puede recibir holgadamente el adjetivo de folletín y si eso, luego lo hablamos, porque hay algunas "sagas cinematográficas" que también encajan.

No habiendo pues desaparecido por completo el folletín como producto, resulta que vienen ahora los franceses y poniendo toda la carne en el asador van y nos presentan en el mismo sistema la adaptación cinematográfica de la novela más conocida de Alejandro Dumas y con muy buen criterio deciden presentarla en dos piezas que toman como indicadores totémicos los personajes de D'Artagnan primero y Milady de Winter después.

Para los más veteranos cabe la posibilidad que en su juventud leyeran y disfrutasen de la novela y luego, con los años, viesen en pantalla versiones que ofrecen esgrima coreográfica y salones impolutos y también adaptaciones en los que la esgrima resultaba muy real y la ambientación un poco más ajustada a la época y también hemos padecido algún que otro invento que valiéndose de la fama del relato nos ha dejado atónitos y aburridos cuando no verdaderamente cabreados porque la trama es tan conocida que en verdad ciñéndose bastante a ella ya tienen el guión hecho.

Me da en la nariz que algún personaje con dinero disponible (propio o de terceros, da igual) decidió que ya era hora que los franceses se ocuparan de presentar con la mayor dignidad posible una versión de la famosa novela que atrapara la atención del público de este siglo y heme aquí para afirmar que lo ha conseguido y lo digo ahora que estoy a medias y esperando comprobar que la segunda entrega no desmerece de la primera, lo cual será lógico pues el rodaje se realizó completo de cabo a rabo sin interrupciones temporales que permitiesen la más mínima sensibilidad entre una parte y otra.

El guión de Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patellière se toma alguna libertad respecto de la obra original pero ello no significa un alejamiento ni una inventiva que rompa la tradición y lo cierto es que se han lucido con los diálogos evitando la deplorable práctica que persiste en considerar al público estúpido e incapaz de captar la esencia de un lenguaje que ya no se usa de forma habitual.

Martin Bourboulon toma las riendas y lleva un carruaje con más de cuatro caballos a un ritmo constante que acelera cuando le conviene sin caer en efectismos baratos y logra que cualquiera que se conoce bien la trama asista con atención al desarrollo de unas aventuras que no por sabidas dejan de resultar interesantes y eso ya de por sí es un reconocimiento, un premio que se lleva Martin con toda justicia porque ha tomado el camino más difícil, el de presentar algo conocido de forma que siga enganchando al espectador.

He de admitir que cuando supe del estreno me mostré reacio a ver la película, escaldado de otros productos que resultaron infumables y ha sido posteriormente cuando le he visto en una pantalla amiga y me ha sorprendido y gustado mucho más de lo que esperaba, así que, después de haber visto en pobres condiciones Los tres mosqueteros: D'Artagnan haré todo lo posible para poder ver en el cine y en pantalla bien grande su continuación en la que Milady de Winter tomará mayor protagonismo.

Es un folletín cinematográfico de buena calidad y tenemos aseguradas varias circunstancias que serán probablemente del mismo nivel: la ambientación artística es magnífica, el sonido espectacular y la fotografía muy conseguida, todo ello al servicio de la aventura que nos cuentan, una aventura que sin la participación de los intérpretes podría decaer, pero el elenco brilla en todos los aspectos: a la solidez de Vincent Cassel y Eva Green (que seguramente veremos en más metraje en la continuación) se añade una muy buena actuación de François Civil como D'artagnan aunando la inocencia del inexperto pueblerino con la ambición y valor del arriesgado espadachín y el resto del elenco sostiene con fuerza la narración que no decae en ninguno de ellos, lo que seguramente debemos imputar a la gracia del director que sabe cuidar todos los detalles. Puede que haya desechado voluntariamente entrar a detallar mejor las personalidades de los cuatro mosqueteros, presentados con cuatro acertadas pinceladas, pero la energía dedicada a mostrar su vigor en la esgrima basta para quien conoce a esos personajes por haberse leído la novela y quizás sea una buena idea no contarlo todo para que el espectador de este siglo sienta la curiosidad de leer la novela original.

Provista de un metraje de dos horas que pasan en un suspiro, deja la ilusión de esperar que su continuación sea por lo menos igual de buena y se corone como una muy buena adaptación de un clásico francés y universal de la novela histórica provista de ficción y acción.

Los galos pueden estar contentos.



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divendres, 7 de juliol del 2023

La Calumnia (una vez más)
{De Jagten a Glauben}



Hace pocos días el destino quiso proveerme de una extraña coincidencia que agitó la entumecida musa capaz de impulsarme a escribir algo que por lo menos a mí me pareciese interesante.

No recuerdo si leí en algún periódico o en algún titular de noticiero televiso el nombre del conocido actor danés Mads Mikkelsen con el añadido de una frase suya asegurando que se sentía muy cómodo interpretando siempre al villano de turno (colijo que sería parte de la publicidad de la última de Indiana Jones) y habiendo visto muy recientemente la serie alemana Glauben (La acusación, 2021) mi memoria cinéfila me llevó de inmediato a consultar las notas que apunté después de haber visto, hace años ya, la película danesa Jagten (La caza, 2012), en la que Mikkelsen interpreta a una víctima de forma muy convincente.

¿Son comparables ambas? Pues no, pero curiosamente coinciden básicamente en la misma cuestión: las actividades humanas ejecutadas por adultos ante un supuesto hecho delictivo que radica en atentado contra los derechos de la infancia menoscabando los mismos en busca de una satisfacción sexual, lo que conocemos como pederastia.

La película de 2012, dirigida por Thomas Vinterberg y escrita por él mismo junto a Tobias Lindon, no he podido averiguar si está basada en algún precedente real: protagonizada por Mads Mikkelsen, que carga sobre sus hombros casi todos los fotogramas de las dos horas de metraje, nos presenta con una minuciosidad exenta de interés muchos detalles de la vida de un profesor que por cierre de la escuela donde trabaja se ve obligado a trabajar en el parvulario y será allí donde por las manifestaciones de una niña retraída e introvertida se verá acusado de abusos sexuales a una menor y con el curso de los acontecimientos incrementado el número de damnificados a casi todos los menores a su cuidado, aunque esto lo sabremos de oídas, por manifestaciones orales de algún personaje secundario.

La trama se centra en la víctima quizás en demasía buscando la empatía del espectador estupefacto, pero los minutos que dedica a algunas cuestiones personales podría destinarlos a mostrar el proceso de una investigación a todas luces ejecutada con manipulaciones que no buscan la verdad sino la satisfacción de egos salvíficos, justicieros que desprecian la presunción de inocencia y la obligación que conlleva de una muy rigurosa conducta para llegar a la verdad estricta; Vinterberg prefiere resolver el escollo mediante lo que casi convierte en una anécdota jocosa que no lo es tanto para la víctima que se halla pasando las horas en un calabozo, y todo lo sabemos de oídas, sin que la cámara cinematográfica haga acto de presencia, quizás por la incapacidad de Vinterberg de expresarse visualmente con la debida contundencia.

Vinterberg tuvo una buena idea pero el guión resulta flojo sin ser acomodaticio y el curso de la trama se pierde en recovecos produciendo cierta lentitud y falta de garra en la denuncia a una situación absolutamente injusta que parte de una actuación supuestamente protectora de la infancia pero en realidad cargada de prejuicios y ejerciendo una labor de investigación que de rozar la intencionalidad caería de lleno en delito de calumnias y en esa lamentable actividad y en la posterior respuesta que algunas personas dan a la presencia del profesor acusado entre ellos mostrando su peor faceta repleta de odios ancestrales alimentados por la supina estupidez e ignorancia y el prejuicio arrogante el guión debería incidir con más fuerza porque la idea básica es denunciar esa calumnia y esas conductas injuriosas de un pueblo que sin pruebas se lanza a una especie de linchamiento moral que perdurará aún cuando al supuesto delincuente se le deja sin cargo alguno demostrada la falsedad de las desafortunadas acusaciones, aunque Vinterberg no carga las tintas como debiera y lo deja apuntado con firmeza sin más resolución que el pesimismo derivado de la última escena que no nos predispuso en 2013 ni mucho menos a creer que el aborregamiento injurioso de una sociedad tuviese pronta solución.

De hecho el incremento casi exponencial del uso de las redes sociales basadas en afirmaciones taxativas fundamentadas en muy pocas palabras y la extensiva replicación de manifiestos carentes de razonamientos previos ha incrementado notablemente las posibilidades de que se pervierta un principio fundamental del estado de derecho y por ende de un estado democrático cual es el principio "in dubio pro reo" que al parecer es desconocido por demasiadas personas con capacidad para influir e incluso para legislar provocando que la culpabilidad se origine como una mancha basada únicamente bien en la mala fe, bien en la ignorancia, bien en la estupidez arrogante que se precipita de forma harto injusta sobre el inocente.

Ha sido un guión de Ferdinand von Schirach (que nos aburrió con su anterior guión de El caso Collini (2019), lento y descabezado) que conoce muy bien el foro legal por su labor de abogado y se basa en hechos que ocurrieron en Alemania entre 1993 y 1997, conocidos como "el escándalo judicial de Worms" que dejaron muy mal parados a los casi 80.000 habitantes de esa ciudad cabeza de partido judicial con un tribunal que acabó peor por no saber ejercer sus funciones para con los ciudadanos a su cargo, el origen de la serie televisiva Glauben.

Quizás como resultado de la inevitable influencia del ejercicio de la abogacía en el guionista en Glauben el dedo acusador se centra con mayor precisión en el origen de un error causado una vez más por una mezcla de arrogancia estúpida, una inocencia falsa y un empecinamiento en erigirse en máximo defensor de los perjudicados menores de edad realmente incapaces por eso mismo de expresarse con libertad y sin injerencias proteccionistas cargadas de prejuicios mal aprendidos, una vez más rozando la calumnia delictuosa.

En Glauben el protagonista será un prestigioso Abogado, Schlesinger, interpretado con fuerza por Peter Kurth, y así como en Jagten el director, Vinterberg, descuida demasiado la aportación de los secundarios (las barbas de Theo resultan increíbles por falsas y por lo mal que trabaja el intérprete) perjudicando mucho el conjunto, en esta serie compuesta por siete episodios de media hora cada uno, que nos dan tres horas y media de metraje, los secundarios coadyuvan a la creación de una atmósfera que sin prisa pero sin pausa nos llevará a un final mucho más potente en su crítica sin que no obstante haya una glorificación de quien mantendrá inhiesto el dedo acusador.

Schlesinger es un tipo complejo: lleva muy mal la viudedad, ha rozado el peligro de la ludopatía y la dipsomanía y su mejor amiga es Azra, una misteriosa mujer que primero le propina una paliza reclamándole una deuda de juego y luego le ayuda con una sutil sugerencia a recuperar su prestigio de astuto Letrado Defensor en un caso de asesinato (que incluso llegaremos a sospechar se deberá a las eficientes manos de Azra) y luego como favor de retorno le solicita que se cuide de librar de la acusación de proxeneta a un cubano que regenta un bar-restaurante en el pueblo de Ottern en el ¡tercer juicio! a celebrar como resultado de una acusaciones de pederastia casi que organizada que ya ha encausado a 25 habitantes del pueblo, de los cuales uno se acaba de suicidar al no poder soportar la presión popular.

Schlesinger, conocedor como toda Alemania de los sucesos que están encausados, trata de escabullirse, pero Azra se muestra firme en la solicitud de ayuda y paga generosamente en nombre de un cliente desconocido, así que Schlesinger se hace cargo de la defensa del supuesto proxeneta Ernesto Pérez y lo primero que hace es pedir copia de todo lo actuado, como es natural. Y de su buen oficio y exhaustivo trabajo, saldrán a la luz una serie de errores que pondrán patas arriba toda la instrucción judicial, no tan sólo la conformada con su defendido como acusado, sino también las precedentes, con dos juicios ya practicados y sentenciados. Un horror forense, un despropósito descomunal.

El guión de Schirach se toma su tiempo para primero mostrar detalladamente la personalidad de su protagonista, Schlesinger, y luego para mostrarnos la extrema laboriosidad del desempeño de su investigación y en la suerte de disponer un sólo director para todos los episodios de la serie, Daniel Prochaska, el ritmo de los mismos mantiene un crecimiento de tensión lento pero firme que, en una cómoda visión de lo que se ha dado en llamar "maratón de serie" uno puede percibir cualquier sábado por la tarde que todos los errores cometidos por unos y otros en el curso de aquellos cuatro años de finales del siglo pasado provocaron una injusticia de alcance inimaginable amén de gravísimos perjuicios físicos y morales de toda índole acompañados de daños colaterales que cabe suponer el estado alemán tuvo que reparar y resarcir, una desgracia que, de no ser por el buen trabajo del Abogado Defensor, hubiese quedado en la ignorancia más absoluta y convencidos todos, malos instructores e ignorantes habitantes injuriosos, de haber obrado correctamente y en justicia.

Desconociendo por completo las libertades del foro en los tribunales alemanes, no deja de ser muy reseñable tanto como sorprendente un alegato que el Letrado Schlesinger, en pie y alzando la voz, proclama poniendo de manifiesto todos los errores cometidos por los servidores públicos que con inusitada dejadez de sus obligaciones permitieron que las acusaciones sin fundamento se extendieran como plaga infecciosa tanto en el estamento judicial como en la propia población a la que debe servir de justicia, dejando que gentes muy mal informadas se arrogaran conocimientos y capacidades de las que carecían por completo, provocando lo que acabó por ser una debacle ciudadana.

Desastre de moralidad y justicia que, como dice Schlesinger, no tan sólo perjudica a los injustamente acusados e incluso condenados, sino que, además, perjudica a los posibles damnificados en un futuro en el que las convicciones de hechos reales padecerán la duda de la veracidad porque inevitablemente el mal uso de la justicia acaba por modificar la forma en que se perciben las situaciones por el miedo a caer de nuevo en otro error.

La trama de Glauben se basa en hechos verídicos pero no deja de ser una ficción a gusto de su autor: en la realidad fue un joven psicólogo forense que se planteó una serie de dudas relativas a los procesos investigando la comisión de unos supuestos abusos sexuales y acabó por demostrar que todo era un conjunto de falsedades, un enorme castillo de naipes que mantuvo durante 300 días a 24 personas inocentes en la cárcel y causó el suicidio de la que hacía 25, incapaz de aguantar.

Con independencia de las libertades tomadas por Schirach respecto al protagonista quedan inalterables cuestiones tan importantes como los enormes prejuicios que manipulan el inicio de unas investigaciones nefandas llevadas a cabo por gente sin preparación alguna con el beneplácito y connivencia de la fiscalía que teóricamente tiene encomendada la defensa de las leyes y su cumplimiento, dejando al margen, quizás por no querer buscarse problemas, la tolerancia de una justicia complaciente con los gritos de una sociedad cada vez más intolerante y llena de individualidades que en el desprecio de las normas y de los otros hallan satisfacciones. La fiscalía queda tan mal parada que uno se pregunta si no aprovecha Schirach para saldar cuentas, aunque la realidad parece darle la razón en el caso concreto.

Sin ser grandes piezas ni la una ni la otra, mejorables ambas precisamente en la contención del metraje con pasajes que unas buenas tijeras eliminarían sin dudarlo, ambas producciones representan dos momentos separados por casi diez años en los que la industria audiovisual europea se ha detenido en un error que se ha instalado al parecer en la sociedad, más proclive a creer en la culpabilidad que en la inocencia, más fiada de la palabrería que del trabajo riguroso, en una época en la que el derecho a opinar de lo que sea se entiende erróneamente como la posesión del conocimiento y la verdad y, además, se dan por buenas opiniones simplemente por la popularidad de quien las vierte, y ello, unido a la violencia que suele acompañar la falta de argumentación ilustrada, da como resultado situaciones que atentan directamente a una sociedad cada vez más crispada y está muy bien que el cine, más allá del entretenimiento, se ocupe de denunciar claramente estas situaciones merecedoras de la mayor atención, sujetas a perfeccionamiento.



P.S.: Este bloc de notas nació tal día como hoy en 2007, así que ya le falta menos para llegar a su mayoría de edad. Gracias por estar ahí.




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dimecres, 28 de juny del 2023

Un coche, tres historias.



De pura casualidad me detengo hoy, día de celebración del orgullo lgtbi, en una pieza que debe mucho al fecundo escritor Terence Rattigan que ya ha aparecido por aquí en alguna que otra ocasión lo que no resulta sorprendente porque mi querencia por los buenos textos y más por lo que son llevados al cine forzosamente debe contar con la presencia de un literato que aparte de dejar interesantísima obra para lectura y teatro nos deja guiones que tampoco tienen desperdicio y es el caso que la película The Yellow Rolls-Royce (El Rolls-royce amarillo, 1964), sin ser ninguna maravilla especial, sí puedo catalogarla como imperdible para el cinéfilo que nunca ha podido verla y quizás tampoco tenga conocimiento de su existencia, pues por diversos motivos puede resultar de su interés:

Es la última película dirigida por Anthony Asquith, director británico que ya hemos visto también en alguna ocasión, muy capaz de ofrecernos trabajos sólidos tanto en la comedia como en el drama, siempre muy atento a obtener de su elenco lo mejor de cada uno y, en la mejor tradición británica, vigilante de los trabajos de directores artísticos, de vestuario y, naturalmente, de iluminación, a la par que sagaz trasladador a la pantalla de un guión que merezca su total atención.

Rattigan se luce como guionista único (por suerte) creando de la nada tres aventuras de corte digamos que romántico con un nexo de unión mecánico que resultará útil e imbatible hasta extremos a priori impensables, lo que en momentos actuales podría considerarse como un abuso de emplazamiento publicitario excesivo pero que a mediados del siglo pasado resulta absolutamente imaginativo e innecesario para la marca automovilística que entonces no necesitaba publicidad alguna por exceso de demanda.

No entremos en detalles que perturben el plácido seguimiento de la trama, pero apuntemos simplemente que el protagonista de la película, un espléndido Rolls-Royce Phantom pintado para la ocasión de amarillo circulará primero en ambientes aristocráticos al servicio de un ministro de la Reina, luego circulará por la Italia de Mussolini al servicio de un mafioso estadounidense y su querida novia, y acabará conducido por una aguerrida millonaria estadounidense por los caminos boscosos de una Yugoslavia en peligro, y siempre, en todo momento, ese magnífico vehículo servirá para algo más que como medio de desplazamiento.

Sin querer hacer mucha sangre Rattigan dispara con atino empezando de forma brillante la trama con un retrato bastante descarnado a la par que jocoso de la clase alta británica con unos hechos tan significativos como hilarantes: el Marqués de Frinton, ocupado en el ministerio de asuntos exteriores, observa el flamante Rolls-Royce amarillo, una novedad, y entra en la tienda muy decidido: sin mediar palabra, abre el portón y se sienta comprobando que la licorera es muy fea y que el teléfono para hablar con el chófer no está del lado que le gusta a su esposa; por lo demás, ante el asombro del joven vendedor que intenta convencerle de las bondades del nuevo motor (¿no es un Rolls?¡Seguro que funciona!) le exige al propietario del concesionario que lo quiera para esa misma tarde, pero con otra licorera y el teléfono en el otro lado, asintiendo el dueño de la tienda, asegurando que arreglarán el asiento, pues tienen las medidas de las piernas de la Marquesa, faltaría más. El Marqués necesita el coche para regalo a su esposa, pues dos días atrás fue su aniversario y él, ay, se olvidó.

La escena causa risa superficial pero sin duda alberga una idea maliciosa que luego prosigue sin misericordia y en los restantes dos episodios aunque el nivel de acidez no es semejante, Rattigan no deja de insertar puyas por doquier, lo que requiere la atención del espectador que afortunadamente cuenta con la expertísima colaboración de Asquith quien refuerza con la cámara y con el trabajo de sus intérpretes un guión que no tiene desperdicio.

El conjunto permanece como otro ejemplo más de la acertada decisión de la industria cinematográfica del siglo pasado de combatir la existencia de la televisión mediante películas con fotografía panorámica, productos bien vestidos y ambientados, historias capaces de mantener la atención del respetable público y un ramillete de intérpretes de primera categoría:¿quien podía sustraerse en 1964 al reclamo de Ingrid Bergman, Rex Harrison, Jeanne Moreau, Shirley MacLaine, Omar Shariff y Alain Delon, éste como irresistible "latin lover"?

Desde luego no es una obra maestra, pero sin duda si se ponen a verla el sábado después del almuerzo, no harán la siesta, porque las tres historias, breves y muy bien escritas, no dejan de tener cierta incertidumbre que engancha la atención.


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dimarts, 30 de maig del 2023

Una rareza para cinéfilos y románticos irredentos



En muy pocas ocasiones ha sido tan fácil titular un comentario de forma que se ajuste perfectamente a la película objeto del mismo.

Mitchell Leisen podría servirnos como modelo de lo que es o mejor dicho era un cineasta de oficio comprobable y constatable, un director que antes de decir ¡acción! pasó primero por colaborar en los albores del cine como diseñador de vestuarios (su primera incursión acreditada, data de 1919), luego director artístico y al fin director al servicio de la compañía cinematográfica, primero sin acreditar y pronto ya firmando sus obras.

Una de las primeras es la que inspira estas cuatro letras que pretenden llamar la atención sobre una pieza hasta ahora desconocida que merece ser recuperada: se trata de la traslación a la pantalla de cine de una pieza corta de teatro escrita por el dramaturgo italiano Alberto Casella que fue guionizada por Maxwell Anderson y Gladys Lehman, ambos guionistas de larga carrera y coetáneos de Leisen, que realizan un excelente trabajo al mantener unos diálogos bien escritos sin sujetarse ni al tempo ni a la situación de la obra original.

La pieza, titulada Death takes a holiday (La muerte de vacaciones), estrenada en 1934, se mueve en un terreno peligroso por lo inusuakl, proclive a desplazarse hacia el terreno de la parodia, quizás resbalar hasta un terror incómodo y también permanecer sabiamente en una posición indefinida aceptando apuntes de toda clase sin dejarse influenciar por ninguno, manteniendo la fantasía como uno de los ejes de la narración que cabe suponer se ajusta mucho a la obra del dramaturgo añadiendo apenas alguna situación adecuada al lenguaje cinematográfico pero sin añadiduras que traten de enriquecer la insólita propuesta alargando una trama que con una hora y veinte minutos Mitchell Leisen despacha de maravilla.

La situación es la siguiente: la Muerte no acaba de comprender porqué la temen tanto los humanos; no entiende sus sentimientos ni sus actitudes y se le ha ocurrido que durante tres días tomará apariencia humana para averiguar, ocupando el lugar de un humano, qué es lo que se siente en la vida humana ante una serie de vicisitudes, para llegar a saber porqué los humanos nunca aceptan de buen grado el viaje final en su compañía.

Es de ver que la propuesta debe causar no pocas dudas relativas al tratamiento que debe dársele y por suerte en la propia pieza teatral ya se halla el iter dramático que, en manos de un cineasta de oficio como Leisen, encontrará un lenguaje visual acertadísimo a todas las circunstancias que lógicamente se originan por la conversión de esa entidad incorpórea en un especímen humano que, además, tan sólo dispone de tres días para ejercitar un experimento que le saque de inquietudes para él trascendentales.

Digo para él porque esa Muerte que en español tratamos como femenina adopta la figura del Príncipe Sirki que era esperado visitante del palacio del Duque Lambert que acoge distintos huéspedes entre los que se halla la joven Princesa Grazia cuya delicada belleza no puede pasar desapercibida mientras se resiste quedamente a aceptar el compromisos matrimonial que todos dan por hecho, matrimonio con el hijo de Lambert, Corrado.

La Muerte ha decidido que la espléndida finca de Lambert con sus huéspedes será lugar propicio para su experimento y así se la hace saber al Duque Lambert con la advertencia que nadie conocerá el secreto bajo pena de llevárselos a todos un un instante. Tres días, pide, y además, le concede un aplazamiento a Lambert del viaje que iba a producirse esa misma noche.

La surrealista situación es tratada por Leisen con un ritmo ejemplar, sin prisa pero sin pausa, incluso permitiéndose chanzas relativas a los cómicos y afortunados resultados de accidentes que deberían ser mortales pero no lo son porque el ocupado no está por la labor. Está tratando de entender la condición humana y de pronto surge la cuestión del amor, de ése sentimiento que domina las situaciones. Algo para lo que no está preparado.

Leisen ya nos ha apuntado detalles complementarios de lo que va a ocurrir en función de la personalidad de los personajes:demostrando su incipiente maestría como director (con muchos rodajes a sus espaldas en múltiples tareas) remarca brevemente signos que pueden ser considerados triviales pero que luego encajan perfectamente y complementan un todo que supera las dificultades de una historia que bordea el ridículo y lo supera con una elegancia que aleja no tan sólo la parodia sino también el aburrimiento del espectador, enganchado a la imaginativa trama pese a su irrealidad, con un final no por más feliz menos inesperado por su lógica interna que hace añicos cualquier vestigio vital que no se acomode a un romanticismo exacerbado al límite, sin ulterior explicación.

El elenco, encabezado por un joven Fredric March muy bien acompañado por Guy Standing y Evelyn Venable como co protagonistas y un selecto grupo de secundarios de los de antes, lleva a cabo una representación de sus personajes de forma muy convincente, especialmente March y Venable que logran trascender la fisicidad gracias al dominio de las miradas y la voz, ayudando no poco a convertir esta película de bajo presupuesto (esos magnánimos decorados seguro que eran ya usados) en una pequeña maravilla para cinéfilos y también para quienes aman las historias románticas que van más allá de todo.





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