Ni siquiera se molestó en leer el guión endiablado que le habían dejado en su camerino de un teatro de Connecticut -donde estaba representando una pieza de Shakespeare- dos veinteañeros que pretendían protagonizara una película que estaba en aquellos momentos en el limbo de las ilusiones.
Stan y James, neoyorquinos nacidos ambos en el verano de 1928, se conocieron gracias a un amigo común, Alexander: James tenía muy buen ojo para elegir novelas que pudieran llevarse a la pantalla y Stan era capaz de imaginar un universo visual representando la idea literaria y habían conseguido con sus ahorros y algún sablazo los 10.000 dólares que les pidieron por los derechos cinematográficos de una historia escrita por Lionel White que ya había llamado la atención de Frank Sinatra, reciente todavía su éxito de Suddenly.
Ambos jóvenes cineastas se habían reunido con Bob Benjamin, de la United Artist y éste, en un alarde de veteranía, habiendo escuchado las líneas generales de la idea básica de la novela y viendo su entusiasmo, les dijo: traedme un actor con nombre y os proporcionaremos 200.000 dólares para hacer la película.
Jack Palance fue el primer invitado a protagonizar la película en ciernes y ni siquiera se leyó el guión que le dejaron, porque jamás había tenido noticia alguna de James y Stan en la industria del cine y Jack ya había intervenido en Shane un par de años antes.
James, que pretendía ocuparse de las tareas propias del productor, le dijo a Stan que fuese trabajando sus ideas para dirigir la película y que él ya encontraría algún actor con nombre para protagonizarla. El padre de James, con mucha retranca, puso de manifiesto el poco apoyo que la UA les estaba prestando al prometer una inversión financiera pero sin soporte logístico.
Sterling Hayden -que precisamente había co protagonizado Suddenly con Sinatra para la UA- sí se leyó el guión y le gustó y aceptó protagonizar la cinta de esos dos desconocidos pero solicitando 40.000 dólares y James y Stan sin pensárselo dos veces agarraron los bártulos y se desplazaron hasta la costa oeste porque rodar al otro lado del país les daba muchas ventajas.
Ambos habían fundado una compañía productora, Harris-Kubrick Pictures y pusieron manos a la obra para crear sobre la base de la novela titulada Clean Break una película que titularon The Killing conocida en España como Atraco perfecto.
Stanley Kubrick se había ocupado en su segunda -para él la primera- película Killer's kiss que ya vimos aquí hace años tanto del guión técnico como de la dirección y la fotografía (entendida como uso de la cámara e iluminación) pero ahora, trabajando en el entorno de la UA, se encontró con que el poderoso sindicato le dijo que nones, que debía contratar a un especialista, y le ofrecieron el cargo a Lucien Ballard, un veterano director de fotografía con el que Kubrick tuvo sus más y sus menos hasta que todo empezó en serio y el joven Stan, sin alzar la voz le dió un ultimátum: "o dejas puesto el 25mm o te vas a casa"
Ya sabemos -porque lo vimos en Killer's Kiss- que Kubrick dominaba el lenguaje visual y era muy capaz de sacar provecho de la nada gracias a su talento fotográfico y para rodar The Killing decidió usar un objetivo de 25 milímetros que era el angular máximo que admitían las cámaras Mitchell de 35mm que usaba en el rodaje y además, tomando alguna idea de Orson Welles, hizo construir los decorados eliminando muchas paredes que no iban a verse porque la cámara, con tal angular, debía situarse más cerca de los intérpretes y por las propias condiciones ópticas del objetivo, el campo visual ostentaba líneas dinámicas que enfatizaban el emplazamiento de la cámara obteniendo Kubrick de esa forma refuerzo de las ideas presentes en la narrativa visual y las imágenes disponían de una inusitada profundidad de campo lógica atendida la corta focal del objetivo.
La exagerada profundidad de campo le sirve a Kubrick para enfatizar una proximidad de todos los personajes en escena y al mismo tiempo para encerrarlos a todos en la pantalla abundando cierta sensación de claustrofobia porque en realidad todos están encerrados en el mismo plano que tan sólo queda liberado en los primeros planos que así, resultan más impactantes.
Las ideas visuales de Kubrick, propias y aprendidas de antecedentes gloriosos, permanecen, si el cinéfilo lo mira con detenimiento, en muchas películas que suelen agradarnos en cualquier época y lo que sorprende es que no se usen más a menudo.
James B. Harris tuvo que trabajar bastante como productor para conseguir facilidades del rodaje que resultaran económicas y no llegaron a los extremos de filmar en lugares públicos sin permisos municipales pero casi, porque siendo la trama un atraco perfecto de un hipódromo, nadie veía con buenos ojos permitir la identificación de los lugares, así que todos los interiores se construyeron en dependencias de la UA y aprovechando lugares ya usados anteriormente.
Las dificultades propias de una primera película "seria" con un "presupuesto serio" enfocada tanto a la pantalla como a la taquilla no fueron obstáculo para que Kubrick se detuviese en los aspectos de la trama menos mecánicos y más personales de los personajes que veremos vivir en la pantalla con sus propias particularidades:
Johnny (Sterling Hayden) acaba de salir de la cárcel con un plan para enriquecerse: su filosofía, su aprendizaje vital, consiste en que pasó cinco años por robar poca cosa y ahora va a dar un golpe definitivo: por lo menos espera obtener dos millones, a repartir con los asociados. Johnny tiene una novia, Fay (Coleen Gray) que está loca por él y jura seguirle en todo lo que haga. Son una pareja enamorada.
Marvin (Jay C. Flippen) es un hombre en edad de jubilación que siente por Johnny una especial amistad (hay algún detalle a obervar con detenimiento) y se erige en mecenas del golpe, adelantando financiación para los gastos previos.
Randy (Ted de Corsia) es un policía que debe mucho dinero a un prestamista mafioso y Joe (Mike O'Reilly) es un camarero cercano a la jubilación que tiene a su esposa gravemente enferma y necesita mucho dinero para atenderla debidamente.
George (Elisha Cook Jr.) es un cajero del hipódromo casado con una beldad malévola y adúltera, Sherry (Marie Windsor) que le tiene loco y obsesionado mientras devanea y hace planes con un donjuán sinvergüenza que atiende por Val (Vince Edwards) que se burla de la cornamenta del pobre George.
El plan ideado por Johnny es perfecto, un cronómetro ajustado a una acción delictiva que no puede fallar porque cada uno de los integrantes tiene una función muy simple y eficaz y si todos actúan como deben el resultado será óptimo.
La novela escrita por Lionel White entusiasmó primero a James B. Harris y luego a Stanley Kubrick y por razones bien distintas: a James le pareció que el atraco perfecto era algo que en pantalla iba a funcionar muy bien y a Stan lo que le enamoró fue la estructura literaria de la novela, porque rompiendo la habitual línea discursiva y sucesiva de los acontecimientos, ya en el texto literario el tiempo era algo en manos del autor y del lector que debía consentir e imaginar un relato fragmentado temporalmente, lo que, evidentemente, provocó en Kubrick las ganas de llevarlo a la pantalla siguiendo el discurso mediante un montaje que hasta entonces y salvo en ocasiones de primer nivel, no solía verse en los cines.
No fue por tanto idea original de Kubrick valerse de un montaje en el que el tiempo real no es respetado, pero sin lugar a dudas el cineasta supo organizarlo montando las escenas perfectamente para conseguir que a pesar del ajustadísimo metraje -menos de hora y media- el espectador reciba una cantidad de información detallada de todos los aspectos de la trama y muy especialmente dosificando con sabiduría aquellas escenas en las que la fatalidad, tomando ventaja de la debilidad humana, se va erigiendo en protagonista de la narración causando una ominosa sensación que esos preparativos minuciosos que el montaje nos muestra detalladamente acabarán dando un resultado inesperado.
Contra lo que dicen algunos de los carteles de la época de su estreno la película no es tan violenta como otras, aunque en su conclusión se precipitan los hechos trágicos, pero al igual que sucede en los clásicos en los que la fatalidad es omnipresente, la violencia se observa y se siente como parte lógica dotada de una cierta frialdad porque su advenimiento no sorprende al avisado espectador y a pesar de la fecha de su estreno, en 1956, no hay visos de moralina alguna más allá del reconocimiento que la suerte, buena o mala, existe.
Resulta curioso saber ahora que la película llegó a pasarse a modo de ensayo en un montaje digamos que "lineal" conservando el mandato del tiempo porque alguien adujo que no se entendía bien en su original forma y por fortuna -esta vez de la buena- al final la compañía Harris-Kubrick Pictures consiguió que se la estrenaran en su formato ideal y así es como ahora podemos disfrutarla y la cinefilia más joven se percatará que, ciertamente, algunos han aprendido bastante de esta estupenda película, imperdible y de visionado obligado en v.o.s.e.
p.d.: los datos históricos relatados provienen de la biografía de Stanley Kubrick escrita por Vincent LeBrutto que me regaló, hace años, mi llorado amigo ANRO.
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Hace setenta años y siete días que se estrenaba en los cines estadounidenses la tercera entrega de una serie de westerns atípicos que interpretó James Stewart a las órdenes de Anthony Mann en los que se hace virtud de la ruptura de reglas supuestamente ordenadoras de lo que debe ser un western prototípico.
Romper las reglas establecidas nunca es fácil ni aconsejable precisamente por la dificultad inherente a la empresa que supone presentar públicamente una obra que pertenece a un género conocido, preestablecido estéticamente, para cambiarlo, subvertirlo, alterarlo con el fin de proponer una idea que perfectamente podría presentarse con otra apariencia pero que el artista, el autor, prefiere adscribirla teóricamente a un sentir popular que no intenta defraudar ni engañar pero sí llevar a un lugar distinto, novedoso.
En todas las artes ha habido artistas que han hecho de la ruptura una expresión conceptual y algunos han obtenido el beneplácito y otros han quedado en ridículo.
Anthony Mann usó el western como mejor le plugo quizás porque se sabía de memoria todos los resortes del género y era capaz de disponerlos a su antojo para llevar al espectador donde le interesaba. Aprovechando un guión escrito por dos guionistas de la casa (Metro-Goldwyn-Mayer) Sam Rolfe y Harold Jack Bloom, Mann nos presentará una historia más compleja de lo habitual en un western, alineándose con los grandes nombres del género que, sin obviar puntos comunes, se sirven del mismo para contarnos tramas de interés.
La película, titulada The naked spur (literalmente La espuela desnuda, recibiendo un esperpéntico título español como Colorado Jim), estrenada el 1 de febrero de 1953, pertenece de cabo a rabo a Anthony Mann a pesar de que fuesen los guionistas los que recibieron una nominación a los premios Oscar y ello lo afirmo porque viendo el historial posterior de ambos se entiende que trabajaron el guión siguiendo las instrucciones del director que ya sabía lo que quería y necesitaba para su película, incluyendo el reparto de intérpretes que se reduce a cinco protagonistas y un pequeño grupo de extras que comparecerán durante apenas cinco minutos como un grupo de indígenas que serán masacrados.
Los cinco únicos personajes de la película son Howard Kemp (James Stewart), un caza recompensas que persigue a Ben Vandergroat (Robert Ryan), tipo acusado de matar por la espalda a un hombre en Abilene, Kansas, quien va acompañado por Lina Patch (Janet leigh), hija de un fallecido socio de negocios delictuosos; el trotamundos Jesse Tate (Millard Mitchell) que busca oro, y Roy Anderson (Ralph Meeker) que acaba de ser expulsado de la caballería por razones que aconsejan tomar distancia de su persona.
(¿Se dan cuenta que no hay ningún Jim entre los personajes de la película? Ni colorado ni verde..)
Eso es todo: no hay nadie más, ni falta que le hace a Mann, que en hora y media despliega una sabiduría cinematográfica ejemplar, una clase maestra de lo que se puede contar en noventa minutos cuando al mando hay alguien que sabe lo que es el cine y su potencial como arte muy capaz de entretener y exponer diversos caracteres revestidos de complejidad muy humana y conseguir que interaccionen atrapando el interés del espectador que no tiene ni un momento de bajón, capturada como está su atención a la pantalla.
En el western más tópico siempre está la figura del héroe, usualmente aplicador de una justicia universal cuando no una camuflada venganza, y casi siempre acaba sobreviviendo y el malvado -o los malvados, a escoger una banda de facinerosos o una terrible tribu de indígenas- pereciendo en justo castigo a sus fechorías.
James Stewart, contra todo pronóstico, se avino a actuar con Anthony Mann sabiendo muy bien que no iba a personalizar a un héroe prototípico. Digo contra pronóstico porque sus conocidos trabajos en la década de los cuarenta del pasado siglo no anunciaban ni mucho menos que se atrevería a incorporar esos caracteres que le ofreció Anthony Mann, unos personajes como ese Howard Kemp tan repleto de sensaciones, de recuerdos, de intenciones, de dudas, que exige del actor un trabajo muy concienzudo para contener el gesto y dominar la expresión: hay momentos en los que los ojos de Stewart lanzan rayos airados, miradas que matan sin necesidad de artificios digitales: una maravilla, vaya.
Mann rueda toda la trama en exteriores, algunos paisajes soleados y otros reducidos y oscuros como corresponde a un camino cuyo inicio creemos conocer al principio pero que luego pausadamente sabremos es anterior a lo que hemos visto: hay un pasado que pesará en la acción, que influirá en dos de los protagonistas. El rodaje en exteriores no merma en absoluto la capacidad de Mann de forzar un sentimiento claustrofóbico que se instala en el espectador porque siente que esos cinco están encadenados los unos a los otros y que la liberación deberá ser, por lo menos, catártica y quizás violenta.
Kemp se presenta como alguacil provisto de autoridad para dar caza a Ben y consigue que Jesse le ayude previo abono de diez monedas de dólar y la promesa de otras diez cuando atrapen al fugado, cuando se encuentran con Roy quien se ofrece a ayudarles para capturar al huidizo y astuto Vandergroat, que se ha parapetado en lo alto de unas rocas y entre los tres conseguirán maniatarlo, cuando aparece la joven Lina intentando salvarle acabando también detenida.
Ben puede ser un homicida o un asesino pero no es tonto: dotado de una voz dulce y seductora aclarará en primer lugar que Kemp no es más que un caza recompensas y que por su cabeza ofrecen nada menos que 5.000 dólares, una verdadera fortuna, lo que de inmediato despierta la codicia de Jesse y de Roy, que rápidamente pasan de comportarse como auxiliares generosos en socios de una expedición que se aventura larga, peligrosa e insegura, porque Ben, astuto como un zorro y sinuoso como una víbora, va desgranando oportunidades debilitadoras de la unión de los tres captores en la presencia de la joven Lina que en su inocencia y bondad es usada a modo de comodín por el cerebral Ben mientras las personalidades de Kemp, Jessy y Roy se van ampliando con más matices y detalles que Anthony Mann nos va ofreciendo a cuenta gotas manteniendo el interés y acrecentando la intriga por saber en qué acabará toda la trama, mucho más compleja de lo que se esperaba en un western titulado Colorado Jim.
Mann dispone únicamente de cinco personajes pero los reviste de emociones humanas tales como la codicia; el desespero vital tras una vida aciaga llena de infortunios; el rencor causado por una traición inesperada; la ilusión por cambiar de vida en un futuro posible, quizás en otro lugar; el desprecio por la vida ajena y la maldad; la frialdad ejecutora de trampas sagaces y mortales; la capacidad de encariñarse creyendo en un amor súbito y redentor; la necesidad de sobrevivir, el ánimo de luchar por seguir adelante. Todo ello y más, adorna ese quinteto de personajes que la cámara de Mann convierte en personas humanas reales, complejas como la vida misma, con virtudes y defectos, con aciertos y errores, con decisiones arriesgadas y sufrimiento interior capaz de romper la paz de una noche quieta y callada con un alarido que tiene detrás una historia singular, amarga.
Nada es lo que parece al principio y con el camino de los protagonistas, el íter vital cambiará con nosotros de espectadores gracias a la precisión de Anthony Mann que sin palabras, sólo con su cámara, nos dice muchas cosas: a modo de ejemplo magistral, la secuencia en la que un grupo de indígenas acaba derrotado y mortalmente vencido cuando la razón, la ética de una venganza justiciera estaba de su lado, y los percibimos en un suave travelling con la triste mirada de Kemp, consciente de la barbaridad inhumana que entre todos han cometido.
Por no faltar, ni siquiera falta la posibilidad de indagar acerca de la naturaleza humana y del sentido interno, llámese conciencia, llámese alma, que se retuerce y sufre por las acometidas de una necesidad imperiosa de recuperar una materialidad añorada y la convicción que nada es bastante para justificar la muerte de un ser humano, llevan al extremo esa lucha emponzoñada por una avaricia singularizada hasta convertirse en una verdadera obsesión que atenaza voluntades y vicia consentimientos y esa lucha interior Anthony Mann se ocupa muy mucho que no nos pase desapercibida al punto que vulcaniza catárticamente en una elección ejemplar, liberadora, base de una nueva vida.
Este es un western que puede conseguir muy fácilmente que el cinéfilo joven que ha visto pocos y no le acaban de convencer se percate que el género es tan grande como las muchas praderas que en él pueden verse y que es capaz de albergar tramas que, lejos de encorsetarse y limitarse, apuntan a cuestiones sociales que el espectador puede sentir como propias; hay una cierta crítica a la situación de los hombres que se han visto convertidos en soldados por una guerra que en nada les competía y regresan quedando en la ruina y abandonados mientras otros se aprovechaban de su uniforme para cometer tropelías y en ambos casos, nada ha cambiado desde hace setenta años ya. Bueno, sí: entonces había cineastas como Anthony Mann y ahora no.
Y tampoco disponemos de un quinteto de intérpretes capaces de desarrollar de forma tan magnífica unos personajes complejos que poco a poco desgranan su interior en diálogos sencillos, cortos y eficaces, unas interpretaciones dotadas de verismo, sencillez y control de las miradas que hablan por sí mismas: un verdadero festival para el amante de las grandes interpretaciones que es muy consciente que toda esa gente está trabajando, que es que no son así, que son unos intérpretes de primerísima fila: hay que ver cómo se roban las escenas unos a otros con una naturalidad pasmosa, sin muletas, sin tics. Una maravilla.
En definitiva, una película absolutamente imperdible, una pieza fruto del excelente trabajo de un director que ahora casi nadie recuerda y que debería ser rescatado de ese injusto olvido para placer de la cinefilia de este siglo que vivimos en el que los westerns son una rara avis y en más de una ocasión considerados erróneamente por ignorancia, cuando entre ellos hay piezas que todos deberíamos ver alguna vez, porque sus guiones también son imperdibles, por ejemplares.
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De repente uno tiene la sensación que está fuera de lugar, desubicado, porque parte del bagaje vital no acaba de cuadrar entre lo que se recuerda vagamente y lo que en la actualidad alguien se cuida de mostrarlo buscando, parece, un beneficio que sin ése precedente quizás carecería del más mínimo interés. O no. Queda la duda basada en la propia modestia y en la incapacidad de enfrentar la situación con firmeza y garantías de éxito.
Los lectores hispanos aficionados al género detectivesco que peinamos canas tuvimos la gran suerte de paladear piezas capitales como La carta robada y Los crímenes de la Rue Morgue en una traducción de Julio Cortázar (al que leí mucho más tarde y sin recordar su labor de traductor) que nos permite adentrarnos en la admirable prosa de Edgar Allan Poe, cuentista de lujo, innovador de la novela gótica e impulsor del género detectivesco hace ya doscientos años prácticamente. Poe reúne en su apetitosa bibliografía piezas totémicas, emblemáticas, tanto en lo que hace al raciocinio y la lógica como en lo que concierne a la fantasía de ultratumba más desatada, provistos esos relatos mistéricos de una poesía que en absoluto era ajena a Poe, que se tenía por poeta ante todo.
La importancia de Edgar Allan Poe en la literatura es indiscutible y también en el cine sus piezas literarias han sido usadas bien directamente bien como fuente de inspiración para muchísimas películas: en este momento, según imdb, son 438, entre películas de cine y productos televisivos.
No es de extrañar que un tipo espabilado como Louis Bayard, que se ha fijado en diversos caracteres de merecida fama para sustentar sus novelas -que no he leído y no puedo comentar- con más o menos misterio, acabara por aprovechar la corta y forzada estancia de Poe en la academia militar de West Point para meter baza y sacar un teórico lustre que quizás su talento no merece, pero que sin duda le generó el beneficio que alguien con poca lectura previa se decidiera a pagar los derechos de su novela de 2006 The pale blue eye para llevarla a la pantalla grande.
Ése no fue otro que Scott Cooper quien decidió ejercer de guionista, productor y cómo no, de director: yo me lo compro, yo me lo guiso y yo me lo como, como Juan Palomo. Y, además, con el apoyo de la todopoderosa Netflix.
La película se titula como la novela, The Pale Blue eye y no me pregunten porqué en España se titula Los crímenes de la academia, porque, aunque no tenga nada a ver con el título original, ciertamente hay varios crímenes en una academia, la de West Point, y algún otro en la propia película, en su parte literaria, en el guión, vamos: un crimen tras otro; un sindiós.
La sinopsis es sencilla: hay un crimen en West Point y llaman a un afamado policía para resolverlo y éste reclama la ayuda de un cadete que, mira por donde, atiende por Edgar Allan Poe: casualidades de la vida, mira.
El trabajo como guionista de Scott Cooper es nefasto: ignorando cómo de buena o mala pueda ser la novela, la labor de Cooper es deplorable, acusando un infantilismo ilógico que perjudica el conjunto. Admitiendo que la idea original, aprovechar que Poe está en West Point, tiene su punto de gracia, dibujar el personaje como casi un botarate resulta ofensivo y encomendar su caracterización a un tipo como Harry Melling, que ni siquiera se esfuerza en neutralizar su acento londinense y realiza su interpretación en base a aspavientos y exageraciones, es un error absoluto: por momentos, daban ganas que estuviese cerca Woody Allen para que me explicara el truco de La rosa púrpura del Cairo y saltar yo mismo a la pantalla y hacer callar a ese mal remedo de Poe que choca absurdamente con la imagen que cualquier lector se haya hecho del genial escritor.
Christian Bale empieza a preocuparme: tengo la sensación que el chico está gafado o que su agente artístico está descontento con la paga, porque lleva una serie de títulos que están muy por debajo de sus calidades histriónicas y lo mismo le ocurre al otro británico, Toby Jones, que intenta salvarse de la quema y no lo consigue porque Cooper, malvado, le empareja con una Gillian Anderson que está francamente fatal, horrorosa, aunque quizás sea la más acorde con lo que acaba por ser el género de esta película, un popurrí descabezado que mezcla aspectos semi fantásticos con una lógica detectivesca aparente pero rota por el uso de trampas infantiloides, trucos baratos que acaban por exasperar al buen aficionado a las tramas de intriga que se resuelven aplicando el raciocinio y sin añagazas de última hora, resortes de magia potagia, como un ¡hale-hop y mira qué listo soy! Que dejan al espectador con una cierta desazón, cuando no cabreo manifiesto, en la creencia que le han timado y le han hecho perder el tiempo además de tomarle por tonto, lo que es una falta de respeto que en la época clásica de Hollywood era un pecado capital.
Que además uno tenga que leer por aquí y por allá que esta película es la más mejor y la más súper estupenda de lo que nos ofrece Netflix ya raya en lo inaguantable y provoca las ganas de avisar a los amigos que se abstengan de perder el tiempo con cosas así, que si quieren saber algo de Poe mucho mejor que acudan al original que siempre es garantía de éxito.
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De vez en cuando una mirada al pasado es reconfortante, especialmente si acudimos al cine clásico en busca de historias consistentes bien narradas y comprobamos que hubo una época en la que los directores de cine (y algunas estrellas de cine también) leían textos de calidad con los que trabajar para llevarlos a la pantalla.
William Somerset Maugham ya fue referenciado en este bloc de notas hace mucho tiempo con motivo del comentario de la última versión de El velo pintado y ha sido un placer releer, en un viejo tomo que adquirí ya de ocasión en 1981, Obras completas, Vol. I, Plaza Janés (inútil buscarlo ahora), uno de sus relatos cortos -40 escasas páginas muy bien aprovechadas, eso sí- que luego se llevó al cine en varias ocasiones y que al documentarme me percato que la pieza en cuestión fue reconvertida en comedia dramática al año de haberse publicado el cuento y que fue la célebre Gladys Cooper la que se encargó de estrenar en los escenarios londinenses The letter (La carta), obra de tres actos -que presupongo muy breves-en la que se desarrolla una trama dramática con cierto suspense que deriva de unos hechos reales ocurridos en el Asia que todavía estaba bajo dominación británica, concretamente en Malasia.
Somerset Maugham seguramente conoció de primera mano los entresijos del original, no en vano sus andanzas le llevaron por aquellas tierras que le surten de magníficos escenarios para sus relatos cortos y novelas, siempre manteniendo su estilo fluído, aparentemente sencillo y poco trabajado pero dotado de profusión de detalles descriptivos presentados de forma sobria, tanto los referentes a los escenarios como los dedicados a perfilar las psicologías de sus personajes, lo cual certifica que hay un talento trabajando para ser capaz de atraer la atención del lector que en su imaginación está viendo desarrollarse una historia de amores despechados, de amores frustrados, de reflexiones que llevan la ética profesional a unos límites indeseables y unos comportamientos nada extraordinarios y sí muy humanos, desde el momento en que el autor no trata de disimular la omnipresente fragilidad de la virtud comúnmente aceptada frente al deseo que obliga a un equilibrio sostenido durante toda la narración y que, abandonando la posibilidad de circunscribirse a la intriga, se decanta por mostrar unos hechos producidos y sus efectos ulteriores sobre los actuantes y sus víctimas.
He buscado el texto de la obra de teatro infructuosamente y seguro que debe ser tan bueno como el relato, no en vano en su primera representación alcanzó la suma de 60 semanas, constituyendo fuente de pingües beneficios para Gladys Cooper que se estrenaba como productora de la función.
Como era de esperar la obra saltó de Londres a Nueva York donde fue reescrita por el afamado Guthrie McClintic que también dirigió las representaciones en el último trimestre de 1927, 104 en total.
De Broadway a Hollywood, como sabemos, el salto era lógico y ya en 1929 se hizo una primera película, pero la que ha quedado en la memoria del cinéfilo es la versión de 1940 The letter basada en un guión escrito por Howard Koch que en buena parte sigue con fidelidad lo que podemos leer en el relato hasta que observamos una serie de cambios y añadidos que, al desconocer la obra teatral, no puedo señalar si son de cosecha propia o no, pero que sin duda completan muy bien el cuento ya conocido.
Bajo el paraguas económico de la Warner Bros y con el trabajo de Hal B. Wallis como ejecutivo, la película viene producida por William Wyler lo que representa una cierta libertad para el conocido como "99 takes Willy" al momento de dirigir su película y desde el primer minuto ya advertimos que el admirado Wyler está muy decidido a dejar su impronta en una cinta que adeuda méritos literarios irrebatibles y que, además, viene precedida de un conocimiento popular por sus representaciones teatrales.
Cada vez resulta más evidente que el aserto que proclama que el teatro es veneno para la pantalla tan sólo acierta cuando el director es alguien incapaz de sacar el jugo a un texto y que cuando el mandamás no se arredra por la magnificencia literaria y la aprovecha para proveerse de ideas que sustenten su caligrafía cinematográfica, el resultado suele ser una maravilla.
Los habituales ya saben que manifiesto cierta predilección por Wyler y ello no choca con un mínimo de objetividad porque la verdad es que el maestro no deja pasar una oportunidad de dejar su marca:el arranque de la película sienta las bases de lo que vamos a ver y disfrutar porque son casi tres minutos de cine sin diálogo alguno en los que vemos que una mujer, sin mediar palabra, descerrajar los seis tiros de un revólver a un hombre que cae a los pies de la breve escalera que da acceso a una vivienda emplazada en la jungla, una plantación de caucho, pues hemos visto las cortezas sangrantes bajo una luna llena que de bella pasa a ser ominosa lámpara de una muerte a tiros que despierta y atemoriza a los sirvientes que dormían en hamacas. Wyler mueve la cámara en un travelling lateral hasta que se produce el sobresalto y luego se centra en la protagonista, Leslie Crosbie, que se retirará a sus aposentos hasta que, asegura, llegue su marido.
El personaje de Leslie es un bombón para cualquier actriz que tenga el coraje y el talento de incorporarla sin caer en el ridículo a causa de la dificultad de mostrar sus complejas facetas con naturalidad. Bette Davis ya sabía lo que era trabajar con Wyler: no en vano le consiguió un oscar por Jezabel (1939) y sin duda entendió de inmediato que su actuación iba ser memorable y muy difícil de conseguir.
Hay quien asegura que es la mejor actuación de Bette Davis y si no lo fuera, le faltaría muy poco, porque Wyler nos la presenta con su habitual eficacia con los intérpretes, exprimiéndola al máximo y una gota más, sin contemplaciones, y el resultado es verdaderamente espectacular porque esa Leslie tiene un alma atormentada de deseos inconfesables, de enconos ocultos, de intenciones nada premeditadas, y nos mantiene pendientes sin que la decisión de compadecerla o condenarla se pueda tomar simplemente.
Esa zozobra tiene su contraparte en su marido, Robert Crosbie (Herbert Marshall, como siempre eficaz y sobrio de gestos) que ha de cruzar el Rubicón dejando su hacienda en pos de proteger a una esposa que no le ha tratado con la sinceridad esperable, lo que le mantiene en una bonhomía vacilante mediatizada por una inseguridad que sin duda no merece.
La seguridad la presenta Wyler con pulso firme en una línea retorcida con el personaje de Howard Joyce (James Stephenson, soberbio, tristemente fallecido un año después) que a su condición de amigo de toda la vida de Crosbie une su actividad de abogado del mismo y será su praxis la que ya en el primer momento, observando fríamente al muerto, le haga ver algo que no acaba de cuadrar en las explicaciones que dará Leslie acerca de lo ocurrido; pero Wyler aprovecha el personaje extendiendo y ampliando los detalles íntimos, profesionales y éticos de Joyce ante la disyuntiva que se le presentará y la cámara lo retrata con una atención que supera lo habitual para un personaje secundario, otorgándole una importancia que a primera vista no tiene aunque evidentemente el carácter viene dotado de origen de unos aspectos a desarrollar con detenimiento y Wyler, por supuesto, no iba a rechazar la oportunidad y es de justicia asegurar que Stephenson responde a los requerimientos del director.
Hay dos personajes secundarios que también resultan impresionantes gracias a la cámara de Wyler: el primero, el pasante chino que Joyce tiene en su despacho:Ong Chi Seng (Victor Sen Yung, estupendo) está descrito minuciosamente por Somerset Maugham en su relato y cuando lo ves en pantalla después de haber leído el original lo reconoces en el acto: Wyler lo enriquece, diría que mimándolo, porque es consciente que encierra también un carácter digno de estudio, nada plano, y tiene un jocoso detalle para situar al personaje gracias al vehículo que usa: cuando le vemos arrancar, sabemos de inmediato lo que Wyler quiere comunicarnos sin decir nada; luego, la insistencia en reiterar unos ademanes corteses acaba por ser redundante y casi que amenazante, máxime cuando de un plumazo nos percatamos que su sentido de la ética y la moralidad distan mucho de lo esperable, sin que él pierda la compostura ni un momento.
Luego está la viuda del muerto, una mujer de rasgos asiáticos, que no pronuncia una palabra inteligible, pero que gracias a la fuerza de la mirada y el magnetismo hierático de Gale Sondergaard adquiere una preeminencia que la mirada de Wyler completa con un sentido de amenaza letal, simplemente con el uso del contrapicado leve pero efectivo.
Es lo que tiene el cine clásico: que los secundarios son una gozada, porque los buenos directores no dejan nada al azar ni pierden la oportunidad de usar todos los personajes al servicio de una trama que parecía simple pero que, dota de unos caracteres muy complejos psicológicamente, acabará por ser más que un drama romántico con unas gotas de suspense una tragedia en la que el destino viene reforzado por una irresistible fatalidad.
Las conocidas características de la caligrafía cinematográfica de William Wyler están presentes en los 95 minutos de rodaje que pasan en un suspiro: a las escaleras habituales, que sirven para marcar diferencias entre vida y muerte (la protagonista no acaba de bajar del todo cuando le arrea cuatro tiros a la espalda al que está en el suelo, ya muerto) y la sensación de subir al cadalso y descender a un jardín que deviene en infernal añadiremos la presencia de una luna llena que nos recuerda tanto el tiempo que ha ocurrido desde el inicio de la narración como la sensación de un observador impávido de un destino fatal: todo ha ocurrido con una luna omnipresente, un detalle de Wyler que redondea la narración, muy bien servida por la cámara de Tony Gaudio que ilumina muy bien las escenas oscuras, que son mayoría, siguiendo el tono semi expresionista que Wyler le da a una trama que lo estaba pidiendo a gritos y acierta en todo.
Filmada enteramente en estudio, sin salir a la calle para nada, un ejemplo de pieza cinematográfica que seguramente por su presupuesto encajaría en una serie B (creo que no lo hace por la presencia de la Davis y Marshall) que 82 años más tarde se erige por méritos propios en ejemplo de lo que se puede conseguir con talento y trabajo duro.
Si pueden, lean a Somerset primero y vean la película después. Dudo que se arrepientan ni de lo uno ni de lo otro: literatura y cine de los de verdad.
Película en versión original, sin subtítulos
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