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dissabte, 30 de març del 2024

Una película contra corriente



En los U.S.A. durante el período de 1900 a 1920 seis estados abolieron la pena de muerte y tres más limitaron su uso; entre ellos, no está California; en el período de 1930 a 1940, se ejecutaron un promedio de 167 penas de muerte cada año. En 1953, un 70% de la población estadounidense se mostraba partidaria de la pena de muerte.

Stanley Kramer fue un cineasta a recuperar tanto en su vertiente de director cinematográfico como en su labor como productor de películas que demuestran su independencia de criterio y su valentía en sostenerlo sin considerar jamás si lo que hacía era "políticamente correcto" o no, en una época en la que esa expresión entrecomillada todavía no se había acuñado ni empleado con la profusión de este siglo que vivimos.

Edward Dmytryck fue un director que tuvo la desgracia de ser sujeto nombrado en las listas de "rojos y comunistas" lo que motivó su paso por la cárcel y su "arrepentimiento y delación de compañeros rojos" para obtener la libertad en una época triste en la que las libertades de pensamiento fueron casi que canceladas en los U.S.A. y Dmytryck se auto exilió en 1951 a Inglaterra, hasta que Stanley Kramer, que siempre hizo lo que consideró más oportuno, le rescató y se lo llevó a San Francisco, California, para que dirigiera una película que Kramer estaba decidido a producir.

Una película, The sniper (1952), basada en una historia del matrimonio formado por Edward y Edna Anhalt que tomó forma de guión cinematográfico escrito de forma más que notable por Harry Brown: un guión construído con una solidez impecable sin diálogos brillantes pero sin fisuras en el desarrollo de la trama: una base perfecta para que un director de probada calidad (recordemos su anterior Crossfire (1947) que comentamos aquí en 2012) construyera un guión técnico modélico aprovechando en beneficio del lenguaje cinematográfico la ausencia de diálogos innecesarios.

Bajo la apariencia de una película de cine policíaco -la policía se afana por detener a quien se dedica a matar mujeres con certeros disparos- Kramer y Dmytryck presentan un alegato que va contra corriente: va contra el 70% de los estadounidenses, porque nos muestran principalmente todo lo que concierne a un hombre que es consciente de su propia enfermedad mental que le impulsa a vengar afrentas desconocidas dando muerte a mujeres con las que apenas ha cruzado unas palabras en el mejor de los casos: una venganza que tiene como objetivo el género femenino.

Desde el inicio sabremos que Edward Miller (Arthur Franz en una sobria y eficaz actuación) sabe perfectamente lo que le pasa y busca auxilio, ayuda que le detenga y le haga deponer su actitud: cuando no puede contactar con el psiquiatra que le trató en la prisión donde estuvo, se auto lesiona esperando que le internen, pero los médicos de guardia, aún viendo que algo le pasa, no pueden retenerlo por carecer de medios: empieza un itinerario de tiros certeros y víctimas mortales.

Dmytryck se vale de su maestría en la planificación y la colaboración del excelente camarógrafo Burnett Guffey para darnos datos relativos a la historia íntima de Miller sin necesidad de palabra alguna y hace gala de economía visual para mostrar acciones mortales simplemente con un sonido y un cristal inesperadamente roto, manteniendo un ritmo implacable y creciente, sin pausa alguna, mientras se vale de toda clase de planos y travellings hasta finalizar con un impresionante y muy descriptivo primerísimo primer plano que viene a ser un aldabonazo que cierra la película.

Hay que considerar forzosamente el contexto en que la película se estrena en mayo de 1952 y que los escasos exteriores la ubican claramente en la ciudad californiana de San Francisco, precisamente como un antecedente a Dirty Harry (Harry el sucio, 1971), pero con notabilísimas diferencias, pues en The sniper hay una escena reveladora de las intenciones de Stanley Kramer quien claramente abogaba por una modificación de las leyes penales proponiendo una ampliación de medios psiquiátricos necesarios para solventar asuntos criminales derivados de enfermedades mentales: en un encuentro de lo que podríamos definir como "fuerzas vivas" de la sociedad sanfranciscana con el alcalde la ciudad, aquéllos exigen actividad policial y mano dura ejecutoria, mientras el psiquiatra forense les advierte que por la fuerza no se arreglan esas situaciones, que necesitan un tratamiento extensivo, ante lo que los próceres se lamentan de la posibilidad de ver aumentados los impuestos que pagan para sufragar los gastos precisos para mejorar la salud mental.

Ese y no otro es el centro de interés alrededor del que gravita la trama que nos ofrecen Kramer y Dmytryck, el primero por su valentía de producir semejante película contra la opinión popular y además valiéndose de un director maldito por rojo y traidor a los suyos y éste por ejercer su labor de director de forma admirable consiguiendo controlar el ritmo perfectamente al dosificar todos los elementos que nos llevan al punto final que entenderemos simplemente porque con todo lo que nos ha mostrado la cámara la conclusión no podría ser otra.

En menos de hora y media Dmytryck nos ha trasladado una trama que más allá de su formato genérico alberga posiciones claras que pueden dar lugar a debate y posiciones a favor o en contra, pero que difícilmente dejará indiferente a nadie y eso, precisamente eso, es lo que uno espera cuando se sienta a ver una película. Que no es poco.

Absolutamente imperdible.


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diumenge, 25 de febrer del 2024

Cine para adultos



El título de este comentario no es, como puede pensar alguien, un gancho equívoco que pretenda incrementar el número de lectores porque quienes acudan por uno de sus significados perderán el tiempo y quizás se molesten, pero esa fué la frase que se me ocurrió después de haber visto una película que Sam Zimbalist produjo para la M.G.M. ¡hace sesenta y ocho años! en íntima colaboración con tres excelentes guionistas: Paddy Chayefsky (autor de la idea original para una pieza televisiva de 1955, año en el que Paddy ganó el primero de sus tres oscar como guionista por Marty); Gore Vidal (en su primer guión cinematográfico); y Richard Brooks, consumado guionista y director de cine declaradamente inclinado a las adaptaciones literarias de fuste, como ya sabemos en este bloc de notas que se ha ocupado de películas de Brooks anteriormente.

Si añadimos que el elenco lo encabezan Bette Davis (Aggie Hurley), Ernest Borgnine (Tom Hurley), Debbie Reynolds https://www.imdb.com/name/nm0001666/(Jane Hurley) y Barry Fitzgerald (Tío Jack) y nos trasladamos a 1956, cuando todos los espectadores recordaban perfectamente los éxitos de Cantando bajo la lluvia (1952) y Marty (1955), cabe suponer que tratándose de la M.G.M. nos encontraríamos con una producción melodramática de ambiente familiar diseñado por Cedric Gibbons sin entrar en mayores problemas y poca cosa más.

Es decir, un producto propio de la época sin mayores complicaciones: una época todavía lejana de una actualidad ensimismada en una mayoría de producciones infantiloides que marcan un lamentable hito en el cine estadounidense.

Pero no: si la época de los cincuenta del siglo pasado es cinematográficamente muy distinta de la actual, en parte es gracias a la existencia de películas como The cattered affair (traducido su título de forma lamentable en España) que aprovecha todos los elementos a su alcance para trascenderlos y ofrecer la posibilidad de cuestionar no tan sólo un modo de vida sino una sociedad mejorable.

La intervención de los tres guionistas referidos es para el cinéfilo avisado garantía de que podrá esperar alguna que otra situación bordeando, digamos, la corrección política que ya entonces presionaba a los cineastas aunque a otro nivel.

Efectivamente, cuando la veinteañera Jane notifica a sus padres que ya ha iniciado los trámites para casarse con su novio de hace tres años Ralph (un primerizo Rod Taylor) y que el próximo domingo el cura de su parroquia notificará a los parroquianos el compromiso y que al cabo de una semana oficiará la boda, estallará una bomba emocional en el corazón de Aggie que de ninguna manera acepta la pretensión de Jane y Ralph de celebrar una boda sencilla, tan íntima que ni siquiera el Tío jack, que vive en la misma casa, estará invitado, por evadir así el enfado de otros parientes que tampoco van a ser invitados.

Aggie se emperra en celebrar una boda entre otros motivos porque ella no la tuvo y quiere que su hija la tenga: será, dice además, la forma de disculparse porque abandonó afectivamente a Jane al producirse el triste fallecimiento en la maldita guerra de Corea del primogénito de la familia, óbito que marcó profundamente a la familia.

Antes de saber la decisión matrimonial de Jane hemos visto a Tom celebrar con su amigo Sam que por fin entre ambos podrán comprar un taxi con su licencia para trabajar en Nueva York: largos años de ahorros esforzados para poder disponer cada uno de cuatro mil dólares y con los ocho mil de ambos pasar de ser taxistas sin licencia empleados a asociados poseedores en propiedad de un vehículo con su licencia: el sueño de una vida, de empleados eventuales a dueños.

El mundo se le viene abajo a Tom que comprende calladamente las ansias de Aggie porque los primeros números representan un mínimo de dos mil dólares y es sólo una aproximación mínima. La idiosincrasia de los padres de Ralph, muy ufanos de una situación económica más que cómoda y la costumbre que la boda la paga el padre de la novia, no harán más que complicar la vida de Tom y también la de la pareja que desea una boda sencilla y largarse de luna de miel aprovechando que un amigo les deja su coche por tres semanas.

El guión literario es brillante y el técnico no le va a la zaga:de forma contundente, clara y precisa sitúa al espectador en medio de una familia de clase trabajadora que en esa doble posguerra que pasó el pueblo estadounidense se las vé y las desea para seguir adelante: Tom trabaja todas las horas que puede: Jane también trabaja porque aunque quiso ir a la universidad su padre no pudo pagarle los estudios:antes al contrario, le pidió que se pusiese a trabajar para poder ayudar a la familia con los gastos habituales, pues además de ella hay otro hijo más joven que ahora precisamente está a punto de irse al ejercito, llamado a filas: por suerte, no hay guerra, de momento.

Con mucho tiento y prudencia no exentos de firmeza y constancia Brooks remarca con realismo los avatares de esa familia tan alejada de lo que habitualmente se observaba en el cine clásico que no acostumbraba a profundizar en aspectos sociales digamos que incómodos para los estamentos dirigentes: recordemos, por ejemplo, las peleas de Wyler en Dead End para mostrar los muelles de Nueva York con su suciedad habitual, "nada cinematográfica" según la censura de lo políticamente correcto: Brooks, después de mostrarnos al padre de Ralph hablar largo y tendido de sus riquezas, hace comparecer a Tío Jack un pelín beodo y cabreado porque no le invitan a la boda que, encarándose con la madre de Ralph, le pide que se levante del sofá porque en realidad es la cama donde él duerme cada noche, realquilado en casa de su hermana Aggie.

Cuando hay talento en el cine no se necesitan muchas palabras para dejar claro un concepto y Brooks, buen guionista y director, sabe usar los encuadres y las situaciones de forma muy expresiva al punto que el espectador va tomando conciencia del mensaje que se le traslada sin necesidad imperiosa de jugarse la posibilidad que la censura intervenga para detener lo que claramente es una firme crítica a lo que se conoce eufemísticamente como "sueño americano" y también se erige contra el consumismo desaforado y el imperio de las apariencias.

Se incardina esta buena pieza pues en la corriente del teatro social presentado por célebres dramaturgos estadounidenses del siglo pasado que adoptando las formas clásicas apuntan a realidades contemporáneas: sin duda los espectadores de 1956 entendieron perfectamente lo que Brooks les mostraba, porque muchos de ellos estaban en situaciones parejas; no es un cine acomodaticio; no es un cine divertido; es un cine serio con la virtud de perseguir y obtener la atención del espectador y lo hace manteniendo un arte cinematográfico impecable.

Brooks planifica de forma asombrosa una narrativa visual que podría fácilmente caer en claustrofóbica al desarrollarse en su mayor parte en escenarios cerrados y aprovecha la obligada cercanía con los personajes para perseguirlos en primeros planos llenos de silencios clamorosos que nos hacen comprender el estado de ánimo de unas gentes que de repente se hallan en una tesitura que ni siquiera habían considerado una semana antes.

Llegados a este punto hay que remarcar muy especialmente el impresionante trabajo que realizan los principales intérpretes que logran comunicar con microgestos intenciones, recuerdos, ansias, pensamientos evidentes al espectador sin que medie palabra alguna: Ernest Borgnine y Bette Davis dominan el gesto quedo dando una clase magistral de contención y economía dramática que luce en sus miradas, harto expresivas que comunican perfectamente cada momento por los que pasan sus respectivos personajes que no son sencillos ni mucho menos: complejos como la vida misma, sin estereotipo alguno.

Evidentemente debemos reseñar que Brooks, célebre por sus guiones y sus películas, también puede pasar por un excelente director de intérpretes, no en vano en sus películas suelen lucirse de forma especial: basta con escuchar atentamente las diferentes entonaciones con que Debbie Reynolds dice: ¡Ralph!, ¡Ralph!, ¡Ralph!

No es ésta una película divertida, ni siquiera amable: no es un cine para niños: es un cine para adultos que sin duda sabrán leer entre líneas una historia que tiene más de real que de ficticia y probablemente más actual de lo que quisiéramos. Absolutamente imperdible y desde luego muy aconsejable verla en v.o.s.e. para poder disfrutar como lo merecen de esos intérpretes en estado de gracia.


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dijous, 8 de febrer del 2024

El Bruto y Él: una sesión doble imperdible.



Hace 71 años Luis Buñuel estrenaba en México dos películas que, atendidas sus siguientes obras, podríamos situar en un escalafón medio por simple comparación con lo que iba a llegar en un futuro que para nosotros ya es un pasado lejano, pero ello no debería ser obstáculo para buscarlas y disfrutarlas en una sesión doble que sin duda resultará muy interesante tanto por sus propias virtudes como por sus defectos que los tienen, principalmente en sus guiones, elaborados por Buñuel junto a su entonces habitual Luis Alcoriza, lo que no quita para que en ambas películas veamos escenas que en su tiempo no era tan habituales e incluso mucho más libres que las películas estadounidenses y no digamos españolas por obra y gracia de una censura que entonces ya existía y era más evidente que la actual, más refinada y subliminal.

El Bruto, rodada en 1952 y estrenada el 5 de febrero de 1953, se basa en un guión original de Alcoriza y Buñuel y nos relata en un metraje excesivamente corto de apenas 80 minutos, probablemente forzado por razones económicas, una serie de vicisitudes en torno a un hombretón de nombre Pedro a quien todo el mundo llama por su apodo "Bruto" que le viene que ni al pelo a causa de sus cortas entendederas y su fuerza, que usa para imponer sus razones. Es un simple forzudo que siente gran respeto por Don Andrés, un adinerado carnicero que está casado con una mujer mucho más joven que él, Paloma, con la que matrimonió, al parecer, salvándola de una vida de miserable pobreza en la que viven un grupo de familias que malviven en cochambrosas dependencias propiedad de Andrés, que tiene la intención de cancelar los arrendamientos, derribar las casuchas y vender el terreno con provecho inmediato. Para ello acabará ordenando sutilmente al Bruto que le haga el trabajo sucio de ahuyentar a los inquilinos rebeldes y en ésas, de un mal golpe resulta la muerte del padre de Meche y la cosa se va complicando para el Bruto, mientras sus relaciones con el sexo opuesto son tan variables como definitivas y determinantes.

Rodada en un blanco y negro económico, la merma de presupuestos no es obstáculo para que Buñuel, con la colaboración de Agustín Jiménez como camarógrafo y Jorge Bustos como montador, realice un rodaje en el que los planos están pensados de antemano (no en vano en los títulos de crédito consta Buñuel como autor del guión técnico, dato que muy pocas se puede leer) y las penumbras forzadas por las situaciones habituales de escenarios pobres en los que la luz eléctrica no existe en el interior y en el exterior es apenas una farola, las utiliza para reforzar a conveniencia cada escena particular.

Buñuel se sirve asimismo de las alegorías físicas para significar el paso de algo tan etéreo como el tiempo: una carne chamuscada sirve de cronómetro y también, irónicamente, del efecto del calor al rojo vivo de lo que podemos oir sucintamente pero no veremos, porque aunque México fuese más liberal que España, tampoco daba para tanto como imaginamos perfectamente gracias a la habilidad de Buñuel que ya se sirve de momentos con interpretaciones que el espectador debe hacer, atento a lo que ve en pantalla, como el gallo enhiesto del final de la película.

En El Bruto el espectador de este siglo XXI hallará muy bien representados aspectos que no han sido todavía bien resueltos en todo el mundo: la pobreza rozando la indigencia y el abuso de los poderosos; una dependencia excesiva, casi total, de la mujer con el hombre, que la abandona a su suerte sin remordimiento. Los personajes representan con mucha fuerza unas situaciones, unos caracteres que adivinamos y comprendemos pero que sin duda con un metraje más extenso desarrollarían unas personalidades complejas: hay una evidente intención de Andrés, que hace años dejó atrás la juventud, de sacar provecho de sus propiedades incluso sirviéndose del sistema judicial que manipula a su antojo gracias a su posición. Su esposa Paloma le atiende en lo habitual pero no en lo sexual y sus necesidades eróticas las satisfará con el Bruto (Buñuel remarca con fuerza visual detalles muy expresivos al respecto) que se auto define como provisto de mucho músculo y poca cabeza erigiéndose en un tipo que siente un afecto filial por Andrés, del que incluso llega a dudar no sea su propio padre; la personalidad de ese Bruto tiene muchas aristas y queda demasiado simple, sin profundizar en un carácter que posiblemente de origen fuese más rico, pues sus hechos caen de pleno en el clasicismo trágico y daría para comentarios que no convienen para no desbrozar en demasía una trama que no es simple sino subdesarrollada y a pesar de ello fuerte y sólida, dejando en el espectador la sensación que de ahí podría muy bien salir algo más grande.

Buñuel contó para su película con un elenco fantástico y muy eficaz: Pedro Armendáriz como Bruto está impecable y el trabajo de Katy Jurado rebosa de fuerza y pasión interior. Andrés Soler, Rosita Arenas y especialmente el muy veterano Paco Martínez (que roba todas las escenas) acaban de formar un grupo que a las órdenes de Buñuel no dejan nada que desear.

Estrenada el 9 de julio de 1953, la película Él está basada en una idea original de Mercedes Pinto adaptada por Buñuel y Alcoriza en un relato que alcanza 92 minutos de metraje en el que podemos ver muchas muestras de apuntes irónicos de Buñuel y también nos quedará la sensación que el guión no está todo lo bien rematado que desearíamos por falta de meros apuntes que alimenten posteriores situaciones mientras comprobamos que el de Calanda probablemente había visto una obra maestra de Lubitsch y proporcionaba una idea a Hitchcock lo cual no es raro porque la inspiración viene muchas veces de ver cosas buenas (y a veces incluso malas).

El título no llama a engaño: la película se dedica a mostrarnos la personalidad de un protagonista, Francisco (Arturo de Córdova), que súbitamente se enamora de Gloria (Delia Garcés) cuando en una escena introductoria que con toda seguridad el Vaticano tomó a mal se fija en sus pies e inmediatamente decide abordarla cual Sean Thornton ofreciéndole el agua bendita al salir de la iglesia donde ambos estaban celebrando el Jueves Santo: a pesar de la evidente diferencia de edad entre ambos (Francisco aparenta ser un cuarentón largo y ella treinta justos) la cámara nos muestra que hay una cierta conexión entre ambos. Luego sabremos que Gloria está prometida con Ricardo, un ingeniero que debe partir a las obras de una presa lejana de México D.C. y al poco vemos a Ricardo en faena diciendo a un colega que maldita la gana tiene de volver a México y cuando está de vuelta se encuentra con Gloria en la calle y ésta empieza a explicarle con detalle lo que ha pasado desde que se casó con Francisco.

A pesar que hemos visto anteriormente cómo Gloria y Francisco se besaban antes de la partida de Ricardo, hay una salto extraño en el tiempo sin que se nos proporcione una información que presumimos pero sin certeza hasta que ella empieza su relato. Buñuel se vale de la voz en off de Gloria para ir puntuando su relato que veremos desarrollarse en tiempo cronológico normal y la amplitud del mismo de alguna forma perjudica la tensión creciente por la seguridad física de ella, porque Francisco se revelará como una personalidad paranoica perjudicada por unos celos enfebrecidos que se añaden a la seguridad que todos están contra él y nadie le quiere, excepto su mayordomo Pablo (Manuel Dondé). Mientras el relato de Gloria acontece, sabemos que hasta entonces sigue vía y supera más o menos bien todas las violencias psíquicas y físicas que le inflige su marido.

La personalidad de Francisco es tan compleja y sorprendente que necesitaría de algunos antecedentes ofrecidos oportunamente y a pesar que en algún momento por gentes que le conocen de toda la vida se expresan algunos datos, resulta muy chocante que ya desde la noche de bodas evidentemente sus paranoias y particularmente un excesivo complejo de inferioridad mal llevado le impidan consumar el tálamo nupcial como es de esperar y da la sensación que no llega jamás a satisfacer a su esposa que espera en vano un marido tan normal como todos aseguran es Francisco.

Francisco tiene en común con Andrés (de El Bruto) su fijación en obtener réditos inmobiliarios, en este caso la recuperación de unas propiedades que al parecer perdió algún antepasado suyo en circunstancias que no quedan nada claras pero que por lo que apuntan sus consejeros legales difícilmente podrá recuperar y ello le lleva a mal traer cualquier circunstancia que se le presenta y lo paga con Gloria. La diferencia clara entre Andrés y Paloma y Francisco y Gloria es que los primeros dejaron atrás su virginidad tiempo ha y los segundos todo apunta a que están todavía en el camino.

Otra diferencia, evidente, es el estatus social de todos los intervinientes: aquí hasta la servidumbre del rico tiene una cómoda habitación y los señores no tienen ni idea ni preocupación por los pobres que no aparecen en esta película para nada, como si no los hubiese: no hay duda que lo que cuenta, vista la anterior, se asemeja en lo principal.

Sigue pues una situación en la que la mujer se halla en un segundo plano frente al varón y en este caso ella está perdida porque él, con su apariencia de católico devoto y hombre de bien, tiene el apoyo de todos cuantos rodean al matrimonio, mujeres incluídas, y ella deberá tomar una decisión antes que los desvaríos de él, que guarda un revólver en su mesilla de noche, acabe por cometer alguna barbaridad, como una monstruosidad que Buñuel nos señala visualmente con limpieza.

A pesar de esos pequeños defectos del guión la película se sigue con interés porque gracias tanto a las soberbias interpretaciones de Arturo de Córdova y Delia Garcés como a la muy elocuente caligrafia cinematográfica de Buñuel y su atención de los detalles significativos más allá de las palabras, la enfermedad mental de Francisco y sus amenazas y la subsiguiente indefensión de Gloria llevan un ritmo creciente de intensidad pareja a la empatía por Gloria y el desagrado e incomprensión que Francisco sin duda provoca en el espectador, porque Buñuel recrea la violencia psíquica y física sin ahorrar ningún detalle: ahí no hay elipsis que valga, porque está denunciando la violencia de género real, la que ejecuta un marido sobre su sufrida esposa.

Aquí no tendremos la fotografía en blanco y negro extremo: no hay sombras, porque hay luces en todas partes: pero la fuerza expresiva de la cámara sigue ahí: Buñuel coloca la cámara donde mejor sirve a sus fines, sea para remarcar un fetichismo, una amenaza, un miedo, una mala indiferencia, un mal pensamiento que obscurece el alma por una duda que sabemos infundada, un gesto que puede acabar mal.

Altamente recomendable organizar una sesión doble y ver esas dos películas en su orden cronológico para comprobar cómo hace ya 71 años el cine Mexicano enviaba al mundo películas que han devenido en clásicos, porque ninguna de las dos ha envejecido nada mal: todo lo contrario: imperdibles.




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dimarts, 30 de gener del 2024

Remanentes



La última película de Alexander Payne, basada en un guión de David Hemingson, puede parecer a simple vista un producto navideño simplemente porque la trama se desarrolla durante las navidades de 1970 y el año nuevo 1971, pero lo cierto es que una vez más las apariencias engañan y lejos de ser The Holdovers (Los que se quedan) un producto típico y tópico el espectador atento descubrirá que hay detalles que transportan las realidades de los personajes mucho más allá del presente un tanto deprimente que se nos muestra en pantalla.

La trama nos relata cómo llegan a quedar durante las vacaciones navideñas un profesor de historia antigua, un estudiante problemático y la cocinera al cargo de un colegio privado de Massachusetts, los tres en compañía y soledad por distintos motivos que se irán desgranando de forma lenta pero firme mientras Payne sigue el férreo guión que alterna momentos con una dosificación ejemplar conformando un melodrama en el que serán constantes los apuntes a las diferencias entre clases sociales.

La idiosincrasia de los alumnos de ése internado la deja muy clara Payne en los primeros minutos de la película (dotada de un generoso metraje de dos horas y cuarto que no resulta excesivo) por su comportamiento inter pares y con el profesorado y los empleados del centro educativo y rápidamente se incide en la cualidad de abandono de los cinco alumnos que no tienen dónde ir en las vacaciones navideñas, siendo los casos más sangrantes el de uno que ha sido obligado a quedarse castigado por no querer cortarse el pelo (las melenas en 1970 y más en el estado de Massachusets, cuna del pijerío estadounidense, eran signo de rebeldía) y otro, Angus, porque su madre se va de viaje con su segundo marido.

A pocos días de iniciarse esas vacaciones carcelarias para los alumnos, el padre del "melenas" aparece con su helicóptero privado y se lleva a todo el grupo a esquiar, excepto a Angus (Dominic Sessa) , porque su madre no responde a las llamadas telefónicas que intenta Paul (Paul Giamatti), el profesor que ha quedado al cargo de toda la escuela junto con Mary (Da'Vine Joy Randolph), la jefa de cocina.

A Paul le encomiendan la tarea porque un colega ha mentido acerca de la salud de su madre, aunque Paul tampoco tenía planes de alejarse del colegio que es su lugar de trabajo y domicilio de casi toda su vida; Mary no está de humor porque su hijo veinteañero ha fallecido en Vietnam, a donde fue obligado a ir porque pese a haber obtenido excelentes notas en el mismo colegio, al no disponer de dinero para pagarse la universidad, no tuvo excusa para evadirse de una guerra a la que pocos fueron de buen grado; Angus se queda solo en compañía de dos adultos extraños porque, pese a ser hijo único, su madre prefiere tener contento a su nuevo marido.

Esta sinopsis se queda corta voluntariamente porque al espectador que pueda tener interés en ver esta película no hay que contarle nada más pero tampoco nada menos, pues de la misma forma que los carteles son abominables, está claro que se han gastado poco dinero en la promoción de la película y se mantiene la idea ya apuntada de tratarse de una típica y tópica comedia melodramática para esta época del año y no hay que perderse la oportunidad de verla, por varios motivos, a saber:

A) El guión de Hemingson, sin ofrecer grandes diálogos, construye muy bien todos los personajes y muy especialmente el terceto protagonista con un trabajo detallado en la historia íntima de Paul y Angus, cada uno con un bagaje que provocará una cercanía muy interesante en el espectador al que va proporcionando datos sin repeticiones ni énfasis innecesarios mientras se mantiene una cierta crítica contra las diferencias entre clases sociales.

B) El trabajo que realiza Payne como director es notable: mueve la cámara con mucha elegancia y la emplaza tan cerca o tan lejos como la situación requiere sin alardes pero con firmeza en un relato visual que nos mete de lleno en una época y ambiente de hace medio siglo sin recrearse y obteniendo una normalidad, una veracidad huérfana de aspiraciones documentalistas, mientras cuida el detalle visual que refuerza y enfatiza un momento y mantiene un ritmo tranquilo pero constante con algún momento breve de humor que aligera la creciente tensión dramática.

C) Las magníficas interpretaciones de los tres citados que aprovechan todas las oportunidades que les ofrece Payne para sacar de sus entrañas unos sentimientos complejos y además lo hacen al ritmo ordenado por el guión y lo hacen tan bien que no sería extraño saber que Payne hubiese decidido ejecutar el rodaje en el tiempo cronológico prescrito por el guión, porque la evolución de los tres personajes es admirable.

D) La labor que, aparte de la caligrafía visual y las interpretaciones, realiza Payne sirviéndose de unos colaboradores muy eficaces en la fotografía y el montaje y sobre todo, la elección de una banda sonora perfecta que se adecúa a diferentes pasajes como si fuera una voz en off.

En definitiva imperdible: una película que da mucho más de lo que uno pueda pensar a priori; recomendadísimo, naturalmente, procurar verla en v.o.s.e. porque las actuaciones lo merecen.



p.s.: sigo sin poder comentar en mi propio blog, pero leo todos los comentarios.

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