John Sayles cumplió ayer mismo 58 años y cabe suponer que, siendo domingo, habrá descansado, habrá hecho un alto en lo que tenga entre manos. Porque Sayles no es precisamente un hombre que se tome las prisas como forma de vivir. No se halla sujeto a los condicionantes de la industria cinematográfica o, por lo menos, no cuando puede escaparse de la neurosis hollywoodiense en busca del éxito rápido y fácil. Es un independiente; de vez en cuando acepta trabajos por encargo, para ganar dinero que invertir en sus propias ideas; pero prefiere la autonomía y la libertad que aquella le ofrece.
En 1994 Sayles tenía la idea de realizar una película acerca de la guerra de los Balcanes, cuando tropezó en un periódico local con la historia de un sheriff texano que estaba investigando un crimen ocurrido treinta años antes. El sheriff, decía la noticia, había hallado indicios que inculpaban a su propio padre. Sayles, escritor nato, sintió que se le encendía esa lucecita, esa musa inspiradora de una historia, abandonando cualquier otra idea. Se puso a escribir una historia: estuvo cuatro meses trabajando en ella, sin ayuda de nadie; de forma lenta pero concienzuda, hasta pergeñar un guión cinematográfico que él mismo iba a dirigir.
Ambientada en un pueblo de Texas, el título de Lone Star le viene como anillo al dedo: no debemos hacer caso de las rimbombantes frases que veremos en los carteles que anuncian la película, ni, tampoco, de los rostros que vemos fotografiados, pues ambos aspectos, tomados como indicios, nos llevarán a engaño. Sayles aprovecha muy bien la noticia que leyó de forma casual para construir una historia policíaca en la que el protagonista, el Sheriff Sam Deeds (muy bien representado por Chris Cooper), del Condado de Río, cabe la frontera entre Texas y México, se introducirá en la historia de los habitantes de su pueblo, sacando a relucir hechos que ocurrieron casi treinta años antes, a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado.
A causa del inopinado descubrimiento de un cadáver en las arenas de un antiguo campo de tiro del cuartel militar por unos militares que en sus ratos libres buscan metales enterrados por el polvo del tiempo, Sam Deeds, hijo del que fuera también Sheriff del Condado, inicia un viaje al pasado para descubrir quien asesinó al hombre cuyos restos, acompañados de un anillo de masón y de una placa de Sheriff, apuntan ser pertenecientes a otro antiguo Sheriff, Charlie Wade (Kris Kristofferson), desaparecido, pero de infausta memoria en todos quienes le trataron.
Sam es hijo del llorado Sheriff Buddy Deeds (Matthew McConaughey, que apenas tiene tres escenas), muy popular, hasta el extremo que justamente en ese momento se inaugura un monumento a su memoria.
Sayles, con el pretexto de la investigación criminal del antiguo asesinato, nos presenta un maduro Sam que, conociendo de primera mano como era en realidad su padre, se aleja mucho del cariño con que todos a quienes irá entrevistando le hablan de su progenitor. El escepticismo de Sam respecto a la figura paterna quiebra la tradición familiar del americano medio: en una frase, Sam asegura haber pasado quince años soportando a su padre y otros quince intentando olvidarlo, cuando los luctuosos hechos del pasado le van inclinando progresivamente a suponer la culpabilidad del homenajeado Buddy en la muerte del odiado Charlie.
Las relaciones personales o familiares tienen una importancia cabal en el desarrollo de la acción: Sam asegura a su amiga y novia de la adolescencia Pilar (Elizabeth Peña) que ha vuelto al pueblo, después de divorciarse de una rica heredera, porque Pilar, viuda reciente, sigue allí; su amor de juventud, interrumpido por sus padres, florecerá de nuevo, trayendo recuerdos que incidirán en la historia, descubriendo verdades ocultas para ellos; por otra parte, una relación familiar truncada mediante engaño será felizmente reconducida, comportando cambios de actitudes. El pasado pesa como una losa en muchos de los personajes. Ese pasado que Sam no dejará de remover, buscando su verdad.
Sayles usa de forma brillante el "flashback" sin solución de continuidad, en saltos temporales atrevidos, en los que los personajes del pasado coinciden en secuencias con los del presente, usando el travelling de la cámara como elipsis del tiempo transcurrido, sin que tal forma de narrar se convierta ni en recurso fácil y epatante ni en obstáculo para el perfecto entendimiento de lo que nos está contando bajo el aspecto de esa investigación policíaca.
Porque Sayles se recrea en ofrecernos las historias del pasado de una serie de personajes, hombres y mujeres, mexicanos, negros, indios y sajones, estadounidenses todos, crisol de culturas que conviven, mal que bien, en esas tierras fronterizas donde los ancestros en ocasiones luchaban entre ellos, unos por su derecho a la tierra, otros por su libertad del esclavismo, todos por mejorar su situación personal.
Un pasado que va convergiendo en las diferentes historias de cada cual, retazos de una vida en común, como hilos de una tela de araña que soportan su propio peso y juntos, el de la comunidad en que se desarrollan, donde todos saben los pecados y virtudes de cada cual, hechos que se irán mostrando a cuentagotas, produciendo sorpresas y decepciones, confirmaciones y desengaños, en todos los sectores de esa pequeña sociedad, amalgama representativa de los U.S.A., incluyendo el estamento militar destacado en el pueblo, con un coronel que acabará sabiendo dos verdades que le atañen, personal y profesionalmente, que le harán dudar de sus convicciones; formas de vivir que se han ido adecuando a lo políticamente correcto pero que no pueden olvidar sus orígenes, saliendo éstos a la luz en la incesante búsqueda de su propio pasado que el Sheriff Sam Deeds inicia en su afán por conocer la verdadera historia de su padre.
John Sayles demuestra dominar perfectamente el oficio de cineasta usando un lenguaje cinematográfico claro y conciso, sin grandes alardes, con un adecuadísimo uso del "flashback" que requerirá de la complicidad del espectador inteligente, reforzando los ambientes y situaciones con una serie de canciones muy expresivas y apropiadas a las distintas comunidades étnicas que veremos discurrir a lo largo de las dos horas y cuarto, ocupándose también del montaje, como es lógico en un director que sabe lo que tiene entre manos y cual es la mejor forma de contarlo.
Una historia que une muy bien la intriga policíaca con la denuncia social de un modo de entender la vida con una laxitud propia del "dejar hacer, dejar pasar" alejado del cumplimiento estricto de la moralidad y la legalidad, cuyo discurrir todavía aflora en la actualidad y amenaza la continuidad en el cargo de Sam; un mosaico de gentes unidas por un pasado no tan remoto y unos intereses presentes, con unos diálogos efectivos y un buen ritmo conseguido gracias a un excelente guión que se puede leer aquí (en inglés), un trabajo que casi consigue el Oscar.
Recomendable su visionado en v.o.s.e., ya que muchas frases se pronuncian en castellano, idioma que Sayles habla, lo que proporciona mayor verismo a las situaciones fronterizas que paladearemos, no en vano en una escena el propio Sam asevera que la mayoría de sus conciudadanos son de origen hispano. Sayles se cuida mucho de insertar los orígenes históricos de cada comunidad étnica como forma de entender el presente sin renunciar a la verdad del pasado para mantener la integridad de la propia comunidad, pequeño pueblo texano, microcosmos de la sociedad estadounidense.
Los cinéfilos estamos de luto porque se ha ido de este mundo terrenal uno de los actores que nos ha acompañado durante décadas dando siempre ejemplo de profesionalidad.
Quizás haya sido el mejor actor de su generación; quizás no. Tuvo el hándicap de un rostro casi perfecto y una mirada de fuerte magnetismo y a pesar de ello, huyó como de la peste de manierismos, consiguiendo la admiración de los varones tanto como de las damas, rendidas éstas ante su atractivo.
A diferencia de los actores guapos hoy en primera fila de popularidad, Paul Newman se mostró discreto en su vida privada, solo alzando la voz cuando defendía sus causas, manteniendo una libertad lejana de la industria cinematográfica cada vez más en manos de la mercadotecnia.
En este bloc ha aparecido ya en dos ocasiones y tengo en cartera algunas más; no en vano supo elegir muy bien sus películas. Y sus directores, también.
Sería muy fácil recordarle en cualquier de sus grandes interpretaciones. He preferido no obstante recordar la única ocasión en que trabajó con Hitchcock, en Torn Curtain (1966), que, sin ser una gran película, ofrece una escena antológica en la que Paul Newman, sin texto, sabe componer la figura de un científico metido a espía a la fuerza:
Una pena que no trabajara más con Hitchcock; una pena que se haya ido. No para siempre, porque siempre nos quedarán sus ojos azules iluminando cualquier platea en cualquier reposición de sus muchas e interesantes actuaciones.
Gracias, Paul Newman, por los buenos momentos que me has hecho pasar.
Nacida en Adelaida, ciudad sureña del continente austral bajo el magnífico signo de Acuario en el año 1897, la joven Frances Margaret Anderson se trasladó a los U.S.A. en el año 1918 para desarrollar allí su vocación de actriz, triunfando en los escenarios de Broadway con el nombre artístico de Judith Anderson
Como es natural, el advenimiento del cine sonoro produjo una migración de reconocidos intérpretes de las tablas hacia la industria cinematográfica.
De ese modo, ya en su segunda película la que luego fuera distinguida como Dame Judith Anderson brilló en las pantallas mundiales personificando a esa ama de llaves inolvidable en una película protagonizada nada más y nada menos que por Sir Laurence Olivier y aquella chica tan asustadiza, Joan Fontaine, logrando Judith hacerse con la memoria cinéfila gracias a la perfidia que destiló en manos de Sir Alfred Hitchcock. Su Mrs. Danvers, que más que robar las escenas casi que roba la película entera, ha pasado por derecho propio a la mitología cinéfila:
Rebecca (1940)
La prueba del talento de la Anderson la tenemos en su propia filmografía y en los personajes desarrollados, gracias a su talento; la hemos visto en Laura (1944) presentándose como una solitaria enamorada, y la vemos como severa tía y tutora en The Strange love of Martha Ivers (1946):
Años más tarde la veremos de esposa de Burl Ives (que tarde o temprano también aparecerá por aquí) sufriendo por su marido y por la desencajada prole que le ha dado en Cat on a Hot Tin Roof (1958):
Dame Judith Anderson, a la que correspondió ser en el cine una característica de verdadero lujo, nunca abandonó las tablas escénicas e incluso participó en el nuevo medio, la televisión: por su trabajo en Medea,(1959) , tragedia de Eurípides protagonizada por Judith en la televisión, cuando ésta todavía era en blanco y negro, ganó el premio Tony por su interpretación, quizá demasiado "teatral", culpa evidente del director.
Para que luego digan que no hay "papeles" buenos para las actrices. Sugerencia gratis para cineastas jóvenes (Ritchie) y no tan jóvenes (Scorsese): en lugar de rodar "remakes" estúpidos, hagan una nueva versión de Medea: seguro que habría cola de buenas y maduras actrices para interpretarla.
Con noventa años, Judith todavía tenía humor y ganas de actuar, de nuevo, para la tele:
Santa Bárbara (1987)
Una actriz estupenda, capaz de sobreponerse a la icónica imagen que pervive entre las llamas de Manderlay.
Me ha parecido oportuno, dada la fecha, aprovechar la circunstancia para recordar a esa magnífica cantante, Maria del Mar Bonet, capaz de cantar con sentimiento tanto sus propias canciones como las de otros:
Respeto en lo que vale la actitud de María del Mar, pero como amante del blues no puedo menos que lamentar que no quiera grabar siquiera un disco del género.
Salomon Sorowitsch es un delincuente; ha estado en la cárcel hace tiempo y ha aprendido que uno debe hacerse respetar para sobrevivir. Se hace llamar Sally para disimular apenas su condición de perteneciente a la etnia judía. Lo hace porque está desarrollando su actividad en la Alemania de 1936 y no desea más problemas de los que se derivan de su oficio: Sally es un falsificador. Lo falsifica todo: moneda, pasaportes, documentos oficiales. Su alma y destreza de artista le han encumbrado como el mejor y más buscado en una sociedad en la que disponer de un visado de salida, de un pasaporte no alemán, es garantía de futuro vital.
Sally ama la buena vida, los lujos, el champán, las mujeres guapas y el tango.
El detective Herzog llevaba tiempo buscándole y por fin le alcanza y lo encierra en un penal. Quiere la mala suerte que estalle la victoria del partido nazi y Sally como judío va a parar a un campo de concentración.
De allí, con destino a una muerte anunciada, le sacará, en ironías del destino, su captor, reconvertido Herzog en oficial de las temidas SS. Le llevarán, junto con otros elegidos, a unos barracones aislados donde deberá dirigir una operación secreta: la ingente falsificación de libras esterlinas primero, dólares estadounidenses después.
El director austríaco Stefan Ruzowitzky toma una historia autobiográfica escrita por Adolf Burger que, como judío y comunista estaba también amenazado de muerte, pero a quien su habilidad en la imprenta le llevó a ser internado en el campo de Sachsenhausen, en la misma situación que Sally, ambos protagonistas de la secreta Operación Bernhard para falsificar moneda de los aliados contra Alemania.
Lo que podría derivar en un alegato contra la Alemania nazi y sus métodos, lo reconvierte con habilidad Ruzowitzky en una historia humana que profundiza en sentimientos primarios como el instinto de supervivencia y la lealtad al grupo, ofreciendo en su reciente película Los Falsificadores (Die Fälscher, 2007) una visión individualizada del debate moral que mantienen Sally (un excelente descubrimiento, el actor austríaco Karl Markovics ) y el propio Adolf Burger (August Diehl ), ambos bajo la constante presión amenazante de Herzog (Devid Striesow ) que se sirve para sus fines del despótico Holst, quien no duda en ejecutar a sangre fría, maltratar y humillar a sus prisioneros siempre que tiene ocasión y ganas.
La trama gira en torno a cómo Sally ha conseguido sobrevivir, ya que en las primeras imágenes le vemos en Montecarlo disponiendo de una importante cantidad de dólares estadounidenses en su maletín. Y rápidamente, en una ensoñación, un flashback sin voces en off, regresamos al pasado para conocer cómo ha llegado hasta la costa monegasca.
El buen oficio de Ruzowitzky hará que pronto olvidemos que estamos viendo una historia recordada y nos metamos en el ambiente angustioso vivido por un recluso que acabará siendo un privilegiado. Y la trama derivará en la fuente de esos privilegios como arma disuasoria de voluntades. Mientras que Burger como activista pretende entorpecer, dilatar y dinamitar la intención de sus carceleros, Sally pretende contemporizar y salvar su pellejo y el del reducido grupo de especialistas que conviven, aún en la certeza que, al término de su labor y en cualquier caso de la contienda bélica, serán sacrificados para mantener el secreto de sus actividades.
Burger es un comunista convencido: un activista. Sally es un delincuente común, un tipo que sólo busca dinero fácil. Prefiere dedicar sus innegables dotes como dibujante y pintor a falsificar dinero, en una máxima que él mismo define:
¿Porqué esperar a ganar dinero con mi arte si puedo fabricarme mi propio dinero?
Ese desarraigo social lo dejará a un lado Sally cuando tomando sobre sus hombros la responsabilidad del éxito de la falsificación, logra beneficios para sus compañeros de barracón; preferirá la inmediatez de la supervivencia, el día a día arañando segundos, minutos, horas de esperanza que retrasan el momento final ominoso, que permiten aplazar un poco más la amenaza de muerte impuesta ante el fracaso, amenaza cierta que en diversas escenas se mostrará como latente pero real, letal, efectiva. La decisión de Sally, su esfuerzo, llegará incluso a evitar la ejecución de Burger, dispuesto a sacrificar su vida y la de sus compañeros con tal de oponerse a los designios de sus carceleros.
Ruzowitzky demuestra conocer su oficio: su forma de rodar sin alardes, austera y efectiva, retrata muy bien los personajes que veremos vivir en esa tensa situación y sabe usar muy bien la música para reforzar diversas escenas, con unos tangos que aparecen puntualmente para recordarnos la verdadera personalidad de Sally, muy bien interpretado por Markovics, que aguanta los primeros planos con sobriedad, transmitiendo en su mirada su decisión de sobrevivir, su impotencia, su sentido de lealtad al grupo.
Es de agradecer que Ruzowitzky haya tomado el toro por los cuernos y, alejándose del fácil alegato anti-nazi, sin que ello comporte contemplación alguna ni ausencia de crítica, insertando brutales escenas que denuncian una vez más la realidad histórica, haya, digo, tomado el camino más difícil: el del debate íntimo del personaje que siendo prototipo del egoísta amoral, pasa por fuerza de las circunstancias a convertirse en líder protector de sus tristes compañeros de penurias en un período de su vida que recordará obtenida la libertad y que, en una elocuente escena final, limpiará drásticamente, emprendiendo una nueva vida con retorno a su dudosa moralidad.
Sally nunca fue tan buena persona como cuando estuvo, pendiente de un hilo su vida, en el campo de concentración de Sachsenhausen.
Uno de los aspectos que más me atraen del cine es la engañosa facilidad con que a través de lo que venimos a llamar "caligrafía cinematográfica", un director, un buen director, nos cuenta algo.
Sólo con su talento empleado en la elección del objetivo de la cámara, la iluminación, el movimiento, el ángulo, sin otro artificio más que un intérprete representando un personaje, la mayoría de las ocasiones sin apenas diálogo.
Ni diálogos ni efectos especiales.
A pelo. Sólo cine.
Lo llamaremos, si les parece, Escenas Sin Diálogo.
Empecemos con una elección fácil, recurrente, del Gran Director Sir Alfred Hitchcock, que seguramente repetirá en esta nueva sección dedicada al cine más despojado de elementos.
Sin duda, vista la escena, resulta elemental; pero si la vemos detenidamente, observaremos una serie de detalles (recordemos que en el buen cine, nada se deja al azar) que conforman un todo que acaba en ese grito ahogado por el miedo, el terror y la angustia personificados por la excelente actriz Jessica Tandy. Vean, por ejemplo, como corre retorcida por el pánico. Fíjense. Disfrutenla otra vez.
Stan tenía un tío que le apreciaba mucho. Tenía fe en el muchacho, a la sazón de 27 años de edad, con una mente lúcida y un bolsillo esquilmado por una aventura que siempre procuró mantener oculta. El chico, precoz, ya estaba casado en segundas nupcias, con una bailarina, Ruth, a la que amaba.
Stan tenía una idea. Pero necesitaba 40.000 dólares para empezar. En 1955, esa suma era una fortuna; pero el tío Morris apreciaba muchísimo a su sobrino predilecto y gozaba de una holgada situación económica gracias a su profesión de farmaceutico, así que le dio la pasta, el dinero.
Davy es un joven de 29 años, demasiado mayor ya para ganarse el sustento con lo único que sabe hacer: dar puñetazos y encajarlos; es un boxeador profesional; mejor dicho, lo era.
Unos pocos días después de su última pelea, Davy está en la estación de tren aguardando a que den la señal de partida al ferrocarril que le llevará de retorno a la granja que en Seattle tiene su tío, único pariente que le queda. De pie entre la gente que va y viene, Davy espera; aguarda la llegada de una chica con la que piensa iniciar una nueva vida.
La voz en off de Davy (así se inicia la película ideada por el joven Stan y patrocinada por Morris, el farmaceutico) nos lleva en sus recuerdos, en primer término, a la soledad de su cochambrosa habitación en la que veremos el espejo rodeado de fotos familiares, espejo donde el joven se mira interrogándose a sí mismo en silencio acerca de su pasado, su presente y su incierto futuro: es consciente que está acabado como boxeador.
En la ventana de enfrente, cabe el edificio colindante, Davy observa como la joven Gloria se arregla para salir. Coinciden en la calle y Vincent, que espera en su descapotable a Gloria, se muestra celoso, pensando que salen juntos de la misma portería. Gloria trabaja para Vincent como bailarina de alquiler en la típica sala de baile para solitarios sin pareja; Vincent la desea apasionadamente. Y calma sus celos obligando a la chica a ver en la televisión la retransmisión del combate de boxeo en el que Davy acabará derrotado.
Tratándose de la segunda película fruto de la pasión del joven Stan, uno no puede menos que sorprenderse por la excelente calidad de la fotografía en blanco y negro reluciente, casi con la marca del neorrealismo europeo, tanto como el uso de la cámara en el combate, con el original ángulo de la cámara subjetiva que nos ofrecerá la visión de Davy de la debacle y un montaje ulterior que refuerza las imágenes de forma sobresaliente. El joven Stan podía carecer de dinero, pero, desde luego, su tío Morris acertaba al creer en su talento.
La historia que sustentaba la película también era fruto de la enfebrecida mente de Stan, seguramente con la clara intención de ahorrarse gastos. Economía que se traslada también al rodaje en las calles de un Nueva York del año 1955 retratado desde lo alto de una escalera de mano, de una azotea enorme o de la parte trasera de una camioneta, siempre buscando el ahorro, rodando sin permisos municipales pero con mucho, mucho, talento, una imágenes que mantienen, como no, esa autenticidad que da la "cámara secreta" mientras sigue a la heroína en medio del tráfico rodado y los peatones sin rumbo fijo, ajenos todos al rodaje.
El ahorrativo Stan dirige, filma, ilumina y monta las escenas surgidas de su propia cabeza en la que ya apuntan ideas originales, conceptos visuales sencillos y detallistas, minuciosamente dotados de fuerza. El uso de la iluminación y de las sombras; los espejos que ofrecen la vista de dos minúsculas habitaciones a un tiempo, ventanas tan próximas que parece tengan la misma cortina, permiten a Davy observar como el rufianesco Vincent, rechazado por una ambigua Gloria, la maltrata; Davy se lanza escaleras arriba para entrar, azotea por en medio, al edificio contiguo, donde consolará a Gloria.
Son dos perdedores: él, boxeador noqueado y vencido por el inexorable paso del tiempo, piensa irse a la granja de su tío; ella, bailarina de alquiler, forzada por la necesidad, también vende su hastío vital para sobrevivir. En una escena semi-onírica, un flashback dentro de un flashback, donde veremos únicamente a una bailarina ejecutando una coreografía de ballet clásico en un sombrío escenario sin público (la bailarina, también por ahorrar y en parte por amor, es la propia esposa de Stan), la voz en off de Gloria nos contará las desventuras de su azarosa vida familiar y su determinación por salir adelante. Ambos son unos desarraigados que anhelan cambiar el curso de sus vidas.
Los celos endemoniados de Vincent y sus costumbres de rufián complicarán las cosas cuando la pareja pretende largarse de la metrópoli, dando un giro la narración que se adentra en el pesimismo del cine negro habitual de la época, demostrando Stan que conoce los resortes de su cámara perfectamente en una persecución a campo abierto en las inmensas terrazas de los altos edificios, así como domina la acción básica en una lucha donde las armas pueden ser cualquier cosa, sin la típica coreografía preciosista pero con una brutalidad y un ánimo de herir al adversario perfectamente rodados, con una naturalidad asombrosa en gente no especialista en la materia, ofreciendo una rotundidad que sólo veremos en grandes películas donde la acción es un elemento más del todo y no su único fin.
Hasta hace muy poco desconocía esta "segunda primera película" y, aunque ciertamente está muy lejos de ser considerada como una gran película, su duración, apenas poco más de una hora, con una concisión muy encomiable -aunque probablemente fruto del afán ahorrativo- y un trabajo realmente sobresaliente de fotografía y montaje, otorgan a El Beso del Asesino (Killer's Kiss, 1955) un lugar importante en la cinematografía de su época. El hecho que su director, el joven Stanley Kubrick dirigiera en los siguientes 44 años once películas más, algunas de gran renombre, ha representado sin duda un obstáculo para el mayor reconocimiento de esta película que su propio director consideraba como su ópera prima, habiendo destruido él mismo su anterior primer largometraje (del que parece hay alguna copia bien custodiada en algún museo). Muy recomendable su visión haciendo un ejercicio fácil de olvidarse de todos los nombres, buscando una ecuanimidad que permita disfrutar de ella, porque a buen seguro que, siendo otro su director, igualmente merecería el tiempo que se le ha de destinar por el cinéfilo consecuente.
Nacida en pleno barrio de Brooklyn en febrero de 1905, Thelma Ritter tuvo que aguardar hasta 1947 para disfrutar de una oportunidad de trabajar como profesional en el cine.
Su carrera fue fulgurante y prolífica, hasta su repentino fallecimiento con apenas 66 años.
Decir que fue un descubrimiento tardío es definir a una grandísima actriz que, empezando en el cine a los 42 años, consiguió que los grandes directores confiaran en ella para dar personalidad a esos caracteres secundarios que enriquecen cualquier escena en la que aparecen:
A Letter to Three Wiwes (1949)
All About Eve (1950)
Consumada ladrona de escenas, sus méritos son indudables cuando comprobamos que fue nominada por seis veces al Oscar, aunque nunca lo consiguió, por azares hollywoodienses, coincidiendo en tal característica con la gran protagonista Deborah Kerr; podemos verlas juntas en la siguiente escena:
The Proud and Profane (1956)
Birdman of Alcatraz (1962)
Sin duda, una de las más grandes secundarias del cine estadounidense, una actriz capaz de hacerse entrañable de forma auténtica, dotada de una naturalidad aún ahora moderna.
Esa por muchos años ficticia dirección es sobradamente conocida por todos lo amantes de la novela policíaca o con más precisión, detectivesca: allí residen, para toda la eternidad, el Dr. Watson y su famoso amigo Sherlock Holmes, hijos de la pluma del famosísimo Sir Arthur Conan Doyle.
El arquetípico Holmes aparece en un sin fin de películas y series de televisión en las que, acompañado de su inseparable Watson, escudriña con tenacidad los escenarios de diversos crímenes y aplica una sagaz inteligencia para deducir infaliblemente el misterio a resolver, hallando siempre al culpable.
¿Siempre? Siempre, no.
Admirador confeso de las aventuras de Sherlock Holmes y el Dr. Watson, Billy Wilder , con la colaboración habitual de I.A.L. Diamond decidió que ya era hora de rodar una película de Holmes sobre Holmes y para ello ambos escribieron el guión de La Vida Privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), destinada en principio a ser ofrecida en la televisión en formato de serie de gran calidad.
Según contó el propio Wilder, que ya debería andar meditando la historia, la idea final le surgió al escuchar una notable composición de Miklós Rózsa, excelente, en la que el violín tiene gran importancia. No está de más refrescar la memoria para recordar que Sherlock Holmes es un violinista aficionado, acudiendo a la música en sus ratos de aburrimiento intelectual, cuando no hay caso a resolver a la vista.
Wilder nunca pretendió rodar una película que contara una de las varias aventuras de los inquilinos del piso de la calle 221 B de Baker Street. La aventura existe: hay una investigación que ambos, Holmes y Watson emprenderán, pero no deja de ser un "mcguffin", un pretexto: lo que de veras interesaba a Wilder era, basándose libremente en los relatos de Sir Arthur Conan Doyle, escudriñar en la compleja y poco explicada personalidad de Sherlock Holmes y su relación con el resto del mundo.
Sin dejar de lado el cuidado del relato de la aventura detectivesca que, ciertamente, no alcanza el nivel de las contenidas en los relatos originales, Wilder se dedica con suma atención a mostrarnos su visión del personaje, ampliando los detalles que su autor literario fue dejando, a retazos, en el conjunto de las obras.
Ya en la primera secuencia Wilder nos coloca un aviso visual del desprecio que por la lógica hallaremos en toda la película, un desprecio no ofensivo pero sí voluntariamente distanciador de la lógica que impera en todas las aventuras de Holmes, lógica que suele aparecer radiante al término de las pesquisas, resultando fácil y preclaro el misterio una vez el protagonista nos explica su itinerario deductivo.
En esa primera secuencia, una voz en off del Dr. Watson nos acompaña mientras, pasados ya cincuenta años de su fallecimiento, se procede a abrir una caja metálica custodiada en las arcas de Cox & Co., banqueros de Londres. El aviso visual de Wilder es la cantidad ingente de polvo que cubre la serie de utensilios contenidos en la caja sellada y custodiada por el banco, polvo totalmente ilógico. Es pues una historia inventada, no real, lo que veremos a continuación. No tiene porqué ser lógica, no tiene porqué ser "verídica".
Además, Wilder usará dos elementos también visuales para alejarnos del realismo: lentes focales suavizantes, muy al uso en la época de los 70 del siglo pasado en la fotografía artística, como un velo entre el espectador y lo que ve en pantalla, y un cuidadísimo y exagerado maquillaje que nos presentará a un Holmes como una figura de cera del Museo de Madame Tussaud.
Para reafirmar esa sensación de alejamiento con el personaje novelesco, y por si quedaran dudas de la intención de Billy Wilder, los primeros diálogos entre ambos protagonistas dejan claro que Watson, relator de las andanzas de su amigo, se ha tomado una serie de libertades y licencias "artísticas" que son denostadas por el propio Holmes, de forma cómica, quejándose de tener que vestir de la forma en que la figura se ha hecho famosa, usando el ridículo sombrero y fumando en la reconocible pipa de espuma de mar, ya que la gente espera verlo siempre de esa guisa. Un personaje "real" prisionero de un personaje "ficticio" que ha devenido en popular, apuntando arteramente Wilder la diferencia entre lo que la gente espera y lo que realmente es Holmes.
Para representar a "su" Holmes, Wilder contrató al excelente actor Robert Stephens y su amigo y compañero de fatigas detectivescas, el Dr. Watson, recayó en el eficaz Colin Blakely ; británicos ambos y muy adecuados a los personajes.
La historia girará entorno a una investigación iniciada con la aparición de una mujer, Gabrielle (Geneviève Page), en los aposentos de los dos solterones Holmes y Watson, pero las pesquisas servirán principalmente para ir dibujando, de forma certera e implacable, la personalidad de Holmes y de Watson, y la relación de amistad entre ambos, pese a su distinta forma de entender la vida.
La introspección de Holmes, su incapacidad para resistir momentos de abulia, su debilidad para resistir el aburrimiento, su ambigüedad sexual y su misoginia declarada y de origen desconocido, planean sobre la historia con más fuerza que el desarrollo de la aventura de investigación.
El ambiente de la Inglaterra victoriana está muy logrado y la habitual precisión de Wilder en el lenguaje cinematográfico es notable incluso si tenemos en cuenta que el gran Billy abominó de la película que podemos ver, ya que, en realidad, tan sólo veremos aproximadamente dos tercios de las escenas rodadas: lo que fue concebido por Billy Wilder como una historia de más de tres horas de duración se redujo, al presentarla directamente en las pantallas de cine, a unas dos horas aproximadamente, dejando en la ignorancia una serie de momentos que abundan, seguramente, en la descripción de la emblemática figura del maestro de detectives Sherlock Holmes.
El iracundo Wilder, que ya sabemos solía hablar sin tapujos ni cortapisas, lo dijo muy claro, cuando se le preguntó si no le parecía demasiado larga una obra de más de tres horas: "Larga, larga, todos encuentran la película demasiado larga, pero nunca nadie halla demasiado larga ni su vida ni su polla" Seguro que estaba muy enfadado.
Sea como sea, el resultado final es una película de Billy Wilder, con su ironía habitual, su destreza, y, probablemente, la película de Sherlock Holmes en la que mejor retratado está el personaje, aun cuando se rompan muchos de los esquemas que los aficionados a leer sus aventuras tengan en su imaginería particular.
Con apenas diecisiete años Judy Garland protagonizó la película The Wizard of Oz.
Una película difícil en su rodaje, sometida a continuos cambios y en la que intervinieron hasta tres directores; parece que fue King Vidor el que se hizo cargo de filmar una canción que para siempre jamás acompañó a Judy Garland en su muy azarosa -y corta- vida, canción escrita expresamente para la película y que la jovencita Judy interpreta de forma inolvidable:
Las relaciones entre ambos sexos han originado no pocas historias de distinto tipo: comedias, melodramas, tragedias, etcétera.
Ante la necesaria -y justa- igualdad de derechos, que en ocasiones pretende un igualitarismo con resultados sorprendentes, no hay más que mantener una cómoda charla para comprender que, por suerte o por desgracia, son bastantes las diferencias entre hombres y mujeres, más allá de las meramente físicas.
Quitemos hierro al asunto y en ejercicio de una complicidad masculina, relajemos nuestro ánimo y adornemos el rostro con una sonrisa, al ver un cortometraje rodado en México pero que, por la historia que cuenta, será seguramente aplaudido por varones de cualquier parte que asentirán con leve movimiento y guiño cómplice a un amigo.
El otro día el amigo Marcbranches glosaba en un comentario las virtudes del actor Phillip Seymour Hoffman a lo largo de una carrera que, por la edad del actor, promete depararnos grandes momentos.
Este comentarista no pudo menos que estar de acuerdo con Marcbranches, cosa que, por suerte, no ocurre a menudo, y remarcó la facilidad de expresión interpretativa de Hoffman a base de los microgestos.
Requerido que fui a fin de ampliar el concepto, hete aquí que intentaré explicar lo que, por lo menos yo, entiendo por microgestos.
Los intérpretes profesionales se supone que han estudiado en alguna academia donde han aprendido la técnica interpretativa, bien sea por el método Stanislavski bien sea por cualquier otro. Y se supone que aprenden a expresar su arte condicionado a los diferentes espacios en los que se desarrolla.
No es lo mismo actuar en una sala de teatro que ante una cámara; en el teatro, hay espectadores en la primera fila, a escasos metros (a veces palmos) del intérprete, pero también hay espectadores que pueden estar a casi 50 metros de distancia, con el añadido de todos los elementos escénicos y el público mismo como añadido obstaculizador entre intérprete y receptor de su actuación. Y se interpreta para que todos, de la primera a la última fila, disfruten del espectáculo. Ello conlleva una dicción más lenta, tratando de vencer las leyes del sonido evitando que las palabras se atropellen con la distancia, y, además, el gesto debe ser ampuloso, muy marcado, para que se perciba bien en la distancia. No es lo mismo ver una pieza sentado en la primera fila que en la última. Pero todos pagan su entrada.
El buen intérprete de teatro debe ser capaz de llenar la sala con su gesto y su voz. La costumbre de estos tiempos de permitir que algunos actores de teatro se sirvan de micrófonos inalámbricos es una vergüenza consentida por un público que renuncia a sus derechos más elementales en favor de famosillos y populares de tres al cuarto que no sirven para nada: acabaremos permitiendo que incluso la ópera se cante en playback, al paso que vamos. Triste.
En la televisión, en el cine, el espectador, para el intérprete, es sustituido por la cámara. La actuación es distinta: debe serlo, ya que el medio es totalmente diferente; no hay continuidad temporal: en ocasiones, por motivos logísticos, se rueda una escena que en la historia ocupa un lugar o muy anterior o muy posterior a la que sigue en el orden del rodaje. Además, el intérprete no "siente" la respuesta del público con la inmediatez del directo escénico. No tiene lo que se define con la palabreja "feedback": no hay retorno emocional. Es más difícil mantener la psicología del personaje. Y la cámara-espectador está siempre en primera fila: es decir, que se deben eliminar los gestos ampulosos, la voz engolada y lenta, y el gesto corporal debe adecuarse a una corta distancia.
Todo esto, y más, lo explica de forma sobresaliente uno de los mejores actores de la actualidad, Michael Caine, en unos vídeos del que podemos ver el primero de seis:
Mirar, no parpadear, escuchar, forman parte de la actuación, y son quizás la parte más difícil; y hay que hacerlo con sencillez.
Caine nos cuenta una anécdota del gran George Cukor con Jack Lemmon: Cukor le pide a Lemmon que no sobreactúe: menos, le dice, menos, baja, y Lemmon le responde: ¡pero ahora no hago nada! ¡Lo tienes! le dice Cukor, que pasa por ser un gran director de actrices pero que ha conseguido nada más y nada menos que cuatro Oscar para cuatro actores protagonistas de sus películas.
El microgesto es pues la suma de movimientos mínimos de expresión que la cámara siempre recoge y el proyector amplifica en la gran pantalla. Un intérprete de cine no tiene porqué enfatizar de forma exagerada y gesticulante para dar vida a "su" personaje.
Casi todos los buenos intérpretes son capaces de expresarse a base de microgestos; pero algunos, si no tienen un buen director que les marque el camino, olvidan que están ante la cámara y sobreactúan, llevados por su divismo y retornando a los tiempos en que aprendían interpretación en su academia, olvidando que no están en un teatro. El espectador avisado se impresiona más por la labor contenida de aquellos que, casi siempre, aunque el director de la película no sea un buen director de intérpretes, que los hay, como por ejemplo Woody Allen, buen director y buen guionista pero pésimo actor y director de intérpretes, aquellos, digo, saben contenerse y ofrecer una naturalidad aplastante, lo más difícil para cualquier intérprete, que, cuando dan la última voz de ¡corten! del día, vuelve a ser otra persona hasta el día siguiente.
Veamos algunos ejemplos:
En Glengarry Glen Ross, veamos a un actor tan poco reconocido como Alec Baldwin luciéndose, aprovechando sus líneas y dando profundidad e intención a las mismas con una sobriedad y elegancia inusuales; aguantan el tipo, recibiendo el "chorreo" Ed Harris, Alan Arkin y el gran Jack Lemmon, sin desmelenarse nadie.
En la misma Glengarry Glen Ross, vemos al cada vez más divo Al Pacino gesticulando, mientras Kevin Spacey le da réplica aguantando el tipo con sobriedad.
El caso de Al Pacino es para mí paradigmático, como ya habrá notado el asiduo lector de este bloc; un buen actor al que la fama y el éxito le han llevado por un camino lleno de gestos excesivos y descontrolado, probablemente porque ningún director se atreve a corregirle dado el status de estrella que arrastra desde que triunfó en El Padrino, donde, dirigido por el gran Coppola, podemos verlo en sus inicios, demostrando que sí sabe interpretar interiorizando su miedo y su ira:
Si hay un actor vivo capaz de ser más histriónico que el gran Jack Nicholson este comentarista no sabe quien pueda ser. Pero cuando Jack se pone serio, con la idea de dejar en ridículo a alguna estrellita relumbrante, pasa lo que pasa en la película A few good men:
El gran Jack llenando la pantalla con su airada respuesta, sin moverse de una silla, sin alzar una mano, frente a un afectado Cruise que necesita gesticular y moverse como un pavo real para expresar la indignación que siente su personaje.
De vez en cuando, el afortunado espectador puede gozar de escenas en las que dos monstruos de la interpretación, con apenas unos movimientos, simplemente moviendo los menos músculos faciales, consiguen expresar una condición humana compleja donde las haya:
En Mystic River, Tim Robbins y Sean Penn nos dan una lección de interpretación: sentimientos profundos, amor, ira, miedo, expresados sin grandes aspavientos de forma magistral:
Me doy cuenta ahora que, pese a haber intentado un lenguaje políticamente correcto, no hablando de actores ni actrices, usando el genérico intérpretes, no he ofrecido ninguna actuación femenina de renombre, que las hay, tantas como masculinas.
Como muestra, una de las mejores actrices contemporáneas, Meryl Streep, demostrando cómo con gran economía de gestos se puede aflorar el sentimiento de un corazón roto en Los Puentes de Madison:
No me puedo olvidar de ofrecer una gran actuación de quien ha originado todo este tinglado -no, Marcbranches, tú no- el excelente Hoffman, aquí acompañado por el también muy buen actor John Hurt que, salvo excepciones (vease el truño de Indy 4) suele regalarnos con muy buenas interpretaciones.
En Owning Mahowny, Hoffman es un adicto al juego y Hurt el dueño del casino que, con mucha flema, sabe que acabará arruinando a su jugador "vip":
Y cerraremos este comentario con la explicación que, de modo cinematográfico, resume mucho mejor que mis pobres palabras el sentido de lo expresado.
En su película El viaje a ninguna parte, Fernando Fernán Gómez, uno de los mejores actores españoles, muestra perfectamente la diferencia de la gesticulación entre el teatro y el cine:
Espero que, por lo menos, te haya entretenido, Marcbranches.
Resultaría muy difícil nombrar una película de cierto éxito que no albergue, dentro de su elenco de intérpretes, una muestra del buen hacer de los llamados en castellano "secundarios"; incluso en una película como Sleuth en la que brillan dos grandes actores, hay un personaje secundario, clave en la trama, interpretado por Alec Cawthorne.
En inglés la denominación es más justa para con ese grupo de intérpretes, tanto actrices como actores, que, en muchas ocasiones, ayudan perfectamente a "soportar" el peso de una narración, ofreciendo el perfecto contrapunto al trabajo de los intérpretes principales, estrellas de la función.
Si damos un vistazo a los premios Oscar, como paradigma, veremos que el trabajo de los intérpretes de soporte no se reconoció hasta bien pasados unos años de la primera convocatoria. Y después, comprobaremos cómo la dorada estatuilla ha ido a parar por ese concepto a intérpretes de primera fila que, ocasionalmente, o bien ya en el ocaso cronológico que no cualitativo de su carrera, acceden a dar cuerpo a personajes secundarios en la trama de una película.
Por eso se me ha ocurrido que, de vez en cuando, podríamos recordar el trabajo de esos magníficos intérpretes, quizá no capaces de aguantar por sí mismos un papel protagonista, pero sí brillar de forma especial en esas pocas escenas en que aparecen.
Algunos habrán ganado un Oscar por su labor; pero otros han quedado injustamente relegados, cuando no olvidados, pese a que sin su intervención muchas películas perderían interés.
El irlandés William Joseph Shields, más conocido como Barry Fitzgerald fue uno de esos grandes actores; después de haber trabajado con Hitchcock en Inglaterra, fue requerido por John Ford y emigró a los USA, donde desarrolló la mayor parte de su carrera como secundario y experto ladrón de escenas, interpretando toda clase de personajes.
En The Amazing Mrs. Holiday (1943) es un marino que dará soporte a la labor de la protagonista en su empeño de proteger a ocho huérfanos, al tiempo que la apoya moralmente.
Por su trabajo en Going My Way (1944) , donde interpreta a un anciano sacerdote, consiguió el premio Oscar, merecidamente, aunque no tuvo dificultades para sobrepasar la calidad del protagonista. Tanto, que en realidad su trabajo mereció ser nominado también como actor principal. La Academia de Hollywood, desde aquel día, cambió las normas para impedir que volviera a suceder.
En 1952, cumplidos ya los sesenta y cuatro años, Barry Fitzgerald realizó la que para este comentarista es la mejor de sus creaciones: la del simpático, valiente patriota y borrachín casamentero Michaleen Oge Flynn, habitante inolvidable de la maravillosa Innisfree :
En su postrera actuación, el simpar Barry personificaba al hombre más viejo del planeta, en una agridulce comedia de aires irlandeses, Broth of a Boy (1959)
Merecedor sin duda el pequeño Barry de encabezar la lista de grandes secundarios a recordar.
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