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dimecres, 29 de novembre del 2017

Una novela, tres películas: ( IV ) 1981 The Postman Always Rings Twice





Si tenemos en cuenta que hasta 1981 todas las versiones de la novela de James M. Cain se habían rodado en blanco y negro, podemos admitir que la posibilidad de recrearla en color es plausible, máxime cuando, por fin, el dichoso código Hays ya se había eliminado del todo. Su sustituto es harina de otro costal y vamos a dejarlo así de momento.

Hay otro factor a considerar aunque es cierto que obedece a conclusiones subjetivas de quien suscribe: tengo para mí que Jack Nicholson, amante del buen vino, el cine negro y las mujeres había leído la novela de Cain por lo menos tres veces, tantas como había visto la película de Tay Garnett -o más- y de repente le llega el macutazo que algún trío de novatos está rodando -o preparando el rodaje- de una versión libre de Double Indemnity, que acabaremos conociendo con el título de Body Heat (Fuego en el cuerpo) que ya comentamos hace tiempo aquí ¡y resulta que a él, el gran Jack, el héroe cinematográfico del momento, ni siquiera se lo han propuesto!

Ello, unido a las ganas, hace que llame a su colega del alma Bob Rafelson (con quien ha rodado ya en aquel momento cuatro películas y en este momento, siete, en total) y le debe decir: Bob, ha llegado el momento de rodar una nueva versión de The Postman Always Rings Twice, y yo voy a ser el protagonista y tú la vas a dirigir, tío, que me caes bien y te tengo confianza, porque vamos a cargar las tintas: ¿conoces algún guionista que sepa aprovechar esa novela?¿Qué tal David Mamet Ah, oye, no se lo digas a Anjelica, pero ¿te parece que Jessica Lange, daría el tipo para Cora? Que sea cosa tuya, ¿eh? yo luego le digo a Anjelica que le he conseguido el secundario de la del medio, ¿vale?

Lo que está claro es que Jack, cuatro años más tarde, rodaría junto a la protagonista de Fuego en el cuerpo, Kathleen Turner, la película El honor de los Prizzi, que también comentamos aquí . Yo, como cinéfilo diletante, aseguro que Jack, vista Body Heat, hubiese preferido a la Turner para ocupar el lugar de la Turner. Ya me entienden, ¿verdad?

Esta versión de la novela de Cain, de las tres que he podido ver, es la única que mantiene los nombres de los personajes creados por el novelista, amén de la condición de inmigrante griego del marido, Nick Papadakis, pero no por ello deja de introducir novedades y olvidar aspectos de la trama: naturalmente, en la trasposición de una novela al cine el guionista no tiene porqué respetar al cien por cien el texto original, pero uno esperaría que un tipo como David Mamet hubiese realizado un trabajo más fino, puestos a enmendar la plana a todo un clásico archiconocido.

Así como en la anterior versión, rodada casi cuarenta años antes, los responsables de la película debían tener en cuenta unas rígidas normas especialmente en lo referente a la sexualidad, en 1981 el cine era un hervidero de escenas eróticas a cual más atrevida y la desnudez era casi un elemento obligatorio, en muchas ocasiones sin venir a cuento. Podríamos decir que no es el caso en la novela que venimos considerando en sus apariciones cinematográficas, pero no olvidemos que en el texto original hay mucha sensualidad, mucho apasionamiento, pero ningún detalle, bien porque en aquel momento hubiera significado problemas, bien porque el propio autor lo considerase irrelevante, innecesario.

Lo cierto es que la película de Rafelson permanece ya en la memoria de los cinéfilos que la hemos visto como un ejemplo de excesos eróticos porque mientras se ocupan todos de presentarnos el fornicio en diferentes lugares y modos, se olvidan de ofrecer información interesante relativa a la personalidad de los protagonistas de la trama y descuidan los diálogos, precisamente el arma de Cain para impresionarnos con sus sujetos.

Parece mentira que haya sido Mamet el responsable de un guión que adolece de vulgaridad por donde se le pille, descuidando lo que no puede faltar en el cine negro: la fatalidad, vestida de mujer. Esa Cora que nos presenta Rafelson carece de carácter: únicamente nos creemos su ascendencia sobre Frank porque éste es una especie de animal en celo, alguien que se mueve por puro instinto, rebajando mucho el tono y las cualidades de los protagonistas de la trama y por supuesto evadiendo la conciencia de los hechos y su responsabilidad, apenas apuntada.

Dejando de lado absolutamente el aspecto moral de la trama, Rafelson y Mamet caen presos de una vulgaridad que propicia las escenas eróticas otorgándoles una preponderancia e importancia que no deben tener en una película de este tipo, un supuesto cine negro en el que una fuerza ajena a los personajes les impulsa a acometer empresas inimaginables en sus vidas cotidianas. En esta película, el exceso de elipsis cinematográficas, muy mal usadas, crea confusión: recuerdo que, al verla en su estreno, sin tener en la memoria la de Garnett, vista años atrás en la tele, tuve una sensación de haberme perdido alguna escena, para cuadrarlo todo: vista ahora de nuevo, con todo lo anterior más fresco, sigo percibiendo que falta una continuidad en la película, como dando por sabidas cuestiones que habrán olvidado en el guión.

Si a ello le añadimos que la casi inexperta Jessica Lange se come con patatas al gran Jack, que en ocasiones parece afectado por alguna inspiración desconocida, absorto en sus cosas, hay un cúmulo de desequilibrios en una película que acaba por ser fallida en conjunto, como si más que un rodaje serio se hubiese acometido una fiestorra en la que tampoco falta la escena erótica entre Jack y su novieta Anjelica Huston, todo con una apariencia de "verás que guay queda", muy alejada de lo que se necesita para aprovechar a fondo un texto que no ha pasado de moda todavía. Igual se le ocurre a Keneth rodar una nueva versión, ya puestos en no buscar nada nuevo.

En definitiva, interesante únicamente como contraste y para comprobar cómo, a pesar de la libertad de formas, todavía el apasionamiento escrito por James M. Cain está a la espera de que lo veamos en color con una calidad a su altura.




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dimarts, 28 de novembre del 2017

Una novela, tres películas: ( III ) 1946 The Postman Always Rings Twice




Acabada la guerra, la situación era como sigue: en 1944, la Paramount obtuvo un exitazo con Double Indemnity y al año siguiente, 1945, la Warner triunfó con Mildred Pierce. Los de la Metro-Goldwyn-Mayer se apretaron el cinturón y se hicieron con los derechos de la primera novela del exitoso James M. Cain, por mucho que su atrevido planteamiento ya le hubiera proporcionado el rechazo de la creciente mayoría silenciosa que a ciegas confiaba en el buen hacer de los vigilantes del llamado Código Hays.

La novela, El cartero siempre llama dos veces, seguía siendo un éxito de ventas más de una década después de su publicación y los malditos europeos ya la habían llevado al cine en dos ocasiones, en dos países distintos, por suerte sin palabra entendible, pero probablemente algún productor de la Metro puso sobre la mesa la posibilidad que la muy británica Ealing Studios, buscando temáticas lejanas de la guerra, decidiera filmar su propia versión y la cosa se aceleró.

Carey Wilson era un veterano cineasta curtido en labores de guionista y productor y recibió el encargo de llevar adelante el rodaje de la primera versión estadounidense de The Postman Always Rings Twice (El cartero siempre llama dos veces) y para ello recabó la presencia de su viejo conocido Tay Garnett, tan veterano como él mismo, no en vano se conocieron como guionistas ambos en el lejano 1922, pioneros del cine mudo conocedores del arte cinematográfico desde todos los rincones.

La cuestión era representar la novela y pasar la vigilancia censora y para ello Wilson se trajo a Harry Ruskin y a Niven Busch, ambos también bregados en muchas lides y visto el resultado, uno tiene la sensación que aprovecharon las mayores coincidencias con la novela en cuanto a las concesiones moralizantes del relato, no en vano según el hipócrita código Hays podían representar adúlteros siempre que su mala conducta tuviese el correspondiente castigo.

Dada la archiconocida sensualidad dimanante de la novela, qué mejor que elegir una pareja protagonista icónica de la belleza, tanto femenina como varonil y en aquel momento Lana Turner y John Garfield gozaban de una popularidad incuestionable, así que la elección resultó fácil.

El tándem Wilson & Garnett tampoco se atiene a la literalidad del texto de John M. Cain: ya de inicio se observa una pulcritud en el vestir que llama la atención: en lo que hace a la Cora Smith incorporada por la Turner, su presencia es atildada, elegante, diría que impropia para la esposa del dueño de un merendero gasolinera en la soleada California de la posguerra y Frank Chambers desde luego no parece un vagabundo, con su americana y su camisa descendiendo de un coche que amablemente le ha llevado de un lugar a otro en autostop: ni hablar de viajar oculto debajo de mercancías en un camión, sucio, andrajoso. El tirón mediático de ambos protagonistas parece obligar a la Metro a presentarlos lo mejor posible atendidas las circunstancias y ello, vista la película tantos años más tarde, sin el efecto del tirón, deviene en defecto: Cora está magnífica, desde luego: demasiado guapa, diría. Claro que, así, nadie duda que Frank caiga locamente enamorado de ella, por mucho que sepa que está casada con Nick Smith (interpretado por Cecil Kellaway) que de griego no tiene nada y de cantante tampoco y además presenta unas circunstancias que le alejan del prototipo creado por Cain, seguramente porque Garnett pretende difuminar un poco lo que va a ocurrir.

El relato coincide formalmente con la novela en el uso de una voz en off del protagonista masculino apuntando sensaciones y pensamientos ocasionalmente pero desecha el planteamiento de la ilicitud de los actos en los diálogos de la pareja, rehuyendo la consciencia culpable adherida al apasionamiento carnal, seña identitaria de los personajes, en cierto modo dulcificados tanto por su vestuario como por la forma de filmarlos, incidiendo más esta versión en un enamoramiento irresistible, una relación que mantiene un hálito romántico, aunque no desdeñan jugar al límite de lo permitido, motivo por el cual en España tardó en estrenarse y parece que fue en el televisor y así, puedo decir que la vi de estreno....

En esta película la figura de la mujer fatal, la que lleva consigo la fatalidad, la que domina al hombre para conseguir su propósito sin importarle las consecuencias, está considerablemente dulcificada: persiste, cómo no, la voluntad de Cora Smith de obtener la libertad y el precio a pagar es alto y pretende que su enamorado Frank la ayude: pero hay en su actitud una cierta vacilación que no llega a alcanzar el sometimiento compartido a la fuerza del destino pleno de consciencia de los actos cometidos, un sentimiento de la culpa que no busca redención pero permite entender que la pasión ha podido más que la razón. Esa Cora Smith se nos aparece decidida, no en vano es ella la que llama la atención de Frank mediante un subterfugio muy femenino que se repetirá mucho más tarde en opuesta circunstancia (detalle de Garnett, por descontado, muy cinematográfico) y uno piensa que podría haber elegido a cualquiera como servidor de sus fines, porque la soledad de Frank, su hambre de mujer no se nos ha presentado debidamente y bien podía apartarse: hay quizás demasiada elegancia en ella y demasiado comedimiento en él, aunque luego las apariencias suben el tono y vamos entrando en materia, lentamente, cuidadosamente, como vigilando al vigilante.

Como era habitual en la época, el elenco está trufado de buenos secundarios: la composición de Kellaway como Nick es muy buena (aunque alejada del original) y la presencia de Hume Cronyn como el Abogado defensor también tiene su importancia, no en vano ambos actores sabían lo que hacían y ello redunda, en definitiva, en mejorar el conjunto, que deja, tantos años después, una sensación de haberse quedado un poco a medio camino, guardando las formas en exceso, faltando un poco del excelente ritmo narrativo de la novela: es curioso, porque la pieza de Garnett se limita a un metraje más contenido y sin embargo tiene una sensación de lentitud en el desarrollo de una trama que finaliza con una moralina semejante a la de la novela pero sin la sensación de que todo se ha producido por la fatalidad como contrapeso al apasionamiento de los protagonistas, añadiendo los guionistas unas frases alusivas al título que acaban por sonar artificiosas.

La falta de tensión de esta película no le resta valor en conjunto pero sí la aleja de la consideración de cine negro en mi particular aprecio de la circunstancia de la fatalidad ominosa como requisito indispensable y aquí uno acaba teniendo la sensación de la mala suerte, pero no de un destino maldito.

Aún así, imperdible muestra de un cine bien hecho, apoyado en un guión trabajado teniendo en el horizonte la línea censora marcada y unos actores que saben transmitir pasiones, dudas y renuencias con claridad, sin que haya en realidad ningún personaje que consiga la empatía necesaria para ponerse a su lado, aunque, eso sí: ¡que guapa está la Turner!







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dilluns, 27 de novembre del 2017

Una novela, tres películas: ( II ) 1943 Ossessione




La evidente sensualidad de los protagonistas de la novela de James M Cain produjo la inusual eventualidad que la pieza fuese llevada a la pantalla de cine en primer lugar en una Europa que estaba todavía cociendo una contienda pero gozaba de mayor libertad y fue en Francia donde Pierre Chenal dirigió un elenco encabezado por Michel Simon como el marido Nick en una película titulada Le dernier tournant que ha resultado imposible hallar.

Ello nos lleva a 1943, cuando un joven italiano dirige su primera película adaptando la novela de Cain.

Dado que la adaptación es bastante libre, también el título será diferente: Ossessione, a pesar de no constar en los títulos de crédito, con toda seguridad para evitar derechos de autor, bebe directamente en la fuente próvida de Cain tamizada por el ambicioso Luchino Visconti que, ya en su ópera prima, revela algunas claves de la que será una filmografía conocida del siglo XX.

Visconti se rodea de amigos: Mario Alicata, Giuseppe de Santis y Gianni Puccini, todos ellos guionistas en sus inicios, para presentar la trama ideada por James M. Cain trasladada a una Italia que estaba en plena contienda: una película de pasiones y crímenes para una sociedad convulsa, una trama aderezada con detalles dotados de una intención que probablemente pasarían desapercibidos pero que posiblemente acabaron por obstaculizar su estreno en España, pues no consta, salvo emisiones en televisión mucho más tarde.

Desde el primer momento, Visconti es consciente de lo que tiene entre manos: un diamante en bruto al que pulir y tallar ofreciendo las facetas que interesan al director y guionista: la gran ventaja del autor es que controla todos los aspectos de la película y por lo tanto sabe perfectamente qué es lo que busca y lo que quiere ofrecer: afortunadamente, Visconti, ya desde su primera autoría, conoce los resortes cinematográficos necesarios para llevar a buen fin su idea.

En un blanco y negro propio del neorrealismo italiano, Visconti se apoya en tres estupendos intérpretes para contarnos la trama: en substitución de la deseada Magnani, muy ocupada en otras películas, Luchino tiene la suerte de contar con Clara Calamai para llenar de sensualidad al personaje de Giovanna, una mujer que se declara mal casada con el bueno de Giuseppe, hombre maduro interpretado por Juan de Landa cuya voz de barítono seguramente colmó de dicha a James M. Cain, no en vano así crea al griego Papadakis, mientras el que la escucha y mira es el apuesto Massimo Girotti al que Visconti retrata con mucho mimo.

Hay una cierta carnalidad en la atracción inmediata que siente Gino por Giovanna, ella dándole cuerda sin dejar de advertirle del peligro que su relación encerrará: son reiteradas las advertencias que ella proclama avisando de la posible influencia maléfica de su potente deseo, voces caídas en oídos sordos a la razón, pues Gino, trotamundos, pillastre en busca de fortuna, no puede quitársela de la cabeza: se obsesiona con ella, con su cuerpo, sus caricias, sus besos: ya no es él, ya es su enamorado, su apasionado amante.

Visconti presenta muy bien la diferencia entre los amantes ocultos y el buen marido engañado, el hombre de buena fé que ve en Gino a un camarada, una ayuda para su negocio, un compañero en quien confiar: Giuseppe es un inocente cordero con un fin anunciado. La trama sigue su curso y Visconti introduce una novedad, en el personaje de un tipo vagabundo, feriante, que traba amistad con Gino al contemplarlo con otros ojos: su importancia será cabal en el desenlace y desde luego pertenece a Visconti con toda seguridad, porque las escenas que ambos comparten y los modos que usa el actor Elio Marcuzzo no dejan lugar a muchas dudas.

Siguiendo el itinerario marcado por Cain en su novela, Visconti acompaña con su cámara a Gino en su periplo: lo mismo que en la novela, diríase que él, Gino, es el protagonista: pero la fuerza reside en Giovanna, en la mujer que le atrapó un buen día con sus miradas lascivas, luego su piel al tacto y después sus besos prietos, introduciéndose en su mente: Gino clama por su libertad, necesita aire, espacio, incluso una oportunidad, pero, en su interior, nada cambia: Visconti nos muestra un prisionero de sí mismo y su carcelera, paciente, le espera, malhumorada, hasta que su propia pasión envuelve a ambos una vez más, acabando convencidos que el futuro es suyo...

Los cambios que Luchino y sus amigos efectúan en el guión con respecto a la novela no tan sólo no alteran el esquema básico sino que incluso lo amplían y enriquecen con detalles más cercanos a la realidad italiana sin que ello provoque un localismo que obstaculice un clasicismo que sobrevuela fácilmente no ya fronteras: también épocas, porque las relaciones humanas inspiradas por Cain prevalecen y continúan con el mismo peso de la fatalidad punificadora; Visconti ofrece vigorosas imágenes repletas de sensualismo, de erotismo suave y apasionamiento feroz entre los dos protagonistas que siempre son conscientes de sus actos: lejos de ser una pareja adúltera con planes atroces exentos de sentimiento de culpa, en ellos el conocimiento de la maldad de sus hechos es un elemento más de la película y no precisamente desdeñable.

En ello se empareja perfectamente con la prosa originaria, no en vano Cain en su novela rezuma sensualidad sin necesidad de entrar en detalles, basándose principalmente en la fortaleza de la pasión surgida entre la pareja, sin descartar como motivo coadyuvador el ansia de paliar una soledad, una búsqueda de compañía que se inicia sexualmente y se pretende más duradera aunque ese deseo de continuidad no adquiera la misma firmeza en ambos, apuntada la dicotomía precisamente en el enraizamiento que presupone la continuidad o el abandono del medio de ganarse la vida. Visconti en su ópera prima ya apunta maneras y su innata elegancia, sentido del ritmo y uso del sutil movimiento de la cámara refuerzan una trama que exprime totalmente las ideas presentadas por el novelista.

Visconti emplaza la cámara muy bien y la mueve a conciencia en exteriores, luciéndose tanto en el retrato de los amantes en oscuros lechos como en las diversas acciones al aire libre, cometiendo algún desliz por causa de su barroquismo pero teniendo buen cuidado en elegir un tipo muy concreto de automóvil para cumplir con una lógica visual a tener en cuenta, detalles propios de quien hace de la minuciosidad norma, aprovechando los recursos cinematográficos muy bien, especialmente para remarcar visualmente algunas escenas.

En lo que hace a la dirección de intérpretes, Clara Calamai realiza un trabajo verdaderamente encomiable, muy contenida en el gesto y a pesar de ello muy expresiva gracias a unos ojos que hablan por sí mismos: es evidente que Visconti la filma con mucha atención y le acerca la cámara sin miedo ni compasión, exprimiendo a fondo a la actriz que dota al personaje de total verismo repleto de sentimientos. Diría que con Massimo Girotti la cámara guarda un poco más de respeto, quizás admiración, y el galán en su apostura cede fuerza expresiva frente a su compañera pero sabe mantener el tipo lo suficiente para no desentonar. Es un descubrimiento para mí tardío Juan de Landa: el motriqués roba las escenas con facilidad reforzando con su bonhomía la del personaje encomendado, prestando gran servicio a Visconti al permitirle de una tacada incorporar un momento musical y un pobre desgraciado que sin duda despierta empatía en el espectador.

Con un metraje de algo más de dos horas que en absoluto se hacen largas, Visconti reformuló y presentó en sociedad la novela de James M. Cain a la chita y callando por ahorrarse unos derechos en época de penurias, sin dejar de lado la convicción que el cine bien hecho traspasa fronteras y barreras y consiguiendo, ya en 1943, conciliar pasión y fatalidad y dejando la conclusión moralizante de la novela para otra ocasión.

Imperdible oportunidad para el cinéfilo que quizás no la haya visto hace tiempo, revisarla después de leer la novela. Si el afortunado, como yo mismo, no la conocía, descubrimiento inolvidable de un clásico del cine negro no tan sólo italiano, universal.











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diumenge, 26 de novembre del 2017

Una novela, tres películas: ( I ) 1934 The Postman Always Rings Twice




Para los amantes del cine negro y también para los lectores acérrimos de la novela negra mencionar el nombre de James M. Cain sin duda despierta buenos recuerdos. Según se dice trató de ganarse la vida como guionista de cine pero la industria de Hollywood de su época no supo intuir lo que podía llegar a escribir aquel joven apasionado de las letras que sin darse por vencido abandonó California y se largó a Baltimore a buscarse la vida y allí, alcanzada la madurez, publicó, a sus cuarenta y dos años, la que sería su primera novela: El cartero siempre llama dos veces que ya en 1934, su año de publicación, alcanzó un éxito crítico y comercial fuera de dudas.

Quizás fruto de su experiencia como guionista, Cain muestra en su novela un estilo alejado de florituras literarias sirviéndose de un lenguaje llano en el que no caben las ironías ni la retórica ni tampoco las densas y cuantiosas descripciones de lugares y personajes, haciendo gala de una precisión que para algunos puede resultar en parquedad pero que viene como anillo al dedo en una novela corta que, por su temática, significó una ruptura y una novedad en el género y así ha sido reconocida posteriormente.

En la novela negra, pariente y heredera de la detectivesca o policial con raíces en el siglo XIX, el contenido social usualmente giraba en torno a las aventuras de un detective, usualmente masculino, con carácter más o menos turbio, quizás alegal, complejo, que se afana en dilucidar alguna intriga o misterio. Autores como Dashiell Hammett o Raymond Chandler triunfaron en la novela negra mientras James M. Cain estaba en California y seguramente inspiraron a Cain para dar un paso adelante: en su ópera prima, Cain propone una trama en torno al crimen pasional en la que la intervención de la policía es casi anecdótica, una historia en la que los protagonistas no son, por así decirlo, profesionales del crimen.

En su novela Cain introduce con una fuerza inusitada la figura de la mujer en su función de impulsora decisiva de los acontecimientos que van a ocurrir, incluyendo los más letales, conduciendo al hombre a la senda de una fatalidad que no puede rehuir, preso de un enamoramiento lascivo que desde el primer encuentro cala en el protagonista hasta lo más profundo de su ser. Y digo protagonista porque la narración la cuenta la voz de Frank Chambers, un vagabundo de convicción, un tipo que gusta de la libertad del viaje sin ataduras, un saltimbanqui sentimental que acabará absolutamente abducido por las sensaciones que le causa la sensual Cora Smith, en mala hora casada con el griego Nick Papadakis, un buen hombre que gusta de cantar, beber y comer, amigo de sus amigos, amable con todos. Los personajes creados por Cain, todos ellos, principales y secundarios, se moverán bajo la influencia de la casualidad que de forma imperceptible pero constante acabará erigiéndose en luctuosa fatalidad.

Nadie diría que El cartero siempre llama dos veces es la primera novela de su autor; la novela corta no es desde luego un género menor, ni fácil tampoco, pues requiere precisión en el lenguaje y dominio del ritmo, so pena de dejarse en el tintero aspectos necesarios para su comprensión y el cuidado del lenguaje es obligatorio para poder transmitir la esencia de los personajes sin necesidad de explayarse en detalles: Cain demuestra en los diálogos una técnica depurada y será mediante las palabras de los protagonistas que conoceremos su forma de ser y de pensar y gracias a la habilidad del autor, sus actos y pensamientos nos conducirán en un camino de sucesos en buena parte imprevistos e imprevisibles incluso para aquellos personajes que los inician, pues así como la incerteza reviste el destino con fatalidad, bien es cierto que todo obedece a algún designio humano y únicamente el resultado proviene de factores inesperados pero no por ello imposibles ni faltos de lógica, con lo que la narrativa no se resiente en absoluto, logrando, al contrario, apresar la atención del lector.

En la trama, imagino que sobradamente conocida, Cain juega con los deseos carnales, las ansias de libertad, la codicia, el anhelo de un futuro mejor, todo ello aderezado de una fatalidad ominosa que parece predeterminar los actos que son tomados libremente por todos los implicados, del primero al último. Ese destino último que una vez conocido provoca el interrogante condicional, relativo a qué hubiese ocurrido si...., con un cierre que posiblemente el autor consideró beneficioso para apuntar una enseñanza moral que, en realidad, es ajena a todo el relato, inexcusablemente novedoso en su momento, rompedor y renovador, llevando la novela negra a unos postulados que ya no abandonaría.

Escrita en los años treinta -y quizás pergeñada lentamente a finales de los veinte- la novela de Cain apareció como un trueno en una sociedad estadounidense que poco a poco dejaba las alegrías de la carne para adoptar un puritanismo coartador de libertades, lo que propició que el contenido claramente sensual de algunos pasajes resultara obstáculo para su difusión en algunos estados y con toda seguridad a su adaptación a las pantallas de cine, que tardó bastante, siendo incluso adelantada una novela publicada dos años más tarde. De hecho, no fue en Hollywood donde el cine descubrió a James M. Cain. Lo veremos pronto.

De momento, recomiendo encarecidamente leer El cartero siempre llama dos veces. Un modelo de novela negra: un clásico imperdible.





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