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dissabte, 29 d’abril del 2023

Que pena, penita, pena



Cerraba yo el comentario dedicado a la primera película de Martin McDonagh afirmando que lo peor de aquel largometraje erigido en sorprendente ópera prima era que el autor se había puesto el listón muy alto. Después tuvimos la suerte de pillar en youtube el cortometraje Six Shooter con el que ganó un oscar y también disfrutamos de la extraña Siete psicópatas que, digamos, mantenía las esperanzas.

Esperanzas que se vieron defraudadas con la muy cacareada Tres anuncios en las afueras que me decepcionó mucho y me dejó la sensación que la presión de los hermanos Coen había perjudicado el buen criterio de McDonagh tanto a la hora de escribir el guión como de dirigir una película basada en el mismo.

Llegó 2022 y entre el habitual marasmo de las carteleras huérfanas de buenas historias aparecía tarde, muy tarde (ya entrado este año 2023 en España) su última película, nuevamente ejerciendo de guionista y director, una trama asentada en los ancestros irlandeses, quizás una historia inspirada por viejos cuentos a la lumbre, una relación humana revestida de interrogantes y complejidades, características que alejarían de lo habitual en las pantallas de este siglo y situarían la película titulada The Banshees of Inisherin (Almas en pena de Inisherin) en una categoría cinematográfica interesante, un drama con tintes abstractos y hasta quizás surrealistas provisto de violencia física y apuntes de mitología que en realidad son supercherías de una vieja loca.

La película mantiene la pantalla iluminada casi dos horas y lo que cuenta daría para un cortometraje de media hora que resultaría interesante.

La conocida sinopsis explica sucintamente todo lo que vamos a ver y poco más que se va produciendo lentamente, muy lentamente, con un ritmo tan pausado que llega a producir la sensación que McDonagh se ha creído que lo que pretende contarnos necesita forzosamente unos planos extendidos y una “fotografía bonita” que nos deje epatados, extasiados ante tanta belleza, subyugados y presos en su arte de contarnos historias, arte, ¡ay! que ha perdido de forma inmisericorde y en vez de cautivar al espectador como hizo hace ya catorce años nos aburre metódicamente imponiéndonos un ritmo pausado y unos diálogos anodinos que en su mala factura pretenden pasar por apuntes a una fantasía personal que, transida de misterio, nos hará creer de buena fé que estamos ante una representación repleta de claves que debemos revelar en nuestro interior, guiños elípticos, visuales y sonoros, epistemológicos de una ciencia arcana que sólo los elegidos podrán paladear.

O sea, que puede usted elegir entre El retablo de las maravillas o el cuento El rey desnudo, pero, se ponga como se ponga, difícilmente va a conseguir interesarse por unos tipos que no están muy bien de la azotea porque lo que dicen y lo que hacen, aún siendo en momentos horroroso, no llegan a emocionar y no es por culpa de los intérpretes (el elenco, todo, es una maravilla, incluído un sorprendente Colin Farrel que por fin da una de cal) sino, definitivamente, por culpa de un guión que destila vagancia y orgullo mal entendido así como desprecio a un espectador que, habiendo visto de lo que es capaz Martin McDonagh como escritor (sabemos que es reputado dramaturgo) de guiones y acertado director, en esta ocasión falla estrepitosamente llegando al nivel más bajo de su carrera cinematográfica.

Lo mejor de esta película es que, posiblemente, la siguiente se situará a un nivel más alto.



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