Nacida el año 1915 en Estocolmo, Suecia, Ingrid Bergman prácticamente no llegó a competir en el olimpo de las actrices con su paisana Greta, sólo diez años mayor que ella, porque ésta se jubiló anticipadamente sustrayéndonos la gozosa posibilidad de contemplarlas a ambas trabajando.
Porque además de gozar de una belleza natural cautivadora, Ingrid Bergman siempre fue una actriz dedicada a su profesión, que se tomó muy en serio y de ello hay 54 películas que pueden dar fe.
Es posible que para las nuevas generaciones de cinéfilos su nombre se vea atado principalmente a la mítica -por diversas razones- Casablanca en la que concentra todas las miradas y no tan sólo las de Rick, pero a poco que hagamos memoria nos vienen de inmediato varias de sus películas, todas muy interesantes y siempre beneficiadas de su presencia.
En este bloc de notas cinéfilas nos hemos referido por ejemplo a su estupendo trabajo en dos comedias de enredo románticas cuales son Indiscreet (Indiscreta, 1958) en la que su compañero es Cary Grant y Cactus flower (Flor de Cactus, 1969) en la que le dá réplica Walter Matthau y hace unos meses, el verano pasado, comentábamos su espléndida actuación en Gaslight (Luz que agoniza, 1945) salvando una versión que sin su presencia perdería buena parte de su atractivo.
El otro día, repasando el historial del bueno de Sidney Lumet -que ha aparecido por aquí recientemente por diversas causas- me percato que tengo por ahí en mi estantería cinéfila su versión de la novela de Agatha Christie Murder on the Orient Express que como es natural estaba aguardando que la viese en su versión original pues ya en su momento, hace casi cincuenta años, la vi doblada al castellano y, la verdad, después de haber visto y comentado la versión -por decir algo- de Branagh, me apetecía recuperarla.
La película de Lumet tiene un par de puntos a reseñar, ni que sea de pasada: una muestra de histrionismo desenfrenado, casi paródico en su extremismo gestual y de vocalización por parte del protagonista Albert Finney (que no me gustó en la versión doblada y tampoco en la original, aunque se aprecia mejor el esfuerzo) y una sorpresa en la versión original, que consiste en la más que memorable actuación de Ingrid Bergman en menos de cinco minutos, dando un recital de expresiones y vocalización llevadas a un punto que a quienes no hayan visto la película les puede parecer inadecuado, pero que, a la postre, resulta pluscuamperfecto.
Señoras y señores, con ustedes, La Bergman:
Cuando estaba revisando la película, por fin en v.o.s.e., me quedé de una pieza al comprobar cómo el maldito Sidney Lumet, una vez más, no cerraba plano y mantenía el foco sobre la insigne Bergman.
Luego, buscando, me topé con un comentario del avieso director:
"Since her part was so small, I decided to film her one big scene, where she talks for almost five minutes, straight, all in one long take. A lot of actresses would have hesitated over that. She loved the idea and made the most of it. She ran the gamut of emotions. I’ve never seen anything like it."
Que viene a ser, más o menos:
"Como su papel era tan pequeño, decidí filmarla en una gran escena, en la que habla durante casi cinco minutos seguidos, todo en una sola larga toma. Muchas actrices habrían dudado al respecto. Le encantó la idea y la aprovechó al máximo. Ella recorrió toda la gama de emociones. Nunca había visto nada igual."
Le dieron su tercer y último premio Oscar, esta vez como mejor actriz secundaria.
Por cierto: Ingrid no quería intervenir en la película y para no desairar a Sidney Lumet, accedió con la condición de ejecutar el papel más corto, con menos líneas de guión, con menos escenas. ¡Ufff!
Imagino que la Bacall, una vez más, la maldijo en secreto.
Despedimos el año 2017 con una película basada en una obra de teatro de Eugene O'Neill, Aquí está el vendedor de hielo y en mi condición de teatrero confeso la experiencia dió como resultado el afán de poder algún día comentar la que acabó por ser la postrera pieza teatral ofrecida por el genial dramaturgo en la intención expresa de no ser publicada sino hasta 25 años después de su fallecimiento, así que anduve buscando en el mercadillo de ocasiones cabe el Mercado de Sant Antoni de Barcelona y mira por donde en sucesivas expediciones conseguí tanto el libro como una de sus versiones cinematográficas: me refiero, como ya supondrán sin duda, a Long Day's Journey Into Night, muy bien traducida una vez más por Ana Antón Pacheco al castellano bajo el título de Largo viaje hacia la noche.
Ustedes me dirán: pues llegas tarde, simplón, porque ya estamos como quien dice a mediados de enero y tu intención de repetir la jugada va con retraso.
Y yo aclararé: muy cierto; tan cierto como que la lectura del texto y ulterior visionado de la cinta ocurrieron el verano pasado ambas y su demora se debe en gran parte a que se trata de una tragedia tan intensa que decidí aparcarla un poco y si ahora la despacho es por no querer guardarla más dentro de mí: tengo que hacer limpieza.
No es ésta la primera ocasión que declaro mi afición a leer teatro y saben que me viene desde muy niño, o sea que son muchos años de brega: jamás en toda mi vida me había topado con un texto como el parido por Eugene O'Neill en esta obra maestra del teatro del siglo pasado y mira que ya había tenido ocasión de conocer al autor tres años antes con un par de piezas de indudable fortaleza.
Dicen los que entienden que O'Neill decidió escribir Largo viaje hacia la noche como una especie de catarsis personal, íntima, vomitando todos los dolores de su vida en un texto magnífico, impresionante, articulado de una forma que a un tiempo aprisiona y acongoja el ánimo del lector dejándolo cautivo y dolido, consternado y compungido al punto que pese a la munificencia del libreto me faltaban fuerzas para devorarlo de una tacada porque si en la anterior no hay ningún momento de chanza en ésta ni siquiera dispone el lector de un minuto en el que pueda apuntarse una ilusión por efímera que sea.
Una previa: si no conocen la obra ni la película, ni se les ocurra consultar la wikipedia.
O'Neill nos presenta una familia de cuatro miembros: un matrimonio con dos hijos ya mayores de edad que conviven en el verano de 1912 en una casa cerca del mar servidos por una cocinera -que no veremos- y una doncella y un chófer del que tan sólo tendremos referencias. Una vez más, O'Neill adereza su pieza dramática con ricas y minuciosas descripciones que obviamente ayudan al lector a situarse físicamente en la pieza y a los posibles intérpretes, escenógrafos y directores a establecer el continente con propiedad al contenido y éste consiste en cuatro personajes -la mucama apenas ejerce de oyente en una escena- que iremos conociendo poco a poco, lentamente, gracias a unos diálogos dotados de una densidad y longitud que casi podrían considerarse en ocasiones verdaderos monólogos.
Es una verdadera contienda verbal la que se desarrolla en un campo cerrado, acotado, y el omnipresente calor y la sed oprimen el ánimo de cuatro personajes que se enfrentan entre sí, que se espían, se lamentan de su propia actitud y de la ajena y vuelven a empezar a hostigarse sin gritos ni malos modos pero con expresiones hirientes sin abandonar las buenas maneras, con una frialdad que congela el ánimo: el desprecio se alterna con el arrepentimiento y la disculpa y cada vez que parece que va a amainar surge de nuevo el negro nubarrón que anuncia tempestades irrefrenables, palabras que el lector va llenando de significado entendiendo la triste condición de todos y cada uno de los miembros de una familia muy especial.
O'Neill puso el alma en la tragedia y le salió una obra maestra en la que las lecturas son múltiples, variadas, intensas, ricas. La pieza, con ser de difícil digestión, es lo que en teatro algunos llaman "un bombón" porque sin duda a cualquier intérprete de raza le apetece y mucho acometerla: desde su estreno en Estocolmo (antes de lo previsto por su autor, que la confió a su esposa con la indicación de no representarla antes del cuarto de siglo de su defunción que ocurrió en 1953) en 1956 ha sido representada en muchas ocasiones en todo el mundo y en muchas de esas representaciones encontraremos nombres muy conocidos: el primer reparto de Broadway, en 1956, contaba con Fredric March, Florence Eldridge, Jason Robards Jr. y Bradford Dillman más la pipiola Katharine Ross bajo la dirección del gran Jesús Quintero y estuvieron representando la obra desde el 7 de noviembre de 1956 hasta el 29 de marzo de 1958, 390 representaciones inaudito y prolongado éxito para una tragedia de armas tomar.
En España también se ha representado por los primeros espadas de la escena: en la última ocasión, el Teatro Marquina de Madrid ofreció el recital que dió la pareja catalana formada por Mario Gas y Vicky Peña en 2014 bajo la dirección de Juan José Afonso y una escenografía minimalista al parecer inspirada o copiada de la que años atrás usó Ingmar Bergman en Estocolmo en 1988.
Naturalmente la acostumbrada relación más parasitaria que simbiótica de Hollywood con Broadway no se hizo esperar y el bueno de Sidney Lumet que como ya sabemos se estrenaba como actor de teatro en Dead End y después de ejercer como director teatral emprendió carrera en el cine, ya tenía en sus alforjas una buena versión cinematográfica de una obra de teatro de Reginald Rose en 1957 y en su frenesí de teatrero cinematográfico contaba también con una versión de la anterior obra de O'Neill, The Iceman Cometh (versión televisiva de 1960, protagonizada por Jason Robards Jr. ¡ojo! que todavía no he podido ver) para calentar motores, como quien dice, por si hiciera falta.
Así que la elección de Sidney Lumet para acometer la primera versión cinematográfica era de una lógica aplastante: nadie mejor que él, en 1962, para dirigir un rodaje que se aventuraba tenso y sudoroso máxime cuando con muy buen criterio (los amantes del teatro también existimos y tenemos derecho a disfrutarlo en buenas condiciones) Lumet carece de guión escrito por nadie para la película: se basa en el texto de O'Neill y en paz. ¡Viva!¡Hurra!
Apostaría cualquier cosa a que Jason Robards Jr. (que no lo olvidemos, protagoniza dos años antes The Iceman Cometh) persiguió a Lumet día y noche hasta estar seguro que iba a repetir el papel Jamie Tyrone, el primogénito de los Tyrone, Mary (Katharine Hepburn) y James (Ralph Richardson) y hermano mayor de Edmund (Dean Stockwell, sustituyendo en el personaje a su colega Bradford Dillman, con el que compartió cartel en la inolvidable Compulsión, que vimos aquí) y vista la película, es perfectamente comprensible.
El reparto es un lujo superlativo, inconmensurable: cuatro titanes que desarrollan unos personajes escritos con una fuerza imparable crecen ante nuestros ojos mostrando todos los recovecos del alma humana más triste, desalentadamente en una progresión que atenaza el ánimo del transido espectador casi falto de aliento ante una familia a la que vemos como si estuviésemos entre ellos porque el taimado Lumet despliega todo su profundo conocimiento de la obra teatral a través de una cámara que siempre está emplazada donde debe y la mayoría de las ocasiones es presionando al sufrido intérprete que suda tinta china porque Sidney (¿pero es que no vas a cortar plano, Sidney?) aguanta lo indecible moviendo la cámara en secuencias tensas hasta que el parlamento (casi un monólogo, como apuntamos antes) termina y es el turno de apretarle las clavijas a otro sin descuidar que también existen los planos medios en los que caben ambos parientes en árido debate y también ¡oh, sí! también hay que saber actuar escuchando el largo parlamento del colega, que aquí no hay descanso para nadie.
La película, en su versión más fidedigna al original, dura casi tres horas (hay por ahí versiones "editadas por ignorantes sabelotodo" que duran menos) y es cierto que produce un cierto cansancio en el espectador, pero no se debe a nada más que la dureza del texto: lo mismo que leer la pieza de un tirón se hace duro, ver la película entera no es plato fácil salvo para los que disfrutamos de las excelentes interpretaciones del cuarteto en escena.
Lumet respeta el texto por entero pero no se ajusta a los cánones teatrales en lo que hace a la representación: a la que puede sale de la casa veraniega y se sirve de una muy buena fotografía de la mano de Boris Kaufman para servirnos un blanco y negro lleno de matices, lo bastante aséptico para disponer una apariencia ligeramente abstracta pero sin inclinarse por el uso de una paleta mínima que reforzara la tragedia considerando muy oportunamente que con el texto la catarsis ya va bien servida y no requiere mayor aderezo.
La buena mano teatral de Lumet en la dirección de intérpretes es fundamental en esta película porque pese a las enormes facultades histriónicas de todos ellos y muy especialmente de Kate y Ralph, el texto se las trae y la profesionalidad de ambos se trasluce en el comedimiento y naturalidad que saben imprimir a todo momento y ahí, evidentemente, está el buen hacer que se somete a la supervisión de alguien que observa y ayuda como hace Lumet, que arranca de ese cuarteto la mejor esencia para servirnos una representación de un texto teatral sobresaliente con todos los merecimientos absolutamente cumplidos.
Es indispensable, evidentemente, ver esta película en versión original: para los que andamos cojos con el inglés es una ventaja haber leído antes la obra de teatro porque los parlamentos son largos y densos y saber de qué va todo es una ventaja. No obstante, para los que no apetezcan leer el texto dramático, puede que una versión bien doblada sea suficiente. Pero se perderán irremisiblemente la excelente composición que Ralph Richardson hace de un actor ya retirado y la grandiosa actuación de Katharine Hepburn que merece todos los calificativos elogiosos que a uno se le puedan ocurrir: no es tan sólo que diga el texto de una forma imaginativamente magnífica, tensa, apasionada, dubitativa cuando toca: es que, además, nos regala con todo un recital de expresión corporal, matices casi imperceptibles, miradas que delatan un alma que sufre, sonrisas que buscan un perdón baldío de un corazón endurecido.
Absolutamente imperdible para el cinéfilo amante de los buenos textos bien llevados a la pantalla, rendido admirador del trabajo bien hecho y buscador impertérrito de grandes actuaciones, que las hubo y todavía podemos disfrutarlas. No digo que es una obra maestra del cine porque tres horas de tragedia densa son un exceso cinematográfico y trato de ser objetivo en la calificación, pero subjetivamente es una maravilla de cine al servicio del teatro pues no pierde la esencia del lenguaje cinematográfico.
p.d.: se me olvidaba: muy buenas las composiciones de André Previn, con un estilo jazzístico que curiosamente no choca con la pieza teatral.
Vídeo de la película de 1962 (se pueden activar subtítulos):
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