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dilluns, 29 de juny del 2020

El guión V : un final feliz







Después de los cuatro comentarios dedicados a exponer cuan importante es el guión y habiéndome valido de sendas malas adaptaciones de dos magníficas novelas escritas por Cornell Woolrich para mostrar cómo la desidia o la vagancia pueden malmeter un original literario muy interesante, me ha parecido que traer a colación un ejemplo de todo lo contrario sería de justicia.

Cornell Woolrich destaca en la literatura de género policíaco y de suspense tanto por sus novelas cuanto por sus excelentes narraciones cortas en las que fue un maestro indiscutible y ejemplar en el uso de las formas literarias para enganchar al lector de forma inmediata y no soltarlo hasta que el cuento no acaba: resulta muy difícil empezar una de sus narraciones cortas y dejarla a la mitad porque aún en las tramas en las que emplea la primera persona como relator de los hechos que vamos a conocer pronto se nos olvida el detalle y la zozobra, la incertidumbre, el suspense en fin, se apoderan del ánimo porque en definitiva, no sería la primera ocasión en que un muerto nos cuenta cómo llegó a su viaje final.

De esta forma, en su relato It had to be Murder publicado en 1942, Woolrich nos presenta a un tipo que está preso en su domicilio porque a causa de un accidente no puede moverse: desde su ventana puede ver todas las fachadas posteriores de los edificios colindantes que cierran un patio de manzana lo bastante amplio para proveer de imágenes que satisfagan el instinto de mirón de un protagonista del que Woolrich en una forma audaz nos niega el nombre durante mucho tiempo consiguiendo con su astucia una rápida identificación del lector con el personaje, no en vano nosotros también agarramos el libro para meternos en vidas ajenas. El relato está muy bien escrito, la trama por momentos se vuelve angustiosa y el final es apropiado.

No hará falta que insista en las bondades del relato de Woolrich si añado que sirvió de base para un guión que escribió John Michael Hayes que se había iniciado como guionista en una serie televisiva llamada Suspense en 1951 y ya en 1954 aparece en los títulos de crédito como autor de la adaptación que tomaría el título de Rear Window (La ventana indiscreta) dirigida como todos sabemos por Alfred Hitchcock una colaboración que no pudo empezar mejor para el guionista que recibió su primera nominación a un premio Oscar por un trabajo realmente fino que respeta mucho el esqueleto básico del cuento de Woolrich y lo adereza y mejora con toda seguridad gracias al acicate de Don Alfred que le hizo trabajar de lo lindo. Tan contento quedó Hitchcock con él, que se lo apropió rápidamente para tres películas más hasta que tuvo que soltarlo porque en la industria se percataron de su valía y no le faltó trabajo.

Es posible que en alguna parte exista un libro en el que leer el guión de Hayes y también el guión técnico o cinematográfico pergeñado por Hitchcock (vulgo storyboard) y desde luego no sería un mal regalo de reyes. (si cuela, cuela)

Hitchcock, devorador de novelas y relatos en busca de inspiración dotado de un instinto muy fino e infalible inmediatamente encontró en el cuento de Woolrich la ocasión perfecta para dar rienda suelta a su vicio confeso: mirar con la cámara, contar con la cámara, vivir con la cámara.

En un momento de su conversación con Truffaut (de la que éste no sacó beneficio más allá de la fama y la envidia de todo cinéfilo) Hitchock, interpelado acerca de los diálogos de esta película, asegura que “yo pienso que el diálogo debe ser un ruido entre los demás, un ruido que sale de la boca de los personajes, cuyas acciones y miradas son las que cuentan una historia visual” (página 191 en mi libro) y podemos afirmar sin dudarlo un instante que en esta película los diálogos tienen su gracia, sí, pero lo que predomina de forma apabullante es el idioma cinematográfico que Hitchcock desarrolla con la inestimable colaboración de Robert Burks que inició su relación con el maestro en 1951 en Extraños en un tren y trabajaron juntos en doce películas hasta Marnie la ladrona, en 1964; Burks, por su trabajo en esta película también recibió una nominación al Oscar a la mejor fotografía.

Hitchcock consiguió que le edificaran en un estudio una manzana de apartamentos de varias plantas, con sus escaleras de incendios, sus jardincillos, sus callejuelas de acceso; todo lo necesario para mostrar un mundo real de los que viven apartados de los pisos que da a las calles exteriores, de un patio de vecinos que se conocen porque se observan, se miran, incluso se saludan e interpelan: un microcosmos de interacciones que un inmovilizado hombre con una pierna escayolada hasta la ingle mira todo el dia porque no tiene otra cosa que hacer y por la noche porque el calor le impide conciliar el sueño tantas horas como debiera. Y porque le gusta chafardear la vida de los demás. De hecho, observar, mirar, es parte de su modo de vida, pues es fotógrafo. Todo esto nos lo cuenta la cámara que se fija en los detalles de unos y otros, en el deambular de un inocente perrito, incluso en las idas y venidas de algunos vecinos del edificio de enfrente, algunos incluso vistos, callejón mediante, andar por la calle que debe estar al otro lado de esa fachada trasera que vemos.

Lejos de querer asombrarnos con su maestría al emplazar la cámara y moverla como si fuesen nuestros ojos los que enfocan lo que se ve en pantalla, Hitchcock describe con precisión y minuciosidad la vida que está latente al otro lado de la ventana y sin mediar palabra alguna conocemos las historias íntimas de un vecindario que hacemos nuestro, desde el músico empeñado en una composición hasta la energía decreciente de un recién casado pasando por los intentos variados de evadir la soledad, pero será la mente del protagonista que tiene mucho tiempo y pocas ocupaciones la que urdirá una trama que quizás es imaginaria, quizás no, mientras se gana la bronca de una enfermera que le asiste en su rehabilitación y de su enamorada, que le reprochará estar más pendiente del exterior que del interior, y el interior, francamente, es de muchos quilates.

Hitchcock siempre hizo gala de una especie de desprecio relativo a los intérpretes, pero el cinéfilo atento se barrunta que ello no era más que una pose para darse pisto, porque lo cierto es que en pocas películas como en ésta se puede disfrutar de un trabajo tan bien medido como el que hace James Stewart como tullido ocasional, siempre sentado en una silla de ruedas salvo cuando se tiende en una camilla boca abajo para la rehabilitación. Stewart como Jeff está magnífico en su expresión facial, en sus miradas y en sus increíbles excusas para rechazar las amorosas insinuaciones de su amiga Lisa Carol Fremont que tiene la fortuna de ser representada por Grace Kelly y ésta por ser elevada a los altares de la elegancia por Edit Head que la viste de una forma absolutamente maravillosa: Lisa está locamente enamorada de Jeff y éste de ella, pero él se resiste a dar un paso adelante porque puede significar la pérdida de la eterna juventud que mantiene gracias a su empleo como fotógrafo de una revista que le manda a dar la vuelta al mundo con los gastos pagados aunque tenga que dormir en el suelo algunas veces, una vida aventurera que el matrimonio ¡ay! sepultará en el recuerdo, y ahí hay una subtrama que es inédita en el relato y que, lo mismo que las historias de los vecinos de los edificios colindantes, sirve perfectamente a Hitchcock para recrear un mundo imaginario y darle una pátina de veracidad, de realidad, de posibilidad, y con ello, de ofrecer al afortunado espectador un sitial preferente en unas vidas ajenas de las que no escapa tampoco la pareja protagonista, el hombre pidiendo ayuda y ella jugándose el tipo y quizás la vida por satisfacer la curiosidad de su amado.

Hitchcock una vez más atrapa un cuento y monta una película maravillosa y demuestra que con inteligencia y trabajo (mucho trabajo) se puede realizar una obra de cine puro que traspasa fronteras y que todo el mundo atiende y entiende y más allá de la ansiedad que pueda provocar la trama criminal subyacente, lo que hace es mostrarnos un pedazo de vida cotidiana y vulgar de todo un barrio y lo hace sin que perdamos interés ni por un instante y al final podemos recordar lo que sucedía en aquella ventana de arriba y la de abajo a la izquierda mientras en la de la derecha algo atroz podía o no estar ocurriendo y jamás perdemos la sensación de estar observando vidas reales, sucesos que ocurren, porque en los detalles pequeños está la grandeza de una obra maestra.

Si ya la vieron, recomiendo que lean el cuento de Woolrich, que hallarán con el título de la película en castellano y si no la vieron, aprovechen su suerte y estrenen su pantalla un día cualquiera y luego, lean el cuento.






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dimecres, 17 de juny del 2020

¿Hay negros aquí esta noche?





Pasmado se queda uno cuando advierte que en este siglo XXI que vivimos están renaciendo actitudes que jamás hubiésemos pensado veíamos ilustrar cabeceras de diarios, titulares televisivos y protagonizar debates que se nos antojan estériles.

La cinefilia ciudadana de largo recorrido estará como yo mismo con los ojos como platos al saber que de resultas de un luctuoso suceso que no tiene justificación alguna hay ciertos movimientos populares que entre otras cosas pretenden aplicar cerril censura sobre obras cinematográficas que por derecho propio pertenecen a la cultura general y aunque así no fuese tampoco logro comprender la necesidad de alterar o eliminar si acaso una obra artística simplemente porque el cacumen de algunos sea incapaz de aquilatar contextos y realidades históricas, llevados por impulsos propios de gentes sin conocimientos ni ganas de tenerlos, pues en estos tiempos hiper conectados resulta muy fácil averiguar la verdad de las afirmaciones.

Claro que esa misma facilidad de averiguar y saber también nos lleva a terrenos ciertamente peligrosos pues la estulticia tiene el mismo acceso y las malas voluntades hallan facilidades para perpetrar sus fechorías, con el beneplácito de quienes podrían fácilmente poner remedio.

Que el tema racial es difícil no es ninguna novedad en el mundo y en este bloc de notas en más de una ocasión se ha puesto en evidencia señalando actitudes y conductas impropias e injustas mayormente ejecutadas en los Estados Unidos de Norteamérica, de donde ha surgido el último arrebato justiciero que está intentando hacer pagar a justos por pecadores, pero ni es mi intención ni poseo datos históricos para ofrecer oportuna réplica a tanta tontería ilustrada que se precia de mantener un progresismo muy mal entendido en mi opinión.

He leído en los papeles voces que claman por modificar incluso las formas de hablar, como si las palabras tuviesen alguna culpa, lo que inmediatamente delata la ignorancia de quien hace tales proclamas y en recentísima conversación telemática con un amigo, me ha venido como siempre a la memoria un momento de cine ejemplar y lo he citado como muestra: pertenece a la magnífica película Lenny (1974) de Bob Fosse que ya comentamos hace ahora doce años aquí con el título de Verbo contra Hipocresía y de forma natural he ido a youtube buscando la escena apropiada para la situación actual y me encontrado con esto:





No tenéis, queridos amigos, ningún altavoz estropeado: en ése vídeo, está censurado el monólogo, enmudecido brutalmente. Dado que el vídeo no es de ahora, sino colgado en 2013, puede que la mudez obedezca a intereses favorables, pero también puede que sea una censura inadmisible. Vosotros decidís.

Como no he encontrado la versión en v.o.s.e. ni tampoco doblada al castellano, dejo la versión doblada al italiano, bastante comprensible, creo:




Y aquí dejo una traducción aproximada del monólogo interpretado por un Dustin Hoffman en plena forma que el auténtico Lenny Bruce pronunció en 1964:

¿Hay negros aquí esta noche?
Enciendan las luces de la sala.
Los camareros y camareras, ¿pueden dejar de servir, por un momento?
Y apaguen los reflectores.
"¿Qué dijo? ¿Hay negros aquí esta noche?"

Sé que hay un negro aquí.Lo veo trabajando.

Veamos. Hay dos negros.

Y entre esos dos negros, está sentado un judío.
Hay otro judío más.Son dos judíos y tres negros.
Y hay un hispano, ¿verdad?
Otro hispano más. Un italiano. Un polaco.

Un par de bolas de grasa.

Hay tres irlandeses británicos y un tipo con onda, un apuesto y moderno bugui.
Bugui bugui.

Tres judíos por aquí, ¿cinco judíos?
Cinco judíos por aquí. ¿Seis hispanos?

Seis hispanos por aquí. ¿Hay siete negros?

Siete negros.
¡Estadounidense vendido!
Apruebo la venta con 7 negros,
6 hispanos, 5 irlandeses, 4 judíos, 3 escoceses y un italiano.

Casi me golpeas, ¿no?

Estoy tratando de decir algo.

Es la represión de la palabra, lo que le da poder, violencia, brutalidad.

Entiendan.
Si el presidente Kennedy saliera en televisión y dijera:
"Quisiera presentarles a todos los negros de mi gabinete."
Y dijera: "Negro, negro, negro" a todos los negros.

Bugui, bugui, bugui.
Negro, negro, negro.

Hasta que "negro" ya no signifique nada, ya no sería posible
hacer llorar a un niño de seis años llamándolo negro en la escuela.


p.d.: Vaya esta entrada en recuerdo de mi padre, Pepet, fallecido el pasado domingo tras 101 años de vida en la que no faltó el amor al buen cine que me deja como herencia vital; no se cansaba, hasta hace una semana, de ver una y otra vez los westerns de Ford y Hawks en su canal televisivo preferido de sobremesa.











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