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dilluns, 30 de setembre del 2019

25 años desfaciendo entuertos



Se escribe rápido y se dice pronto pero un cuarto de siglo son veinticinco años y es mucho tiempo para andar haciendo y deshaciendo una labor cual Penélope mitológica excedida en un lustro con el afán de conseguir ¡por fin! rodar una película, explicar con las imágenes en movimiento una idea, un sentimiento, una pasión.



El británico por convicción Terry Gilliam nos lo recuerda al inicio de su última película The Man who killed Don Quixote (El Hombre que mató a Don Quijote, 2018), pieza que demuestra que la profunda convicción y la constancia en el empeño pueden contra todos los elementos, que no han sido pocos: veinticinco años de obstáculos dan para mucho, pero no es tiempo de lamentaciones y sí de júbilo: ese británico que conocimos por sus trabajos con los célebres Monty Python aparecidos en las televisiones de hace medio siglo tiene su propia carrera cinematográfica siempre ofreciendo su personal punto de vista y todos los cinéfilos españoles hemos estado años esperando su versión de Don Quijote.

Vislumbrando apenas lo que ha padecido el bueno de Gilliam para llevar a la pantalla su película uno no puede menos que proponer un título para un documental del "cómo se hizo" (pero real, no de los maquillados para propaganda) y sería algo parecido a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, postrera obra del Manco de Lepanto que probablemente Gilliam habrá leído porque sin duda es amplio su conocimiento del espíritu que sustenta esos clásicos: de otro modo hubiese desperdiciado cinco lustros y eso es mucho tiempo para nada.

Terry Gilliam se alinea con esos guionistas británicos que toman un clásico y le dan unos meneos con mucho respeto y logran ofrecer una versión formalmente diferente pero íntegra de espíritu, sin adulterar la intención del autor primigenio y en esas estamos, viendo no a un Don Quijote sino a tres con apariencia distinta y voluntades semejantes, porque el personaje se las trae y roba el alma de quien se le acerca sin maldad, de buena fe, porque, como todos sabemos, sólo almas cándidas, generosas y altruistas podrán cabalgar a Rocinante.

Gilliam, autor del guión junto a Tony Grisoni, sin duda es el inspirador de una producción artística que merece todos los elogios por recrear unos ambientes y personajes ataviados de una forma que supera la temporalidad y llega a situarnos en un limbo onírico en el que transitan los protagonistas de unas aventuras que traslucen el empeño cervantino de aprovechar la burla de los caballeros andantes para arrear mamporros a los vecinos poderosos y en ese trámite contemplar entre molinos de viento campos de energía eólica y ruinas dedicadas a carnavales de ostentosos ricos acaudalados de origen oscuro y modos tiránicos completa muy bien un escenario que provisto de imaginería surrealista nos lleva por un camino iniciático en el que un esforzado Sancho rebautizado por un embravecido Don Quijote acabará en la tesitura de proseguir la inabarcable tarea de luchar por los desfavorecidos y librarles de esos gigantes globales que les amenazan.


Formalmente Gilliam nos ofrece un relato que se sirve del surrealismo para invocar los resortes más íntimos de su protagonista, un complejo cineasta llamado Toby, ganador una vez de varios galardones por un corto filmado en torno a Don Quijote y que ahora está ganándose el parné y las interesadas lisonjas filmando una serie de anuncios publicitarios ("comerciales", les llaman, eufemísticamente) y la visión de ése su primer trabajo es un detonante que le lleva a él y nosotros con él, a una aventura vitalista, intensa, un viaje psicodélico sin causa aparente más allá de lo recóndito en el alma de Toby, que hallará más que respuesta un espejo mágico en unos personajes que le devuelven años atrás.

Gilliam juega con la cámara y también con nosotros, espectadores pendientes de lo que vemos y es una entelequia del personaje que hacemos nuestra y de pronto somos conscientes que es una ilusión pero dudamos porque no sabemos si nos hallamos inmersos en otra más y nos movemos dentro de una trama que nos absorbe pero no nos confunde porque intuimos el camino, sabemos que hay un fin y cuando llega, abierto, comprendemos que efectivamente, Gilliam está enamorado de Don Quijote y que éste vivirá por siempre.

Resulta imposible contemplar esta película deteniéndose simplemente en la primera capa: como en una cebolla, hay que ir siguiendo hasta el mismísimo corazón, por muchas lágrimas que cueste, para disfrutar de todos conceptos que se nos apuntan. Gilliam tiene la enorme suerte y gran talento de contar con un elenco que realiza un trabajo estupendo: sobresalen Adam Driver como Toby, Óscar Jaenada como el Gitano y Jonathan Pryce como el Don Quijote central (se nota que disfruta muchísimo representando el personaje: lo suda) pero no hay uno flojo: todos están claramente imbuidos de la pasión que Gilliam sabe transmitir como director.

Ha sido una verdadera sorpresa porque uno iba con la idea previa, mal concebida, de hallarse ante un forzoso remedo de la inmortal novela, y lo que se halla es una recreación abreviada del espíritu quijotesco que sustenta el idealismo optimista que nunca deberíamos dejar abandonado.

Gilliam no lo hizo en un cuarto de siglo, por suerte para todos los cinéfilos.

Y nos ha plantado una pieza que con el tiempo crecerá, seguro. No creo que a nadie deje indiferente. Como era de esperar, su paso por salas ha sido escaso y mal llevado. No se la pierdan. Y procuren verla en v.o.s.e. y pantalla bien grande. Y luego, me cuentan.




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dijous, 5 de setembre del 2019

Unos pies sucios




Antes que nada quiero agradecer a esa familia que dirige el Cine Capri porque una vez más y haciendo gala de su sensibilidad cinéfila nos han ofrecido una sesión en v.o.s.e. de una película de estreno, en este caso la última de Quentin Tarantino titulada precisamente rindiendo homenaje a un título añejo que también pudimos disfrutar en el mismo cine hace ya 50 años: el mundo es un pañuelo, dicen unos y otros dicen que todo vuelve.

El que ha vuelto por novena ocasión es ése cinéfago que en sus nueve películas ha demostrado por activa y por pasiva una afición a emular, homenajear e inspirarse de forma muy directa y cercana en piezas de la década de los sesenta con predilección por los westerns rodados en Europa, tanto Italia como España y uno tiene la sensación que quizás no ha profundizado demasiado en películas con más enjundia del mismo período, pero eso ya son suposiciones subjetivas de quien suscribe.


Titular Once upon a Time in Hollywood (Érase una vez en Hollywood) a una película de este siglo que vivimos aparte de significar para los cinéfilos veteranos una llamada a la película de Sergio Leone Once upon a Time in the West (1968) y para los menos veteranos otra película de Sergio Leone titulada Once Upon a Time in America (1984) ya son ganas de tomar unas referencias difíciles.

Si Tarantino tenía en mente entrar en una especie de trilogía de títulos semejantes por su fonética, me parece que su apuesta ha sido muy arriesgada y se ha comprobado que iba de farol.

Cuando en la madrugada del lunes pasado salía del cine (la película dura dos horas cuarenta y un minutos) tenía dos sensaciones: la primera, de vacuidad, de pérdida de tiempo, porque Tarantino no me contó nada que no supiera: al espectador que estaba en mi misma fila y se largó cuando llevábamos casi dos horas supongo que le pareció larguísima; la segunda, que una vez más Tarantino nos presentaba una película sin haber cuidado ni pulido ni el guión literario ni menos aún el guión técnico, rodando de forma improvisada y sin usar luego la necesaria tijera para aligerar la narración en la sala de montaje.

Dejemos para luego los detalles y centrémonos en lo que antaño hizo célebre a Tarantino, la confección de un buen guión trufado de frases ocurrentes y provisto de una trama que se desarrolla siguiendo un camino que nos lleva a alguna parte. En esta novena ocasión no hay frases a recordar y la trama aparenta ser un mosaico de sucesos más o menos conexos que pronto toma significado para el cinéfilo que reconoce nombres de personas y de series de televisión porque ¡ay! a pesar del Hollywood del título lo que se nos va mostrando apenas tiene que ver con la industria del cine y más sobre las peripecias de un actor de series de televisión y lo cierto es que muy pronto el espectador avezado empieza a tener la sensación que Tarantino está pasando factura en plan mini venganza porque hay apuntes nada benévolos a gentes que han sido y son todavía muy reconocidos por sus trabajos en el Cine de verdad.

Al espectador que acude al cine esperando un remozamiento de clásicos como Sounset Boulevard, un ajuste de cuentas con lo más granado de la maldad hollywoodiense, se va a quedar con las ganas, porque no hay sustancia ni tampoco personajes bien definidos y mira que tanto Leonardo di Caprio (que se luce como Rick Dalton) como el propio Brad Pitt (que se limita a no hacer nada representando a Cliff Booth) salvan dos tipos que pretendidamente son protagónicos pero que no llegan a emocionar ni a provocar simpatía profunda en el espectador: el primero da cuerpo a un actor cuya carrera ha llegado a un punto de estancamiento y caída lenta en el olvido y el otro es un tipo sin más pretensión que vivir el día trabajando de lo que le salga y de momento sirviendo de chófer y hombre para todo del primero: baste decir que la escena más íntimamente seria entre ambos, que se proclaman amigos, es cuando el actor, recién casado, anuncia que deberá prescindir de sus servicios como chófer pues sus ingresos no le van a permitir el dispendio y la cosa queda ahí, sin resolver, por un final abrupto que además modifica hechos históricos, sobre lo cual no vale la pena discutir aunque sí apuntar que una vez más la violencia desatada por Tarantino tiene un trasfondo maniqueo e inmoral por su exceso y gratuidad, y ello nos llevaría a disquisiciones que probablemente se desviarían del mero interés cinematográfico con la advertencia que quizás en las escenas sanguinolentas es cuando mejor mueve la cámara Tarantino porque sólo hay acción pero no sentimiento alguno y los personajes con sus hechos no son personas en el propio significado etimológico de la palabra: son bestias asesinas y poco más.

No sé porqué Tarantino, que ha creado dos personajes ficticios (aunque el del actor tiene claras inspiraciones entre otros con Clint Eastwood [que los 34 años dejaba la tele en USA y buscaba fortuna en Italia con Sergio Leone]) masculinos para encabezar el reparto se lía la manta a la cabeza y nos presenta a Sharon Tate revivida en los rasgos de la guapa Margot Robbie y la hace pasearse por la pantalla sin hacer nada más que funcionar como adorno y reclamo, en verdad como el único personaje que vivió trabajando en el cine de Hollywood, y precisamente Tarantino tiene mucho cuidado de referirse a tres de las películas en las que intervino la Tate, pero deja de lado la célebre El baile de los vampiros, precisamente la que dirigió "ese polaco bajito llamado Polanski" tal como pone en boca de un cameo de Steve McQueen sin venir a cuento de nada.

El transitar por la pantalla de Sharon Tate sin objetivo alguno quizás es la excusa de Tarantino para presentar lo que pretende sea un mosaico de la vida californiana del 68, con hippies vagabundeando y fiestas en torno a una piscina, pero todo suena a visto y conocido y creo que incluso para los más jóvenes, que no vivieron la época, nada de interés aparece en pantalla. Por el contrario, lo que atañe a Sharon Tate, excepto el abrupto y modificado final, es una suerte de tropezones que enlentece el ritmo sobremanera y aumenta los minutos de largometraje sin aportar nada necesario ni significativo para el conjunto.

Para más inri deja para la posteridad una nueva prueba del poco cuidado que Tarantino pone en el cuidado de los detalles: valga saber que el director pueda ser un podófilo impenitente como ya sospechábamos y que la costumbre de la verdadera Sharon Tate de andar descalza le parezca seductora a más no poder, pero ello no debería ser excusa para que después de estar viendo los pies de la hippie Pussycat sobre el salpicadero del coche que conduce Cliff (lo que es hasta cierto punto comprensible, pues la niña lleva unas sucintas chanclas) de repente y sin venir a cuento nos encontremos a Sharon Tate poniendo los pies descalzos encima del respaldo de una butaca de una sala de cine, entre otras cosas, porque ha entrado al cine llevando unas botas de media caña, lo que supone que llevará unas medias cortas -sacarse unas botas semejantes sentada en un cine debe ser de contorsionista- y no cabe imaginar que esos pies estén tan sucios como nos los presenta la cámara de Tarantino.

Resulta evidente que la actriz deambuló por el estudio hasta el lugar perfectamente descalza y luego sus pies salen sucios por haber andado sin protección alguna.


Y por cierto: lo que queda rarísimo es que Sharon Tate no se presente descalza o se descalce al llegar a la pista de baile cabe la piscina del magnate dueño de Playboy: me parece recordar, visto como de pasada, que Mamma Cass se lanza a bailar sin zapatos, junto a Sharon, con botines.

No es un error de raccord: es una dejadez marca de la casa. Y no es la primera. Ni la última.

¿De veras resulta creíble que Sharon Tate se vaya a una sala de cine para ver su película con Dean Martin The Wrecking Crew, que es una verdadera castaña, y se de a conocer a la taquillera para ahorrarse 75 centávos de dólar? Porque para darse pisto, primero puedes comprar la entrada y luego darte a conocer, digo: si sería mala la película, que en la sala hay cuatro despistados y para de contar. Recordando la anécdota verídica de Dustin Hoffman pagan su entrada y viendo discretamente The Graduate, como mencionamos hace nada, esta escena de la Tate en esa sala de cine tan despejada o está de más o se mantiene para que lleguemos a malas consideraciones respecto a la pobre Sharon. Sea para lo que sea, es sobrante, lo mismo que la inclusión respecto a The Great Escape, insistente, reiterativa, que no aporta nada al conjunto.

Hay una escena que comparten Rick Dalton y la niña Trudi (Julia Butters, auténtica y pizpireta) que probablemente sea la mejor de la película, una ficción dentro de una ficción, una escena del rodaje de una película en la que Rick hace de malo, de villano que acabará muriendo, dentro de un saloon y Rick tiene en su regazo a la niña, prisionera, amenazándola con su revólver en presencia de un pariente al que pide por la niña una cantidad exagerada de dinero: de repente, Rick lanza a la niña al suelo y la escena queda como muestra de su maldad: se oye ¡cut! y el director de la película asegura que ha ido perfecta y que van a por otra: todo son alabanzas y Rick se disculpa por haber improvisado el lanzamiento de la niña al suelo -que no estaba en el guión- y ella le muestra unas coderas que lleva bajo las mangas de su vestido quitándole importancia y todos celebran la improvisación.

Pues bien: nosotros, espectadores del siglo XXI, lo hemos visto todo muy bien fotografiado: pero en 1968 el cine no era digital y el material de la película no tenía más allá de 200 ISO de sensibilidad y en consecuencia la profundidad de campo era tan escasa que todos los platós estaban llenos de marcas en el suelo para que los intérpretes pudiesen salir enfocados y reconocibles por el espectador, máxime en interiores con poca luz: en esas condiciones, la improvisación de Rick de lanza la niña hacia adelante, hacia la cámara, era lanzarla fuera de foco; el ¡cut! hubiera resonado inmediato y vuelta a empezar toda la secuencia y bronca para Rick por su estúpida idea.

Si estás presentando una historia ficticia con visos de verismo, hay detalles que hay que cuidar, Tarantino: o cambiar el título y ponerle, por ejemplo, Aventuras y desventuras de Rick el pringao. Y todos tan contentos.

Lo que nos cuenta esta película tiene muy poco a ver con el Hollywood de 1968: puede que se parezca más al Hollywood actual en el que historias inanes como ésta se llevan la palma de la publicidad y llegan a concertar a un montón de viejas glorias ilustres y rostros populares de la pequeña pantalla en un ejercicio que a priori se antojaba metacinematográfico y no se sabe si queda en puyas particulares, llamadas a cotilleos vulgares del ambiente californiano o qué.

Es innegable que Tarantino a pesar de su imparable declinar sigue teniendo una forma de filmar que se ve con agrado, en esta ocasión sin novedad alguna y que pudiendo cortar buena parte de escenas que no tienen significado quedan secuencias bien trabajadas y con interés y muy poca emoción, como el "momento Brad Pitt" en el rancho donde vive la tribu de hippies, pero, amigos, sólo faltaría que además filmara mal.

Da la impresión que el mismo guión con la mitad del presupuesto hubiera dado como resultado una película el doble de interesante.

Para cinéfilos veteranos empedernidos y frikkies que capten todas las "claves", "homenajes" , "guiños" y demás alharaca.









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