Un par de forajidos atraca un banco sin mediar palabra y controlando con sus pistolas todos los empleados llevándose un gran botín cuando al vigilante de seguridad se le ocurre hacerse el héroe y recibe un mortal disparo en la espalda. Atraco y asesinato. Mal asunto.
Lona es una joven que una noche solitaria se encuentra con que el coche falla, no arranca; no sabe qué hacer y un tipo alto y fornido que se auto presenta como Paul se ofrece a intentar arrancar el vehículo, pero no puede, tampoco; ambos regresan al cercano bar donde estuvieron esa misma noche y desde allí llaman a un mecánico de un garaje cercano conocido de Paul: el vehículo no estará hasta el día siguiente. Paul se ofrece a llevar a Lona a su casa y al día siguiente la acompañará al mecánico. Después, seguirán viéndose a menudo.
Paul llega a su oficina y su superior, el Teniente Detective Eckstrom se interesa por cómo le va en su relación con Lona y él le cuenta con todo detalle sus movimientos: Lona es la amiga íntima de uno de los dos forajidos que atracaron el banco, precisamente el que pegó el tiro mortal. Quieren pillarlo y también quieren recuperar el botín, una fortuna que presuponen el maleante querrá disfrutar con su amiguita.
Richard Quine fue un cineasta que probablemente nació medio siglo antes de lo que le tocaba y fue mala suerte para él, porque en su época para destacar había que ser un genio y ahora sólo los cinéfilos nos acordamos ocasionalmente de él cuando tenemos el placer de ver una vez más alguna de sus buenas películas, que las tuvo, principalmente en los años 50 y 60 del siglo pasado y le cabe un honor que no buscó porque le cayó encima como un rayo atronador: dirigió a Kim Novak en su presentación cinematográfica, una eclosión que se puede comprender perfectamente disfrutando de Pushover (La casa número 322) en la que vemos cómo un tipo como un armario de metro noventa cae absolutamente rendido en los encantos de una rubia con unos ojazos felinos que se lo comen, se lo comen, se lo comen hasta no dejar ni el tuétano.
El cinéfilo de este siglo XXI con toda seguridad se refocilará en los primeros minutos del ajustado metraje (apenas 90 minutos de oro) cuando comprueba que Richard Quine no necesita ningún diálogo para contarnos cómo se desarrolla un atraco y ya vislumbras que no deberás perder detalle de lo que vas a ver en la pantalla porque el tipo que está al mando sabe cómo contar las cosas con la cámara y lo hace a la más mínima ocasión, al punto que cuando llega el final y rememoras lo visto entre otras cuestiones te preguntas:¿habrá sido esta la película con menos diálogos que he visto en mucho tiempo? Diría que sí, sin duda.
¿Afecta la decisión de Quine a ofrecer escenas sin diálogos a la película? ¡Por supuesto que sí! La dota de una velocidad de crucero más ágil y no pierde el tiempo controlando la interpretación hablada de quienes simplemente vemos accionar: como hacen algunas personas al ver un partido de deporte en el televisor, quitar las explicaciones de lo que estamos viendo nos otorga una visión más particular, más nuestra: no hace falta que nadie nos explique lo que la cámara nos cuenta. No somos tontos. Quine se da cuenta de inmediato que retratar a la Novak es muy fácil porque siempre queda un bellezón en pantalla y lo único que tiene que hacer es decirle hacia qué lado debe dirigir su centelleante mirada y un escaso mohín que sin duda percibiremos ya nos informará de sus intenciones. La cámara basta y Richard Quine sabe dónde colocarla y que objetivo debe usar en cada momento y a fe que nos ofrece un montón de primeros planos para gozar de la belleza de Kim Novak y comprobar que Fred MacMurray con toda su estolidez era el tipo que justamente debía ser su compañero en una película que setenta años más tarde sigue incólume.
Una forma de hacer cine que hoy parece imposible: economía de medios y trama dotada de cierta complejidad humana y psicológica nos encaja esta película en el género negro clásico, ése que a través de una historia nos cuenta otra y todo sin muchos alardes técnicos pero eso sí, con mucho talento: el del director que está a cargo de todo manteniendo el ritmo de forma constante y creciente intensidad ofreciendo una representación visual de un guión literario muy bien pergeñado por Roy Huggins sobre narraciones de Thomas Walsh y Bill Ballinger, un guión que nos recordará otros semejantes en los que una mujer dominará absolutamente la voluntad de un pusilánime hasta acabar por convertirlo en pollerudo, con un par de variantes distintivas, cuales son la sobresaliente magnetización que ejercen los ojazos de la rubia Kim Novak sobre Paul (y sobre cualquiera que la mire, a qué vamos a negarlo) y el halo de romanticismo redentor insólito en narraciones de ese calibre, aspecto ése que no se desarrolla en toda su potencia, que es mucha y faltaría saber si es a causa del director o del productor, vigilante del empleo de unos dineros que se intuyen más bien escasos, porque da la sensación que todo se rodó en estudio con la afortunada participación de Lester White como responsable de una fotografía en blanco y negro que es una pieza más en un rompecabezas que nos maravilla porque apresa nuestro ánimo por hora y media y a pesar que sabemos que se impondrá la moralina al llegar al final, no por ello paladearemos cada instante de una película que además cuenta con secundarios de fuste como Philip Carey y especialmente Dorothy Malone en un buen trabajo en el que Quine le exige actuar sin palabras y con naturalidad.
Imagino el sentir de la Malone al comprobar cómo esa novata rubia se comía la pantalla y al público de propina en su primera aparición como protagonista demostrando, por si hiciera falta, que en el cine siempre hay un componente mágico que algunas personas logran transmitir incluso sin ser muy conscientes de su poder, de lo fácil que para ellas será convertir a un tipo en esclavo anímico. Richard Quine tuvo la suerte de dirigir a Kim Novak en su primera película y no desaprovechó la ocasión y tuvo el dominio suficiente para evitar que toda la película se convirtiese en un mero producto de promoción de una nueva estrella y así nos dejó una película a ver obligatoriamente en versión original que a fecha de hoy puede verse en youtube con subtítulos. No se la pierdan:
Una vez más me he atrevido a sentarme a ver una película de David Fincher con quien mantengo una relación nada complicada de indiferencia absoluta respecto a las virtudes que dicho señor (llamarlo cineasta ya me parece una exageración errónea) parece tener si leemos algunas sesudas recensiones de aparentes críticos profesionales cada vez que se estrena algún producto cinematográfico con las pretensiones de película digna de verse.
Pretensiones es lo que no le faltan al señor Fincher que a cada ocasión que se le presenta aumenta más si cabe el vicio de presentar unas historias teóricamente pertenecientes a la intriga criminal con unas supuestamente sesudas reflexiones que hasta ahora, en el caso de quien esto escribe, no han producido más que bostezos y desesperación por el tiempo malgastado, esta vez afortunadamente en la comodidad del salón donde reina el televisor.
La culpa es mía por reincidente y para expiar mi pecado y aligerar la condena he creído que explicar porqué esa última cosa titulada The Killer (El asesino) me redimiría un poquito de mi tonta equivocación si evitaba que otra persona cayese en el mismo error de entregar a un asesino sosaina dos horas de un tiempo cada vez más preciado y trataré de explicar porqué:
Dejando aparte el hecho que la forma de encarar una narración visual es un arte complejo que requiere trabajo y humildad, cualidades de las que Fincher claramente está huérfano y muy lejos siquiera de percibirlas como virtudes, cuando uno empieza a ver El asesino ya puede leer como un aviso premonitorio de lo que va a ocurrir que toda la idea proviene de la inspiración que el afamado Fincher tomó prestada de una novela gráfica, un cómic, un tebeo, vaya, dejando muy claro que, contra lo que siempre aconsejaba el maestro Kurosawa, antes que nada había que leer mucho y bueno para luego poder escribir muchos borradores del guión y pulirlos, pulirlos, pulirlos hasta escribir un aceptable guión literario y luego, imaginar lo que sería el guión técnico y es evidente que al gran Fincher los buenos consejos del maestro Akira no le hacen falta para nada y sigue con su inveterada costumbre de intentar engañarnos con historias que acaban de pesar como losa de cementerio sobre cualquier idea que respete la inteligencia del respetable público.
La trama es sencilla, vista mil veces: un asesino profesional emprende acciones vengativas contra quienes han atentado contra su familia. Nada nuevo en el cine, pero, a diferencia de lo que suele hacer el paisano Jaume Collet-Serra con el ya achacoso Liam Neeson, que se ocupa de mantener una acción frenética a base de violencia, el iluminado Fincher, poseedor de las máximas ínfulas, descubre que el uso constante de una voz en off del protagonista en un tono bajo y aparentemente meditativo, es un arma infalible para darse importancia y al mismo tiempo adormecer a cualquiera robándole dos horas de su tiempo, justo lo que dura el metraje de esa cosa que algunas voces mentirosas pretenden colar como psicológicas.
¿En serio toda esa palabrería barata del protagonista mientras hace yoga y espera el momento de disparar su fusil no proviene de un tebeo que busca afanosamente situar esas reflexiones huecas en el colectivo de sentencias meditativas que los más veteranos ya vimos en la célebre serie televisiva Kung Fu, protagonizada por David Carradine, un intento facilón de dar profundidad filosófica a unas acciones carentes de sentido?
El uso de la voz en off, al igual que el flashback, es un recurso cinematográfico que en manos de gentes vagas, indolentes y faltas de cultura mínima, puede dar un resultado atronador, oprimente, capaz de provocar en su exceso un rápido alejamiento del espectador que lo que espera es una narración visual aderezada por diálogos más o menos interesantes e inteligibles y no un rollo pseudo filosófico de palabras huecas que lo único que consiguen en dejar muy evidente que el señor Fincher ya ha llegado casi a un punto de no retorno en sus pretensiones de erigirse en el más listo de la clase, sin tener en cuenta que el lugar está ocupado por Christopher Nolan (lejos de mí, la tentación de someterme a la última, nada menos que tres horas de rollo nolaniano) que juega en otra liga con más medios.
Fincher no ha trabajado el guión ni lo más mínimo y se sirve de cantidades ingentes de frases sin sentido e incluso de chistes viejísimos, con una desvergüenza y desfachatez inverosímiles que no engañan a nadie, alcanzando por méritos propios un nivel nada envidiable, por lo bajo, que deja patente un declive al parecer imparable y resulta únicamente sorprendente comprobar cómo estas aventuras pretendidamente cinematográficas tienen cobijo en despachos de avispados productores que se encaminan orgullosamente a otro fracaso comercial en parte disminuido por la adquisición de los derechos de exhibición en pantalla doméstica que ha sido donde la he visto, porque al cine no hubiese ido ni en broma, por las experiencias que he tenido con Fincher.
Intentar formular la psicología del protagonista a base de sus pensamientos vertidos en una voz en off rumorosa, letárgica y capaz de dormir a las ovejas no es la mejor forma de conseguir que el espectador se interese por lo que le pueda pasar y llega un momento en que ya desearía que lo liquidaran para que se acabara la película.
Si además los aspectos digamos que técnicos de la violencia que se desata de vez en cuando tampoco han sido cuidados mínimamente (el asesino profesional falla un tiro de ventana a ventana, apenas cruzar una calle de tres carriles, aunque eso sí, de noche y ejecutando la tarea bien iluminado, como si desde la otra acera no pudiesen verle, en una muestra de dejadez abominable) lo que nos conduce a una sensación que ni siquiera el autor del engendro se lo ha tomado muy en serio y le importa un comino el conjunto final, como si fuese una obra de encargo que ¡ay, caramba, me ha cogido en el momento de la siesta!.
Naturalmente, aparte de la pesadez obvia del mal uso de la voz en off, la forma que tiene Fincher en rodar lo que nos muestra tampoco resulta ni informativa ni interesante ni refuerza con los planos los hechos que nos muestra, manteniendo sólo esporádicamente un ritmo ajustado y desde luego olvidando que la economía cinematográfica no tan sólo se refiere a los dineros: también al uso proporcionado del tiempo que a todas luces es excesivo al recrearse como suele Fincher en mostrarnos aspectos que en nada coadyuvan al buen desarrollo de una pieza que se supone es de acción, no en vano ocurren media docena de asesinatos y la falta de energía visual parece querer emular el ritmo del sonido en off.
En definitiva: Fincher, una vez más, desprecia la inteligencia y el gusto del espectador y vuelve a las andadas aprovechándose de las circunstancias para robarnos dos horas de nuestro tiempo aunque, ahora que ya lo saben, pueden aprovecharlo para una plácida siesta en la que caerán rápidamente con los sofocados murmullos de un Michael Fassbender que se habrá sorprendido de recibir un cheque por no hacer absolutamente nada que un doble de acción no pueda hacer.
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