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dimarts, 31 de desembre del 2019

La maquina de los deseos



Apenas dos años después del estreno de la película firmada por Andrei Tarkovsi los dos hermanos Strugatsky, Boris y Arkadi recibieron no pocas solicitudes cuando no presiones para que publicaran el guión que habían escrito juntamente con el director de cine.


Quizás para evitarse problemas de derechos o por lo menos discusiones derivadas de la forma con que Tarkovski apreciaba su propia obra, los hermanos escritores cedieron a las súplicas de la editorial de una revista de ciencia ficción rusa y en 1981 apareció una versión del guión, aclarando oportunamente que se trataba de uno de los primeros borradores confeccionados a partir de su ya entonces célebre novela.

Se trata de una narración corta, menos de cien páginas, titulada La máquina de los deseos en su traducción de 1984 para el público hispanohablante que a su vez apareció en una revista de ciencia ficción y que no es muy fácil de encontrar, que digamos, pero que tiene considerable interés tanto para el cinéfilo deseoso de disponer de más datos respecto a la película como para el aficionado a la ciencia ficción clásica pues una vez más los hermanos Strugatsky demuestran dominar la narración y saben enganchar la atención del lector que, consciente de la brevedad física del texto, probablemente no lo abandone desde que ya lo haya empezado.

Aún en el caso que se haya visto la película el interés no decrece y por otra parte ayuda en cierto modo a reafirmar el entendimiento que el espectador haya podido aventurar del mensaje que el director ruso ofrece visualmente, a pesar que hay en este guión conceptos y detalles que fueron desechados por Tarkovski, quizás limando aristas en busca de un concepto más abstracto y más visual.

En esta narración hay ecos de la novela base contados de forma que quien no la conozca también disponga de elementos que le sitúen en una sociedad distópica en un escenario que permite el desarrollo de las cuestiones filosóficas que están apuntadas de forma subterránea en la novela y mucho más evidente en la película; de hecho, los autores se preguntaban si acaso partiendo de este guión acaso no podría rodarse una nueva película, parecida pero distinta a la famosa Stalker. Una idea servida ya en 1981 y que como todo cinéfilo sabe, ha sido desestimada hasta el momento por una industria tan aficionada a los refritos. Curioso.

Recomendaría su búsqueda en internet porque aparte de ser una curiosidad que completa el conjunto, por sí misma amerita el esfuerzo.

Y ya que estamos en vigilia de un año nuevo y tenemos a la vista algunos momentos de asueto, dejo como obsequio de fin de año (y esperemos que dure lo bastante) un enlace a la película que ya comentamos con subtítulos en español, por si hay interés en verla:



¡Feliz Año Nuevo!






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diumenge, 29 de desembre del 2019

Stalker




Siete años después de publicada la novela escrita por los hermanos Strugatski el cineasta ruso Andrei Tarkovsky se acercó una vez más al universo literario de la ciencia ficción (ya lo había hecho en 1972 con Solaris, inspirada en la novela de Stanislaw Lem) para recrear su particular universo siempre negando que su interés residiera en absoluto en la ciencia ficción como género, buscando una trascendencia espiritual desacostumbrada en la filmografía de los años setenta del siglo pasado y más aún, si cabe, en la que provenía de la Unión Soviética.

Recabando de inicio la colaboración de los hermanos novelistas para pergeñar un guión ajustado a sus particulares necesidades Tarkovsky, con todo el derecho del mundo, desestima desde el primer momento usar toda la novela y se centra únicamente en la presentación del escenario y en el último episodio pero abandonando los personajes con lo cual forzó a los autores originales a reescribir su idea básica y por lo que hemos llegado a saber por lo menos en cuatro ocasiones se rehizo el guión en el que el propio Tarkovsy participó llegando a personalizarlo de tal modo a su forma de sentir y pensar que incluyó poemas de su padre Arseni Tarkovsky entre otros y con ello ya resulta claro que no hallamos en absoluto una película de ciencia ficción con más o menos acción trepidante y efectos especiales sino justamente todo lo contrario: en su película Stalker se nos ofrece un remanso de imágenes que adquieren más fuerza en sucesivos visionados al mostrar el simbolismo casi críptico que el autor sostiene como forma de comunicar sus inquietudes a un público que forzosamente deberá dejar fuera de la sala toda clase de prejuicios e ideas preconcebidas porque se va a encontrar con algo inesperado.

La propia elección del título centra la atención en el personaje que, heredero del Redrick Schuhart novelesco, mantiene alguno de sus rasgos como inadaptado social pero los destila al punto de permanecer como un "stalker", una especie de guía acechador que vigila y escudriña las personas que le contratan para viajar hasta la habitación donde los deseos se convierten en realidad: una especie de gurú, un personaje semi místico que con una simpleza aparente actúa al mismo tiempo como examinador para saber si aquellos que dependen de él para llegar a la fuente mágica son merecedores de la oportunidad o no.

Si en diferentes ocasiones me he reafirmado en mi opinión que salvo la presencia de productores de primerísima línea siempre es el director el máximo y último responsable de una película, en este caso la cuestión suscita no poca polémica ya que en casi todos los aspectos la obsesión de Tarkovsy de salirse con la suya provoca que por ejemplo el nombre del reconocido director de fotografía Georgi Rerberg ni siquiera aparezca en los títulos de crédito a pesar que sus geniales hallazgos permitan crear una atmósfera más que sugerente en la película (hay un documental posterior, al parecer muy interesante, titulado Rerberg and Tarkovsky: The reverse Side of Stalker, dirigido por Igor Mayboroda, que da respuesta a ciertas manifestaciones de Tarkovsky en sus memorias) en la que los tonos sepia distinguen la realidad de lo que es "La Zona", lugar mágico donde nada es lo que parece y precisamente es allí donde los colores son más vivos, aunque no siempre: nos hallaremos ante un mundo visual muy potente: casi tan poderoso como pausado, porque Tarkovsky se toma todo el tiempo del mundo para filmar las secuencias, con una morosidad que no había visto en ninguna otra película salvo la anterior Solaris, en mi opinión no tan redonda como ésta, porque, como dijo el propio director, en Solaris todas las maquetas y artefactos propios de la Sci-fi llegan a distraer de lo que a él le importa.

Tarkovsky no tan sólo reduce la nómina de personajes sino que, además, les confiere carácter de arquetipo: el Stalker guiará a un "Escritor" y a un "Profesor" y mandará a casa a una mujer que pretendía apuntarse a un viaje que muy pronto percibimos como mucho más que iniciático, inscribiéndose por derecho propio en las clásicas narraciones que presentan un camino como forma de alterar una condición personal que empieza de una forma y acaba de otra aunque todo se nos cuente de forma sutil y como es el caso apoyándose en imágenes más que en palabras aunque éstas no faltan.

Pero la imaginería de Tarkovsky alcanza su punto álgido cuando los viajeros penetran en La Zona y lo primero que escuchamos es a Stalker exclamar, jubiloso:¡por fin en casa! y escaparse de sus dos acompañantes para tenderse en el suelo abrazando la maleza, casi lloroso de la emoción. A partir de ahí, nada es lo que aparenta y debemos estar atentos para hallar el significado de cada imagen que seguramente lo tiene porque Tarkovsky no filma de forma gratuíta ni mucho menos: no ha quedado muy claro el porqué, pero la película se filmó por lo menos en dos ocasiones, teóricamente porque no le gustaban al genial Tarkovsky las tomas geniales de Rerberg, aunque luego las repitió al detalle más nimio, pero ello no hace más que reforzar que nada hay que obedezca a la casualidad, lo que convierte esta película en una sucesión de escenas que en una visión te parecen excesivas y eliminables y en otra les hallas significados.

En Stalker Tarkovsky se emplea a fondo para mostrar una de sus preocupaciones: la desidia con que la sociedad del siglo XX contempla la espiritualidad, la falta de interés de la humanidad por su propia alma y la presencia adormecedora de los intereses materiales que embrutecen el espíritu y cabe decir que no apunta ni siquiera al consumismo occidental de aquella época ni mucho menos, por descontado, a lo que ahora rige en esta época de globalización mercantilista que Tarkovsky, fallecido en 1986 a la temprana edad de 54 años, ni siquiera pudo llegar a imaginar. El simplón Stalker se manifiesta feliz dentro de La Zona porque allí tiene todo lo que necesita y nada de ello es de carácter material, porque vemos que el escenario es poco más que un vertedero esperpéntico en apariencia, porque él ve lo que a nosotros nos pasa desapercibido: el siente una presencia, una fuerza espiritual que el Profesor y el Escritor aprenden a percibir cuando se ven en el trance de su vida y Tarkovsky nos ha llevado con ellos al punto de darnos cuenta del mensaje que pretende comunicar. (Hay un vídeo en Vimeo muy interesante)

Es de reconocer que la propuesta de Tarkovsky en buena parte es deudora del excelente trabajo del terceto de actores que incorporan a los personajes principales, Aleksander Kaydanovsky, Anatoly Solonitsyn y Nicolay Grinko, así como las sugerentes composiciones musicales de Eduard Artemev y al departamento de sonidos dirigido por Vladimir Sharun: todos ellos contribuyen no poco a la magia de la pieza, tanto como el perro negro que aparecerá en La Zona y quedará ya para siempre unido al Stalker con un significado mítico y clásico de guía de su alma.

Lo que está fuera de discusión es que Stalker, guste o no, aburra mucho o poco, permanece como una muestra de cine puro, entendido el cine como el arte de comunicación de ideas y sentimientos a través de la imagen acompañada de textos y sonidos (ambos muy trabajados para completar la primera) y que con el defecto asumible de una lentitud extrema y un ritmo más moroso de lo habitual en pantallas se erige en una pieza imprescindible para cualquier cinéfilo que debería verla sin excusa.







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dilluns, 23 de desembre del 2019

Picnic junto al camino






¡Felicidad para todos, gratuíta, y que nadie quede insatisfecho!

De no ser por la afición a leer los antecedentes literarios de algunas películas y a pesar que entorno a 1970 leí considerables piezas de ciencia ficción, jamás hubiera tenido en mis manos la obra de los hermanos Strugatski (Arkadi, filólogo arabista de profesión y Boris, astrónomo) titulada Picnic junto al camino que apareció en 1972 y situó a esos dos curiosos hermanos en la cima no ya de los escritores rusos sino más aún en el top de los escritores de ciencia ficción clásica, ese género en el que los escritores se valen de la imaginación de un mundo inalcanzable para ajustar cuentas con el presente jugando con la metáfora al pergeñar tramas en que las alegorías trufan el camino de los aventureros que se nos presentan, no en vano la costumbre es disimular en relatos de acción críticas sociales.

El lector de hace ya casi cincuenta años estaba muy acostumbrado a considerar la ciencia ficción como un género serio en el que la doble lectura era moneda corriente del aficionado y no fue hasta la banalización derivada de ciertas películas que el género pasó a ser considerado por la multitud como algo meramente ruidoso y hueco de contenido de forma absolutamente injusta.

El arranque de Picnic junto al camino -también editada con el título Picnic extraterrestre- es desconcertante pero nos sitúa de inmediato en un mundo terráqueo que ha cambiado por causa de lo que llaman la Visitación, eufemismo destinado a recordar que un día el planeta Tierra fue visitado por una serie de naves extraterrestres que se aposentaron por un corto espacio de tiempo en diversos lugares y partieron dejando tras de sí lo que ahora denominan "zonas", lugares en los que la realidad ha quedado tergiversada, trastocadas sus leyes físicas conocidas y distorsionados los efectos que en la vida "normal" llegan a tener diversos artefactos que se hallan en esas "zonas", como si fueran un campo en el que se hubiera concertado una multitud para un festejo dejando tras de sí despojos, basura y objetos olvidados que para los extraterrestres podían significar poca cosa pero que para los terrestres eran verdaderas maravillas fruto de adelantos tecnológicos absolutamente inimaginables.

Los hermanos Strugatski sitúan una de esas zonas en el Canadá, país tan septentrional como la entonces Unión Soviética (U.R.R.S.) y nos narran en cuatro episodios las aventuras y desventuras del protagonista, un merodeador llamado Redrick Schuhart, desde sus veintitrés años hasta ya cumplidos los treinta y uno. Redrick es un merodeador, un tipo que se adentra en la zona para regresar con algún objeto ya conocido o quizás no y teóricamente lo hace con el beneplácito del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres que es en realidad la forma que tiene la administración de controlar la zona, dejarla al margen de cualquiera, acotarla, impedir la entrada y libre circulación y toma de conocimiento de lo que allí pueda haber que pronto sabremos tiene mucho peligro.

Redrick es un tipo que difícilmente se sujeta a las normas y va por libre y entre sus conocidos se cuentan lo mismo policías corruptos que funcionarios prevaricadores y poco a poco comprendemos que en torno a la zona hay un submundo de intereses y que la decisión de acotarla y prohibir su acceso no tiene su origen únicamente en el afán de preservar la integridad de los temerarios que irán a buscar maravillas y quizás nunca volverán a sus casas.

Los Strugatski tienen una forma de escribir que se lee de un tirón porque desarrollan la trama sin caídas de ritmo a pesar de algunas descripciones meticulosas que te sitúan en un mundo imaginario y para el lector de 1972 -y también para el que vivió aquella época y se acuerda de lo que salía en las noticias- de entrada hay una interpretación inmediata que empareja esa llamada zona, lugar en el que uno puede hacerse con las cosas más singulares, con el mundo occidental visto desde la URRS, no en vano el desarrollo tecnológico al que el ciudadano podía acceder fácilmente era amplio en el mundo occidental y muy escaso en la URRS y por añadidura los que vivían bajo el ordenamiento soviético tenían prohibido cruzar las fronteras y visitar Occidente, ni hablar, desde luego de comprar nada.

Sin embargo, quedarse en esa alegoría que denuncia el autoritarismo soviético para con sus ciudadanos sería limitar el discurso de los Strugatski que conforme va avanzando su novela plantean cuestiones más profundas y personales ejerciendo una nada velada crítica al consumismo: el protagonista, ese Redrick que vemos en cuatro momentos de una vida muy joven y sin embargo azarosa toma decisiones en las que la base es una consideración nada amable con la sociedad que le ha tocado vivir, un poco rozando los límites de lo legal y éticamente aceptable y será precisamente en el ansia de conseguir el premio mayor donde hallará un camino que muy astutamente los autores dejan abierto, casi inconcluso.

Con apenas poco más de trescientas páginas (según la edición, cerca de las cuatrocientas) los hermanos Strugatski construyen un universo semi distópico en el que se reconocen a primera vista señalamientos precisos a la sociedad en la que vivían los autores pero que en una relectura calmada el afortunado aficionado a a ciencia ficción de categoría hallará sin duda motivos suficientes para debatir por muchas y variadas cuestiones.

El éxito de la novela no pasó desapercibido al cineasta ruso Andréi Tarkovski, pero de eso ya hablaremos dentro de poco.







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dissabte, 30 de novembre del 2019

Pintor de paredes



Tenemos delante tal cantidad de elementos mitómanos que pueden alterar la percepción objetiva -dentro de un subjetivismo sin el que el comentario de una película pierde su valor- que para enfriar los ánimos no se me ha ocurrido otra que ponerme de música de fondo y acompañamiento nada menos que la versión que hizo en 1967 Eugène Jochum con la Orquesta y Coro de la Ópera de Berlin de la celebérrima composición Carmina Burana. Lo apunto no por fardar de melómano sino porque quizás acabe influyendo -o no- ya que en el fondo admito que choca frontalmente con la propuesta que se nos hace de la última película de Martin Scorsese.

Si lo pensamos un minuto apenas, lo primero que observamos es una enorme dicotomía entre las querencias del cineasta Scorsese que manifestadas en recientes entrevistas publicitarias le sitúan como adalid del arte cinematográfico clásico, divergente de la moda de superhéroes de cintas repletas hasta la saciedad de espectaculares acciones digitalizadas y por otro lado su obligada alianza con la poderosa Netflix que gracias a su omnipresencia obtiene réditos suficientes para afrontar la producción de una película costosísima, precisamente por el indiscriminado uso de tecnologías digitales: $159.000.000 que al cambio de hace un minuto vienen a ser 144.782.368 € de nada.



¿Tecnologías digitales para una película de gánsters?¿En serio? Pues sí: tecnologías digitales para rejuvenecer artificialmente a tipos tan veteranos como el propio director: Robert de Niro, Joe Pesci y Al Pacino, nacidos entre 1940 y 1943, han visto sus caretos modificados hasta llegar a unas facciones que no se parecen demasiado a la cara que tenían hace treinta, cuarenta años, y doy fe porque tengo edad suficiente para haberlos visto en películas de estreno: películas de gánsters que, hay que decirlo, eran mucho mejores que ésta y desde luego su trabajo mucho más apreciable.

Así que, como se dice habitualmente, amigo Martin: la primera, en la frente: te despachas a gusto -y con razón- dejando como merece al cine repleto de trucos tecnológicos y luego te equivocas -y mucho- admitiendo como buena la idea de rechazar la intervención de jóvenes actores -que están a la espera de una oportunidad- para apoyar la narración de una trama que abarca decenas de años en el rejuvenecimiento facial digitalizado de tres carcamales como tú que deberían haber rechazado la propuesta si albergasen un poco de orgullo propio y menos vanidad: porque se huele a legua el exceso de ombliguismo de De Niro (productor asociado con su Tribeca) y Pacino (salvamos a Pesci porque dicen los papeles que se estuvo resistiendo durante un par de años a participar en el circo; y acaba siendo el más aceptable, caramba) que no quieren aceptar representar el personaje en su edad más provecta únicamente, cediendo parte del protagonismo a otros jóvenes como hasta ahora siempre se ha hecho, llegando el uso de ese rejuvenecimiento artificial al extremo ridículo de aplicarlo también a un actor como Jesse Plemons (nacido en 1988).

Porque pese a quien pese, la interpretación se resiente de la aparición del artificio digital, tal cual ocurre con los rostros que acuden a la cirugía o el bótox para disimular arrugas: si nos ponemos en plan quisquilloso también debemos advertir que la dicción de un hombre de setenta y cinco años nunca es la misma que del mismo hombre con treinta y cinco años: ni el tono ni la potencia de la voz, ni la forma de vocalizar, son iguales, y se nota: claro que se nota: hagan la prueba con la versión original de esta película y, por ejemplo, El Padrino II. Y luego, me lo cuentan.

¿Ya empezamos con las comparaciones? ¡Eh! No he sido yo quien ha decidido que Scorsese filmara una de gánsters con De Niro, Pesci y Pacino como protagonistas, una película, The Irishman que dura tres horas y veintinueve minutos y que nos han estado vendiendo -y lo que durará la campaña hasta la vigilia de los oscar- como una nueva obra maestra que alumbra la cinematografía de este siglo que vivimos como si el anterior no hubiese existido.

La cita de El Padrino II es elemental y obligada porque aunque muchos de los jóvenes cinéfilos quizás no la hayan visto todavía (la tienen escondida desde hace años para que nadie pueda comparar) en ella concurren tanto De Niro como Pacino tal como eran en 1974 y sudando el personaje a las órdenes de Coppola, que debe estar en su viña partiéndose de la risa. Y es de gánsters, claro. Y es una obra maestra. No como ésta.

No sé la sensación que causó la película en la brevísima exhibición que tuvo hace unos días en salas de cine, pero sí creo que Netflix, al presentarla en streaming, hubiese hecho santamente partiéndola en tres trozos y dejándola en formato de gran mini serie, con lo cual evidentemente quedaría fuera de los premios oscar, pero por lo menos no nos hubiera tenido tanto tiempo esperando a que terminara una trama que no aporta nada nuevo, por lo menos a los espectadores europeos no aleccionados de la intra historia que puede sustentar para la audiencia estadounidense un elemento de interés.

El personaje de Jimmy Hoffa (que ya ha aparecido en otras películas y especialmente en una dedicada a él y protagonizada por Nicholson {se le deben llevar los demonios: primero le aparece un joker, luego un torrance y ahora un hoffa}) pertenece a la escasa mitología real de un país joven y queda emparejado en su misteriosa desaparición -ocurrida en 1975- con el magnicidio de Dallas en el que murió John Kennedy, precisamente citado en la trama que sustenta esta película, basada en una ficción desarrollada sobre unas supuestas conversaciones con Frank "El irlandés" Sheeran, asesino al servicio de la mafia en los años sesenta y setenta del siglo pasado.

Para el público estadounidense una ficción en la que se presenta una solución al enigma de la desaparición de Hoffa (tenía una cita en un restaurant y nunca más se supo de él, contando sólo 62 años y no estando enfermo de nada) puede tener un punto de interés, pero dudo que salve el conjunto: la película nos presenta muchas de las acciones en que Frank Sheeran toma parte activa a lo largo de más de veinte años pero la forzosa acumulación de incidentes que no llegan más allá de la condición de anécdotas -sangrientas, sí, pero inanes- acaba por producir desinterés en el espectador, sin llegar al aburrimiento, es cierto, porque Scorsese mantiene su pulso y elementos como la ambientación, el detalle figurativo y la música son de primer nivel, pero el guión ¡ay! se relaja y se excede provocando que la falta de interés aparezca, porque no hay ni un personaje que reúna condición ética y atractivo y lo que es peor, tampoco entre tanto delincuente hay ninguno que suscite ni siquiera temor, no digo admiración: si acaso el personaje encomendado a Pesci, un mafioso llamado Russell Bufalino, tiene las líneas de diálogo más cuidadas y el actor sabe aprovecharlas, porque lo que es De Niro como el asesino Frank o Pacino como Hoffa ni provocan simpatía ni llegan a desembarazarse de la artificialidad que impregna sus faces en todo momento, incluso ¡ay! cuando posiblemente no hay aplicación de trucos digitales: no están ya para estos trotes y alguien debería decírselo.

Scorsese tiene en contra todos los elementos: sus protagonistas son viejos y ha sido un error aplicar artificios digitales; el guión se extiende demasiado, quizás porque había que hacer equilibrios para que sus dos primadonnas, De Niro y Pacino, tuviesen semejantes líneas de diálogos y primeros planos y zarandajas semejantes, cuando deberían estar a las órdenes del director y acatar lo que se les dijese a las buenas antes que a las malas; falta una dirección de intérpretes y la aclamación emergente del buen trabajo de Pesci -que nunca ha tenido las facultades de De Niro y Pacino- no hace más que señalar que los otros dos fallan estrepitosamente: algo no cuadra. El guión se extiende demasiado causando una película de tres horas y media cuando con una hora y media quizás hubiese salido algo brillante y desde luego menos aburrido: si algo es difícil, en cine, es mantener la atención del espectador fija en la pantalla durante mucho tiempo: en esta película, que ahora se puede ver tranquilamente en la tele más grande de la casa, uno puede darle a la pausa, hacerse unas palomitas y prepararse una bebida, volver, y seguir sin que en ningún momento haya la sensación de prisa por retomar el discurso, así que algo falla: hay películas de largo metraje en las que uno llega al final y se pregunta: ¿ya? porque estarías todavía colgado de la historia que te cuentan. No es el caso.

Y no tiene la culpa la forma de dirigir de Scorsese que una vez más demuestra su maestría técnica consolidada después de tantos años: no recuerdo haber percibido errores ni pifias en nada, sintiendo que la cámara está donde le toca, con una fluidez extraordinaria y siguiendo visualmente el ritmo de la narración. El problema está en la longitud, en la reiteración, la repetición, la redundancia excesiva en detallar un modo de vida del protagonista que además apenas incide en su intimidad, un exceso narrativo que no llega a ninguna parte remarcable y acaba lastrando el conjunto.

En definitiva, una película que puede verse en casa contando con tres horas y media -o más, dependiendo de las pausas- de tiempo a dedicarle, partiendo de la consideración que desde luego no es una obra maestra, ni siquiera imperdible muestra de un cine que se está adaptando a nuevas formas de exhibición: la ventaja que tienen es que podrán verla en v.o.s.e. sin problema alguno.

Eso sí: si la mención les ha abierto el apetito de volver a ver -o descubrir, según el caso- El Padrino II, casi mejor que lo hagan después de ver ésta o en lugar de ésta, ya puestos, porque en v.o.s.e., las voces cantan que da gusto.










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diumenge, 24 de novembre del 2019

Guasada





Todavía recuerdo lo sorprendido que me quedé al saber que a Dustin Hoffman le habían concedido el premio oscar a la mejor interpretación por la gansada que se marcó en la película Rain Man -de 1988- que casi nadie -de los que la vimos entonces- situaría entre sus preferidas del año incluyendo el trabajo de sus dos actores principales, porque el otro era Tom Cruise: desde entonces -y ya ha llovido mucho- todos tenemos muy claro que la academia hollywoodiense -es un eufemismo tras el que se parapetan intereses económicos nada artísticos- no puede resistirse a elevar a la cima a los que hacen extravagancias como muecas histriónicas, afear el aspecto físico (especialmente las actrices), perder o ganar un montón de kilos, sin que nada tenga a ver la finura de la interpretación de un personaje que a priori debería hallarse bendecido con unos diálogos, frases y situaciones bien trabados. A Cary Grant nunca se lo dieron, así que la cosa ya viene de antaño.

De modo que me atrevo a vaticinar ¡y aún no ha acabado el año 2019! que Joaquin Phoenix recibirá el oscar al mejor actor en la ceremonia que se celebrará dentro de unos meses. Quien sabe si también la película que protagoniza, Joker recibirá el máximo galardón, porque ¡ay! la cuestión se le pone difícil ya que contra los miles de voces alzándose a proclamar obra maestra la última película de Todd Phillips, están otros miles clamando lo mismo por la última de Tarantino, que ya comentamos hace unos meses, así que la competición parece estar muy ajustada en lo que a obra maestra del año se refiere y quién sabe lo que pasará.

Si nos fijamos un poco podemos llegar a la conclusión que las pantallas de cine de este siglo están llenas de películas que o bien son continuaciones de una saga iniciada con éxito comercial, o secuelas de otra, segundas partes nunca previstas, episodios de los mismos personajes en diferentes lugares pero iguales desarrollos, refritos desafortunados además de innecesarios y también vueltas de tuerca en torno a personajes que principian como adláteres y acaban por asumir protagonismos difícilmente justificables.

Ejemplos hay tantos que citar a unos sería olvidar otros muchos, así que dejaré a su elección, amigos, el apunte a diversos títulos que encajan perfectamente pero permítanme que dedique cuatro letras al último ejemplar, ese Joker interpretado por el bueno de Joaquin Phoenix a las órdenes -es un suponer- de Todd Phillips:

Vaya por delante que no soy ni pretendo ni deseo ser un experto en el entorno de Batman, ese personaje creado hace ochenta años por Bob Kane, pero internet lo mismo sirve para un roto que para un descosido y ahí tenemos una mínima referencia que nos indica entre otras cosas que el malvado Joker lleva desde 1940 dando vueltas fastidiando a los contemporáneos de Batman haciendo gala de una maldad inteligente y despiadada matando a cualquiera sin el menor atisbo de arrepentimiento ni duda moral: un criminal puro que no precisa de razón alguna que justifique ni sus actos ni su existencia.

En esas estamos cuando Todd Phillips (que ya me aburrió con su anterior película Juego de armas) demuestra insistir en el descabezamiento que impera en sus trabajos de guionista y no tiene otra ocurrencia que reinventar los orígenes nada menos que del Joker, presentando un tipo desgraciado, paranoico probablemente por herencia genética, convencido de ser el mismísimo hermano de Batman y acabando como excusa imitada por alborotadores públicos que dicen levantarse contra el maléfico imperio económico mundial, lo que ha sido aprovechado por algunos ¿críticos de cine? que pretenden revestir esta castaña cinematográfica de valores sociales que ni en sueños pretendía su autor, pues Phillips ejerce de guionista, productor y director, así que su autoría respecto al bodrio no cabe quitársela y a él le recaen todas las responsabilidades de tamaño desorden por mucho que la excelentísima campaña mercadotécnica ejecutada por D.C. haya conseguido convencer a muchos de lo contrario: esta película es mala de remate y no tiene agarradero alguno: no es la peor que he visto en lo que llevamos de año, pero casi, casi.

Es una verdadera lástima que un buen actor como Joaquin Phoenix, capaz de interiorizar un personaje (ya lo demostró en Gladiator, robando a Rusell Crowe todas las escenas), se encuentre protagonizando una película en la que soporta casi todas las escenas al interpretar un tipo carente de interés, con diálogos malos, frases hechas y acciones penosas, reducidas sus facultades histriónicas al paroxismo y la exageración rozando las cercanías del mimo en unas gestualidades que como propias de un mimo tampoco son apreciables por burdas y poco sugerentes. Resulta evidente que Todd Phillips no ejerce como director de un actor que sin límite alguno ni advertencia objetiva queda desnortado perdiendo en la exageración descontrolada toda la poca fuerza que el personaje tiene, tan mal dibujada está esa personalidad que esperábamos malévola y acaba siendo simplemente desquiciada y falta de voluntad propia, actuando a remolque de sucesos en los que la lógica se muestra también ausente, muestra del poco cuidado que Phillips ha tenido en el conjunto. Valga como ejemplo que en la famosa escena del baile en la escalera, imitada por lo visto por una legión de inesperados admiradores: de repente, en medio de los movimientos, aparece un cigarrillo a medio consumir que jamás vimos encender, mágico quizás, detalle que este comentarista que suscribe percibió como señal inequívoca de fallo de raccord absoluto que fácilmente se arregla en la sala de montaje porque la escena, de por sí superflua, puede aligerarse mucho sin dificultad: claro que igual aparece un sesudo ¿crítico de cine? y le halla connotaciones perceptibles únicamente por mentes privilegiadas, capaces de relacionarlo con la colilla que el raro payaso tira nada más empezar a bajar la escalera. Resurrección tabaquera, quizás. No sé. Igual lo del fumar cigarrillos es porque ya se sabe que con las nuevas ideologías los fumadores son los malos. Así de simple.

Además, Joaquín no tiene ninguna gracia moviéndose. Prefiero con mucho este otro Joker:




Es lo que tiene sujetar un argumento a un entorno ficticio con ochenta años de historia a sus espaldas: querer innovar es un deseo apetecible y las versiones son aceptadas siempre y cuando eleven el listón de lo conocido: Todd Phillips lo único que hace es aprovecharse de la fama de un personaje existente en el universo del tebeo o novela gráfica pero le faltan redaños para adentrarse en una psicología siniestramente abrupta y se pasa más de media hora sin que suceda nada de interés, luego ocurre algo y hemos de esperar otra media hora para retomar el ritmo de una narración sincopada con lapsus enormes entre puntos de interés verdaderamente livianos, faltos de fuerza, inhábiles para conseguir que el espectador sienta algo por un protagonista que ni acabamos amando ni odiando pues de suscitar algo se limita a perplejidad y aburrimiento, ni siquiera concita lástima y para rematar la faena Todd Phillips nos presenta escenas complementarias que tampoco ayudan a encadenar el conjunto y sobran totalmente cuando no chocan con todo lo que ya tenemos sobradamente conocido, como la muerte del matrimonio Wayne.

Empezábamos con una referencia a una película de 1988 y mira por donde al año siguiente, 1989, hace treinta años, Tim Burton nos presentaba un origen del Joker más sólido, más unido a Batman y más siniestramente malvado que este que nos ha presentado Todd Phillips, un tipejo que no es más que un desgraciado asesino algo desquiciado pero sin la voluntad de regodearse en el mal, sin el insano placer de cometer atrocidades, sin el peligro de vivir al filo de la locura y usando el macabro humor como medio de comunicación perverso: este Joker del pobre Joaquin es bastante previsible y no da miedo: curiosamente, aplicándole el nombre en que el personaje fue conocido en la américa hispana, El Guasón, a esta película le cae como anillo al dedo la cualificación de guasada.

Si ya la han visto y les gustó, están de suerte, porque ya está en marcha el Joker 2.

Lo que decíamos: son cansinos.Y faltos de ideas.





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diumenge, 17 de novembre del 2019

¿En serio, Jack?




Cualquier persona aficionada al cine que se haya preocupado por sí misma de visionar películas del siglo pasado - digamos del período de cuatro décadas comprendido entre 1940 y 1980 - se habrá dotado de una cultura visual que le permitirá apreciar el arte cinematográfico como tal y sabrá discernir perfectamente que en una época se estrenaban cintas que al mismo tiempo entretenían al espectador mientras le ofrecían estímulos intelectuales para opinar sobre lo divino y lo humano, para debatir, conversar; y que desde unas pocas décadas atrás, los estrenos se vienen conformando en su mayoría por cintas que dan espectáculo, con imágenes sorprendentes en lo visual y sonoro pero huecas de contenido intelectual, vacías por completo, productos de usar y tirar.

Desde los inicios del cine han existido y siempre habrán películas de mero consumo, productos para pasar el rato con la mente en blanco sin mayor interés y sería necio negar la posibilidad del respetable de acudir a ver lo que podríamos definir eufemísticamente como fuegos artificiales con belleza instantánea y nula trascendencia, entre otras razones porque nadie tiene derecho a exigir que una película alcance unos requisitos mínimos para ser considerada arte cinematográfico ya que el arte es etéreo y catalogarlo y constreñirlo a nuestro gusto probablemente dejaría fuera los gustos de otros con el mismo derecho a paladearlo de la forma más subjetiva posible: esa libertad es la que nos impele a debatir y en el intercambio de pareceres usualmente el cinéfilo halla casi tanto placer como en el visionado de la película. Cinéfilos de lustre como Peter Bogdanovich, Woody Allen y Martin Scorsesse son buena muestra de la pasión arrebatadora que el buen cine les provoca y viéndoles disertar sobre su arte y más del de sus colegas, uno percibe de inmediato la grandeza del arte cinematográfico y queda aterrado cuando de sus labios se escuchan lamentaciones del derrotero actual del cine en general, porque el porcentaje de películas espectáculo con mucho ruido y pocas nueces se ha incrementado notablemente hasta un nivel nunca antes visto.

El cine como medio de comunicación a las masas desde el primer momento de éxito recibió la interesada atención de los estamentos gubernamentales: desde Leni Riefenstahl hasta exiliados como Billy Wilder o William Wyler dedicaron porciones de su arte para defender ideas políticas y todos sabemos que en la posguerra mundial se incrementó de forma notable el uso del cine como forma de implementar en todo el mundo las teorías que se cocían en hollywood, mezclando rápidamente intereses políticos y económicos y persistiendo en una constancia digna de encomio en la invasión cultural de cualquier pedazo de mundo en el que hubiera posibilidad de exhibir una película. No hay más dar un vistazo alrededor, se halle uno donde se halle, para comprobar que el trabajo que han realizado ha sido exitoso, porque la comida basura, el café infecto y las gaseosas repletas de azúcares dañinos están en el lugar más remoto y da un poco de risa que el antaño omnipresente tabaco rubio haya pasado a la categoría de perseguido con la misma fuerza con que ahora se alzan voces difamantes buscando una venganza tardía o una fama instantánea, siguiendo unas modas que perpetúan la injustificable influencia del hollywood cada vez más rancio en la forma de vivir del resto de los mortales.

Así las cosas, hete aquí que ahora ya no hace falta salir de casa para ver películas; de hecho, ya hace muchos años y gracias a la televisión, los cinéfilos podíamos disfrutar de películas que habían salido de las salas de estrenos y gracias al televisor cada uno en su casa, solo o en compañía, saboreaba cine del bueno. El punto es que ahora se estrenan directamente en la pantalla doméstica películas con grandes presupuestos, porque hay compañías que han visto en el servicio a domicilio una forma de conseguir pingües beneficios, lo que particularmente, me parece muy bien. Además, así hay unos buenos miles de cinéfilos que podrán disfrutar cine de actualidad al mismo tiempo que otros que viven en las grandes ciudades: el televisor democratiza la capacidad de estar al día de los eventos culturales: igual que ocurre con el cine, en otro arte total como la ópera, por ejemplo, aficionados al bel canto pueden disfrutar estrenos en su salón que de otro modo les resulta imposible. Eso está bien, sin duda.

Como todo en la vida, las virtudes de la comunicación digitalizada pueden ocultar, disimular o disfrazar vicios deleznables, intereses mezquinos y voluntades faltas de ética que persiguen satisfacción a largo plazo sirviéndose de insidias disimuladas casi como mensajes subliminales para torcer ideas previamente admitidas como ciertas y razonables.

En 1990 se estrenó La caza del Octubre Rojo presentando al analista de la CIA Jack Ryan -personaje debido a la pluma de Tom Clancy en su primera novela de 1984- y también a un militar desertor de la U.R.S.S., dándose la coincidencia que esa unión estaba prácticamente disolviéndose con gran regocijo de los U.S.A. por lo cambios que iba a suponer en los rifirrafes de la llamada guerra fría. En la película se refuerza la bonhomía del desertor soviético que, como no, se acoge raudo a la protección estadounidense: mensaje claro y alto en una ficción basada en hechos reales más o menos similares.

El personaje de Jack Ryan aparecerá luego en hasta cuatro películas más y curiosamente su interés corre parejo a la calidad de sus intérpretes descendiendo paulatinamente hasta que el año pasado la empresa Amazon decidió que ya era hora de sacarle provecho en forma de serie para sus clientes abonados y en este año 2019 acaba de presentar la segunda temporada.

Las series estadounidenses actuales gozan de presupuestos inimaginables para la cinematografía de algunos países e incluso de la propia industria cinematográfica propia como hace muy poco ha manifestado Scorsesse agradecido porque ha hallado en esos novísimos reductos cinematográficos de salón el sustento para su última película.

Aún así las dos temporadas de Jack Ryan adolecen del mal actual: un guión sin alcanzar el nivel presupuestario, lleno de tópicos (un compañero de raza negra y además musulmán es un efectivo reclamo de espectadores) sobados e interpretaciones vulgares con una circunstancia, en la segunda temporada, que es la que me ha provocado ganas de ponerme a escribir: la manipulación más burda, evidente y asquerosa que recuerde haber visto en pantalla, aunque sea chica.

En esta segunda temporada el analista Jack Ryan acabará por desplazarse a Venezuela con la excusa que un día los satélites vieron partir de una isla remota un misil y que luego un barco parte de esa misma dirección hacia Venezuela, descubriéndose lo que un miembro de la inteligencia asegura es una repetición del caso Bahía Cochinos, cagadito de miedo porque desde el lugar hasta tierras "americanas" (ya hemos dicho mil veces que América es mucho más grande que los U.S.A.) apenas hay treinta minutejos de nada a toda castaña, velocidad usual de los misiles. Así que raudos, para salvar el mundo (el suyo, claro) montan una operación para invadir de forma subrepticia Venezuela entrando por un río y hasta llegar a donde está el campamento donde piensan que hay algo que va a perjudicarles, resultando que se trata de una explotación minera de un material estratégico que vale, claro, una millonada y en manos de los chinos, por ejemplo, desestabilizaría el mercado global.

¿Lo han entendido? Pues eso: que peligra la pasta.

No contentos con este guión nefando y pueril los mamporreros que pasan por guionistas deciden que el ficticio Presidente de Venezuela se llamará Nicolás Reyes (con los rasgos de Jordi Mollá) y justamente, mira por donde, se halla en trance de unas elecciones en las que su única oponente es la esposa de un político de la oposición desaparecido (que luego sabremos está en un presidio en la jungla, fíjate tú, justo al lado del pozo minero de antes) y claro, tiene que hacer lo imposible para ganar las elecciones, a base de asesinatos, bombas, engañando a todos, al punto que incluso mata por su propia mano a su amigo y lugarteniente.

La vomitiva manipulación es inexcusable: situar la acción en Venezuela con un presidente homófono del real y atribuirle crímenes repugnantes debería producir en el espectador un rechazo total y así lo espero. Vaya por delante que no tengo ninguna simpatía por el Presidente Nicolás Maduro, pero puestos a usar el enorme campo de comunicación que Jeff Bezos tiene con Amazon para darle un coscorrón a Maduro, bien podría haber encargado un documental fidedigno y exhaustivo sobre el político (iba a escribir dignatario, pero me pareció inadecuado) antes que encargar una ficción tan rastrera y abyecta que no merece en absoluto perder ni media hora en verla y lo sé porque la he visto entera y además de exhibir la trama una catadura moral inmunda es una castaña aburrida e infantiloide.

Ese y no otro es el mayor problema que intuyo relativo a la progresiva eliminación de las salas de cine sustituidas por la pantalla casera: en el cine, al menos, cuando sales puedes comentar lo que has visto, relacionarlo, incluso oír de pasada comentarios de otros espectadores y todo ello ayuda a relativizar y a poner en su sitio cada concepto. En la privacidad del hogar el espectador de buena fe puede quedar sugestionado por un relato fraudulento y adoptar ideas interesadas que a la larga beneficiarán a tipos multimillonarios como el tal Bezos:¿quién te dice que no hay por ahí realmente un yacimiento en Venezuela y que ya le han echado el ojo Jeff y amigotes? Por no hablar, una vez más, de la conversión en costumbre propia de elementos foráneos que nada tienen a ver con la cultura de cada espectador: la globalización está bien según para qué, pero no a todos tiene que gustar el mismo café nefando.

Avisados quedan: tomen distancia.









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divendres, 8 de novembre del 2019

Secretos de Estado




Si me hubiese dejado llevar por los prejuicios basados en la penúltima película de Gavin Hood que se estrenó hace cuatro años y que comentamos en su momento aquí probablemente hubiera rehusado ver su última película, Official Secrets (Secretos de Estado) que apareció en nuestras carteleras el pasado 25 de octubre y que seguramente desaparecerá rápidamente de las pantallas, así que lo primero que afirmaré es que no deberían perdérsela porque merece ser vista ya que se trata de una rareza, una pieza inusual que requiere atención a unos diálogos muy bien escritos y esa virtud por desgracia parece hallarse muy lejos del alcance comprensor de la mayoría de los espectadores que probablemente la hallarán falta de acción.


Porque en esta ocasión Hood dirige una película basada en una historia real, verídica, primero novelada por Marcia y Thomas Mitchell y luego trasladada a guión cinematográfico por Sara y Gregory Bernstein con la intervención (cabe que suponer puntual y encaminada a su trabajo en el guión cinematográfico) del propio director y parte con un condicionante que rompe la estrategia mercadotécnica empleada y sostenida por los de siempre, porque con toda seguridad habrá una parte de los potenciales espectadores que recuerden los sucesos que se presentan (no ha sido desde luego mi caso) y también habrá quien de forma insensata buscará datos en internet que le fastidiarán el placer mínimo de suspense que contiene la película.

No lo hagan y tampoco miren ningún tráiler en youtube: no vale la pena y cuentan demasiado.

La anterior incursión cinematográfica de Hood puede que pretendiera ser un apunte de crítica política pero quedaba en nada quizás a causa de un guión lamentable y en esta ocasión sus opciones gozan de una arquitectura robusta que señala los desmanes de una clase política y con una minuciosidad digna de encomio se dedica a tejer una red que atrapa la atención del espectador, bien mediante imágenes que explican muy bien los sentimientos de los personajes que veremos, bien en afilados diálogos muy bien escritos y mejor pronunciados :es obligatorio, casi, ver la película en su versión original, porque el elenco formado por un montón de británicos es un bombón tras otro: en ésta Hood, que también es actor, puede dirigir a placer a sus intérpretes y éstos le devuelven con creces la dedicación: no respondo, claro, de la versión doblada.

Los hechos que se nos presentan en un larguísimo flashback (vemos a la protagonista Katharine Gun interpretada por una sobresaliente Keira Knightley presentarse en sala judicial y recordar cómo llegó allí) nos remiten a un pasado relativamente cercano, cuando en el año 2003 los gobiernos de E.E.U.U., la Gran Bretaña y otros como España estaban mareando la perdiz buscando razones o excusas para iniciar una guerra invadiendo el Irak presidido por Saddam Husein y tuvieron la brillante idea de usar los servicios de información para forzar decisiones internacionales, de lo que tuvo conocimiento la señora Gun, que lo filtró a la prensa, infringiendo la ley de secretos oficiales.

Con estos mimbres se podría haber confeccionado un producto de acción más o menos ficticio que tomara una derivada particular cómoda para el sistema, pero el guión decide que contar dinámicamente los hechos tal y como ocurrieron puede tener su interés y su fuerza cinematográfica y efectivamente cambiar de género y optar por el cine político es un hallazgo impensable por lo desacostumbrado, pues no solemos ver en cine tramas tan bien urdidas como la presente sin precisar de discursos demagógicos, facilones y populistas: en todo momento la protagonista demuestra saber lo que se hace y porqué y su decisión se traslada en esperada simbiosis al grupo de periodistas del periódico The Observer que decide tomar la que en realidad es su única alternativa ética: investigar, escarbar, inquirir, molestar a quien convenga, indagar la verdad y soportar los embates, partiendo de unas suposiciones que por momentos parecen sostenerse con alfileres ante la dificultad de hallar pruebas fidedignas y lo hacen, tanto la denunciante inicial como el periódico, sabedores que el contrincante es el gobierno.

La trama se basa pues en la seriedad del planteamiento enfrentando intereses espurios y convicciones éticas con una novedad pues observamos en algunos funcionarios gubernamentales una cuidada ambigüedad en las expresiones que rezuma crítica contenida por el temor del poderoso y todo lo percibimos gracias a unos diálogos que nos llevan indefectiblemente a los tiempos clásicos del cine en que el espectador era tratado como ente inteligente capaz de captar ironías y soterradas afirmaciones, lo que por un tiempo apuntábamos como leer entre líneas, arte que va desapareciendo, cancelado por toscas presentaciones y diálogos repetitivos. En esta película el cinéfilo hallará la satisfacción de un mensaje expresado de forma rotunda y evidente con apenas más esfuerzo que el de escuchar y ver lo que ocurre con nuestros ojos, hasta alcanzar un final pletórico de significados.

Baste como muestra saber que la protagonista se apoya en su convicción que su trabajo lo realiza como servidora del pueblo británico pero no del gobierno británico (poniendo en solfa la cuestión ahora tan actual, una vez más, de la soberanía del pueblo por encima de los poderes del gobierno) porque, evidencia, los gobiernos cambian; y por otra parte, el director del periódico, sabedor del poder del sistema gubernamental (tanto económico como social) ante la noticia que tienen entre manos, decide actuar como periodista, asumiendo el riesgo que ofrecer la verdad comporte.

Muy por encima de algunas películas que en los últimos años se han señalado como muestras de cine denuncia, tengo para mí que gracias a su importante componente británico se erige en ejemplo de cine político de la mejor calidad, sin necesidad de armar mucho ruido ni exagerar sus componentes dramáticos -que los tiene- y sirviéndose de un lenguaje cinematográfico que se aplica con la misma fuerza expresiva en momentos de emoción e intriga como en la expresión de los pensamientos de los personajes, todos ellos personificados de forma excelente por unos intérpretes que dan todo por una causa que lo merece, sin importar la extensión del cometido ni el número de líneas de guión, todos ellos convincentes, probablemente agradeciendo la oportunidad de lucirse con unos buenos diálogos.

El buen oficio de Gavin Hood con la cámara sirve muy bien la historia y sabe mantener el ritmo perfectamente sin momentos faltos de energía, sin excesos visuales y alternando momentos íntimos con escenas de tensión emplazando la cámara muy bien, siempre permitiendo que los personajes se muevan en la pantalla con verismo, permitiendo que salgan de cuadro y regresen, rodando con fluidez y sin crear falsas expectativas que incrementen la tensión de forma artificial.

Insisto: vayan a verla pronto, porque durará poco en las salas de cine: será otra más de las injusticias de una industria exhibidora que nos malmete una y otra vez presentando estrenos prescindibles quitando películas buenas como ésta.





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dijous, 31 d’octubre del 2019

Tempus fugit (Julien Duvivier 1937 II)



Hace tres días nos ocupábamos de la segunda película que Jules Duvivier estrenó en el año 1937 y siendo una cosecha tan excelente pronto presentamos la tercera película que en el mismo año estrenó el genial director francés nuevamente partiendo de un guión de su autoría, en esta ocasión sin necesitar el préstamo literario de una novela precedente.

Duvivier, recordémoslo, fue un autor total que escribió casi todas sus setenta y una películas y en esta ocasión tuvo además un gran acierto al considerar que, ya que la trama iba a presentar diferentes episodios con un nexo común, convenía a la película que cada uno de ellos tuviese una atmósfera particular e individual, no tan sólo por el tratamiento cinematográfico: también por los diálogos que otorgan personalidad a cada uno de los personajes. Ello, naturalmente, comporta que la plantilla de guionistas se incremente hasta el número de seis, lo que en 1937 no era tan habitual como en la actualidad aunque los resultados no sean parejos ni mucho menos, porque muchas son las veces que uno se pregunta cómo es posible que tanta gente escriba un guión tan malo. No es el caso de la presente, desde luego.

La trama es muy simple: una joven mujer de apenas treinta y seis años queda súbitamente viuda y reflexiona que su viudez le permite reconsiderar el error que cometió al casarse tan joven y, hallando entre los papeles que va destruyendo de su vida de casada Un Carnet de baile de su presentación en sociedad a los dieciséis años, veinte años atrás, decide averiguar -como ocupación que alivie su viudez- que haya podido ser de los galantes caballeros que bailaron con ella aquel día que recuerda con cierta romántica nostalgia, no en vano todos le declararon su amor aquel día.

Una vez más nos hallaremos ante una película que muestra el excepcional dominio del arte cinematográfico en manos de un director capaz de ejecutar con éxito piezas de temáticas y argumentos absolutamente diferentes: tomando el personaje de la bella Christine (Marie Bell) como eje de la narración, ya desde las primeras escenas Duvivier ejecuta una especulación onírica para representar gráficamente los recuerdos de la joven viuda rememorando gracias a los sonidos de un vals sus impresiones de su presentación en sociedad y vemos gracias al arte cinematográfico de Duvivier lo que ella está imaginando proyectado en las paredes de la estancia que se reconvierte en salón de baile, con una orquesta casi fantasmagórica, apenas vislumbrando los instrumentos que producen la embriagadora sintonía musical compuesta al efecto por Maurice Jaubert.

Duvivier juega limpiamente con el espectador introduciéndole en una historia en la que el tiempo tiene muchísimo por decir y nos hace partir en un largo viaje al pasado con diferentes etapas siguiendo el orden establecido en un cuaderno de baile veinte años atrás, porque Christine ha decidido entrevistarse con todos sus amigos de entonces siguiendo el mismo orden de bailarín del día que para ella significaba el tránsito de la niñez a la juventud esplendorosa, un día que nosotros no hemos presenciado más que a través no de los ojos sino de los recuerdos de la protagonista y así lo remarca el astuto director con el tratamiento de la escena.




No cabe duda que en 1937 Jules Duvivier ya era un nombre importante de la industria del cine galo porque en esta película que más tarde, años más tarde, todo cinéfilo calificaría de "coral" gracias a la suma de estrellas que concurren, aparecen intérpretes que por sí solos constituyen un reclamo irresistible pero es que además el aficionado inexperto como quien suscribe probablemente descubrirá personajes del cine francés que no son habituales en buena parte porque fallecieron muy jóvenes, hace mucho tiempo.

No es el caso de la primera participante, la insigne Françoise Rosay que inmediatamente reconocimos como protagonista de La kermesse heroica (1935) de la que ya hablamos largo y tendido por aquí hace ocho años; la magnífica Rosay será la única contraparte de la protagonista de género femenino, porque de sorpresa, el primer bailarín a visitar falleció sin saberlo Christine y se encuentra con una madre desolada viviendo una negación absoluta de la realidad permitiendo que el espectador empiece a plantearse si se halla o no ante una comedia romántica y se siente tras la oreja el zumbido siseante de un Duvivier que nos está apresando la atención y nos lleva por su camino, quizás no tan dulce y alegre como habíamos imaginado.

Duvivier
, que como sabemos era un perfeccionista obsesivamente meticuloso, buscó para su protagonista (o arregló el guión para cuadrarlo) una actriz con la misma edad: Marie Bell, nacida el 23 de diciembre de 1900, contaba treinta y seis años incluso cuando se estrenó la película el 9 de septiembre de 1937 (en España se estrenó en 1941 y segurísimo que cercenada por la censura) y por lo tanto cuando Christine se encuentra con el siguiente bailarín de su lista de pretendientes y se topa con un monje de cincuenta y siete años y un poco grueso, tal como era Harry Baur en aquel momento, algo empieza a descuadrar lo que habíamos pensado, aunque de momento uno se olvida de todo porque de inmediato se da cuenta que ese monje alto, calvo y grueso es de verdad, es real, porque habla y se mueve como un monje y razona como un monje y te quedas absorto, maravillado, y no es hasta que acabada la película que te percatas que el tal Baur es otra de las grandes estrellas francesas que te has perdido durante tanto tiempo, porque el tío lo borda, te lo juro, y te quedas pensando en qué va a hacer Fernandel cuando salga, porque has visto el cartel francés y sabes que sale, en un momento u otro.

La cuestión es que Duvivier de nuevo se vale de ideas preconcebidas para romperlas lentamente mientras construye rápidamente y con pulso recio personajes que no son accesorios porque entre todos conforman una historia que se nos muestra paso a paso sin prisa pero con firmeza, sirviéndose de un lenguaje literario y visual diferente apropiado a las individualidades redescubiertas por Christine, una protagonista que toma gota a gota un baño de realidad: así, cuando visita a Thierry, el atractivo joven se ha convertido en un médico naval con un ojo de cristal y un desequilibrio mental que Duvivier acentúa moviendo la cámara lentamente sobre su propio eje horizontal reforzando visualmente la distorsión de la realidad que vive el médico y quizás también nuestra protagonista que anda de un desengaño a otro.

Así las cosas, a medio metraje (130 minutos que se hacen cortos) Duvivier decide relajar los ánimos un poco a su protagonista porque se va a la campiña a visitar un antiguo pretendiente y se encuentra con que la invita a su próxima boda (la segunda) a celebrarse en media hora y es un episodio cómico hasta alcanzar casi el surrealismo de la mano de un actor que desconocía por completo y que atendía al nombre de Raimu (y luego resulta que el mismísimo Orson Welles le admiraba sobremanera, lo que ahora no me extraña nada) que incorpora a un tipo que viene a ser al cacique, alcalde y lo que haga falta, declarándole su amor incondicional a Christine, pero casándose con su cocinera en una escena imperdible de veras, por lo bien escrita y por la increíble actuación del genial Raimu.

Lo que Duvivier empieza insinuando una propuesta se revela lentamente como otra y ya empieza el espectador a sospechar que el inteligente autor está cinematográficamente filosofando sobre el tiempo, como altera los recuerdos, como cambia los deseos humanos y las perspectivas vitales y como desde nuestro interior quizás intentemos moldearlo siendo imposible y llega un momento en que el velo cae y la realidad se impone y los trucos de magia quedan por finalizar.

La forma en que Duvivier acomete esta película es magnífica porque se vale de todos los resortes a su alcance para contarnos sus reflexiones sobre el amor, las amistades, la forma de vivir y de considerar la vida, el pasado, el presente y el futuro y lo hace con elegancia y sencillez pero magistralmente y si acaso la única objeción para no darle el título de obra maestra es un cierre que se me antoja forzado en su brevedad quizás debido a factores externos, quedando un tanto abrupto.

Absolutamente imperdible muestra del mejor cine francés que aúna una caligrafía cinematográfica perfecta, unos guiones muy bien escritos y enlazados y unas interpretaciones a cual mejor, una verdadera maravilla a disfrutar en versión original, con la advertencia que el aficionado a las buenas interpretaciones querrá, sin duda, más. Y las hay, parece.







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dilluns, 28 d’octubre del 2019

Amores locos (Julien Duvivier 1937 I)





A sus escasos cuarenta años el director francés Julien Duvivier estaba rodando la que sería su película número treinta y nueve, segunda que estrenaría en el glorioso año 1937 que inició con otra en la que Maurice Chevalier, gran artista francés de la época, lucía como protagonista, una comedia titulada L'homme du jour que hasta ahora se ha mostrado esquiva y huidiza.

Esa segunda película también parte de un guión iniciado por el propio Duvivier basándose en una novela de Henri La Barthe que asimismo trabajó como guionista bajo el seudónimo de Detective Julien Ashelbé y la colaboración inestimable de Jacques Constant y Henri Jeanson encargado de pulir los diálogos: un grupo de franceses más que acostumbrados a escribir guiones de cine, no en vano Duvivier interviene en sesenta y seis películas de las setenta y una que dirigió en su carrera hasta fallecer en 1967.

La película se titula como la novela Pépé le Moko y Duvivier, que ya era una figura del cine francés, tuvo la suerte de contar con Jean Gabin como protagonista y cabe suponer que el actor estaría encantado de volver a trabajar por quinta vez con un director que como otros genios del cine gozaba de fama de exigente, meticuloso, tiránico con todos sin excepción y muy capaz de lograr películas excelentes.

Pépé le Moko es un personaje del hampa parisina que después de haber dado un provechoso golpe a un banco consigue escapar del cerco policial y se desplaza hasta Argel, entonces bajo dominio francés, escondiéndose en la casba, barrio antiguo de Argel conformado por callejuelas estrechas, empinadas, llenas de vericuetos y escaleras que suben y bajan de diferentes azoteas que se comunican las unas con las otras, un verdadero laberinto digno de inspirar los dibujos de Escher, un lugar inaccesible para la gendarmería sin contar con la necesaria complicidad de los habitantes del barrio, todos ellos congraciados con el esquivo Pépé, los unos por considerarlo un héroe contra los franceses y los otros simplemente por temerle.

Lo que en manos de otro hubiese devenido en película de crímenes, ladrones y policías, en las de Duvivier se convierte en estudio psicológico de una serie de personajes cuya complejidad les aleja del maniqueísmo simplificador de relatos de malhechores sobre cuyos hombros se carga toda la trama de la película, bien que acompañándolo de una galería de personajes con sus propias características espléndidamente mostradas gracias a los detalles de la cámara de Duvivier que exprime con naturalidad pasmosa todos los resortes que halla en esas callejuelas, esas habitaciones que tienen diversas entradas y salidas, verdaderas guaridas en las que atrapar al huidizo Pépé resulta imposible: como dice y repite una y otra vez el astuto detective Slimane (una creación asombrosa de Lucas Gridoux) tan sólo cuando baje a la ciudad podrán capturarlo, y él lo hará descender, asegura, pero no dice ni cómo ni cuándo.

Pépé le Moko se ha ocultado en las casba porque sabe que allí la policía no tiene medios bastantes para detenerlo: en varias ocasiones han ido todos los gendarmes, corriendo de un lado a otro y él les ha disparado desde diferentes azoteas, moviéndose como pez en el agua. Pero Pépé no es argelino ni descendiente y se cuida mucho de mantener su apariencia de francés e incluso más aún, de parisino, vistiendo con sus mejores ropas,trajes elegantes y corbatas vistosas, chocando con los atavíos de sus vecinos naturales de la casba, no así con los esbirros que le acompañan y algún otro delincuente francés escondido como él mismo para evitar su detención.

Sin embargo, pronto Duvivier nos va ilustrando de la forma de ser de todos esos personajes y comprendemos que Pépé ni siquiera intenta mimetizarse en la casba porque no se plantea su inclusión en ese microcosmos que le salva la vida a diario.

Sí, Pépé incluso está amancebado con la gitana Inés (Line Noro) hace dos años ya y la aprecia porque reconoce en ella un amor apasionado pero le recuerda que él es libre de marchar y mira desde la azotea el horizonte marino sintiéndose preso de la casba que le permite vivir en una libertad acotada por los límites del laberíntico entramado de callejuelas, temiendo pisar lo que llaman la ciudad, remarcando la cámara de Duvivier la sensación de pájaro enjaulado que tiene su protagonista al que muestra triste oteando una lejanía que no puede alcanzar.

Slimane sabe mantener una situación privilegiada en la casba: todos le conocen, saben que es policía y no le cuentan nada, aunque tampoco es que pregunte mucho: pero anda por todas partes con libertad, no molesta a nadie, pero mira mucho y advierte que Pépé flirtea con cualquier joven coqueta que se le pone a tiro, para desespero de Inés. Slimane se vale de una voz suave, queda, una pose aduladora y unas palabras en ocasiones francas para conseguir acercarse a Pépé como si fueran amigos mientras le asegura que tarde o temprano conseguirá detenerle, porque él mismo se pondrá en sus manos un día.


Hay un detalle que conviene no olvidar: en 1937 Argel llevaba 107 años de colonización francesa y a nadie en su sano juicio se le ocurriría liquidar como si nada a un policía que no hace más que mirar y de vez en cuando soltar alguna frase en voz baja, porque la entrada del ejército en la casba hubiese sido inmediata y no quedaría negocio capaz de renacer antes de un año, así que Slimane se mueve escurridizo cual serpiente que puede aplicar una mordedura venenosa si se la molesta.

En medio de un follón y con la policía pisándole los talones, Pépé se encuentra en un tugurio a la bella Gaby (Mireille Balin) que con su marido y una pareja amiga se ha trasladado desde Paris hasta Argel en vacaciones y buscan en la casba emociones rústicas y exóticas y se dan de bruces con Pépé que se queda tan fascinado por Gaby como por las joyas que esta luce y teniendo a Slimane pegado a su sombra, éste queda pasmado al comprobar cómo el afamado ladrón desestima hacerse con los aderezos de la dama y se despide insinuando un nuevo encuentro.

Gaby que pronto nos da a entender Duvivier que casó por el atractivo patrimonial del esposo, centellea la mirada sobre Pépé y al día siguiente se ven de nuevo, escamoteando al hábil Slimane la posibilidad de estar cerca de ellos.

Duvivier construye un triángulo de amores y desamores apasionados porque Inés bebe los vientos desaforadamente por Pépé como si no hubiera un mañana, viviendo el presente intensamente, capaz de perdonarle deslices e infidelidades con tal de tenerlo en casa, cerca de ella: él le tiene gran cariño, pero ha conocido a Gaby : ésta es una mujer guapa, elegante y refinada que en realidad no ama a su marido y siente la pasión de la aventura amorosa de una forma erótica y trasgresora con ese Pépé canallesco y guapo y no le importaría mandar a paseo al marido y cambiarlo por el joven aventurero.

Duvivier nos muestra a un Pépé enamorado de Gaby por unas razones que ella misma no alcanza a comprender: para Pépé ella es la encarnación de Paris, de su añorado barrio parisino, sus calles, sus bulevares, sus plazas; si hasta nacieron como quien dice en la misma calle: cuando ve a Gaby, ve la libertad, la vuelta al hogar, el fin de la profunda añoranza que le domina desde que puso los pies en la casba, ese quinto protagonista siempre presente.

Para reforzar la nostalgia del Paris abandonado a la fuerza, Duvivier se vale, como secundaria, de la estrella que fué de la chanson Fréhel y constando como amancebada con un colega de Pépé, le oculta en su casa y le explica su dolor por la lejanía:



Uno no puede menos que acordarse de la diabólica urdimbre tejida por la serpiente en el principio de los tiempos bíblicos cuando Slimane se mueve rápidamente para mover voluntades buscando beneficiarse y sorprende la facilidad de Duvivier de contar una trama compleja de la forma más diáfana posible mostrando las debilidades humanas exacerbadas por unos amores locos que nublan toda inteligencia avocando a todos a un final que no podía ser de otra manera. Slimane juega con los deseos y lo hace con dados trucados y como consecuencia no obtiene lo que él quería.

Duvivier aprovecha escasos 94 minutos para escarbar en el interior de su protagonista que presenta una apariencia chocante [+/-]
(como anécdota, fijarse en las iniciales de la camisa de Pépé en la foto insertada, muestra de lo bien vestido que aparece Jean Gabin)
con su entorno y más aún con su propio pesar, oculto a todos los demás para evitar sensación de debilidad, tanto como el desarrollo del personaje de Slimane que retuerce acciones y motivos de una forma maquiavélica y también el paroxismo apasionado de Inés que sufre en soledad la ausencia de su ídolo. No deja Duvivier ningún cabo suelto y todos los secundarios son tratados con detenimiento, pues con ellos logra conformar el submundo hampón en el que Pépé domina la situación pero además les otorga un sentimiento de camaradería que refuerza algunas acciones que sucederán en ese lugar tan prieto y enrevesado que es la casba, tratada con la importancia que merece, no en vano alcanza la categoría de guarida y cárcel a un tiempo.

Pépé le Moko fue un éxito internacional, situó a Jean Gabin en las pantallas mundiales y provocó una nueva versión hollywoodiense al año siguiente y hay quien asegura que los responsables de Casablanca la vieron varias veces.

Lo cierto es que es un modelo de concisión cinematográfica y emplazamiento de las cámaras en lugares angostos de la casba manteniendo el ritmo de forma constante, sin decaer y sin precipitarse, contando mucho más de lo que cabría esperar de una película sobre un delincuente huído.

En definitiva, una imperdible muestra del mejor cine francés y por extensión europeo y mundial, una película que no ha envejecido en nada más allá de lo accesorio, porque nos muestra relaciones humanas entendibles todavía hoy. Imprescindible verla en v.o.s.e., naturalmente.






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diumenge, 13 d’octubre del 2019

Prepárate - Get Ready








William Smokey Robinson, que va camino de cumplir los ochenta años era en 1962 un joven compositor de éxito además de cantante popular en el ámbito del R&B y el soul y sus mejores composiciones han pasado a la historia de la música en buena parte gracias a que muy diferentes artistas las hicieron suyas en un momento en particular de su carrera.

A primeros de los sesenta, cantaba con un grupo llamado The Miracles una de sus canciones, Get Ready y lo hacía de esta forma:



Al cabo de cuatro años, Smokey estaba ya metido hasta el tuétano en la entonces nueva Motown de su amigo Berry Gordy (sobre cuya discográfica ya nos referimos en este bloc de notas hace más de diez años) y esa canción se les cedió al grupo The Temptations para que hiciesen su versión, allá por el año 1966.

El grupo vocalista de la Motown, que había tenido un gran éxito con My Girl, también de Smokey Robinson, cantó de esa forma el Get Ready:



Por lo que fuera, a pesar de ser una buena versión, no tuvo el éxito popular esperado, pues ni siquiera llegó a alcanzar a situarse dentro de las mejores veinte canciones del año, aunque hay que remarcar que 1966 fue un año bastante competitivo en cuanto a música pop, R&B y Soul se refiere.

En la Motown, no todos los músicos eran negros.

Andaba por allí un grupo de chicos blancos que tocaban rock con influencias jazzísticas, por libre, a su aire, y cabe suponer que un día ensayando se fueron animando, animando, animando, animando y acabaron por decirle a Gordy que tenían una nueva versión del éxito de Smokey Robinson, que pensaban meterla en un proyecto de elepé (Long Play) y que, ya que los derechos eran de la casa, pues.....

Berry Gordy, que ya sabemos tenía un buen olfato musical y los arrestos suficientes para promocionar en su sello "negro" a un grupo de rock formado por blancos, se olió la tostada y debió decir para sus adentros: esto tiene pinta de convertirse en un clásico.

Y esto es lo que hicieron los chicos de un grupo denominado Rare Earth (que viene a significar tierra extraña)



Después de esta maravilla aparecida hace ahora cincuenta años, podemos decir que estamos preparados para lo que sea.

Plus:

Mes y medio después de aparecer el disco de Rare Earth con esa versión tan rockera la insigne reina del jazz, Ella Fitzgerald, aparece en el televisivo show de Carol Burnett y ofrece su propia versión de Get Ready: y hay disco, también:




O sea: preparados del todo.






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dilluns, 30 de setembre del 2019

25 años desfaciendo entuertos



Se escribe rápido y se dice pronto pero un cuarto de siglo son veinticinco años y es mucho tiempo para andar haciendo y deshaciendo una labor cual Penélope mitológica excedida en un lustro con el afán de conseguir ¡por fin! rodar una película, explicar con las imágenes en movimiento una idea, un sentimiento, una pasión.



El británico por convicción Terry Gilliam nos lo recuerda al inicio de su última película The Man who killed Don Quixote (El Hombre que mató a Don Quijote, 2018), pieza que demuestra que la profunda convicción y la constancia en el empeño pueden contra todos los elementos, que no han sido pocos: veinticinco años de obstáculos dan para mucho, pero no es tiempo de lamentaciones y sí de júbilo: ese británico que conocimos por sus trabajos con los célebres Monty Python aparecidos en las televisiones de hace medio siglo tiene su propia carrera cinematográfica siempre ofreciendo su personal punto de vista y todos los cinéfilos españoles hemos estado años esperando su versión de Don Quijote.

Vislumbrando apenas lo que ha padecido el bueno de Gilliam para llevar a la pantalla su película uno no puede menos que proponer un título para un documental del "cómo se hizo" (pero real, no de los maquillados para propaganda) y sería algo parecido a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, postrera obra del Manco de Lepanto que probablemente Gilliam habrá leído porque sin duda es amplio su conocimiento del espíritu que sustenta esos clásicos: de otro modo hubiese desperdiciado cinco lustros y eso es mucho tiempo para nada.

Terry Gilliam se alinea con esos guionistas británicos que toman un clásico y le dan unos meneos con mucho respeto y logran ofrecer una versión formalmente diferente pero íntegra de espíritu, sin adulterar la intención del autor primigenio y en esas estamos, viendo no a un Don Quijote sino a tres con apariencia distinta y voluntades semejantes, porque el personaje se las trae y roba el alma de quien se le acerca sin maldad, de buena fe, porque, como todos sabemos, sólo almas cándidas, generosas y altruistas podrán cabalgar a Rocinante.

Gilliam, autor del guión junto a Tony Grisoni, sin duda es el inspirador de una producción artística que merece todos los elogios por recrear unos ambientes y personajes ataviados de una forma que supera la temporalidad y llega a situarnos en un limbo onírico en el que transitan los protagonistas de unas aventuras que traslucen el empeño cervantino de aprovechar la burla de los caballeros andantes para arrear mamporros a los vecinos poderosos y en ese trámite contemplar entre molinos de viento campos de energía eólica y ruinas dedicadas a carnavales de ostentosos ricos acaudalados de origen oscuro y modos tiránicos completa muy bien un escenario que provisto de imaginería surrealista nos lleva por un camino iniciático en el que un esforzado Sancho rebautizado por un embravecido Don Quijote acabará en la tesitura de proseguir la inabarcable tarea de luchar por los desfavorecidos y librarles de esos gigantes globales que les amenazan.


Formalmente Gilliam nos ofrece un relato que se sirve del surrealismo para invocar los resortes más íntimos de su protagonista, un complejo cineasta llamado Toby, ganador una vez de varios galardones por un corto filmado en torno a Don Quijote y que ahora está ganándose el parné y las interesadas lisonjas filmando una serie de anuncios publicitarios ("comerciales", les llaman, eufemísticamente) y la visión de ése su primer trabajo es un detonante que le lleva a él y nosotros con él, a una aventura vitalista, intensa, un viaje psicodélico sin causa aparente más allá de lo recóndito en el alma de Toby, que hallará más que respuesta un espejo mágico en unos personajes que le devuelven años atrás.

Gilliam juega con la cámara y también con nosotros, espectadores pendientes de lo que vemos y es una entelequia del personaje que hacemos nuestra y de pronto somos conscientes que es una ilusión pero dudamos porque no sabemos si nos hallamos inmersos en otra más y nos movemos dentro de una trama que nos absorbe pero no nos confunde porque intuimos el camino, sabemos que hay un fin y cuando llega, abierto, comprendemos que efectivamente, Gilliam está enamorado de Don Quijote y que éste vivirá por siempre.

Resulta imposible contemplar esta película deteniéndose simplemente en la primera capa: como en una cebolla, hay que ir siguiendo hasta el mismísimo corazón, por muchas lágrimas que cueste, para disfrutar de todos conceptos que se nos apuntan. Gilliam tiene la enorme suerte y gran talento de contar con un elenco que realiza un trabajo estupendo: sobresalen Adam Driver como Toby, Óscar Jaenada como el Gitano y Jonathan Pryce como el Don Quijote central (se nota que disfruta muchísimo representando el personaje: lo suda) pero no hay uno flojo: todos están claramente imbuidos de la pasión que Gilliam sabe transmitir como director.

Ha sido una verdadera sorpresa porque uno iba con la idea previa, mal concebida, de hallarse ante un forzoso remedo de la inmortal novela, y lo que se halla es una recreación abreviada del espíritu quijotesco que sustenta el idealismo optimista que nunca deberíamos dejar abandonado.

Gilliam no lo hizo en un cuarto de siglo, por suerte para todos los cinéfilos.

Y nos ha plantado una pieza que con el tiempo crecerá, seguro. No creo que a nadie deje indiferente. Como era de esperar, su paso por salas ha sido escaso y mal llevado. No se la pierdan. Y procuren verla en v.o.s.e. y pantalla bien grande. Y luego, me cuentan.




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dijous, 5 de setembre del 2019

Unos pies sucios




Antes que nada quiero agradecer a esa familia que dirige el Cine Capri porque una vez más y haciendo gala de su sensibilidad cinéfila nos han ofrecido una sesión en v.o.s.e. de una película de estreno, en este caso la última de Quentin Tarantino titulada precisamente rindiendo homenaje a un título añejo que también pudimos disfrutar en el mismo cine hace ya 50 años: el mundo es un pañuelo, dicen unos y otros dicen que todo vuelve.

El que ha vuelto por novena ocasión es ése cinéfago que en sus nueve películas ha demostrado por activa y por pasiva una afición a emular, homenajear e inspirarse de forma muy directa y cercana en piezas de la década de los sesenta con predilección por los westerns rodados en Europa, tanto Italia como España y uno tiene la sensación que quizás no ha profundizado demasiado en películas con más enjundia del mismo período, pero eso ya son suposiciones subjetivas de quien suscribe.


Titular Once upon a Time in Hollywood (Érase una vez en Hollywood) a una película de este siglo que vivimos aparte de significar para los cinéfilos veteranos una llamada a la película de Sergio Leone Once upon a Time in the West (1968) y para los menos veteranos otra película de Sergio Leone titulada Once Upon a Time in America (1984) ya son ganas de tomar unas referencias difíciles.

Si Tarantino tenía en mente entrar en una especie de trilogía de títulos semejantes por su fonética, me parece que su apuesta ha sido muy arriesgada y se ha comprobado que iba de farol.

Cuando en la madrugada del lunes pasado salía del cine (la película dura dos horas cuarenta y un minutos) tenía dos sensaciones: la primera, de vacuidad, de pérdida de tiempo, porque Tarantino no me contó nada que no supiera: al espectador que estaba en mi misma fila y se largó cuando llevábamos casi dos horas supongo que le pareció larguísima; la segunda, que una vez más Tarantino nos presentaba una película sin haber cuidado ni pulido ni el guión literario ni menos aún el guión técnico, rodando de forma improvisada y sin usar luego la necesaria tijera para aligerar la narración en la sala de montaje.

Dejemos para luego los detalles y centrémonos en lo que antaño hizo célebre a Tarantino, la confección de un buen guión trufado de frases ocurrentes y provisto de una trama que se desarrolla siguiendo un camino que nos lleva a alguna parte. En esta novena ocasión no hay frases a recordar y la trama aparenta ser un mosaico de sucesos más o menos conexos que pronto toma significado para el cinéfilo que reconoce nombres de personas y de series de televisión porque ¡ay! a pesar del Hollywood del título lo que se nos va mostrando apenas tiene que ver con la industria del cine y más sobre las peripecias de un actor de series de televisión y lo cierto es que muy pronto el espectador avezado empieza a tener la sensación que Tarantino está pasando factura en plan mini venganza porque hay apuntes nada benévolos a gentes que han sido y son todavía muy reconocidos por sus trabajos en el Cine de verdad.

Al espectador que acude al cine esperando un remozamiento de clásicos como Sounset Boulevard, un ajuste de cuentas con lo más granado de la maldad hollywoodiense, se va a quedar con las ganas, porque no hay sustancia ni tampoco personajes bien definidos y mira que tanto Leonardo di Caprio (que se luce como Rick Dalton) como el propio Brad Pitt (que se limita a no hacer nada representando a Cliff Booth) salvan dos tipos que pretendidamente son protagónicos pero que no llegan a emocionar ni a provocar simpatía profunda en el espectador: el primero da cuerpo a un actor cuya carrera ha llegado a un punto de estancamiento y caída lenta en el olvido y el otro es un tipo sin más pretensión que vivir el día trabajando de lo que le salga y de momento sirviendo de chófer y hombre para todo del primero: baste decir que la escena más íntimamente seria entre ambos, que se proclaman amigos, es cuando el actor, recién casado, anuncia que deberá prescindir de sus servicios como chófer pues sus ingresos no le van a permitir el dispendio y la cosa queda ahí, sin resolver, por un final abrupto que además modifica hechos históricos, sobre lo cual no vale la pena discutir aunque sí apuntar que una vez más la violencia desatada por Tarantino tiene un trasfondo maniqueo e inmoral por su exceso y gratuidad, y ello nos llevaría a disquisiciones que probablemente se desviarían del mero interés cinematográfico con la advertencia que quizás en las escenas sanguinolentas es cuando mejor mueve la cámara Tarantino porque sólo hay acción pero no sentimiento alguno y los personajes con sus hechos no son personas en el propio significado etimológico de la palabra: son bestias asesinas y poco más.

No sé porqué Tarantino, que ha creado dos personajes ficticios (aunque el del actor tiene claras inspiraciones entre otros con Clint Eastwood [que los 34 años dejaba la tele en USA y buscaba fortuna en Italia con Sergio Leone]) masculinos para encabezar el reparto se lía la manta a la cabeza y nos presenta a Sharon Tate revivida en los rasgos de la guapa Margot Robbie y la hace pasearse por la pantalla sin hacer nada más que funcionar como adorno y reclamo, en verdad como el único personaje que vivió trabajando en el cine de Hollywood, y precisamente Tarantino tiene mucho cuidado de referirse a tres de las películas en las que intervino la Tate, pero deja de lado la célebre El baile de los vampiros, precisamente la que dirigió "ese polaco bajito llamado Polanski" tal como pone en boca de un cameo de Steve McQueen sin venir a cuento de nada.

El transitar por la pantalla de Sharon Tate sin objetivo alguno quizás es la excusa de Tarantino para presentar lo que pretende sea un mosaico de la vida californiana del 68, con hippies vagabundeando y fiestas en torno a una piscina, pero todo suena a visto y conocido y creo que incluso para los más jóvenes, que no vivieron la época, nada de interés aparece en pantalla. Por el contrario, lo que atañe a Sharon Tate, excepto el abrupto y modificado final, es una suerte de tropezones que enlentece el ritmo sobremanera y aumenta los minutos de largometraje sin aportar nada necesario ni significativo para el conjunto.

Para más inri deja para la posteridad una nueva prueba del poco cuidado que Tarantino pone en el cuidado de los detalles: valga saber que el director pueda ser un podófilo impenitente como ya sospechábamos y que la costumbre de la verdadera Sharon Tate de andar descalza le parezca seductora a más no poder, pero ello no debería ser excusa para que después de estar viendo los pies de la hippie Pussycat sobre el salpicadero del coche que conduce Cliff (lo que es hasta cierto punto comprensible, pues la niña lleva unas sucintas chanclas) de repente y sin venir a cuento nos encontremos a Sharon Tate poniendo los pies descalzos encima del respaldo de una butaca de una sala de cine, entre otras cosas, porque ha entrado al cine llevando unas botas de media caña, lo que supone que llevará unas medias cortas -sacarse unas botas semejantes sentada en un cine debe ser de contorsionista- y no cabe imaginar que esos pies estén tan sucios como nos los presenta la cámara de Tarantino.

Resulta evidente que la actriz deambuló por el estudio hasta el lugar perfectamente descalza y luego sus pies salen sucios por haber andado sin protección alguna.


Y por cierto: lo que queda rarísimo es que Sharon Tate no se presente descalza o se descalce al llegar a la pista de baile cabe la piscina del magnate dueño de Playboy: me parece recordar, visto como de pasada, que Mamma Cass se lanza a bailar sin zapatos, junto a Sharon, con botines.

No es un error de raccord: es una dejadez marca de la casa. Y no es la primera. Ni la última.

¿De veras resulta creíble que Sharon Tate se vaya a una sala de cine para ver su película con Dean Martin The Wrecking Crew, que es una verdadera castaña, y se de a conocer a la taquillera para ahorrarse 75 centávos de dólar? Porque para darse pisto, primero puedes comprar la entrada y luego darte a conocer, digo: si sería mala la película, que en la sala hay cuatro despistados y para de contar. Recordando la anécdota verídica de Dustin Hoffman pagan su entrada y viendo discretamente The Graduate, como mencionamos hace nada, esta escena de la Tate en esa sala de cine tan despejada o está de más o se mantiene para que lleguemos a malas consideraciones respecto a la pobre Sharon. Sea para lo que sea, es sobrante, lo mismo que la inclusión respecto a The Great Escape, insistente, reiterativa, que no aporta nada al conjunto.

Hay una escena que comparten Rick Dalton y la niña Trudi (Julia Butters, auténtica y pizpireta) que probablemente sea la mejor de la película, una ficción dentro de una ficción, una escena del rodaje de una película en la que Rick hace de malo, de villano que acabará muriendo, dentro de un saloon y Rick tiene en su regazo a la niña, prisionera, amenazándola con su revólver en presencia de un pariente al que pide por la niña una cantidad exagerada de dinero: de repente, Rick lanza a la niña al suelo y la escena queda como muestra de su maldad: se oye ¡cut! y el director de la película asegura que ha ido perfecta y que van a por otra: todo son alabanzas y Rick se disculpa por haber improvisado el lanzamiento de la niña al suelo -que no estaba en el guión- y ella le muestra unas coderas que lleva bajo las mangas de su vestido quitándole importancia y todos celebran la improvisación.

Pues bien: nosotros, espectadores del siglo XXI, lo hemos visto todo muy bien fotografiado: pero en 1968 el cine no era digital y el material de la película no tenía más allá de 200 ISO de sensibilidad y en consecuencia la profundidad de campo era tan escasa que todos los platós estaban llenos de marcas en el suelo para que los intérpretes pudiesen salir enfocados y reconocibles por el espectador, máxime en interiores con poca luz: en esas condiciones, la improvisación de Rick de lanza la niña hacia adelante, hacia la cámara, era lanzarla fuera de foco; el ¡cut! hubiera resonado inmediato y vuelta a empezar toda la secuencia y bronca para Rick por su estúpida idea.

Si estás presentando una historia ficticia con visos de verismo, hay detalles que hay que cuidar, Tarantino: o cambiar el título y ponerle, por ejemplo, Aventuras y desventuras de Rick el pringao. Y todos tan contentos.

Lo que nos cuenta esta película tiene muy poco a ver con el Hollywood de 1968: puede que se parezca más al Hollywood actual en el que historias inanes como ésta se llevan la palma de la publicidad y llegan a concertar a un montón de viejas glorias ilustres y rostros populares de la pequeña pantalla en un ejercicio que a priori se antojaba metacinematográfico y no se sabe si queda en puyas particulares, llamadas a cotilleos vulgares del ambiente californiano o qué.

Es innegable que Tarantino a pesar de su imparable declinar sigue teniendo una forma de filmar que se ve con agrado, en esta ocasión sin novedad alguna y que pudiendo cortar buena parte de escenas que no tienen significado quedan secuencias bien trabajadas y con interés y muy poca emoción, como el "momento Brad Pitt" en el rancho donde vive la tribu de hippies, pero, amigos, sólo faltaría que además filmara mal.

Da la impresión que el mismo guión con la mitad del presupuesto hubiera dado como resultado una película el doble de interesante.

Para cinéfilos veteranos empedernidos y frikkies que capten todas las "claves", "homenajes" , "guiños" y demás alharaca.









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