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dijous, 26 d’abril del 2018

Feminismo de pacotilla: El cuento de la doncella



Cuando hace diez años leí en los papeles que los asturianos habían decidido premiar a Margaret Atwood con el Príncipe de Asturias de las Letras no me llevé las manos a la cabeza porque mi confianza en los premios de cualquier clase había tornado en franco escepticismo que desearía poder adjetivar de lúcido pero me conformo en considerar solidario con mentes más privilegiadas que la mía.

Porque por supuesto el plumilla de turno glosaba las bondades de la novela distópica El cuento de la doncella cuyo título siempre he considerado muy mal traducido porque, salvo error de mi parte, el original "handmaid" carece de la primera connotación sexual que en castellano posee "doncella" como mujer virgen. Probablemente el traductor leyó la novela y comprobó el contenido sexual de la misma y de ahí la decisión, aunque, en mis trece, sigo pensando que "fámula" o "criada", simplemente, hubiese sido mejor elección.

Decir que leí la novela sería mentir porque cuando salíó a finales de los ochenta con el marchamo de una distinción amparada con el nombre de Arthur C. Clarke llegó a mis manos y no pude terminarla, por dos motivos: una forma de escribir aburrida, poco elegante, nada literaria, con un vocabulario pobretón (quizás culpa de una mala traducción, lo ignoro) y una construcción lógica tramposa de los caracteres que me hizo abandonar el intento.

Pocos años después recuerdo haber visto la película de 1990 dirigida por Volker Schlöndorff, cuyo título original en inglés es lógicamente The Handmaid's Tale (lógicamente traducido como El cuento de la doncella) y me dije: ahora sabrás de qué va la novela y cómo acaba todo el embrollo montado por la escritora. La película tampoco me dejó buen sabor y advierto que, antes de recrear sensaciones de hace casi treinta años he preferido verla de nuevo, lo que no ha sido nada difícil, pues el título gracias a la mercadotecnia de este siglo tiene salida en los mercadillos de viejo, por lo menos, y supongo que en otros también.

Lo mejor de la película es el trabajo de Natasha Richardson y Aidan Quinn, porque los ya célebres Faye Dunaway y Robert Duvall parecen no estar muy convencidos de todo el tinglado montado por Volker. Aunque reconozco una personal manía al director de El tambor de hojalata, película que ví en su momento en un cine incómodo tras una larga cola y que no me gustó nada en absoluto.

La verdad es que me animé a volver a verla porque gracias a imdb me percaté que el amigo Volker se agenció la colaboración de Harold Pinter como guionista y se me ocurrió que quizás ahora hallaría motivos de satisfacción; pero no: contra lo esperado, Pinter se limita a trasladar a guión filmable la novela de la Atwood y ahí, una vez más, hallo motivo para discrepar. Por no ser, ni siquiera cumple con lo que promete el poster, quedando en un conjunto deslavazado.

Cuanto más que el año pasado apareció a bombo y platillo una versión televisiva estadounidense de la novela, una vez más tomando el mismo título en inglés The Handmaid's Tale y, cómo no, en nuestros lares una vez más "todo el mundo" se precipitó a glosar las magníficas cualidades de una distopía que, aseguran, pone en evidencia las reclamaciones del feminismo más beligerante, elevando El cuento de la doncella a un reconocimiento multitudinario al que no es ajeno, sin duda, la buena factura visual de la serie y el habitual hermetismo interpretativo de una Elisabeth Moss que llevaba unos años reclamando una protagonista que le ajustara como guante de piel de gamuza a sus características.

El mundo de las series "por cable" es muy peculiar y lo mismo aciertan a la primera que te tienen repitiendo la matraca hasta que dices basta: en la ocasión, la matraca se extiende a, de momento, una segunda temporada.

Y quedo absolutamente estupefacto.

Veamos: la película de Volker, de menos de dos horas, consigue hacerse pesada, lenta, falta de interés, anodina. Bien mirado, igual que la novela, vaya.

Ni Pinter ni Volker aprovechan una idea dotada de una abyección novedosa capaz de provocar náuseas revolucionarias cual es tratar a una selección de mujeres fértiles como hembras paridoras, un tratamiento deshumanizado que nos trae a la memoria de inmediato los crímenes de lesa humanidad cometidos a mediados del siglo pasado por líderes populistas de diferentes ideologías, crímenes que se han ido repitiendo con más o menos repercusión mediática.

Cuando vi la película, a primeros de los noventa, ya me extrañó saber que la Atwood había iniciado su carrera de novelista a mediados de los sesenta: no me cuadra en absoluto que una intelectual que vivió aquella época escriba una cosa así.

Porque en El cuento de la doncella, el feminismo es un paripé: ciertamente hay un grupo de mujeres fértiles que son adjudicadas a familias pertenecientes a la clase dominante para que, por medio de una fabulación lastimosamente ideada, conciban un hijo que entregarán a la esposa estéril, matriarca surrealista que domina la vida de la mansión y que, además, no dudará en solicitar a la paridora que acepte el coito del doctor que la examina, consciente que su esposo es tan estéril como ella o más.

De modo que en esa sociedad distópica creada por la Atwood tenemos que hay tres clases de mujeres: unas que están destinadas a parir hijos para diferentes familias, una tras otra; otras, las acomodadas estériles (o no, dependiendo del marido en suerte) que reciben como hijos los paridos por las de clase más baja; y luego están las "tías", en realidad mujeres que tuvieron hijos pero ya no están en edad fértil y se dedican a "instruir y moderar" a las fértiles y a las doncellas de las que se espera sean buenas paridoras, porque, de fracasar, van directamente a las "colonias", al exterior inhóspito, al exilio forzado.

Ni siquiera en los detalles hay rastro de atentado generalizado al feminismo: cierto que las paridoras visten un hábito rojo y una caperuza blanca muy grande que las hace visibles a la legua impidiendo su huída al tiempo que limitando su campo de visión, pero las "tías" van de negro, con un sayal en cuyo cinturón cuelga un bastón eléctrico capaz de derribar una persona y las damas de la alta clase se toman ciertas libertades en sus atuendos, más cómodos.

El problema no es que haya un atentado al feminismo, al derecho de todas las mujeres, porque es evidente que hay una especie de matriarcado muy influyente: el problema es que las mujeres fértiles de la clase baja, las que no pueden elegir al hallarse bajo la amenaza del exilio (o de ser destinada a prostíbulos ocultos) se ven abocadas a quedarse embarazadas y a entregar a sus hijos a unos extraños.

Que una serie con esta premisa, en este siglo XXI en el que incluso en los noticiarios televisivos se comunica que algunos privilegiados con mucho dinero han acudido, dicen, a la maternidad subrogada, y que se estén montando oficinas para hacer negocio con la gestación de alquiler, me hace preguntarme día sí, día también: ¿De veras esta novela y esta serie tan aclamada por la mercadotecnia son feministas?

Para mí, no hay feminismo en la aceptación de estas premisas, ni siquiera de pacotilla: pura y simple hipocresía, mendacidad e ignorancia en el mejor de los casos.

Y para agravarlo, con unos resultados visuales aburridos, reiterativos, pesados. Y quieren que veamos la segunda parte. Ni por esas.








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diumenge, 8 d’abril del 2018

TC 39 & MM 92 JEREMIAH JOHNSON




Estos primeros minutos de presentación cumplen perfectamente los requisitos de una mención como títulos de crédito (simplísimos en su forma, ciertamente) y como momento musical porque sirven de forma idónea cumpliendo su cometido, que no es otro que presentar un personaje y el entorno en el que va a desarrollarse su historia.



Habiendo transcurrido más de cuarenta y cinco años de su primer visionado uno se detiene en detalles que pasaron desapercibidos: John Rubinstein y Tim McIntire, dos jóvenes actores y pipiolos hijos de papá (uno del afamado pianista Artur Rubinstein y el otro del no menos famoso roba escenas John McIntire) contando a la sazón con 26 y 28 años respectivamente, compusieron una banda sonora que cada vez que uno ve la película crece en importancia porque se adecúa maravillosamente a lo que la cámara cuenta en cada pasaje, reforzando la expresión de un sentimiento que de ese modo llega a lo más hondo de cada espectador.

Podría intentar explayarme en las virtudes de la banda sonora pero carezco de la formación necesaria y hay quien ya lo hizo con excelencia, así que demos carpetazo no sin insistir en que comprobar las virtudes del primer trabajo conjunto de esos dos citados bien justifica buscar y encontrar la última versión de la película, en la que no aparecen todas las supuestas escenas desechadas pero sí lo que en la época (primeros de los setenta, conviene recordarlo) sucedía ocasionalmente: hay "cuadros musicales" como se detalle aquí y además y eso es lo más interesante, hay un respeto por la cinematografía básica: el tamaño del fotograma.

La preservación del formato era casi una obsesión para Sidney Pollack como pude comprobar en una entrevista que ví en la tele hace años en la que clamaba por el respeto debido a la labor del artista que en ocasiones tiene mucho trabajo para conseguir un encuadre que exprese lo que desea, para luego comprobar cómo en la exhibición televisiva (y en alguna sala de desaprensivos) el formato original se veía alterado al punto que algunos actores desaparecían de una escena, dando como resultado una película incongruente y descabezada. En definitiva, Pollack siempre estuvo en cabeza de la defensa de la libertad del artista dedicado al cine y ésa es una cuestión irrebatible: cuando el esposo de Jane Fonda se dedicó a colorear películas, por ejemplo, muchos clamamos al cielo y Pollack en cabeza.

La película de 1972 Jeremiah Johnson presentada por estos lares como Las aventuras de Jeremiah Johnson sigue encandilándome como el primer día y eso le otorga una pátina especial, aquella que tienen los libros releídos, los elepés escuchados cien veces a pesar del siseo fruto de la constancia y las películas, como ésta, en la que cada escena te la sabes y, una vez más, te deleita. Todos tenemos unas cuantas películas en dicha situación y Jeremiah Johnson, para mí, es intocable.

Tiene, por descontado, unos pros y unos contras y unas historias reales mal contadas.

Hagamos el camino inverso: la película bebe en orígen de dos muestras literarias que se apoyan en la existencia de un tal John "Liver Eater" Johnston, un individuo del siglo XIX (falleció en enero de 1900) y supuestamente vivió en las montañas Rocosas, matando cientos de crowns cortándoles la cabellera y comiendo sus hígados. Una especie de pionero sangriento ávido de venganza. La Warner Bross, parece, se hizo con los derechos de las novelas de Vardis Fischer y Robert Bunker y encargó a John Milius que escribiese un guión, con la idea de que Sam Peckinpah dirigiese una película que iba a ser protagonizada por Clint Eastwood. Al final, por una cuestión u otra (resulta imposible saber la verdad, pues cada quien cuenta excusas diferentes) la cosa quedó en el limbo, aparcada.

No se puede asegurar cómo, el caso es que Pollack, que era amigo de Robert Redford desde hacía un tiempo, se presenta en el rancho que el guapetón se compró en Utah y quizás tomando unos tragos en el porche, un atardecer va y le propone rodar una película en aquellos paradisíacos parajes, porque tú, Bob, sabrás mejor que yo donde podríamos ir y tal y cual....

La Warner Bross había pagado unos derechos y tenía que sacar tajada así que si alguien tomaba el guión (ya pagado) de John Milius y lo usaba para una película, miel sobre hojuelas. El problema es que Milius tiene una concepción de la vida que podía coincidir muy bien con Clint Eastwood pero no con Pollack y Redford así que estos dos, trago va, trago viene, dale que te pego, poco a poco fueron puliendo el guión de Milius y reconvirtieron una historia de venganzas y violencia en una elegía filosófica que intenta apresar con muy pocas palabras una decisión extraña, la de abandonar el mundo conocido: es más, abandonar la civilización y volver a la naturaleza.

Algunas voces han incidido en la proclamación de cine ecológico "avant-la-lettre" de esta buena pieza de Pollack y niego la mayor: tanto Johnson como los pocos personajes que conviven en los agrestes parajes no tienen nada de ecológicos: todos son cazadores, tramperos, obstinados liquidadores de animales salvajes para arrancarles sus pieles y conseguir algo a cambio en sus obligadamente frecuentes bajadas al río comunicador con la civilización para poder comprar más pólvora, más balas, más lo que sea necesario para poder seguir sus aventuras en lo alto de los montes: uno de los personajes, el viejo cazador de osos, se queja de que "ya apenas quedan osos en estas montañas" cuando ha dedicado toda su vida a matarlos para traficar con sus pieles y sus garras. En la película ése comercio no aparece directamente pero resulta forzosamente evidente a poco que se medite en ello. Descartemos, pues, la vertiente ecologista que algunos pretenden ni siquiera como precursora de lo "indie" que algunos ameritan al festival de Sundance, precisamente celebrado muy cerca del rancho de Utah de Redford. De todas formas, en 1972, la ecología no hilaba tan fino.

Pollack toma la historia del comedor de hígados vengativo y la transforma en las vivencias de un individuo a la sazón muy complejo del que nada se nos cuenta y del que nada sabremos más allá de lo que vemos le sucede, que no es poco. Y ello, con muy pocas, poquísimas, líneas de diálogo: cine en estado puro, la cámara contando una historia con el apoyo de unos sonidos naturales y una banda sonora que refuerza de forma admirable los pasajes necesarios.
No tiene esta película vocación de contar una historia real: de hecho, la estupenda voz de Tim McIntire en off nos introduce al personaje y al final lo despide inciertamente al asegurar que algunos afirman que Jeremiah Johnson todavía sigue en las montañas: un espíritu libre que lo único que desea es que le dejen solo, en paz consigo mismo.

La trama presentada por Pollack tiene tres partes claramente diferenciables: la iniciática en un mundo salvaje, el asentamiento en parte condicionado por los inesperados acontecimientos y la afirmación de la pertenencia a la montaña entendida como un mundo libre sujeto si acaso a leyes intemporales, prefiriendo el esfuerzo diario a la renuncia que significaría el descenso a los territorios civilizados en busca de comodidad y seguridad.

Pollack junto a Redford enfatiza cada una de las tres fases con tratamientos cinematográficos distintos, tanto en las ópticas usadas como en la planificación del ritmo pasando de lirismo exacerbado a violencia desatada, pero siempre exhibiendo una contención admirable que hay que agradecer tanto al director como al protagonista único en una demostración de inteligencia y sensibilidad que sabe aprovechar la economía de gestos para profundizar en la difícil psicología de un personaje que raramente puede hablar pues no suele encontrarse con semejantes que le puedan dar conversación.

Uno contempla en este siglo una vez más Las aventuras de Jeremías Johnson y no puede menos que remarcar el asombro que produce la circunstancia que Robert Redford se aviniese a protagonizar una película en la que su presencia es constante pero en la que apenas tiene cien líneas de diálogo, una película en la que los silencios valen su duración en oro puro, precisamente en una época en la que ¡ay! en las televisiones triunfaba la serie KungFu en la que episodio tras episodio escuchábamos absortos largas parrafadas trascendentales relativas al significado de la vida y etcétera etcétera.

La frase final pronunciada por Tim McIntire define a la perfección al personaje que llega desde una civlizacion incierta (en un momento dado la rechaza asegurando que ya estuvo ahí) y se mueve siguiendo el consejo, hacia el oeste, donde el sol se pone, y al llegar a las Rocosas, tuerce a la izquierda. O a la derecha, si acaso. Porque como una premonición, incluso antes de descubrir el asentamiento del primer colono (su hija mayor, un cameo de la gran Tanya Tucker, acababa de copar listas de country con trece años cantando Delta Dawn ya manifiesta su interés por moverse hasta Canadá donde, dice, hay tierras que el hombre todavía no ha visto....

Ese Jeremiah johnson pintado por Pollack y Redford no es desde luego un héroe típico: ni siquiera es único: por allí andan otros, más o menos vivos, más o menos fantasmas del pasado, todos ellos ensimismados en su soledad, en su afán por vivir libres, sin ataduras: sólo lo imprescindible para sobrevivir, disfrutando del presente, sabedores que, como dice Del Gue, sólo una bala o una flecha en su camino podrá pararles. Una vida especial, solitaria, egoísta con un punto de solidaridad, nada ejemplar, única.

Pollack se sorprendía de la mitificación del personaje porque huyó precisamente de mitificar al real comedor de hígados y se encontró con que su protagonista adquiría rasgos heroicos no pretendidos, pero eso ya son cuestiones ajenas al director, al cineasta que ve como su criatura, una vez en manos del público, toma derroteros no imaginados.

Lo cierto es que la película es una preciosidad cinematográfica que sabe aprovechar todos los recursos a su alcance y expresar visualmente sensaciones y sentimientos en el lenguaje universal de las imágenes, en este caso especialmente reforzado el trabajo del director por la excelente banda sonora de John Rubinstein y Tim McIntire que complementan el magnífico trabajo del camarógrafo Duke Callaghan y el montador Thomas Stanford, todos ellos coadyuvantes necesarios para un Pollack inspiradísimo que presenta un verdadero western en el que el viaje al Oeste es más una convicción filosófica, intelectual, que física, por lo que naturalmente, no tiene llegada ni fin concreto: es un viaje vitalicio.

Porque a diferencia de cientos de westerns filmados antes y después, éste de Pollack, tan novato en el tema, es de una pureza inusual: no hay aquí ni alegorías sociales, ni raciales, ni políticas internas, ni internacionales, ni generacionales, ni enfrentamientos entre sexos ni luchas por derechos laborales o de cualquier clase:el motivo, el mcguffin, el origen de la aventura adoptada por el protagonista es una decisión personal, la expresión de una voluntad que se pretende y se nos presenta como libre, al ignorar qué desengaños puedan haberla propiciado: pero en una escueta frase del viejo cazador de osos, del que será tutor del novicio Jeremiah, hay quizás una clave: muchos vienen a la montaña a buscar algo que no encuentran, porque nada hallarán que no lleven consigo, en su interior.

Si el western como prototipo cinematográfico es la evidencia de la búsqueda en un lugar lejano de una vida diferente, quizás mejor, desde luego Jeremiah Johnson es un western magnífico.

Absolutamente imperdible y de visión obligada en el formato presentado en 2010 y si por una casualidad alguien topa con el cd de la banda sonora, ya sabe que no puede dejar pasar la oportunidad, pues hay muy pocos en circulación.




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