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dijous, 26 d’octubre del 2023

Historia de un detective



(De nuevo, Wyler)


De Sidney Kingsley ya hablamos por aquí hace tres años al referirnos al éxito que tuvo su segunda pieza dramática Dead End que fue llevada al cine con igual fortuna por William Wyler en 1937 en la cinta que en español se tituló Calle sin salida y de la que ya comentamos en su momento diferentes aspectos.

Kingsley quedó encantado con la versión cinematográfica efectuada por Wyler y cuando estaba preparando el estreno de su tercera pieza tuvo la astuta ocurrencia de solicitar de Wyler una aportación de 1.500 dólares, imagino que con el añadido de ser un pago a cuenta de posibles derechos cinematográficos ulteriores y habida cuenta que era el año 1948, dos años después del estreno de The Best years of our lives (Los mejores años de nuestras vidas) época en la que se había producido alguna que otra declaración estúpida vertida por los fanáticos próximos al nefasto Comité de Actividades Anti Norteamérica que veían en la famosa y muy celebrada película de Wyler intereses cercanos al comunismo y contra la patria y que Wyler tomó parte muy activa en los movimientos contrarios a aquella comisión parlamentaria hueca de sentido democrático, cabe imaginar que conociendo Wyler la forma de pensar de Kingsley y su intención de referirse de alguna forma al fanatismo vociferante que trataba de impulsar la auto censura en los medios artísticos, la decisión de unirse al proyecto gozaba de una lógica aplastante, no en vano el propio Wyler se manifestó públicamente con referencia al peligro que los artistas y los intelectuales se auto censuraran dejando de lado el inalienable derecho a pensar y expresarse libremente, sin miedo alguno.

Eso ocurría en los Estados Unidos de Norteamérica hace ya casi ochenta años e intelectuales como Kingsley y Wyler tuvieron el valor de expresarse con su arte en contra de quienes intentaban imponer sus creencias a sus conciudadanos.

La obra de teatro de Kingsley, que no he podido leer pese a buscarla desde hace tiempo traducida al español, versa sobre lo que acontece en una comisaría en cuatro horas intensas de un atardecer girando en torno al detective McLeod del que lentamente el espectador observará se conduce con unos modos autoritarios impropios, más cercanos a una ideología fascistoide que a la conducta esperable de un policía de un estado democrático, respetuoso con las leyes y sus procedimientos garantes de la libertad y de la justicia que podrá limitarla si es el caso, basándose en el trabajo policial, pero no en las opiniones de los funcionarios de la policía.

Kingsley se vale de Detective Story, estrenada en marzo de 1949 y representada en 581 funciones hasta agosto de 1950 en los teatros Hudson y Broadhurst, ambos en Broadway, para pasar cuentas con lo que en definitiva fue una amenaza social, el dichoso comité vigilante de todo lo que se movía, creando un protagonista que situado en lugar que debería ser garante del ciudadano, vierte sus desvaríos autoritarios siempre que puede abusando de su poder, en una clara parábola social rodeada de un ambiente en el que las libertades del teatro, siempre más afortunado que el cine por su menor repercusión mediática, ofrecen al autor posibilidades muy interesantes que sin duda fueron la base para que, de nuevo con una pieza dramática con mensaje social, Kingsley gozara de un nuevo éxito teatral.

Mucho antes que la obra de teatro finalizara sus funciones ya estaba Wyler con los derechos cinematográficos en su poder y solicitando una vez más de Kingsley su colaboración en el guión de la película y una vez más Kingsley se negó por las mismas razones, seguro como estaba que no era necesario, no le apetecía y además prefería mantenerse al margen y abandonar la obra a su suerte.

Wyler ofreció a la pareja de su amiga Lillian Hellman, el reconocido escritor Dashiell Hammett, el trabajo de guionista, amén de por confiar en su trabajo por ayudarle económicamente pues había sufrido los embates del dicho comité, pero Hammett al cabo de pocas semanas devolvió los papeles a Wyler sin haber redactado nada, declarando no poder encargarse de ello, así que el guión acabó en manos de Robert Wyler y Philip Yordan que tuvieron que sortear las intromisiones de los esbirros que patrióticamente pretendían controlar todo lo que se rodaba en Hollywood y así cuestiones como la homosexualidad de dos de los personajes tuvo que dejarse a un lado, entre otros conceptos que me guardaré para no descubrir lances de la trama de Detective Story (Brigada 21)

Aún contando con lo que podríamos calificar como final acomodaticio provisto de cierta moralina, la fuerza del relato que nos presenta Wyler, que actúa como productor y director, se manifiesta de forma creciente en lo que respecta a las profundidades de la psicología de su protagonista, un detective cuya historia personal se nos revela de forma lenta pero inexorable y pronto nos daremos cuenta que no estamos ante un thriller al uso, que los vericuetos por los que transcurrirán los sentimientos íntimos de McLeod son cualquier cosa menos sencillos, bien al contrario, dotados de una complejidad que la magnífica, superlativa caligrafía cinematográfica de William Wyler evidencia en cada plano que captura las esencias humanas de un tipo encarnado por un estupendo Kirk Douglas que suda cada primerísimo primer plano al que sin contemplaciones le somete un Wyler decidido a mostrar la cara oculta de un poder corrompido por esencias nada demócratas, un policía obcecado en una misión de acabar con el mal del mundo a su manera que hallará en su propia condición su horma más cruel, permaneciendo esta película en una dura parábola contra la intolerancia del poder establecido que todavía nos sirve y nos advierte de los peligros que comporta huir de la empatía y la misericordia.

Formalmente, considero que una vez más nos hallamos ante una obra maestra del cine por varios motivos, empezando por una magnífica traslación de la pieza teatral a guión cinematográfico que a menos que el espectador esté sobre aviso, ni siquiera tendrá tiempo de pararse a pensar en la procedencia de la idea original, porque el texto de los diálogos es preciso y dotado de ritmo y los hechos se desarrollan con una continuidad que únicamente acabada la película uno puede pararse a pensar si tal precisión literaria no procederá de orígenes teatrales que, una vez más, Wyler olvida siquiera que existen porque ya tiene sus ideas de cómo va a rodar las escenas y ello tiene en este caso un mérito especial, porque gracias a la propuesta del camarógrafo Lee Garmes, usó a conciencia cámaras que se movían a placer entre los diversos apartados del enorme plató construído para albergar todas las escenas, con una rapidez que significó que Wyler, por primera vez, acababa un rodaje tres semanas antes del tiempo previsto inicialmente.

Aunque el rodaje se hizo en una misma planta, no faltan las escaleras habituales en una cinta de Wyler y precisamente las usa de una forma especialmente retorcida no por lucimiento, evidentemente: ya sabe el cinéfilo que en Wyler no hay pijerías vanas:véase el contrapicado en la curva de escalones que refuerza la forma en que McLeod se revuelve a unas palabras, véase cómo esas escaleras sirven para favorecer un engañoso trámite, véase como, al fin, son la salida feliz de una situación desesperada a causa de una intolerancia exenta de misericordia: son unas escaleras que separan el mundo real de una pesadilla, en fin.

Una vez más, Wyler satisface los apetitos del espectador hambriento de buenas interpretaciones: ya he mencionado el excelente trabajo de Kirk Douglas que incomprensiblemente apenas recibió distinciones ni menciones, quizás porque su personaje acaba por ser tan odioso que nadie quisiera mencionarlo, lo que redunda en una clara injusticia para el intérprete que es asediado por la cámara de Wyler desde todos los ángulos imaginables, siempre reforzando cada momento en que el personaje siente algo particular, obligando y obteniendo del actor unas miradas absolutamente maravillosas, pletóricas de expresión, un trabajo de primerísima calidad.

Pero no tan sólo del protagonista se cuida Wyler que, con su buen olfato, se llevó al estudio a cuatro de los componentes del elenco teatral, siendo de destacar el histriónico trabajo de Joseph Wiseman y especialmente la joven novata Lee Grant que en su primera película consigue por su papel secundario de cleptómana nada menos que el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes y muy merecido, además, porque roba la atención de la cámara en todas sus escenas, además de permanecer como perfecta "escuchante" de la mayoría de la acción que transcurre en un espacio bastante reducido para tantas personas, entre los que trabajan allí y los que entran y salen, todos muy bien representados por unos intérpretes dirigidos con una precisión admirable, evitando Wyler cualquier atisbo de claustrofobia que hubiese sido un aspecto decididamente fácil de expresar por el espacio y la densidad de ocupantes que, además, no paran de moverse de un lado para otro, sin que ello interfiera en el tema central, la disección del detective McLeod.

Naturalmente, no hay detalle dejado de lado por Wyler: el espectador atento percibirá gestos que pueden parecer nimios y casuales, actitudes sin significado, pero el ojo avizor y la memoria presta casarán redondeando motivos y se percibirá que nada está allí sin que se haya meditado antes, algo tan casual como incluso el color de un vestido en una película en clamoroso blanco y negro con una enorme panoplia de grises pues, como en la vida misma, nada es blanco ni negro absoluto, sino que varía de un gris muy claro a un gris muy oscuro.

Absolutamente imperdible para el cinéfilo consciente que el cine, además de un arte maravilloso, es un medio de expresar ideas eternas. Ineludible verla en v.o.s.e., claro.



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