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dijous, 25 d’abril del 2019

Bob Fosse sigue dando guerra






Primero, lo simpático y curioso:

¿No les ha ocurrido nunca sentir la comezón de recordar dónde oyeron antes una música?

¿Y cuándo estás segurísimo que viene de una película y no te acuerdas de cuál?

Desde hace unos días hay una especie de invasión sonora que aparece inopinadamente estés en casa de uno u otro y se me llevaban los demonios porque yo sabía que había escuchado el sonido ése con anterioridad, pero no recordaba dónde.

Adelantemos: no voy a presentar el origen porque no quiero hacer publicidad gratis, pero sí voy a solventar para todos y de una vez por todas, el origen cinematográfico del comezón:



Sweet Charity (1969), primer largometraje de Bob Fosse, todavía no comentado en este sitio a pesar de que quien suscribe es admirador del celebrado coreógrafo y director. [ Hemos comentado Cabaret (1972), Lenny (1974) y All That Jazz (1979) ]

La música, de Cy Coleman. La coreografía, de Fosse, claro.




Después lo otro, más complicado:

Los que han visto All That Jazz saben que se trata de una autobiografía filmada por Fosse en la que expone con poca vergüenza sus virtudes y defectos y que en su vida tuvo importancia su relación con las mujeres y especialmente con la célebre bailarina Gwen Verdon, su tercera y última esposa con la que realizó muy buenos trabajos para el teatro y el cine.

Veamos (recordemos, porque me parece que ya apareció antes por aquí, pero no me importa nada repetirme) un ejemplo:


"Whos's Got The Pain" (Malditos Yanquis, 1958)




Estamos en el siglo XXI y hace casi 32 años que falleció Bob Fosse; Gwen le sobrevivió hasta el año 2000. Y ahora, en 2019, hay un movimiento de defensa de los derechos de las mujeres, denominado MeToo, que por una parte ha conseguido desenmascarar actitudes abusivas y en ocasiones delictuosas y por otra emponzoñar con relatos inventados honorabilidades de gentes con una popularidad contrastada, nada efímera, fruto de un trabajo duro de años, como es el caso de Woody Allen, por ejemplo, que sigue vivo y protestando por las infamias que sobre él van vertiendo después de haber salido indemne de acusaciones en corte judicial.

Algún imberbe indocumentado ha buscado a quién meterle mano aprovechando la corriente proteccionista del MeToo y ha caído en la cuenta que Bob Fosse era un mujeriego impenitente (cosa que sabía todo el mundo) y además un coreógrafo muy exigente, un perfeccionista quisquilloso, y se le ha ocurrido hacer un docudrama televisivo que al parecer está ofreciendo FX estos días reclamando reconocimiento para Gwen Verdon por su colaboración con Fosse y dejándole a él hecho un guiñapo.

No he visto el documental, pero sí le he dado un vistazo al artículo del New York Times del 29 de marzo de 2019 que toma como referencia el citado docudrama presentado por la cadena FX titulado "Fose/Verdon" en el que prácticamente se demoniza la figura del legendario coreógrafo y director de cine siguiendo las últimas tendencias impuestas por el movimiento supuestamente feminista MeToo. Y digo lo de supuestamente porque uno no se siente en la obligación de ser políticamente correcto y sin ser adicto a la iconoclasia ya empieza a estar un poco harto de tantas sandeces hediondas que verdaderos memos expresan públicamente e incluso se atreven a poner negro sobre blanco al amparo de unas pretensiones que sin dejar de ser justas en modo alguno pueden cobijar ataques personales carentes de la más mínima profundidad, trabajo y estudio.

El artículo del N.Y.T. es comentado por el coreógrafo Bob Boross que lo desmenuza con sentido crítico y documental en un vídeo que puede fácilmente seguirse al proveer subtítulos en castellano :




Y de propina, veamos de nuevo a Bob Boross (subtítulos en castellano) analizar la semana pasada como profesional que es la coreografía y antecedentes coreográficos del número ejecutado por Gwen y Bob que ya hemos visto:





Gracias, Bob Boross, por aclarar conceptos.

Siempre es agradable repasar el arte de Bob Fosse.









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diumenge, 14 d’abril del 2019

A la cuarta, la vencida




Al objeto de evitar la inclusión en la abultada nómina de malos traductores de títulos por un desajuste real que puedo concretar a cuenta de experiencia personal, aclararé en primer lugar que si me refiero a la cuarta es porque en las tres anteriores tentativas de disfrutar con una película ofrecida por la imperiosa Netflix, a saber la ya comentada Roma y las siguientes Bird Box (A ciegas, 2018) [una distopia provista de un guión nefando que bebe descaradamente de fuentes nada ejemplares] y luego Triple Frontier (Triple frontera, 2019) [otra muestra de medios sobrados a disposición de un guión patético y un director ineficaz] por fin, a la cuarta digo, he podido agradecer la invitación de ver "una de Netflix" sin considerar haber perdido el tiempo.

Parece ser que el guionista John Fusco hace años decidió escribir para el cine la historia de los dos tipos duros que se encargaron de poner fin a las andanzas de los célebres delincuentes Bonnie Parker y Clyde Barrow que en los años subsiguientes a la debacle económica, en concreto entre 1932 y 1934, se dedicaron a robar algunos bancos y muchas gasolineras y pequeños comercios de los pueblos de Texas dejando tras de sus fechorías un rastro de sangre y muerte. En sus tiempos la prensa de sucesos y las revistas baratas de crímenes aprovecharon la intensa actividad de la criminal pareja para enaltecerlos y vender muchos ejemplares a una ciudadanía ingenua que en algunos casos acabó por aplaudir sus robos a los bancos para satisfacer su deseo de venganza contra el estamento financiero que abusó y perpetró desmanes por doquier con el beneplácito de una administración estatal laxa y corrupta, regida por una gobernadora, Miriam "Ma" Ferguson con una trayectoria que por sí sola ya daría para una buena película.

El caso es que Bonnie and Clyde fueron elevados a los cielos románticos de la industria hollywoodiense gracias a la contribución de la película que Arthur Penn dirigió en 1967 con más fama que calidad y desde luego ya tocaba ofrecer un punto de vista distinto y esa ha sido la contribución de John Fusco cuyo guión cayó en las manos del productor Casey Silver con quien coincidió en la película Océanos de fuego (2004) y éste agarró el proyecto persiguiendo realizarlo durante varios años hasta que topó con Netflix y se le abrieron las puertas para ejecutar su idea.

Se unieron Kevin Costner y Woody Harrelson y también John Lee Hancock, quienes figuran como "productores ejecutivos" de la película titulada The Highwaymen que ha recibido en España el título Emboscada final y puede verse únicamente en Netflix, sin que el producto final pueda tildarse en absoluto de telefilme por mucho que lo veamos en un salón particular y en una pantalla más o menos grande, porque esta vez sí, partimos de un guión bien escrito y bien construído que nos ofrece durante casi dos horas y cuarto una trama en la que dos tipos duros, veteranos del cuerpo policial Rangers de Texas que estaba momentáneamente disuelto, acuden a la llamada que se les hace para intentar acabar con las razzias ejecutadas por la famosa pareja criminal Bonnie and Clyde que mantenían dividida a la sociedad tejana, los unos escandalizados por una aparente ineficacia de los cuerpos policiales y los otros encantados de la existencia de unos héroes ensalzados en los panfletos semanales agradecidos por tener un gancho sin esfuerzo nada más seguir las fechorías continuas de la pareja.

Dos son los protagonistas del relato:Frank Hamer (Kevin Costner) es quien está al mando y toma las decisiones y confía en su antiguo colega Maney Gault (Woody Harrelson), dos tipos duros, muy duros, aburridos de una jubilación forzosa leyendo en los papeles los desmanes y asesinatos de policías a manos de la famosa pareja y sin que tengan que decir muchas cosas entendemos que se sienten disgustados por la situación y tienen el ánimo listo para emprender un camino con principio pero sin más meta ni fin conocido que la detención de los delincuentes, en una misión policial que se advierte con escaso apoyo oficial, no en vano les dan acreditaciones de "Highwaymen" que vendría ser, imagino, como nuestra Guardia Civil de Tráfico, es decir, no especialmente dedicada a proteger otra cosa que las carreteras, siendo así que Hamer y Gault van a dedicar semanas, meses, a perseguir el rastro de Bonnie y Clyde y su banda mientras éstos no paran de moverse de pueblo en pueblo del estado de Texas (696.241 Km2) cuando no actúan también en los limítrofes Arkansas o Luisiana, cruzando fronteras para escapar de la policía estatal, lo que lleva a nuestros protagonistas a una vida errante siguiendo el proceder deambulante de los delincuentes, confiando se produzca un encuentro en algún lugar.

Y que no haya alrededor población sugestionada por las revistas porque enseguida su reacción significa una barrera humana salvífica para los criminales y obstaculizadora, al tirarse literalmente encima del coche de los asesinos para tocarles, acariciarles, besarles, gestos todos ellos que ambos sabuesos observan estupefactos mientras intentan sin éxito abrirse camino para prender a los huidizos delincuentes.

La trama nos lleva de pasajeros del coche que Hamer le ha tomado prestado a su esposa prometiéndole devolverlo sin daño y pasamos con ellos todas las horas del mundo en rincones asolados y en persistente acecho cual cazadores de una presa que saben peligrosa y que les va dejando rastro sangriento semana tras semana y percibimos que, poco a poco, la decisión de ambos torna en una victoria sin rendición y no hay cuestionamiento ni moral ni ético a un final que anticipadamente casi todos conocemos de antemano, incluso en su forma, porque probablemente sea lo único cierto de la película del 67.

El guión de John Fusco no se ocupa de esas cuestiones, como tampoco explica el porqué parte de la sociedad tejana mitifica a los delincuentes (veinte mil texanos -que se dice pronto- acudieron a los funerales) ni por qué la gobernadora había disuelto la fuerza policial preexistente y había confiado en el más "novato" FBI que por cierto no sale muy bien parado siquiera en cuanto a perspicacia policial se trate, pero sí se ocupa de mantener una acción bien trabada sin pasajes que entorpezcan. No debemos buscar en esta película disquisiciones relativas al uso o abuso de las fuerzas policiales ni mucho menos en torno a la pena capital como remedio para nada: esta es una película de acción, una película en torno a unas acciones criminales, pero desde el lado de quienes van a tratar de cancelarlas, finiquitarlas como sea.

Así, la labor de John Lee Hancock (que es a su vez guionista, pero no aquí o por lo menos no oficialmente) se ve favorecida y facilitada y se dedica a emplazar la cámara casi siempre en planos medios y cortos huyendo expresamente de la épica que se reforzaría con grandes planos generales tan fáciles de conseguir en una película itinerante como ésta, sirviéndose de ellos como mera transición salvo un par de excepciones en los que su uso es obligado al tratarse de persecuciones de vehículos. De modo que el director se preocupa de reforzar esa sensación que el espectador tiene de ser un pasajero mudo que acompaña a esos dos tipos y deja a cada cual empatizar en un grado u otro con los protagonistas por lo que dicen y por lo que piensan, pues lo que no dicen también lo podemos adivinar gracias a la buena labor de Hancock que se aprovecha a fondo del estupendo trabajo realizado por los dos protagonistas, Costner y Harrelson, dando un pequeño recital de saber estar, de ahorrar músculo, de mirar hablando y de mirar escuchando, atendiendo y entendiendo al compañero, creando de la nada una sensación de colegueo, de compañerismo, de camaradería, como si llevaran toda la vida trabajando juntos y es la primera vez que comparten planos. Por descontado, obligado ver su excelente trabajo en versión original.

Puede que esta película no sea imperdible pero desde luego, a diferencia de los tres ejemplos anteriores citados al principio, en esta ocasión la atención queda presa de la pantalla porque todo va encajando sin descanso: Hancock y compañía no atosigan pero no sueltan presa y sin excederse en las naturales escenas de acción, sin recrearse en la sangre que surge, sin ofrecer ningún plano vacuo, inútil, acaba por ocupar un lugar inaudito en una pantalla que, sea grande sea chiquita, en esta ocasión es un punto y aparte.


Tráiler:









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diumenge, 7 d’abril del 2019

Homofobia institucionalizada





Está pasando: ahora mismo, mientras escribo estas letras, en algún lugar de los Estados Unidos hay organizaciones que públicamente se afanan en asegurar que son capaces de sanar la homosexualidad y ofrecen a los padres de jóvenes, ellas y ellos en una pubertad que los otros les están complicando más, la posibilidad de conseguir "normalizar" a sus vástagos.

En España ha habido algún intento de ejecutar semejante barbaridad pero parece que no se ha llegado tan lejos, al punto de conformar un siniestro tejido en el que se mezclan la ignorancia supina, los prejuicios atávicos provenientes de una supuesta fe religiosa y un modus vivendi, porque los sinvergüenzas que se dedican a tales menesteres lo hacen obteniendo pingües beneficios.

Garrard Conley es un joven escritor que escribió un libro titulado Boy Erased en el que cuenta su experiencia como sujeto de una de esas instituciones correctoras de la sexualidad de la juventud cuyos padres pueden desembolsar los emolumentos imprescindibles. El libro cayó en manos de Joel Edgerton, quien lo trasladó a guión cinematográfico y luego se ocupó de dirigir la película homónima, Boy Erased (Identidad borrada) que se acaba de estrenar ante nosotros.

La trama nos presenta al joven Jared Eamons (muy bien incorporado por un prometedor Lucas Hedges) cuyos padres, Marshall y Nancy Eamons, viven en algún lugar de Arkansas donde Marshall desarrolla un boyante negocio de venta de vehículos al tiempo que ejerce de pastor o predicador o lo que sea de alguna de esas docenas de iglesias desperdigadas por esos lugares con tanto espacio alrededor, esos sermoneadores que hemos visto tantas veces en las películas diciendo bien cosas obvias bien verdaderas sandeces, siempre con el amén de una concurrencia huérfana de criterios modernos.

Ignorando por completo cómo pueda ser el libro autobiográfico de Garrard Conley, debemos atenernos a lo que nos cuenta el guión y éste, acabada la película, deja una impresión débil, huidiza, no diría que acomodaticia pero desde luego falto de una crítica más acerada, más descarnada, porque la intromisión que padece el joven Jared en su personalidad no alcanza siquiera los padecimientos que hemos visto en muchas ocasiones en películas que narran el tránsito de la juventud a la madurez en lugares más dolorosos como un barracón de cualquier ejército: pongan ustedes la película que les venga a la memoria y seguro que es más fuerte la impresión.

Joel Edgerton, que a su vez concurre como actor precisamente dando cara al director del establecimiento que tratará la "desviación" de Jared, parece temer ofender a alguien o quizás es que realmente sufrió presiones inauditas, porque lo que vemos en pantalla nos parece irreal, pura invención, nunca dotado del peligro real que supone creer que la orientación sexual de cada quien venga motivada por una pecaminosa enfermedad que puede sanarse. Incluso la episódica relación heterosexual de Jared con su enamorada Chloe es tratada más como un sueño que como una pesadilla: tratándose de la hija de unos amigos de toda la vida, que sueñan con ser consuegros y abuelos algún día, los sentimientos de Jared apenas afloran y se mantiene una conducta confusa, sutil, indecisa, la misma que muestra ante algún compañero varón.

Esa zozobra que puede sentir Jared por su incapacidad de conciliar lo que le han enseñado en casa y en su entorno y lo que realmente tiene en su interior no se nos muestra con la fuerza necesaria ni tampoco en el lado opuesto vemos una imposición absolutamente bárbara encaminada a conseguir un resultado contra natura, así que el alegato que supuestamente es el objetivo del libro de Garrard Conley queda en agua de borrajas, sin intensidad, sin pizca de dramaturgia que enerve la empatía del espectador.

Uno se pregunta si acaso la película tendrá mayor fuerza en espectadores estadounidenses (porque en algunos países bárbaros donde la homosexualidad es causa de penas variables entre prisión y ejecución dudo que la exhiban) que la que pueda tener entre el público español (recordemos que el matrimonio entre gentes del mismo sexo es legal hace años y lo único notable ha sido el incremento de divorcios entre iguales), así que quizás para lo mejor que sirve esta película es para despertar la conciencia y servir de aviso: la cultura estadounidense se nos echa encima y poco a poco hemos ido adoptando usos y costumbres que hasta hace unas pocas décadas nos eran absolutamente ajenos y ahora son práctica habitual para una parte de la población; habrá que estar vigilante, no sea que esas ideas de lo que ellos llaman "américa profunda" o "inmensa mayoría" vayan calando poco a poco en nuestra sociedad, que algunos estadounidenses probablemente mirarán con envidia.

Los que seguro lo hacen son los que se ocupan de conseguir que desaparezcan los centros dedicados a las terapias homófobas, todavía permitidas en muchos estados: por ejemplo, la asociación TREVOR, donde además del póster que ilustra estas notas he hallado un artículo en el New York Times "I was tortured in gay conversion therapy. And it's still legal in 41 States" que sí produce el horror y la repugnancia necesarias para conseguir algún cambio encaminado a eliminar de la faz de la tierra ideas como las que con tanta blandura se nos han mostrado en la película de Edgerton.

Esta película, por lo que representa, debería ser una muesca en un tablero dedicado a las libertades personales, pero su falta de atrevimiento la convierte en una frase musitada al oído cuando lo que corresponde es un alarido, un grito provisto de eco evocador que deje consternado al espectador y me temo que lo va a dejar indiferente, quizás en el mejor de los casos ojo avizor para evitar que esas influencias nos lleguen.

Es una pena, porque contar con Nicole Kidman como madre que, en definitiva, primero es madre y luego esposa de un predicador confuso, para ofrecer unos diálogos faltos de gancho y de fuerza dramática es incluso hurtar la posibilidad de un trabajo atractivo que consiga la empatía necesaria para una causa que, visto y leído lo dicho, todavía precisa un empujón en un país que pretende ser ejemplar.

Diría en resumen que es un claro ejemplo de lo que podría haber sido y no es: unas circunstancias como las que apunta y existen tratadas por un guionista y un director como esos que el lector está pensando, ofrecerían una película imperdible y ésta no lo es: sin ser mala, no pasa de parecer un telefilme provisto de buenas intenciones sin ganas de hacer sangre. No se trata de truculencias innecesarias pero sí de la defensa a ultranza de la libertad individual y del dramatismo inherente a cualquier intento de obstaculizarla: no valen medias tintas.

Video aperitivo:









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