No hace mucho comentábamos una película de Eastwood en la que homenajeaba la figura de un grande del Jazz, Bird, y todos estaremos de acuerdo en que hace unos cuantos años hubo una cierta ráfaga artística y comercial en la que diversos directores de cine ofrecieron sus versiones del mundo del jazz y casi todos los que compartimos afición por ambas artes nos entusiasmamos porque ¡al fin! había películas dedicadas al jazz, más allá del uso de la música como fondo y acompañamiento, con excepciones que también hemos visto, caso de Miles Davis en su estancia parisina allá por 1957...
Justo dos años antes, en 1955, se estrenaba una película que inexplicablemente nunca ha visitado salas de cine comercial en España y que algún que otro despistado habrá visto en algún canal temático -o sea, de pago- y reuniendo en su persona ambas aficiones, habrá quedado gratamente sorprendido, extrañamente pasmado e incrédulo porque habrá descubierto que, ciertamente, la grandísima Ella Fitgerald aparece cantando dos canciones e incluso tiene un par de frases.
Jack Webb fue toda una personalidad en la televisión de mediados del siglo pasado: guionista, productor, director y actor en series de éxito, su innegable afición por la música de jazz -más de seis mil vinilos ya es una cantidad a considerar como inabarcable- sin duda fue la causa de su interés en llevar a la pantalla grande el guión escrito por Richard L. Breen y naturalmente ocuparse de producir, dirigir y protagonizar la que se titularía Pete Kelly's Blues, que sin ser una gran película consigue atrapar e interesar por una serie de razones muy plausibles:
La música, ante todo: Webb inicia su cuento en los aires sureños de principios del siglo pasado y pronto nos traslada a los felices veinte donde el sonido dixie y el blues ya empiezan a encontrarse, mezclarse y agitarse y todo huele a wisky barato y a jazz con aires de pólvora.
La ambientación: gracias a los buenos oficios de Hal Rosson, Webb cuenta con una fotografía colorida de enorme formato que llena de fantasía la pantalla: colores densos y tupidos, oscuros en ocasiones, añejos y contrastados y la cámara aprovecha al máximo el formato ofreciendo ángulos modernos y provocadores en los que la profundidad de campo es infinita y la distorsión escasa dinamizando el aspecto visual para hacerlo acorde a la excelente música que forma parte de la trama.
La magnífica cohesión entre música y guión: es evidente que cuando Richard L. Breen escribía el guión tuvo que tener muy cerca de sus orejas a Webb porque las diversas (decir muchas, en este caso, sería ofensivo) composiciones que podemos disfrutar están perfectamente incardinadas con la trama literaria que sustenta un relato en la que el mundo de la música se verá alterado por la indeseada intromisión de un hampón ávido de porcentajes en los escasos beneficios de una banda de músicos que habitan el mismo tugurio noche tras noche.
El estupendo grupo de intérpretes: Webb se rodea de amigos fieles como Martin Milner y valores sólidos bajo contrato con la Metro como Janet Leigh -que incluso se atreve a cantar- y una pizpireta Jane Mansfield en el grupo de las féminas en el que brillan cantando la citada Ella Fitzgerald y también Peggy Lee, provista de más líneas de guión, al extremo que incluso recibió una nominación a los Oscar como actriz secundaria; en el apartado masculino podemos ver al duro Lee Marvin recibir tortazos y tocar el clarinete, mientras Edmond O'Brien hace de mafioso de tres al cuarto y Andy Devine se luce sin hacernos siquiera sonreír, lo que ya es noticia. Seguramente estaríamos todos de acuerdo en que el más soso, de entre todos los actores, es precisamente el protagonista, Jack Webb.
Y esa es una desventaja invencible.
Porque Webb demuestra su pasión por el jazz con su forma de filmar y en los medidos noventa y cinco minutos del metraje se nota esa fuerza en la mirada, en la colocación de la cámara, el color, el enfoque, el ritmo visual lento pero recio, firme. Pero la forma de interpretar de Webb, que podía ser efectiva en episodios de televisión en carácteres policiales o militares, una técnica basada en la economía de gestos inspirada quizás en un tipo como Bogart o Mitchum, se halla falta de un elemento crucial cuya ausencia perjudica gravemente el resultado final: Webb carece de magnetismo cinematográfico: no es nada fotogénico y siendo él mismo su director no puede, por más que lo intente, subsanar esa falta que provoca una correlativa falta de empatía con el personaje que representa.
Y ése desapego consecuente perjudica el conjunto porque los giros de la trama carecen de interés al no aportar nada nuevo: incluso en la época de su estreno el público había ya visto mucho cine de gángsters y algunas buenas muestras de cine negro cuyos guiones superan en intensidad al que escribió Breen o por lo menos al que se pudo filmar.
Porque uno, que no está muy bien informado en este caso al no haber encontrado datos suficientes, tiene una teoría, casi tan rara como la película: en el estupendo prólogo, Webb filma sin palabras el entierro de un negro: mantiene la cámara fija en un retrato costumbrista de aires documentales mientras el viento agita los sauces y los deudos del fallecido se balancean cantando una triste melodía gospel a dos voces que va incrementando el ritmo hasta reconvertirse en dixie, momento en que cae al suelo abandonada la trompeta del fallecido: en una elipsis temporal de años el instrumento es ganado en una partida de dados a bordo de un tren por un soldado que regresa de la primera gran guerra (lo sabemos por las polainas) y éste blanco será el que tras nueva elipsis temporal aparezca en un tugurio liderando con su trompeta la banda de Pete Kelly, siete músicos, todos blancos.
No hay negros. En los albores del jazz, no hay negros. Diríase que Webb metió con calzador a Ella Fitzgerald y le hizo cantar dos canciones intensas, una de ellas la que da título a la película, porque en ella no hay negros. Únicamente en el tugurio de Maggie (Ella Fitzgerald) hay músicos negros -todos, de hecho- y precisamente es ahí donde se encuentran, en un escondite abuhardillado, los músicos líderes de bandas o grupos, todos blancos, para deliberar si se enfrentan o no a la mafia.
Uno tiene la sensación que Webb, trompetista aficionado incapaz de tocar en público -doblado oportunamente por Dick Cathcart - hubiera preferido ser más realista y haber filmado más musicos negros que además eran mejores, pero en 1955 la cuestión racial ya empezaba a ser problemática y los estudios de hollywood no estaban mucho por la labor de la integración racial, así que lo mismo que apenas hay películas con bailarines de claqué o tap dance negros, tampoco las hay de músicos negros. En cualquier caso, la pasión de Webb por el jazz, por la música que nació con los afroamericanos, es real y patente.
Esta es una película que podríamos calificar como imperdible para el aficionado al jazz y también para el cinéfilo que degusta piezas raras y poco conocidas con algunos elementos interesantes pero es obligado reconocer que en el conjunto global tiene puntos débiles que la desequilibran. Dicho de otro modo: más para cinéfagos que para cinéfilos.
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Este mes de octubre tan raro, con este clima tan extraño, casi consigue que me despiste y me olvide que hoy es el último viernes del mes y que por lo tant ya va siendo hora de ejercitar la neurona un ratito, antes que nos aprestemos a cambiar la hora de nuestros relojes (¿de verdad sirve de algo?) mientras miramos sobre el hombro y hacia todos los lados por si algún adicto a las costumbres foráneas se ha disfrazado de algo terrorífico e intenta asustarnos, que, tal como está el patio, va a ser difícil que nadie nos dé más miedo que los inútiles que nos gobiernan.
En fin: nosotros a lo nuestro, que también tiene su importancia engrasar la neurona y vamos a hacerlo de nuevo resolviendo con presteza un sencillo interrogante que, una vez más, consiste en averiguar el título de una película.
¿Estamos a punto?
Después de pensarlo mucho, he decidido que el montón de pistas que había preparado eran insultantemente facilitadoras y quitaban todo interés al acertijo.
Así que dejo aparte algún vídeo que ofrece excesivos datos y me limitaré a ofreceros un simple y único Pase de diapositivas que supongo ayudará bastante -y espero que no demasiado- a quienes hayan visto la película en cuestión, que imagino serán unos cuantos...
Las respuestas es preferible que se remitan directamente a mi buzón y las ironías y chanzas, así como los lamentos, pueden ir al cajetín de debajo.
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Neutral, fría, sin pasión.
Ése es el significado que nos da el diccionario de la lengua española de la palabra aséptica que podría aplicarse para definir con una sola palabra la última película de David Frankel basada en un guión original de Vanessa Taylor.
La brevedad constreñida a la mínima expresión no es una situación que me encante particularmente del mismo modo que no me acabo de sentir cómodo otorgando una puntuación numérica: puntuar del cero al diez ya me parece difícil, así que definir en una palabra no es más que un ejercicio de imaginación forzada para resumir muy estrictamente la sensación que sentí al salir del cine el sábado pasado después de ver la película titulada originalmente como Hope Springs que quizás para evitar coincidencias molestas se presenta en España con el dudoso título Si de verdad quieres... que cambia el sentido original trasladando la atención de un lugar geográfico a la expresión de una voluntad incierta.
Esta película tiene a su favor dos puntos: primero, la decidida voluntad de las muchas compañías intervinientes en la promoción en todos los ámbitos posibles y, segundo, un trío de intérpretes que se toman muy en serio su trabajo: sin la presencia de Tommy Lee Jones, Meryl Streep y Steve Carell el producto resultaría adormecedor y cansino.
La idea básica es buena pero está mal desarrollada y dialogada y lo peor es que resulta previsible y dotada de un final ñoño en la tradición del cine estadounidense más blandengue, políticamente correcto, almibarado y cómodo para la gran mayoría, esa que acude al cine a consumir palomitas de maíz azucaradas y beber litros de pepsi-cola mientras sus ojitos se achican y vierten lágrimas sensibles a dramones circunstanciales huérfanos de personalidad y carácter.
Kay (Meryl Streep) lleva casada con Arnold (Tommy Lee Jones) treinta y un años y desde hace poco más de cinco duermen en habitaciones separadas y el roce entre ellos es mínimo: ella no está satisfecha con la situación y consigue arrastrar a Arnold desde su ciudad (supongo que del centro del país: no recuerdo el dato) hasta Hope Springs, pueblo costero de Maine donde tiene su consulta el Dr. Feld (Steve Carell) especialista en terapia de parejas en problemas. Ella, Kay, ha pagado el viaje y la estancia de una semana en Maine con los ocho mil dólares de sus ahorros para la vejez.
La trama, en manos de un guionista de fuste y raza, de esos que ya no hay, de los que leían libros en sus ratos de asueto, podría ser un vehículo de lucimiento para una pareja de actores y un tercero que ayuda a construir la estancia, un tercero que, en buenas piezas, es adoptado rápidamente por el espectador como puente de conexión subjetiva: sus ojos son los nuestros, sus preguntas son las nuestras, sus oídos son los nuestros y miramos, interpelamos y escuchamos a la pareja en problemas a través de él y en un paso adelante empatizamos con los personajes, al comprenderlos mejor.
No hay caso. Ni el guión de la Taylor ni la forma de dirigir de Frankel nos dan carnaza y tenemos que conformarnos con las palomitas que caen del anfiteatro, con la contemplación de un trío de intérpretes que intentan resultar atractivos, que recrean unos personajes inexistentes en unos diálogos sosos y aburridos que no perfilan ni psicología ni carácter de una pareja con un montón de años de convivencia a cuestas, un matrimonio que ha criado dos hijos que ya alzaron el vuelo.
Es cierto que tanto Meryl Streep como Tommy Lee Jones realizan un buen trabajo y resultan muy creíbles como esa pareja con tantos años a cuestas pero para unos intérpretes como ellos debió resultar un cómodo paseo ya que la ligereza aséptica de los caracteres y la falta de fuerza de los diálogos no les exige ningún esfuerzo más allá de aparentar una realidad ficticia, una normalidad que no les puede resultar ardua.
Si esperan ver en pantalla la recreación de duelos memorables como los de Richard Burton y Liz Taylor o Jack Lemmon y Lee Remick o, remontándonos más aún, Bette Davis y Herbert Marshall, les saldrá más a cuenta buscar en su estantería el preciado devedé.
Con películas como ésta, hay una prueba del algodón que no falla: si uno se la puede imaginar representada en un escenario de un teatro, aplaudiendo a rabiar, la cosa funciona. Si no, no. Es el poder del texto que desde que el cine es sonoro -y ya han pasado años- es un complemento imprescindible para películas en las que la acción pasa a un segundo plano porque los personajes son importantes por lo que son y como se comportan y no por lo que hacen.
Hay un detalle que me llamó la atención: en el salón de Kay y Arnold, tan sólo hay un sillón (y un diván) frente al televisor, en el que Arnold se queda dormido viendo programas de golf. ¿Será posible que se haya ejercido una brutal autocensura eliminando cualquier rastro de crítica al machismo y haya quedado ese detalle olvidado? No creo...
En definitiva, una película que no sorprende nada y mantiene una lógica: si ahora las películas estadounidenses de acción se reducen a trompazos y apenas hay intriga inteligente, es consecuente que una comedia dramática sea ñoña y acabe resultando neutral, fría, sin pasión: aséptica.
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Uno lo mira bien mirado y lo cierto es que la propuesta casi que es apropiada para un examen de cinefilia, pero como todavía no toca lo dejaremos en curiosidad satisfecha al instante.
Porque la pregunta se las trae, formulada así, de sopetón, sin que el recurso de acudir a internet aclare dudas y neuronas: ¿una película en la que compartan cartel Randolph Scott y Fred Astaire?
¿Qué pueden hacer juntos el duro del oeste serie B y el bailarín más elegante?
Una de las cosas que pudieron hacer, sin duda, fue contemplar la belleza de Ginger Rogers, por supuesto, pero también la de una jovencita que daría mucho que hablar: una rubia descarada que atendió al nombre de Lucille Ball.
El cine es una caja de sorpresas, es cierto.
Pero lo que ya riza el rizo es saber de antemano que ambos caballeretes citados se quedan petrificados cuando escuchan la primera versión cinematográficca de la celebérrima canción de Jerome Kern y Otto A. Harbach titulada Smoke Gets In Your Eyes.
De hecho, a Fred Astaire le gustó tanto, que no pudo resistir la tentación de marcarse unos pasitos de baile...
Lo más curioso es comprobar quien se encarga de cantar el famoso tema sin trampa ni cartón, sin doblaje alguno, en vivo y en directo aunque no conste en los títulos de crédito como no constó en otras ocasiones, motivo por el que muchos cinéfilos de pro pueden dudar de lo que verán en el siguiente Vídeo
Si es que en el Hollywood dorado unos sabían montar a caballo, otros sabían esgrima y algunas cantaban con una voz angelical...
Y por si hay dudas, o ganas de escuchar más, aquí dejo un enlace clarificador y muy complementario.
Ha sido encontrarlo y desear compartirlo con todos: hay para rato, advierto...
Como curiosidad, añadir que ya en 1936 los académicos de Hollywood hacían cosas raras: en vez de darle el oscar a la mejor canción a Smoke Gets In Your Eyes, nominaron Lovely to Look At que, siendo buena, no es lo mismo, no.
No hay más que ver lo que pasó luego.
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En algunas ocasiones la impresión que deja una película en la memoria del espectador semeja una semilla de curiosidad que va creciendo, germinando, hasta que uno tiene que satisfacerla acercándose a una librería al objeto de ampliar -es un suponer- el placer obtenido con la obra cinematográfica basada en la literaria.
A pesar de haber recibido suficiente información respecto a ella, hasta hace muy poco no ha entrado a formar parte de mi biblioteca la autora Virginia Woolf de cuya existencia tuve el primer indicio gracias al cine, en la tormentosa confrontación de dos monstruos de la escena titulada Quien teme a Virginia Woolf aunque bien mirado (la vi en el cine hace mucho tiempo y no la he revisado) poco cuenta de la celebrada autora de la famosa novela La señora Dalloway, que es la pieza que he leído hace poco.
La señora Dalloway, en edición de bolsillo de Alianza Editorial, traducida por José Luis López Muñoz, es una novela escrita en 1925 en la que a lo largo de trescientas páginas se nos cuenta la jornada de la citada señora Dalloway que se apresta a organizar un festejo en su mansión. El libro me ha resultado aburrido al extremo que para poder terminarlo me he saltado páginas. Puede que en parte se deba a que en la traducción se pierda la supuesta musicalidad que alguno asegura atesoran las descripciones de las calles londinenses de principios del siglo pasado, los vestidos, las mansiones y los parajes y puede que la escasez de diálogos en los que el lector ahonde en la psicología del personaje me haya alejado de la situación óptima para sentir interés por la lectura. También cabe la posibilidad que el tedio de la trama, empeñada en contar minuciosamente los detalles sin interés de una vida cómoda y vacía, fijada únicamente en cuestiones protocolarias y en la revisión de la servidumbre haya sido la causa de mi somnolencia al enfrentarme a la lectura. O puede, simplemente, que carezca de la sensibilidad necesaria para paladear una novela que me ha parecido más victoriana que modernista.
Esta opinión mía relativa a La señora Dalloway con toda seguridad sería tildada de herética -como poco inapropiada y digna de analfabeto- por Michael Cunningham porque según asegura él mismo un buen día se puso a escribir fuertemente inspirado por dicha novela cuando se dijo a sí mismo que el día de la mencionada señora Dalloway ya estaba escrito y descrito de forma magnífica -asegura- por Virginia Woolf y que hacer un refrito era una pérdida de tiempo, así que sin abandonar la inspiración fundamental, es decir, la descripción de una jornada protagonizada por una fémina, decidió modificar el planteamiento, modernizarlo, y describir la jornada de tres mujeres. Tres mujeres en tiempos distintos, con una conexión entre ellas: un libro: un libro que se escribe, un libro que se lee, un libro -varios- que se editan; en definitiva, la literatura como entorno vital íntimo.
Cunningham escribió Las horas en 1998 y tengo a mi vera una edición de bolsillo de El Aleph Editores / Quinteto, traducida por Jaime Zulaika Goicochea que al llegar a la página 22 se descuajaringó físicamente pero cuyo interés se mantuvo hasta la página 213 en que finaliza la estupenda novela en la que intentó recrear la de Woolf y que en realidad la toma como pretexto para realizar una obra mucho más profunda, más imaginativa y por descontado más acorde con nuestro tiempo, dotada de una estructura narrativa en la que se suceden intervalos de tres épocas diferentes -en realidad cuatro- con el simple aviso del título de cada capítulo sin que los saltos temporales supongan merma ni erosionen la capacidad de interesar al lector que permanece atento al devenir de la historia incluso, como era en mi caso, conociendo los detalles y el desenlace del entramado de detalles coincidentes en la vida de sus tres protagonistas: la propia Virginia Woolf, la señora Brown y la señora Dalloway, siendo esta última reconocida así en virtud de un mote cariñoso.
De la señora Woolf, en un estilo más clásico, tomamos conocimiento de sus problemas de cuando escribió su novela La señora Dalloway y en un salto en el tiempo, con recuerdos del pasado, nos ponemos al corriente de los sufrimientos anímicos que la llevan al suicidio en 1941, dieciséis años más tarde.
De la señora Brown, con una estructura interna más propia de la clásica novela estadounidense, sabremos de su inadaptación a la vida de casada que vive en un agradable suburbio de 1951, de cómo ha llegado hasta ahí y de la indecisión vital que la lleva a un intento de suicidio mientras acude como lugar de tranquilidad y remanso de paz a la lectura de la novela de la Woolf, La señora Dalloway; la señora Brown se ve a sí misma en una situación semejante, preparando una fiesta, sólo que ella tiene más dudas que convicciones.
De la llamada señora Dalloway, en realidad Clarisa, una editora neoyorquina, sabremos que está preparando una fiesta para agasajar a un íntimo amigo suyo, Richard, poeta que va a ser laureado con un premio muy importante y espera que, a pesar del sida que le tiene casi postrado se sienta con ánimos para salir del tugurio en que vive. Clarisa, que vive maritalmente con su querida Sally, a los dieciocho años estaba locamente enamorada de Richard, pero él la dejó por Louis, amigo íntimo de ambos, relación que tampoco acabó bien.
Cunningham juega sus cartas con una habilidad tremenda: aunque su prosa -por lo menos, traducida- no sea una maravilla sabe dosificar los recursos narrativos y los datos que va ofreciendo para construir un mosaico que lentamente se configura en la imaginación del lector y no tan solo en lo que se refiere a la personalidad de los caracteres que se van desarrollando ya que también por encima de los diferentes episodios, saltando sobre los capítulos que distinguen épocas, forja un entramado de sensaciones que hacen más comprensibles los actos de los personajes porque los sentimos más cercanos.
La estructura formal de Las horas -mucho más que una escena habitual en las calles neoyorquinas, un rodaje en el que participa una estrella femenina que puede ser Meryl Streep o quizás Vanessa Redgrave, pero siempre una actriz de primera categoría apenas entrevista por Clarisa- la estructura formal, digo, huele a cine desde las primeras páginas y se mantiene hasta el final, por lo que, añadido al hecho publicitario de obtener el Pulitzer en 1999, estaba cantado que alguien en Hollywood decidiría rodar una película con semejante material que a gritos reclamaba interés.
Parece ser que Scott Rudin se precipitó a comprar los derechos cinematográficos cuando la novela de Cunningham estaba todavía en galeradas y desde luego quien le avisó debió de recibir una buena propina. Rudin encargó a David Hare que confeccionara el guión y David, después de hablar con Cunningham, realizó un trabajo de adaptación estupendo que se entregó a las manos de Stephen Daldry encargado de dirigir la película titulada, como la novela que la inspira, The Hours (2002) bien traducido su título como Las horas.
Stephen Daldry no es, realmente, un director de cine: de hecho, desde el año 2000 hasta este año 2012 tan sólo ha dirigido cuatro largometrajes aunque eso sí, con un éxito de galardones - nominaciones sin precedentes. Pero si vemos sus películas, se nota bastante que en realidad es un director de teatro que hace cine con una ventaja sobre otros: sin duda, sabe rodearse de un equipo sobresaliente en todos los sentidos; su forma de rodar, de mover la cámara, resulta eficaz, efectiva, resolutoria, apropiada si acaso, pero no excelente, sin apurar hasta la última gota los medios a su alcance que son jugosísimos todos ellos.
Lo que sí hace Daldry muy bien es mover a sus personajes y presentar la escena con recursos visuales que ayudan a reforzar la idea que se trata de transmitir al espectador.
Afrontar el rodaje de Las horas contando con el concurso de Seamus McGarvey como camarógrafo y después llevar el material a la mesa de montaje de Peter Boyle para poner orden, concierto y ritmo a la sucesión de saltos temporales es una ventaja, porque las distintas tonalidades con que Seamus delimita cada época y personaje -años 1925, 1941, 1951 y actual- colaboran al entendimiento visual rápido de la situación y luego Boyle usa las tijeras y la cola de maravilla para dejar al espectador impresionado por la celeridad con que, por ejemplo, un manojo de flores pasa por tres décadas distintas en apenas veinte segundos y todo se entiende y nada resulta extraño, sentando una base que luego explotará Daldry a conciencia y a fondo.
En el año 2002 muchos espectadores ya habían visto montajes imaginativos que requerían la participación atenta del espectador, en algunas ocasiones como excusa o motivo para llamar la atención sin más, de modo que sentarse a ver Las horas con una propuesta en la que el tiempo se ve sometido a la trama como un elemento figurativo pero no importante conlleva la consideración que por encima de las diferentes épocas en las que viven las tres protagonistas persiste un enlace que las une.
No por ello Daldry desdeña la posibilidad de recrear magníficamente cada época:
El ambiente inglés propio de las gentes bien estantes en el que se desenvolvió la escritora Virginia Woolf, su forma de vestir y de hablar, de comportarse con propios y extraños, es un episodio de una apariencia formal clásica vista en anteriores ocasiones recreada de modo esperable, ni más ni menos, sin superar ni ceder un ápice cualquier antecedente. A ello no son ni mucho menos ajenas las interpretaciones de Nicole Kidman como Virginia Woolf y de Stephen Dillane como Leonard Woolf y Miranda Richardson como Vanessa, hermana de Virginia.
La vida suburbana, apacible, de una época de crecimiento y prosperidad estadounidense en 1951 está teñida de color de sol para que la señora Brown -estupenda recreación de Julianne Moore- sienta la calidez del hogar con su esposo Dan -John C. Reilly, eficaz como siempre- que justamente celebra su cumpleaños y se comerá el pastel que Laura Brown hará con su hijo Richie. Ella está de nuevo embarazada; recibe la visita de su vecina y amiga de la escuela Kitty -Toni Collette, como es habitual sorprendente, robando escena- que irrumpe con malas noticias acerca de su propia salud; Laura, ante la enfermedad de Kitty, siente acrecentarse su angustia vital: se ve constreñida, limitada; busca en la lectura de la novela La señora Dalloway un consuelo que no halla.
Vemos a Sally -Allison Janney- en la contrastada y grisácea madrugada neoyorquina bajando del metropolitano, llegar a casa y meterse en la cama donde duerme Clarissa -Meryl Streep, en una demostración de dominio del matiz- que apaga el despertador y se levanta: ha decidido que ella misma comprará las flores: las flores para adornar la casa, pues por la tarde ofrece una fiesta en honor de su íntimo amigo Richard -Ed Harris, robando escena a dentelladas- poeta afectado de sida que malvive en un edificio viejo y maloliente: Richard no está muy convencido y Clarisa se obstina en honrarle; ella recibirá de improviso la visita de Louis, antiguo amante de Richard, que sucedió en la cama de éste a la propia Clarissa: ella se derrumba ante Louis (Jeff Daniels, breve y perfecto), viejo amigo, por la preocupación que siente debido al precario estado de salud de Richard y las dudas relativas al éxito de la fiesta que organiza en su honor.
Lógicamente Daldry se ciñe al guión de Hare que forzosamente debe resumir y eliminar datos y escenas que en la obra original escrita enriquecen considerablemente la psicología de los personajes explicando algunos de sus gestos más llamativos -para según qué óptica personal- y se vale de la inventiva visual para describir estados de ánimo: tanto las escenas reales como las imaginadas nunca son gratuitas y la elección del vestuario también tiene su intención: por ejemplo, la presencia de Kitty en la puerta, vestida, maquillada y adornada como para ir a un baile, cuando simplemente acude a entregar unas llaves y pedir un favor, intimida a Laura, que está en su cocina tan ricamente desayunando con una bata y sin maquillar: la relación entre ambas, descrita más ampliamente en la novela, queda diáfana en la película, aunque hay quien ha malentendido algún beso, buscando en el conjunto una defensa de la homosexualidad únicamente porque Cunningham nunca ha tenido problema en declararse homosexual.
Ni el supuesto lesbianismo -más bien comportamiento bisexual- de Virginia Woolf (con un historial más que complicado) ni el lesbianismo actual del personaje de Clarissa -que fue amante de Richard, ahora homosexual- que sigue demasiado enamorada de Richard, ni el beso que estampa Laura en Kitty, pueden reducir Las horas -como pretenden los interesados/as de turno- a un mero alegato en pro de la homosexualidad, porque más allá de las conductas sexuales de los personajes está la consideración de la libertad con que han decidido afrontar su vida, al extremo de controlar incluso su duración y ése nexo vital es el que les une por encima del tiempo y de la época en que les ha tocado vivir: un nexo que se representa por medio de un interés asimismo común: el amor por la letra, por la literatura, por la obra escrita: Virginia sufre pensando en la novela que escribe; Laura sufre y se reconforta leyendo la novela; Clarissa se reconoce a sí misma como parte de la novela que escribió Richard y éste ve en Clarissa, desde hace años, a la señora Dalloway, aquella mujer de ficción que tanto gustaba a su ausente madre: un cierto complejo de Edipo que coincide con la maternal actitud de Clarissa hasta que al fin se enfrenta con la real detentadora del título y regresa, de forma imperceptible, a su condición de amiga, hermana y amante añeja.
Daldry exprime absolutamente todos y cada uno de los múltiples y variados recursos que su elenco posee, obteniendo del terceto protagonista unas interpretaciones modélicas en cada caso: una injusticia las nominaciones a los Oscar sin quitar merecimiento al de Kidman: en mi opinión, se lo debían haber dado a las tres, exaequo.
Gracias al dvd he podido revisar la película en versión original y puedo asegurar que merece mucho la pena no tan sólo para disfrutar de las tres protagonistas sino que, más aún, para comprobar cómo secundarios como la Collette, Harris o el mismo Dillane componen sus personajes con una convicción y una forma de vocalizar fantásticas.
Es precisamente en las actuaciones donde se reconoce la virtud de Daldry como director de teatro: sabe situar a sus personajes en la escena con perfección y sabe aprovechar las virtudes de la cámara para realzar aspectos que en el teatro pueden resultar arduos: por ejemplo, las manos: las manos que escriben una carta de despedida de un suicidio, o las manos que, ajenas a la complejidad emocional del discurso que escuchamos, proceden a separar con velocidad las claras de las yemas de unos huevos cuyas cáscaras, esas manos, tirarán al cubo de la basura. Daldry sabe conceder a sus actores espacio y tiempo y el resultado es magnífico.
La revisión pausada permite constatar que, efectivamente, la música compuesta por Philip Glass una vez la película se había rodado realza y ayuda considerablemente a sostener la emoción que procura la obra cinematográfica, sujetándose las notas musicales a la trama y al momento sin pretender protagonismo, siendo un acierto del compositor mantener la coda por encima de los cambios de épocas, sirviéndose de otros elementos musicales para remarcar cada momento en particular.
En definitiva, una experiencia a recomendar sin dudarlo: leer la novela de Cunningham y ver la película de Daldry, sin importar mucho el orden, aunque seguramente, para quien no conozca ni la una ni la otra, preferirá ver primero la película y luego ampliar detalles con la novela. En cualquier caso y en cualquier orden, imperdibles ambas.
Tráiler
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Hace unos días estaba disfrutando de un concierto grabado hace años: un escueto cuarteto encabezado por el pianista Oscar Peterson compartiendo diabluras musicales con el guitarrista Joe Pass y de pronto me di cuenta que a estas alturas todavía no le había dedicado a Joe ni una entradilla de compromiso a pesar de lo mucho que me encanta.
Joe Pass fue para mí un feliz descubrimiento a raíz de haberle escuchado en algún disco de Jazz -seguramente alguna joya de la Serie Pablo- que compré por el nombre de alguno de sus habituales compañeros en las grabaciones y conciertos promovidos por Norman Granz.
Nacido en 1929 y fallecido en 1994 a causa de un cáncer que nos privó a todos los aficionados del buen jazz de la posibilidad de asistir a un nuevo concierto del maestro, Joe Pass fue y sigue siendo en mi opinión el más grande guitarrista que jamás se dedicara al jazz, por el absoluto dominio de su instrumento y por el sentido musical del artista que, liberado de forma genial de las ataduras mecánicas del mástil y las seis cuerdas, explota en cualquier melodía con fuerza, carácter y limpieza.
Veamos, si nos dejan, algunos fragmentos de una excepcional carrera musical, momentos que algunos afortunados vivieron en directo:
Una estupenda versión de la conocida composición de Jerome Kern All the things you are para empezar, en la que podemos observar como Joe lo mismo toca con púa que sin buscando en todo momento el sonido apropiado, la pulsión necesaria.
Y absolutamente solo ofreciendo su visión de la famosa nana de Gershwin en su ópera Porgy & Bess: Summertime
Me refería al principio a un concierto con Oscar Peterson y hete aquí que, buscando, encuentro otro, celebrado en Italia en 1985: el conjunto es lo que se denominaba Oscar Peterson Trío, añadiendo de inmediato el nombre de los otros dos componentes.
Los aficionados al Jazz ya se imaginarán lo que puede pasar cuando se encuentran Joe y Oscar encima de un escenario, dos músicos excepcionales, colegas y grandes amigos que han tocado juntos cientos de veces y siguen jugando a provocarse, musicalmente hablando. Del tercero, que al principio parece un simple testigo mudo, tan sólo diré, para los legos, que para algunos críticos fue el mejor bajista de jazz y por descontado el más grande de los que hayan salido de Europa: un día habrá que dedicarle una entradita también a ese tipo nórdico.
Es decir, que vamos a ver a un trío excepcional haciendo diabluras jazzísticas con un tema archiconocido como es Sweet Georgia Brown
Si os ha gustado, otro día podemos dedicarlo a piezas de ese trío tan genial.
Pero antes vamos a dedicar unos momentos a comprobar como el gran guitarrista se atreve a acompañar con su guitarra a una venerable cantante que tiene que apoyarse en un folio porque no se acuerda de la letra de la famosa canción Cry me a river y aún así, ambos recrean una versión absolutamente maravillosa. Cosas que pasan en el Jazz.
Claro que Joe Pass sabía tomárselo con mucha tranquilidad y paciencia, porque sabía, como dice la canción que They Can't Take That Away From Me
De la versatilidad de Joe Pass nadie podrá dudar después de ver el siguiente vídeo en el que, acabando el bueno de Joe de tocar el solito, por el lateral se le aparece de nuevo la venerable cantante que le tira un piropo y le pide cantar con él: esta vez Ella no usa papel ninguno porque no se acuerda de la letra: simplemente, sesión de scatt en base a la música de Meditaçao del maestro Antonio Carlos Jobim y asunto zanjado.
Por último, veamos una de las muchas versiones que, sobre composiciones de Duke Ellington hizo Joe Pass, en esta ocasión con el apoyo de un bajo y una batería recreando un clásico : Satin Doll
Espero que los vídeos os hayan gustado.
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Señor mandamás de la compañía FOX:
Iba a enviarle recado de la falta de sensibilidad -por no decir estupidez sublime- de alguno de sus empleados, pero como no dispongo de datos para fijar nombres y apellidos, por no dejar a todos como imbéciles, mejor no entrar al trapo de forma virulenta.
El caso, señor, es que tiene usted bajo su mando a una buena caterva de inútiles que entienden muy poco de cine, que es de lo que se trata: o trataba, por lo menos, hace unos cuantos años, cuando se fundó la compañía que usted dirige, cabe suponer que pensando en el bien de la empresa.
Porque sus empleados -y seguramente los que más cobran- le están haciendo un flaco favor a su empresa. ¿Cómo? se preguntará usted, es de esperar, porque de lo contrario ya debería haber tomado medidas, porque usted mandará, pero no creo que sea el dueño, y me parece que los beneficios no son lo que eran.... pero no nos desviemos:
Parece que alguno de los simples bajo su mandato ha decidido que lo más conveniente para su empresa es perseguir y eliminar cualquier vídeo, por corto que sea, correspondiente a algunas de sus películas.
No a todas; sólo a algunas, quizás, las más antiguas, las más viejas, las más amortizadas.
Pero no se crea que vídeos extensos, no, qué va: el otro día me encuentro con que, glosando el viernes pasado una escena -puede que la más interesante- de una película de 1941 (Blood and Sand), apenas un minuto y medio, aparece un estúpido robot que siguiendo las órdenes de algún tonto empleado suyo apenas en veinticuatro horas detecta una veintena de visitas y ¡zas! ordena a youtube que impida la difusión del vídeo.
Le diría, señor mandamás de la FOX, que están ustedes cometiendo el mismo error que los abades de los monasterios cuando el señor Gütenberg, que en la gloria esté, decidió inventar la imprenta y acabó con el chollo de los escribanos. Pierden ustedes la oportunidad de potenciar el consumo de su fondo de comercio constituido por películas que, además, son mucho mejores que las que están produciendo en los últimos veinte años y esto no es ningún descubrimiento, porque están ustedes obteniendo menos beneficios que nunca.
No soy yo quien en este momento le vaya a aconsejar al respecto.
Reconozco que estoy molesto, incluso cabreado, por la celeridad con que borraron el triste vídeo que hasta que me ocupé de sacarlo a la luz apenas había tenido visitas.
Y he pensado que, para entretener al tonto que borró el anterior vídeo, voy a proporcionarle un poco de trabajo, para que justifique su sueldo:
Empezamos con el vídeo promocional de lo que va a ser la segunda parte de una gran cagada de película. Que por cierto, están ustedes a punto de ofrecer al público segundas partes de verdaderos miasmas y refritos similares, así que luego no se extrañen de bordear dificultades. A lo que vamos:
Nada menos que Avatar 2
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Esta no iré a verla: ya sabrán lo que opiné de Avatar
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Y antes seguramente, nos machacarán las neuronas y tratarán de aligerarnos el bolsillo (no el mío, se lo aseguro) con un refrito titulado The Secret Life of Walter Mitty
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Que, desde luego, será casi tan mala como la primera:
The Secret Life of Walter Mitty 1947
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Claro que a lo mejor es que conmigo han realizado un pequeño ajuste de cuentas porque nuestra relación no ha sido todo lo cordial que a ustedes, seguramente, les hubiera gustado. Varias de sus películas formar parte del subgrupo de las que no me gustaron:
X-Men Origenes: Wolverine
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X-Men : Primera generación
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Agora
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Australia
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Ultimátum a la Tierra
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Incluso osé meterme con Cisne Negro
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Espero que haya quedado satisfecho.
A ver cuantos borra....
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Todos sabemos que la industria hollywoodiense jamás ha tenido reparo en aprovechar el talento venga de donde venga y así ya en la época del cine mudo las excelentes novelas del valenciano Vicente Blasco Ibáñez sirvieron para diversas películas que lógicamente obtuvieron gran éxito porque el texto es magnífico y Hollywood no escatimó recursos ni medios.
Aquí, en España, uno debe descubrir a Blasco Ibáñez por su cuenta y riesgo, pero eso ya es tema a discutir en otro momento, porque hoy estamos de fiesta musical y dejaremos que la pasión corra por las venas.
De la novela Sangre y Arena se han realizado cuatro películas, dos de ellas en Hollywood encabezadas por un cartel de intérpretes de primera fila.
En la versión de 1941, hablada y en technicolor, hay una pareja -curiosamente con ancestros hispanos los dos- que enciende los ánimos obteniendo vítores, jaleos y celos con su apasionada, encendida, forma de bailar un pasodoble:
Ayyyyyyyyyyy.... Bufffffffffffff......
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"Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba que había llovido. Vestía mi traje azul oscuro con camisa azul oscura, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
El recibidor del chalet de los Sternwood tenía dos pisos. Encima de las puertas de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes indios, había un vitral en el que figuraba un caballero con armadura antigua rescatando una dama que se hallaba atada a un árbol, sin más encima que una larga y muy oportuna cabellera. Tenía levantada la visera de su casco, como muestra de sociabilidad, y jugueteaba con las cuerdas que ataban a la dama, al parecer sin resultado alguno. Me detuve un momento y pensé que de vivir yo en esta casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarle, ya que parecía que él, realmente, no lo intentaba."
Raymond Chandler sigue siendo pasados más de cincuenta años de su fallecimiento un escritor básico para entender la esencia misma del cine negro, género cinematográfico que, más allá de las adaptaciones de las novelas de Chandler, Hammet, Cain y pocos más, ha ido perdiendo una característica que le distingue: la fatalidad con que el protagonista contempla todo cuanto le acontece.
Esa fatalidad, en ocasiones predestinación asumida, se percibe claramente en los dos párrafos transcritos que son los iniciales de la primera novela de Chandler en que aparece su alter ego, el detective Philip Marlowe, (presentado en el cuento de 1934 "El confidente" ) cuyo título tiene claras resonancias cinematográficas: The Big Sleep, bien traducido como El sueño eterno, en la que Chandler usa el recurso de la narración en primera persona logrando inmediatamente una cercanía con el lector que empatiza con ese personaje desde las primeras líneas sin poder abandonar la lectura, fácil, ágil, irónica y en ocasiones sarcástica de unas aventuras que enganchan tanto por su intriga como por la fuerza de las descripciones escritas por Chandler a golpes de ingenio que rozan el lenguaje coloquial como ocultando adrede un talento de escritor que permanece cuando uno llega al fin de la novela y todo encaja a la perfección y se percibe un retrato realista de una sociedad que trasciende una época, clavadas sus bases en los muchos vicios y escasas virtudes humanas.
La estructura de la narrativa de Chandler, tanto como la temática y su tratamiento, forzosamente tenían que acabar proporcionando material de primerísima calidad a la industria cinematográfica en una época en la que tanto directores como productores eran personas leídas y cultas que no dejaban pasar la oportunidad de llevar a la pantalla lo que además eran grandes éxitos literarios del momento.
Todas las grandes novelas de Chandler -y dos de sus relatos- tienen su protagonista en Philip Marlowe y ello ha provocado que, tan sólo en el cine, ocho hayan sido hasta la fecha los intérpretes que, como vimos el viernes pasado, se ocuparon de representarlo en nueve películas, lo que significa que alguno repitió:
Ése fue Robert Mitchum, que representó a Philip Marlowe en dos de sus más conocidas novelas llevadas a la pantalla grande, Farewell my Lovely (Adiós muñeca, 1975) y The Big Sleep (Detective privado, 1978), lo que significa que Mitchum representó a Marlowe con 58 y 61 años de edad: resulta curioso dedicar unos minutos a las matemáticas sentada la afirmación que el detective Marlowe, altivo, bebedor, sarcástico, cínico y honrado, es un cóctel en el que Raymond Chandler pretende reflejarse, porque Chandler publica El sueño eterno el año 1939, contando el autor con 51 años de edad y "su" Marlowe asegura contar con 33 años de edad: si uno lee la novela cuando la edad del pavo está ya muy lejana debe hacer un esfuerzo para creer que un tipo de 33 años, alto, fornido y bien parecido alcance a tener experiencia suficiente para mostrarse tan dócil con los infortunios y adversidades que son flecos de una mirada fatalista propia de una madurez desencantada como la que disponía el escritor recién pasado el medio siglo.
Curiosamente es otro actor, Humphrey Bogart, el que reclama en buena parte de la cinefilia la representación de Marlowe incluso desatendiendo el clamor del período clásico que tiene a Dick Powell por el auténtico Marlowe: Bogart lo representó a las órdenes de Hawks en una traslación censurada y modificada en la que inexplicablemente se dedica -el íntérprete- a tirarse constantemente del lóbulo de la oreja como máxima expresión reiterada de las dudas que embargan al detective y Powell no tan sólo lo representó dignamente en el cine sino que en su propio show televisivo se expandió y multiplicó para goce de sus seguidores. Bogart ya tenía 46 años cumplidos y Powell -que fue el primero de todos- contaba con 40 años. La edad de un actor poco importa para su capacidad de representar un personaje, pero es curioso que hallándose Mitchum rozando la treintena en las primeras apariciones de Marlowe en el cine, tuviera que esperar hasta rondar los sesenta para incorporarlo a su cartera personal.
La técnica interpretativa de Robert Mitchum basada en una buena voz y estudiada dicción y alejada del histrionismo más leve reside en el gesto mínimo y la mirada y el control del tiempo ajustado al segundo para dominar la escena sin fallos: un profesional que negaba esfuerzo, capaz de conseguir alabanzas por doquier.
En las dos películas en que intervino Robert Mitchum como Philip Marlowe, Farewell my lovely y The Big Sleep, hay una serie de coincidencias y quizá la que mejor ayuda a la identificación del cinéfilo y lector es la utilización de la voz en off del protagonista que, a modo del escritor, va contando sus pensamientos, cuitas y disquisiciones relativas a todo lo que con él iremos viendo. Sin llegar al extremo de Robert Montgomery en su versión de La dama del lago, con cámara subjetiva, sí resulta un acierto el uso de la voz en off máxime contando con la voz de Mitchum que añade una mirada ajada para rellenar absolutamente de cansancio vital la contemplación de un entorno social moralmente desvencijado, advirtiendo un fatalismo en la sucesión de acontecimientos que sitúa al protagonista en el rincón de los supervivientes, de los que se salvan por los pelos de la podedumbre ética aunque su resumen sea muy manido: pobre pero honrado.
Esas dos películas de Mitchum-Marlowe las puede circunscribir quien suscribe -atinadamente porque las vio de riguroso estreno- dentro del subgénero de "revival" que se dio a mediados-finales de los setenta del siglo pasado buscando la industria cinematográfica la recuperación del interés por el cine emulando un clasicismo que era -y es- inimitable, en una época en la que aparecen una serie de películas en las que el cuidado artístico nos retrotraía a épocas antiguas situadas entre los años veinte y cuarenta y pico del siglo XX, dedicadas muchas piezas al género policial, de intriga e incluso, negro.
Unos años en que los productores, que todavía no contaban con los trucos informáticos, invertían sus dineros contratando guionistas e intérpretes acuñando el concepto de cameo y participación amistosa reclamando la participación de elencos formados por grandes secundarios de siempre encabezados por ilustres veteranos e incluso protagonistas bien remunerados para ocuparse de papeles reducidos a pocas escenas, consiguiendo carteles publicitarios de relumbrón con los que atraer a un público de incipiente pereza.
Así, podemos ver que en Adiós muñeca aparecen en el elenco una serie de intérpretes muy conocidos en 1975, como la Rampling y la Miles junto a Ireland, Dean Stanton y Zerbe, con el descubrimiento de O'Halloran como matón de dulce voz y un imberbe Stallone fogueándose, mientras que tres años más tarde ya Mitchum se encuentra rodeado de figuras como Sarah Miles, Richard Boone, Joan Collins o Edward Fox, en una producción dirigida por nuestro ya conocido Michael Winner que, además, se cuida de trasladar a guión la novela The Big Sleep.
Si tuviera que decidir cual de las dos películas es mejor, no sabría manifestarme con sencillez ni rápidamente porque cada una de ellas tiene sus aciertos (y sus defectos): quizás la segunda, dirigida por Winner, tiene más vigor y resulta más vistosa, pero la primera sigue siendo una muy buena muestra de cine negro en el que además la intriga está bien servida: la ambientación y el elenco de la segunda son estupendos, pero el tratamiento visual de la primera quizás sea más adecuado. En ambas, hay una falta de brío notable: tienen ritmo, pero poca fuerza.
En cualquier caso, los diálogos han sido muy cuidados en ambas producciones y en mi opinión Robert Mitchum realiza una actuación estupenda, destilando, sudando casi, esa mezcla de bourbon y fatalismo aderezado de pertinaz voluntad de esclarecer intriga y desvelar misterios con total desprecio al dinero señalándolo como origen y causa de todos los males.
Más allá de mitologías cinéfilas y de posicionamientos propiciados y alimentados por una lógica y natural estima a los productos de la época clásica, creo que estas dos producciones de 1975 y 1978 son, hasta ahora, sin ser en realidad notables de forma global, sí son las mejores traslaciones que he visto de las novelas de Chandler al cine. Lo cual significa que, de momento, todavía estamos a la espera de una adaptación fidedigna y provista de la fuerza necesaria.
Eso sí: el mejor Marlowe, hasta ahora, en mi opinión, es el que compone Mitchum: mientras los otros actores "hacen de Marlowe", Robert Mitchum "es Marlowe".
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