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dimecres, 28 de febrer del 2018

MM 91 Mack the Knife





Primera versión, cantada por su letrista original, Bertold Bretch:







Segunda versión, del primer estadounidense que se atrevió a cantarla en público:





Tercera versión, del que le dió la máxima comercialización, allá por 1959, aunque la versión es de 1970:






Cuarta versión, de un maldito, en una película homenajeando al anterior:





La quinta versión, la hará un día de estos Christopher....





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dijous, 22 de febrer del 2018

Y va, y no te gusta



Cualquier cinéfilo con muchas películas en su haber guarda memoria de algunas películas que en su momento vio en la sala oscura y que por motivos dispares rechaza ver de nuevo, pasadas décadas, a pesar de la facilidad que otorgan los medios audiovisuales, cada semana más novedosos.

En muchos casos persiste la sabia decisión de olvidarse de algo que resultó cargante, infumable, pretencioso y aburrido; en otros sin embargo pesa en el ánimo la conciencia que aquella película que tanto nos gustó quizás haya envejecido mal, que es un eufemismo sobadísimo y falto de toda lógica pues evidentemente el celuloide guarda incólume una forma ¿artística? que puede mostrar rasgos de una época determinada en detalles nimios como el vestuario, por ejemplo, pero los rostros de los intérpretes jamás envejecen, permaneciendo eternamente inalterables y entonces es cuando el eufemismo sangra, porque es el espejo el que nos muestra lo que realmente significa el paso del tiempo. Esa realidad, la conciencia que el espectador, el cinéfilo, ya no es exactamente el mismo que vio aquella película, es lo que supone un detalle que provoca demora, inapetencia, retraso en la revisión de lo que nos gustó y ahora tememos vaya a dejarnos indiferentes: que no es grave, pero tiene su punto de molesto...

Esos precedentes aclaratorios destinados al posible lector joven, aquel que está en la fase inicial de acumular visionados (porque sumar películas en el haber es vicio confesable, no en vano en el pecado llevamos la penitencia y a pesar de ello seguimos insistiendo) y es capaz de sentarse a ver una película con casi cuarenta años cumplidos desde su estreno y además española, con el riesgo de encontrarse ante una muestra del denominado "landismo" porque por supuesto está protagonizada por el admirable Alfredo Landa en la primera colaboración con José Luis Garci en su tercera película.

José Luis Garci se había hecho un nombre en la cinefilia española gracias a dos películas, Asignatura pendiente y Solos en la madrugada, ambas dotadas de una cierta seriedad en el planteamiento, muy apropiadas para la época de la transición sociopolítica de la segunda parte de los años setenta y cuando vimos en los papeles el póster que anunciaba su nueva película, con el nombre de Alfredo Landa, nos quedamos un poco a cuadros: nos temíamos lo peor.

Ahora que ha pasado tanto tiempo uno tiene la impresión que en 1979 Garci, que había sido co autor del excelente corto televisivo La Cabina (que ya comentamos aquí), mantenía en su fuero interno un aprecio por la distopia y no me extrañaría nada que con su amigo Antonio Mercero se confabulara para homenajear a la película Soylent Green, pues su película empieza con un mensaje publicitario supuestamente dirigido por un director idéntico a Mercero (un cameo en toda regla) cuyas formas y música de fondo nos llevan inmediatamente a la película de Richard Fleischer: lo curioso es que habiendo visto seis años antes la referencia, no ha sido hasta ahora, al revisar Las verdes praderas (1979) , que me he dado cuenta de la cita cinematográfica, en realidad advertencia para el cinéfilo que, como he confesado, no sirvió de mucho en su estreno, al menos para mí.

Garci junto a José Mª González Sinde (con quien ya había colaborado con éxito en sus dos películas precedentes) como co guionista y productor nos presenta una película dotada de una estructura clásica de comedia costumbrista enfocada en representar los avatares de una familia de clase media acomodada, próspera, un matrimonio con dos hijos con capacidad económica suficiente para comprarse un chalé en la sierra donde pasar los fines de semana lejos de los ruidos y polución de la gran urbe madrileña.

Pero al igual que Soylent Green la pieza está basada en un guión que tiene truco, tiene una sorpresa que en realidad significa una liberación pues la trama ideada por Garci se sostiene sobre unos diálogos nada engañosos puntuados ocasionalmente por morcillas envenenadas que van calando en el espectador inadvertido que ha tomado las primeras imágenes como lo que pretenden ser, un espot publicitario para la empresa de seguros que tiene como empleado a José Rebolledo (Alfredo Landa), un tipo que empezó como botones y que, estudiando y trabajando duro, llega a Director comercial, sucediendo en el cargo a un antiguo compañero que, sabremos luego, falleció antes de hora.

José está felizmente casado con Conchi (María Casanova, encantadora), tienen dos hijos, tiene una suegra que le chincha en privado y presume de él y le alaba ante extraños y una cuñada con un noviete tonto al que no soporta. Casi menos que al suertudo Ricardo (Carlos Larrañaga) compañero en la empresa, un jeta de esos que siempre caen bien y de pié y al que usualmente le saca las castañas del fuego. Así que José ha visto como su vida le ha llevado de ser un botones a poder favorecer al que fue su maestro de jovencito en sus inicios en la empresa, al que reclama le apee el "usted": un hombre hecho a sí mismo, que ahora ya puede dedicar parte de su tiempo de ocio en el fin de semana a las caravanas de coches que primero salen y luego vuelven a la capital.

Garci mantiene un aspecto plácido a su comedia y se rodea de intérpretes cómodos en las tramas al uso, con pequeñas anécdotas y chanzas que sazonan una trama que aparentemente está destinada a contarnos lo que sucede en un fin de semana normal y corriente: bueno, normal no, porque es el fin de semana del "derby" o sea, que hay un partido importante por en medio: habrá también paella, barbacoa, partido de fútbol con los vecinos de la urbanización y un poco de compromisos sociales, todo ello sujeto a una agenda que lentamente mostrará desarreglos, disonancias, desapegos a una forma de vida que se irá revelando lejana de la felicidad personal.

Se vale para ello Garci de un Alfredo Landa que realiza una actuación perfecta, comedida, sensible, dominando los excesos cómicos a los que nos tenía acostumbrados, interiorizando todo lo que le ocurre a ese José Rebolledo que lleva tragando sapos desde hace ya demasiado tiempo y le acompaña una estupenda María Casanova representando a la joven esposa que ama a su marido y le entiende perfectamente y sabe decidir por él cuando es necesario: una pareja enamorada que van a una, codo con codo, hombro con hombro, de principio a fin. Hay una química especial entre ambos intérpretes, lo que beneficia a Garci, lo mismo que la desfachatez exhibicionista de Carlos Larrañaga dominando el tipo jeta, simpaticote, golfo, cargante en realidad, en una estupenda composición como secundario de lujo, en una película española en la que todos los diálogos son inteligibles sin esfuerzo alguno, no en vano el resto del elenco está formado por secundarios del lustre de Angel Picazo, Irene Gutiérrez Caba, Jesús Enguita, Enrique Vivó y una jovencita Cecilia Roth, todos ellos realizando un trabajo encomiable construyendo un coro de personajes que más que envolver casi aprisionan a la pareja protagonista.

Cuando Garci emprendió el rodaje teóricamente la censura había desaparecido del cine español y se bebían vientos de libertad: en aquella transición todavía no había llegado el momento en que los socialistas alcanzaran el poder político pero había representación parlamentaria de los comunistas en el Congreso de los Diputados y se podía tratar cualquier tema en el cine: a muchos les dió por el cine de destape pero a Garci, entonces, le dió por el cine con mensaje sociopolítico y en Las verdes praderas ejecuta una muestra perfecta de cine que lleva un mensaje potente agazapado, camuflado estéticamente bajo la apariencia de una película costumbrista, como todas las que se dedicaban a buscar la empatía del espectador medio, bien por identificación bien por la ilusión de alcanzar la situación de los protagonistas de la película.

Garci exprime las sensaciones que provoca en el respetable y poco a poco le va llevando a su terreno sin que se de cuenta: sólo al final, iniciado el último cuarto de hora de un metraje de cien minutos bien usados, uno puede olerse la tostada, cuando ya está bien pasada, vuelta y vuelta. Al que le sorprende por completo el final, puede que sufra un desengaño, pero será bien porque no lo imaginaba, habiendo desoído las señales que Garci lleva todo el metraje dejando, bien porque choque contra sus convicciones y pretenda discutir el discurso que informa esta película de Garci, probablemente minusvalorada desde que se estrenó, un poco a contra corriente de una sociedad que mayoritariamente, en aquel momento, se desvivía por tener un chalé en la sierra o un apartamento en la costa, y va y aparece Garci con una película que es una carga de profundidad contra la sociedad de consumo, contra la necesidad impuesta y aceptada gustosamente de dedicar la vida entera a comprar, adquirir, gastar, consumir, en una entrega voluntaria a una dominación que llega a esclavizar las personas empezando por alterar sus costumbres y apetencias y derribando las ilusiones de juventud, hasta que llega un día en que se percibe el engaño y el error.

Esa crítica feroz a la sociedad consumista planteada en 1979 desgraciadamente permanece incólume como una advertencia y uno tiene la sensación que el mensaje cayó en saco roto pues transcurridos casi cuarenta años no tan sólo no se ha evitado caer en la situación que Garci denuncia sino que, más bien al contrario, se ha acrecentado el consumismo hasta unos niveles inimaginables entonces: iba a usar la palabra límites, pero siento que todos se rebasaron holgadamente y que no hay ninguno, así que la película de Garci queda como un grito en el desierto, perfectamente actual, aplicable, aunque sin duda la gran mayoría la rechazaría no por distópica, sino por molesta cual mosca cojonera. Puede que el gran Berlanga tuviese razón cuando le aseguró a Garci, vista la película, que él la hubiese finalizado con una vuelta de tuerca: pero Berlanga en 1979 tenía 58 años y Garci solo 35 y todavía albergaba un poco de optimismo.

Diría que Las verdes praderas es posiblemente una de las mejores películas de Garci y desde luego la más infravalorada, perteneciente al exiguo grupo de buenas películas españolas con claro contenido social, una buena pieza rodada con estilo sencillo, sin efectismos, manteniendo el ritmo vivo de la narración sin esfuerzo aparente, sirviéndose de planos medios, cortos y hasta primeros planos bien soportados por sus intérpretes para que sean sus ojos los que nos transmitan lo que sienten más allá de lo que sus palabras puedan decir, elevando la anécdota a categoría, reconvirtiendo sigilosamente una comedia costumbrista en un ataque frontal al capitalismo consumista.

Imperdible muestra de cine español a repasar con tranquilidad o a descubrir si es el caso, siempre en la seguridad que puede ofrecer un buen punto de partida para un debate que se me antoja siempre interesante.








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dijous, 8 de febrer del 2018

Escribir con la cámara






Se podrá estar de acuerdo con él o no, pero ningún cinéfilo negará que Samuel Fuller fue un tipo con personalidad propia: alguien capaz de renunciar a prebendas con tal de salirse con la suya y esa independencia, la convicción de que debía hacer lo que le viniera en gana, no le abandonó ni por un momento.

Si además nos paramos a pensar o a comprobar datos, constatamos que Fuller, como algunos de su época, era un tipo especial: un tipo que sabía escribir, que sabía ordenar sus ideas y trasladarlas a un medio inteligible, donde otros pudiesen entrar en su mundo particular y luego manifestarse de acuerdo o no.

Hace ya sesenta y cinco años, en 1953, Samuel Fuller había vivido lo suyo y disponía de experiencias enriquecedoras y en su calidad de superviviente a mil batallas en la Segunda Guerra Mundial seguramente su carácter le situaba en una posición en la que no estaba dispuesto a ceder demasiado a los requerimientos culebreantes de una industria cinematográfica que se hallaba revolcada en los lodos derivados del lastimosamente famoso Código Hays.

Fuller había suscrito un contrato con la Twentieth Century Fox y un buen día el mandamás Zanuck va y le presenta una trama pergeñada por Dwight Taylor, guionista de la casa capaz de escribir guiones para musicales como Sombrero de Copa y de elaborar una intriga sobre el Hombre Delgado creado por Dashiell Hammet. Fuller, monaguillo antes que fraile, jamás llegó a reunirse con Taylor y le aseguró a Zanuck que él ya tenía una idea para investigar el modo de vida de un carterista, un delincuente de medio pelo, nada de importantes asesinos, qué va, pero con unas interesantes reflexiones en torno al submundo de un hampa conformado por gentes de mal vivir, no en vano Fuller, a sus diecisiete años ya era reportero de sucesos en un periódico de Nueva York y conocía el percal perfectamente.

En aquel momento el cine negro ya estaba inventado y podríamos decir que sus bases estaban bien claras, de modo que Fuller, que contaba con Richard Widmark para el protagonista, necesitaba elegir a la mujer: en aquel momento en la 20th estaban a sueldo nada menos que la Monroe, la Gardner, Betty Grable, Shelley Winters y Jean Peters: la Monroe estaba enfrascada en un célebre musical y la Gardner y la Winters le parecieron a Fuller demasiado para el papel: la Grable quería que se incluyese un número de baile y la Peters..... la Peters no la quería Fuller, hasta que un día la vió de espaldas andando por el estudio y se dijo que sí, que era ella. La tercera pata del taburete tenía que ser Thelma Ritter, de eso no había duda.

Porque Samuel Fuller había escrito una historia para llevarla al cine: primero escribiría el guión, luego escribiría el guión técnico y acabaría escribiendo la trama con la cámara: ése y no otro era el plan de Samuel Fuller, porque, no lo olvidemos, Samuel Fuller hacía lo que le venía en gana y por suerte para todos, era un hombre preparado: un tipo que sabía leer, sabía escribir y sabía usar una cámara.

Así, en 1953 acabaría por estrenar Pickup on South Street que en España recibió el título de Manos peligrosas, cuando lo más adecuado hubiera sido "manos desafortunadas" porque todo empieza así:





Fuller empieza muy fuerte con esa secuencia en la que exhibe toda la potencia de su sabiduría al emplear la cámara que nos habla y explica lo que está sucediendo: el carterista Skip McCoy (Richard Widmark) se cierne sobre una presa fácil, la sensual Candy (Jean Peters), ignorando que dos tipos la van siguiendo y se percatan que hábilmente le ha robado la cartera: de la llamada telefónica de ella deduciremos que algo que ella transportaba ha cambiado de manos y está claro que Skip pescaba sin saber que el pez era más grande de lo imaginado, porque resulta que en vez de unos billetes lo que pilla es un microfilm que iba a parar a manos de "los comunistas".

Hagamos un alto y advirtamos que estamos en 1953, que la "guerra fría" estaba en marcha y que en Hollywood se producían películas con claro contenido patriótico señalando a "los rojos" como enemigo a cuidarse de ellos y bastantes de esas películas, de serie B (por falta de presupuesto principalmente) han pasado a la historia en mal lugar. Samuel Fuller parece jugar con las cartas marcadas y por lo que sabemos hoy, tuvo sus más y sus menos con la censura por la rudeza de sus planteamientos y también incluso con el FBI porque se atreve a poner en duda o por lo menos a ironizar en varias ocasiones con lo que era un sentir generalizado en la época, poniendo en boca de Skip y de Candy, así como de Moe, frases que claramente se burlan de convicciones patrióticas.

Moe Williams (Thelma Ritter) es una mujer que se dedica a vender corbatas baratas e información acerca de los integrantes de esa pequeña hampa de rateros, carteristas, descuideros y prostitutas que cuando la bofia les busca ella sabe siempre su paradero y mientras ahorra unas pesquisas a los polis logra incrementar sus ahorros para conseguir una tumba en un cementerio particular, porque su obsesión es no ir a parar a una fosa común.

Cuando los agentes (que nadie dice sean del FBI porque Hoover lo advirtió) que perseguían a la mensajera Candy se percatan de la faena de Skip, acuden a la comisaría del distrito solicitando ayuda para pillar al deditos rápidamente pues la entrega debe realizarse y lo que les interesa es el destinatario: se encuentran con Dan Triger (Murvyn Vye) que ante la premura decide llamar a Moe (y entonces empieza el festival de la Ritter) que, tras un interrogatorio al agente secreto, asegura saber quién es el carterista.

Entretanto, Candy logra encontrar al escurridizo Lightning Louie en una extraña secuencia en un restaurante chino y éste la remitirá asimismo a Moe, con lo cual ésta, al poco, conocerá toda la historia.

Pero dejémosnos de detalles que quien haya visto esta joya no precisa y quien no la conozca mejor ignore: lo realmente importante es lo que cuenta Fuller y cómo lo cuenta: el qué, es un comprimido relato en el que cabrán : una súbita, inesperada y problemática relación amorosa repleta de sensualidad entre carterista y víctima, ella como buscando un clavo ardiendo después del fracaso en su relación con Joey (Richard Kiley) {que ella creía un simple ladronzuelo y descubre como "rojo"} y él rendido por la belleza sensual de ella {él hace una semana salió de la cárcel} pero desconfiando de sus intenciones: de hecho, desconfía de todo el mundo. Hay también una relación entre Skip y Moe: él sabe que ha sido ella quien le ha chivado a Candy donde hallarle pero, como ya advierte Moe, no se enfada con ella: no le gusta, pero reconoce que es una parte de su modus vivendi y ambos saben que, de hecho, Moe saca tajada por las prisas, porque librarse, no se libra nadie, si le buscan con ahínco; de modo que Skip, en el fondo, tiene con Moe un trato como el que podría tener con un pariente próximo: hay un apego, una estima.

Fuller se cuida muy mucho de dejarnos esto claro, porque lo que va a suceder en buena parte dependerá de esos sentimientos que conoceremos gracias a la cámara, porque los diálogos apenas los expresan con claridad: pero la cámara de Fuller, ¡ay! es más que una simple cámara: es un apéndice de un escritor, es una herramienta, es el medio de comunicar: Fuller escribe con la cámara: lo tiene muy claro.

Y sabe mantener el ritmo, sin puntos muertos, sin alharacas y sin debilidades estéticas aparentes, moviendo la cámara para contarnos cosas de su guión, de la historia que él ha escrito antes en un papel y que ahora nos muestra, con la ayuda de Joseph McDonald como camarógrafo y de un elenco que trabaja de maravilla: Richard Widmark, como todos sabemos, fue un grandísimo intérprete capaz de superar su impactante presentación en el cine como sádico asesino en 1947 y seis años más tarde vuelve a maravillarnos como un pequeño y resabiado delincuente que se considera a sí mismo un artista pues sus manos son capaces de desvalijar a cualquiera sin que se percate: Widmark está magnífico en todo momento, inexpresivo cuando "trabaja" y altanero, provocador e insolente cuando está cerca de la bofia y mucho más si se trata del sufrido Dan Tiger, que de buena gana le volvería a dar unos mamporros.

Junto a él vemos a una sensual Jean Peters cuya potencia deriva de sus miradas, sus gestos, su forma de mover la cabeza y acercarse a Skip, desplegando una seducción que no depende en absoluto del vestuario, sencillo, nada sexy, pero sí del magnetismo que la Peters es capaz de emanar en cantidades industriales comiéndose la cámara con una facilidad desarmante, tal cual queda, casi inerme por momentos, Skip: Candy no entraría en la categoría de mujer fatal tan querida en el cine negro, pero sí en la contraria, la víctima que como cervatillo anda buscando cobijo.

La que se lleva el gato al agua (como casi siempre, ya lo sabíamos) es Thelma Ritter que en su composición de Moe Williams recibió (una vez más) el reconocimiento de sus colegas en forma de nominación al premio Oscar que nunca le dieron, porque la enorme secundaria roba todas las escenas en las que aparece y uno tiene la sensación que Samuel Fuller escribió el personaje teniendo en mente a Thelma: su última escena es un prodigio de sensibilidad compartida por actriz y director, expresando con mucha claridad un sentimiento y una resolución con elegancia y de la forma más cinematográfica posible: fantástica.

En definitiva, una película para ver otra vez o para descubrir si es el caso, absolutamente imprescindible para cualquier cinéfilo que se precie, una muestra genuina del mejor cine negro, aquel género en el que la trama criminal, policial, detectivesca, alberga bajo su superficie una trama consistente capaz de detenerse a contemplar un sector de la sociedad que quizás no conozcamos de primera mano pero que está ahí, unos personajes escritos con cabeza, mucho más que meros monigotes dispuestos a la acción y poco más; una joya del hollywood clásico que no hay que olvidar, por mucho que sea en blanco y negro y apenas alcance la hora y media de metraje, aspectos éstos que, para algunos son defectos. Cuestión de sensibilidades, más que de gustos. Que la disfrutéis.


p.d.: Hoy, un regalo: un trozo de entrevista a Samuel Fuller, explicando el inicio de la película: se pueden activar los subtítulos en castellano más o menos bien traducidos, si no se pueden leer en francés.









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