Hoy no hablaremos de cine: hoy nos detendremos por un momento en un arte alejado de la pantalla cinematográfica tanto por los siglos de antigüedad como por la intensidad vocacional que lleva aparejado un insólito desprecio por la cuestión monetaria.
Hay por ahí mezcladas entre los ciudadanos unas personas que sienten verdadera pasión por lo que hacen, por un arte milenario y nómada que desde siempre ha tenido como principio abrir los ojos de quienes lo contemplan; conquistar el corazón del espectador sin importar su edad, sexo y condición; un arte extraño en el siglo que vivimos, tan materialista y consumista; una ocupación que convierte a sus desarrolladores en una especie de familia ambulante, extraña, más pendiente de ofrecer su arte de la mejor manera que de cualquier otra cosa.
Es indiscutible que debe haber una fuerte vocación para dedicar la vida a un arte que lleva aparejada la condición de nómada, de trashumante, de viajero itinerante siempre con la vista puesta en el horizonte lejano: si uno se para por un momento a pensar en ello, resulta asombroso y extraño a la vez y curiosamente, ambos adjetivos definen perfectamente la esencia del arte del circo.
Hace unas semanas asistí a una representación de Vekante, el último espectáculo circense creado por Rosa Raluy, perteneciente a la gloriosa familia que mantiene la tradición del Circo Raluy.
En su caso se ocupa del Circ Històric Raluy que está momentáneamente asentado en Barcelona y representa Vekante hasta el mes de febrero luchando contra el maldito covid y el tiempo aciago en varios sentidos y nos está dando una muestra artística muy cuidada con varios números circenses en la mejor tradición que nos embelesan durante las dos horas escasas que dura la función.
No soy ni mucho menos entendido en el arte circense, sus maravillas y sus dificultades, pero sí soy un espectador atento a los detalles: hay en el Circ Històric Raluy un cuidado minucioso del detalle y la tradición, un profundo respeto al espectador que ya no se observa en el cine actual pero sí en el clásico, una forma de tratarte que te hace sentir el centro de su atención: llegas y te reciben los miembros de la troupe con sonrisas mientras avanzas entre carromatos de museo hasta la carpa circular y cuando acaba el espectáculo, te los encuentras a todos en fila despidiéndote y agradeciéndote haber asistido a su espectáculo, y eso, amigos, no lo había visto en mi vida.
Se siente que la pasión por el trabajo bien hecho, el esmero por la correcta forma de actuar, aquella que asombrará al espectador, es lo que da sentido a su arte: los movimientos son rápidos, eficaces y elegantes y la sonrisa no abandona su rostro: no te queda más remedio, como espectador, que sentirte bien. Disfrutas como un crío, tengas los achaques que tengas. Una maravilla.
Si además uno va y solicita por correo electrónico permiso para hacer unas fotografías del espectáculo y te lo conceden amablemente, miel sobre hojuelas.
He confeccionado un carrusel de las fotos de la experiencia y lo he reforzado con la mejor música que el espectáculo merece: seguro que la cinefilia conocerá la melodía.
Por ahora. Porque a Ridley Scott le gusta lo que hace y tiene la fortuna de caer bien, de liderar un corifeo de voces interesadas que siempre proclaman unas virtudes que se hacen difíciles de advertir cuando uno sale del cine y se pone a pensar un poco.
La última entrega del ensoberbecido Ridley se basa en una novela típica de los tiempos que vivimos: una recreación de hechos acontecidos en el medioevo publicada en 2004 por Eric Jager que dispone de títulos de especialista en literatura medieval y da clases en la Universidad de California y que naturalmente dispuesto a contemplar la Edad Media en Europa y vista la popularidad que las novelas de caballería vuelven a tener aprovechó el tirón para escribir también él, porqué no, una novela de algo que se supone aconteció hace unos cuantos siglos, en concreto en el año 1386: un duelo a muerte entre un supuesto cornudo y el supuesto adúltero que le convirtió en tal, con la particularidad que ése duelo a muerte llevaba aparejada la convicción divina de culpabilidad o inocencia que favorecía, por supuesto, al sobreviviente y con un añadido: si el muerto en duelo era el cornudo, su esposa, por mentirosa, era quemada viva en una hoguera presta en el mismo sitio. La multitud tenía diversión asegurada acabara como acabara el duelo.
Tal parece que ese duelo existió o por lo menos así se cuenta en tradiciones y leyendas que los franceses han sabido acumular y ofrecer y que Eric Jager aprovechó para escribir su novela El último duelo de la cual seguramente se venderán ejemplares estas navidades y que gracias a la publicidad se puede comprobar aquí su estilo en un avance del periódico digital El Confidencial
No puedo hablar de la novela porque no la he leído y visto el avance seguro que no la leeré porque me parece minuciosa en exceso en cuestiones irrelevantes y me huelo que lo más interesante no lo trata con profundidad ya que han sido tres los guionistas que han llevado esa novela a la pantalla: Nicole Holofcener, Ben Affleck y Matt Damon y a pesar que los dos amiguetes ganaron un oscar conjunto como guionistas en 1997, lo cierto es que el guión literario de la película homónima The Last Duel (El último duelo) no es para estar orgulloso ni satisfecho ni mínimamente contento: más bien da vergüenza y lleva a pensar que la labor de guionistas de los dos pájaros se limitaría a reescribir sus frases que tampoco tienen nada de sobresaliente.
Quiero suponer que fue el propio Ridley Scott el que propuso configurar la trama a modo de tres visiones particulares de la cuestión: de una parte el marido coronado, de otra el adúltero acusado de violación y finalmente la visión de la víctima, la esposa forzada y violentada que es la que con su denuncia de los hechos inicia una reclamación que acabará llamando a las puertas de la parca duelo mediante.
Ese artificio pretende emparentar al fatuo Scott con el maestro Kurosawa cuando éste llevó a la pantalla las narraciones de Akutagawa Rashomon y En el bosque y claro, lo que mal empieza, mal acaba.
Porque así como Kurosawa siempre aconseja tomar lápiz y papel después de haber leído mucho y bueno para hacer una película, es evidente que Scott ha tomado otros caminos para intentar una emulación que sólo le ha salido bien en las proclamas que su corifeo de aduladores han dejado plantadas por doquier sin temor a que se les vea el plumero.
Tan malas son las informaciones que corren por los mentideros de las redes que incluso algunos pretenden que esta película nos cuenta el último duelo a muerte acontecido en Francia lo cual inmediatamente debería haberme puesto en aviso de la cantidad de pifias con las que iba a encontrarme, pero ¡ay! una vez más, he pecado de indolente y confiado y en justa penitencia vengo ahora a advertir a los amigos que no caigan en el mismo error.
Todos hemos visto alguna película de Ridley Scott porque el hombre, vago no es; si acaso descuidado o incapaz de llevar a buen término algunas tramas, influído por una querencia a lo grandilocuente que puede llegar a ser el oficio de director de cine sin advertir que es craso error y grave pecado: baste advertir que este largometraje alcanza más de dos horas y media y que no parece entrar en materia hasta que ha transcurrido casi una hora y media larga, dejando apenas una hora final para ocuparse de lo que en otros casos hubiese sido el pleno de la cuestión con aspectos psicológicos, judiciales, éticos, morales, estratégicos y dramáticos que en otras manos hubiesen recabado la intervención de algún guionista con mayor capacidad para desarrollar una historia real o ficticia, tanto da, porque con ella se podría haber presentado un drama histórico que nos apasionara y sorprendiera mientras nos mostraba una realidad histórica que pertenece a otra época en la que las relaciones entre hombres y mujeres no era tal como en la civilización occidental entendemos que debe de ser.
Una vez más Ridley Scott se asoma a épocas lejanas del pasado y una vez más los árboles que nos muestra nos impiden ver el bosque: se pierde en recovecos, en repeticiones innecesarias que lo único que consiguen es incrementar los minutos de película y hastiarnos y cuando llega el momento de hincar el diente nos muestra una sonrisa amplia y desdentada. Ni siquiera tiene el acierto de enfocar la trama en uno de los tres personajes principales con lo que las motivaciones, los afectos, las simpatías, se diluyen en la nada más estrepitosa.
Ridley Scott ya nos mostró con su versión de Robin Hood que era muy capaz de hacer con los medios de este siglo XXI una película peor con la misma historia realizada en 1938 por Michael Curtiz y ahora se detiene en los avatares del medioevo francés en una cuestión que puede desarrollar cuestiones éticas y morales a modo de parábola y en vez de fijarse en magníficos antecedentes como El león en invierno (que ya comentamos aquí hace casi seis años) en la que se nos ofrece una espléndida trama coprotagonizada por Leonor de Aquitania (1122-1204) reina de Francia e Inglaterra, mujer realmente interesante que todavía espera una película bien escrita y dirigida, Ridley, digo, se dedica a enseñarnos batallas cuerpo a cuerpo filmadas con oficio pero sin brillantez y unos diálogos paupérrimos carentes de tensión que podría haber incrementado hasta el clímax resolutorio pero que parece no le interesa lo más mínimo, así que cuando cierra el bucle y vemos el duelo apenas sentimos curiosidad por saber en qué va a para toda la historieta, deseosos como estamos de salir de la sala y tomar el fresco.
En un momento de la historia en que en Occidente se reconoce como execrable y grave delito la violación de una mujer y se debate la mejor forma de exigir justicia y denunciar el hecho, viene Ridley Scott a dejar en medio apunte que el duelo no se realiza por amparar a la mujer afrentada sino por defender el honor del esposo perjudicado y esa postura tan inadmisible hoy en día tiene la capacidad de formularse dramáticamente en un debate en el que las voces de aquellas mujeres podrían verse reflejadas en la sorpresa de una protagonista que contempla incrédula que su ser se ve reducido al valor de una propiedad, y estas y otras cuestiones las desecha Ridley Scott dejándolas en meros apuntes, rehuyendo la posibilidad de ofrecer una exposición dramática de los derechos, deberes y lealtades con el añadido de unas exigencias de cumplimiento de normas en desuso pero no derogadas, lo que en otras manos sería indudablemente ocasión de lucimiento para guionistas finos, de lo que parece no hay ya. O por lo menos, de los que Ridley Scott carece del interés de llamar a colación para ejecutar una película histórica que nos haga tomar partido y nos alimente el espíritu.
Quizás Scott se percató que no era capaz de ejecutar una película histórica de aventuras y ha pensado que podría dirigir una histórica seria y, amigos, tampoco.
Cierto es que la ambientación no está mal, pero la forma de rodar de Scott carece de fuerza suficiente para levantar un guión malo; tan malo es que los intérpretes parecen no creérselo y están faltos de convicción y esa abulia se contagia al espectador. La construcción del relato cinematográfico adolece de falta de ritmo y las tres presentaciones del mismo hecho son un lastre por su propia duración excesiva que impide avanzar y cansa. Scott debería haber cambiado el planteamiento, por lo menos: un montaje usando las tijeras sin miedo aligeraría el resultado final y lo dejaría en algo digerible: no interesante, pero admisible. Tal como está, resulta que hay mucho ruido y pocas nueces. De hecho, ninguna.
Es una lástima, porque de la base podía haberse realizado una película interesante, que es lo que yo confiaba en ver. No cometan el mismo error. Quedan avisados.
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