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dilluns, 31 de maig del 2021

Ajuste de cuentas



Hace veinte meses nos deteníamos asombrados a considerar dos ilustres películas dirigidas por Julien Duvivier en el año 1937 y ahora, bien asimilada en la memoria cinéfila que se trata de un autor cinematográfico remarcable, vamos a repasar someramente otra película en la que siguiendo con su costumbre de intervenir desde los primeros esbozos y basándose en una novela de cierto éxito escrita por Jaques Robert entre ambos pergeñaron un guión cinematográfico que completó con su particular habilidad para los diálogos el también francés Henri Jeanson, viejo amigo de Duvivier, no en vano nos consta que colaboraron intensamente en Pepé Le Moko y en Un carnet de bal.

Cuando nos referimos a esas dos películas citadas insistimos mucho en que Duvivier fue un artista de amplísimo repertorio, capaz de contar tramas bien diferentes con formas distintas tanto cinematográficamente como en el género al que pudieran adscribirse objetivamente los relatos y por si con aquellas dos referencias no había bastante,es un verdadero placer refrescar la memoria o quizás descubrir otra pieza que conforma un mosaico rico de películas que muestran la figura de un cineasta que sin duda merece ser rescatado del olvido al que la conversión del arte cinematográfico en industria de entretenimiento parece querer confinar precedentes que marcan un tiempo y un nivel de excelencia.



Marie-Octobre, conocida en España con el equívoco título de cena de acusados, según referencia Imdb se presentó mundialmente en Madrid el 23 de febrero de 1959 con motivo de la Semana de cine francés [sí, antes, curiosamente, se celebraban festivales de ese tipo: ventajas de no haber casi ningún aparato de televisión], dos meses antes de su estreno en Paris con éxito más que notable, tanto de crítica como de espectadores.

La idea básica es muy simple: cumplidos quince años justos de su desintegración a causa de una intervención de la Gestapo y la muerte de su líder Castille, los miembros de un grupo de la Resistencia se reúnen en la misma mansión que utilizaban como centro de operaciones en torno a una mesa bien surtida para una cena de amigos y homenajear la memoria del líder del grupo, único fallecido: son una mujer, la conocida con nombre de guerra Marie-Octobre, que daba nombre a la cédula resistente, y nueve varones, más una cocinera y asistenta que también entonces, en tiempos de la guerra, les prestaba servicios logísticos básicos.

Todos los miembros del grupo apenas se han visto en los quince años transcurridos excepto Marie-Octobre y el que sigue siendo el dueño de la mansión, que ocasionalmente trabajan juntos; el resto ha desarrollado profesiones bien distintas, desde carnicero a dueño de un cabaret, abogado penalista y para sorpresa de todos, el más guapo, el que era más ligón, convertido en sacerdote católico.

Cuando llega la hora del café, el huésped y dueño de la casa pide atención a lo que Marie-Octobre quiere comunicar a todos: hace unas semanas, en una feria, un alemán les comunicó que hubo un delator y que gracias a su traición pudieron saber que en esa misma sala donde están ahora se encontrarían hace justo quince años y por ello la Gestapo pudo acabar con su líder y su organización.

Y Marie-Octobre reclama justicia: quiere ajustar cuentas y que el traidor se presente.

Naturalmente en manos de Julien Duvivier lo que podría erigirse en un thriller ejemplar va mucho más allá y sin abandonar la tensión creada por la pretensión de la protagonista desarrolla unas relaciones humanas que parten de una amistad férrea necesaria para actuar conjuntamente como miembros de un grupo combativo bajo la dirección estratégica del líder ausente para ir trascendiendo lentamente las envidias, querencias, suspicacias, desconfianzas e incluso sospechas que albergaban en su momento todos entre sí y que de forma inexorable van alimentando rencores semi olvidados hasta compelerlos en acusaciones a gritos, conductas airadas, reconvirtiendo lo que se prometía como una cena de amigos en un ajuste de cuentas variadas hasta que la convocante, Marie-Octobre, reclama atención y asegura que nadie se va a ir a casa hasta que el traidor no sea hallado.

¿Y qué hacer con él una vez identificado? ¡Ajusticiarle! ¿Y quién se ocupará de ejercer de verdugo?

Duvivier, rehuyendo lo más fácil, ha montado una escenografía que se diría ideada por un productor deseoso de fastidiar al director de la película: si hay una tensión palpable y evidente entre todos los intérpretes y también son claras las ganas de algunos de largarse rápidamente, no hay ayuda alguna en el escenario para mantener esa sensación de claustrofobia que nos imprima tensión por unos límites físicos que coarten los movimientos de los personajes: al contrario: están en una verdadera mansión y la sala podría albergar un campo de baloncesto, con techos altos y grandes espacios entre el mobiliario, mesas, sofás y butacones de considerables dimensiones: Duvivier se complace en crear tensión simplemente con los movimientos de la cámara y su perfecto emplazamiento y la claustrofobia se hace poco a poco más oprimente pese, precisamente, a hallarse en un espacio enorme, porque la presión no está en el ambiente: está dentro de cada personaje.

Cada uno de los personajes tiene su momento de atención primordial de la cámara que Duvivier mueve con soltura usando la inmensa panoplia de planos a su alcance, que son todos: hay ahí un tipo que sabe lo que se hace y sabe lo que quiere mostrar y la mejor manera de conectar con el espectador y es muy capaz de alternar planos y situaciones desde la angustia y la convicción íntima al desaire humorístico provocado por el conocimiento perfecto de la inocencia inmaculada y precisamente la emergencia de la duda airada también sobre esa conciencia, que deberá ser admitida por todos, permite a Duvivier profundizar en la psicología de los tipos que no se reconocen después de tanto tiempo.

Uno a uno todos deberán explicar sus movimientos y sus posibles coartadas y hay un momento en que para salir del atolladero, alguien tiene una idea: votamos en secreto y ponemos el nombre del principal sospechoso. y ocho papeletas tienen apuntado el mismo nombre: ocho, porque el actual sacerdote se opone al ajuste de cuentas; pero Duvivier se guarda un as en la manga y viene a recordarnos que no siempre los votos de la mayoría llevan razón, que no hay bastante con votar, que en ocasiones como ésta, hay que probar lo que se vota. Duvivier juega magistralmente con las sospechas que recaerán sobre todos los personajes que vemos en pantalla porque de hecho lo que menos le interesa es el quién y el porqué, pues no en vano ha reclamado ayuda a su amigo dialoguista para conformar un grupo humano rico en sentimientos y experiencias vitales que se entreveía unido por una sólida amistad y se revela con sentimientos dispares, encontrados, capaces de una decisión que significaría tomar la justicia por su mano o por el contrario perdonar un grave pecado cometido tres lustros atrás o, quizás, dejar que sean las autoridades las que tomen cartas en el asunto.

Pero están todos encerrados y nadie, nadie de los que están en esa mansión se libra de la sospecha mientras Marie-Octobre reclama venganza.

Duvivier, como era de esperar, rechaza los trucos, los trampantojos de aficionados de tercera y únicamente se vale de una argucia que un ojo avisado reconocerá de inmediato, una triquiñuela que intenta llevar a los comparecientes a un estado límite, aunque realmente el verdadero truco empleado por Duvivier, una vez más, es el esmeradísimo cuidado en un guión que provee a los personajes de características propias, unos diálogos bien contruídos y unos intérpretes que cumplen perfectamente con el cometido encomendado: esos franceses de la época clásica del cine galo son una garantía para un director que sabe darles las instrucciones correctas y unos papeles que con toda seguridad desempeñaban con sumo agrado porque no se observa fisura en ninguno de ellos a pesar que por razones numéricas la mayoría queda en secundario: de lujo, eso sí. Al parecer, Duvivier les ayudó filmando la película en el orden en que se muestra en pantalla y nadie supo hasta el final quién era protagonista de la delación.

Dos años después de su estreno, Duvivier y sus colegas guionistas reconvirtieron el guión en una obra de teatro que se ha representado en diferentes temporadas en Francia.

En definitiva, una pieza imperdible del cine francés que hay que paladear en v.o.s.e. siempre que sea posible.



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dimecres, 26 de maig del 2021

Chafardeando, que es gerundio



Hace tres años aparecía en las estanterías de algunas librerías otra novela de relativo éxito comercial y escasa crítica literaria escrita por A.J. Finn que durante más de seiscientas páginas desgrana en ¡cien capítulos! lo que le ocurre a Anna Fox por distraer su agorafobia mirando por las ventanas de su enorme casa neoyorquina a sus vecinos de la mejor parte del barrio de Harlem, justo allí donde los edificios comprenden tres plantas con un terrado más un sótano, una edificación que se le hace insuficiente en su soledad autoimpuesta por causa de su dolencia psíquica y en su triste deambular por los ventanales y chafardear a su vecindario un buen día o quizás una tarde, tanto da, observa lo que le ha parecido unas lesiones mortales y desde el momento en que lo denuncia a la policía empieza un calvario para ella porque los vecinos implicados, los Russell, niegan la mayor: tanto Alistair como su esposa Jane y el hijo Ethan aseguran que no ha muerto nadie, a pesar que Anna está convencida que esa Jane que le presenta la policía no es la Jane que ella vió ser agredida y recaerán sobre ella toda clase de sospechas y suposiciones derivadas de su estado mental, las pastillas que toma y el consumo inadecuado de copitas de vino tinto.

Finn prepara el terreno insertando llamadas cinematográficas diversas empezando con el clásico de Hitchcock que ya comentamos aquí hace casi un año y lo primero que se le ocurre a uno es que Finn debería haber recordado que el clásico cinematográfico bebía de una fuente literaria muy superior, una novela de Cornell Woolrich capaz de atrapar el aliento del lector, sensación que no ocurre con la farragosa novela de A.J. Finn titulada The woman in the window (La mujer en la ventana) que se entretiene en párrafos y párrafos sin interés contruídos con una gramática simple falta de ritmo y por descontado elegancia, obligando al sufrido lector a practicar lo que algunos llaman "lectura transversal" -no sé si en plan de coña- que viene a significar que pasas velozmente de un capítulo al siguiente consciente que nada de interés se pierde en el ¡hale hop! de varias páginas y lo triste es que raramente se pierde detalle de interés, porque apenas hay alguno entre tantas páginas desechables.

Desde luego no se trata en absoluto de aquellas novelas de más de quinientas páginas que uno va leyendo y lamenta comprobar que ya queda poco para finalizar el texto porque en cada sesión te causa verdadero placer mental: llega un momento en que ya te importa poco lo que le está pasando a Anna y vas trampeando para darle finiquito y a otra cosa.

En éstas aparece el amigo Joe Wright (del cual hemos comentado dos películas suyas, Atonement [Expiación, 2007] y Hanna) y decide llevar a la pantalla la novela de Finn basándose en un guión de Tracy Letts (al que le tengo mucho respeto después de haber visto lo que alguien con manitas cinematográficas (William Friedkin) hizo apoyándose en su pieza teatral Killer Joe, que también vimos aquí) que, vista la película The Woman in the window (La mujer en la ventana, 2021) podemos asegurar que mejora sensiblemente la novela al recortar y desechar páginas enteras en aras a una necesaria brevedad para ajustarse a un metraje que aún así acabará haciéndose excesivo porque una vez más Joe Wright se nos muestra incapaz de mantener un ritmo adecuado a la narrativa literaria dejando en manos del guión la posible virtud del producto final olvidando que la cámara puede contar muchas cosas y se trata, precisamente, de contarlas con fluidez y de forma que el espectador se maraville y preste toda su atención a la pantalla.

Llegados a este punto cualquiera en mi situación admitiría que ha pecado de iluso y que una vez más a la tercera han vuelto a darme gato por liebre y van muchas ya y estoy casi convencido que jamás aprenderé a escamarme lo bastante para ahorrarme estos ratos de aburrimiento y lo peor, en este caso, es que vista la película se me ocurrió pedir prestada la novela más que nada por si allí había más miga, pero no.

Es cierto que Wright rueda la casona en la que reside Anna con cierta pericia pero le falta esa dosis subjetiva de prisión forzada que para ella significa no poder salir a la calle: esas puertas de acceso a la vía pública y a un sótano que llega a parecer una madriguera pública y la sensación que esa vivienda está al alcance de cualquiera con un simple destornillador producen una liviana sensación de peligro que se irá acentuando conforme pasan los minutos pero el discurso de la trama sigue la confusión tramposa de la novela y el espectador tiene siempre la sensación que, a diferencia del maestro Hitch, el amigo Wright se complace en ocultar elementos para acumularlos en la sorpresa final que posiblemente pretende impresionar al apático espectador y lo que realmente consigue es que exclame ¡por fin!¡ya era hora! dando carpetazo a una película que en otras manos más diestras podía mejorar sensiblemente un material escrito (me niego a adjetivarlo como literario por razones obvias) que contiene algunas ideas buenas pero mal desarrolladas en ambos casos.

Una lástima, porque Amy Adams bien dirigida es capaz de sacarle más jugo a un personaje complejo y Wright parece dejarla a su aire, tanto como destinar a meros comparsas, apenas secundarios, a Julianne Moore y Gary Oldman.

Eso sí: si han leído la novela y les ha gustado, puede que la película no les haga dormir. Ustedes sabrán.



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