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divendres, 30 d’abril del 2021

También un sheriff necesita ayuda





En algunas ocasiones el título de una película suscita curiosidad inmediata en el alma cinéfila que ha podido paladear diferentes clásicos porque apunta a situaciones conocidas que hemos podido gozar en versiones alejadas unas de otras tanto en los detalles que adornan la trama como en el planteamiento subyacente que nos muestra la intención clara del director apoyado en un guión de su preferencia.

Dentro del género del western no son pocas precisamente las piezas que nos muestran los avatares de un representante de la ley, de la máxima autoridad para ejercer la defensa de la ciudadanía, ante la inminente llegada a la ciudad, pueblo o villorrio de una banda de malhechores dispuestos a perpetrar alguna acción peligrosa para la paz social o incluso, simplemente, a liquidar al encargado de la paz y el orden cuando se obstina en el cumplimiento de las leyes.

No citaré ningún ejemplo porque todos conocemos alguno y porque me temo hasta ahora jamás me he detenido en ninguno, consciente que son archiconocidos, pero podría sugerir Solo ante el peligro (1952) y Río Bravo (1959) como dos ejemplos antagónicos [Infierno de cobardes (1973) no acaba de encajar y tiene otros aspectos debatibles] de la figura del sheriff que deberá afrontar la llegada de un grupo con intenciones aviesas y del comportamiento de sus conciudadanos ante la situación.

Hace unos meses comentamos La ciudad sin ley (1969) en la que se trata la relación dramática entre el sheriff y los ciudadanos que protege y se da la casualidad que en el mismo año el conocido cineasta Burt Kennedy se apoyaba en un guión de William Bowers para presentarnos una película titulada Support your local Sheriff (1969) como aprovechando un eslogan de unos años antes muy conocido en la sociedad estadounidense.

El reclamo de Burt Kennedy es efectivo porque sabemos que tiene oficio y que sin esperar maravillas, seguramente nos dará entretenimiento: en esta ocasión, sin embargo, ya desde los primeros minutos de un metraje clásico (92 minutos sabrosos) percibimos que hay lo que podríamos denominar "animus iocandi" en su más digna expresión o sea que la cosa va de parodia pero con "finezza"; vamos, que a la chita callando, se burla de los clásicos sin alardes, como quien no quiere la cosa, como si fuese una patochada, pero no.

El guión de Bowers es muy bueno y sus diálogos hay que escucharlos detenidamente porque nos sitúan en ocasiones de media sonrisa cuando no carcajada por la surrealista situación, principalmente jugando con la astucia de un protagonista aventajado tanto en lo que hace al dominio del revólver como a la anticipación mental sobre un grupo de gentes de todo pelaje y condición, grupo humano que constituye un mosaico muy conocido ya en el paisanaje humano que suele poblar esas aldeas del western que hemos visto mil veces, sólo que de la mano de Bowers el taimado Kennedy se aleja un poco de la acción que domina para mostrarnos una psicología ridícula llena de humorismo.

Baste comprobar la imagen del cartel para entender que ése Sheriff es un espabilado capaz de convencer a un agresor que poniendo el dedo en el cañón del revólver causará un retroceso mortal para el que empuña el arma y a partir de ahí las situaciones, parejas, podrían tildarse de increíbles si no fuese porque el guión y la buena mano del director las atan bien atadas y además nos llegan servidas por un elenco estupendo encabezado por James Gardner y Joan Hackett, él muy convincente como tipo que pasaba por allí camino de Australia y ella absolutamente deliciosa y provista de una vis cómica que ya quisieran muchas actrices con un punto feminista de determinación hasta que se sale con la suya.

Completan el reparto Walter Brennan, Harry Morgan, Bruce Dern y el inolvidable Jack Elam, todos ellos dando una vuelta de tuerca a unos prototipos que se sabían de memoria ejecutando una presentación que sabe mezclar una trama clásica con una mirada jocosa sin faltar al respeto, dotada de una amabilidad visual y unas escenas que huyendo del drama como de la peste, nos harán sonreír y según cómo, dar carcajadas porque todos, absolutamente, se toman el humor como lo que es, cosa muy seria, y por lo tanto logran su cometido. Y Kennedy mantiene el ritmo perfectamente sin decaer ni un sólo instante, sin escenas vacías de contenido ni intentos vanos de quedarse con el espectador: al grano, con mucha eficacia.

El saber mantener la apariencia de una trama seria es una virtud difícil porque caer en la burla fácil era lo más sencillo, pero Kennedy se mantiene en unas formas que conoce a la perfección para contar una vez más las aventuras de un policía en aprietos con la particularidad que ni siquiera ese protagonista desea aplicar la violencia cuando prefiere dominar la situación gracias a una agilidad mental que le hace contemplar a sus congéneres como si fuesen párvulos y lejos del drama y la tragedia inherentes a la violencia, en esta película la comedia resulta catártica por el humor desplegado con inmediatos efectos desmitificadores, lo que de alguna forma la alinea con toda una serie de westerns de finales de los sesenta del siglo pasado que fueron contemplados como un adiós al género que todavía perdura, medio siglo después.

Como pieza insólita que es diría que es imperdible para cualquier amante del cine y del western en particular y se puede recomendar advirtiendo que el humor que gasta no es ni chapucero ni basto ni insultante: es esa clase de humor que señala pero no hiere; ese humor que no llega a zaherir ni molestar. No se la pierdan, si tienen la oportunidad.

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divendres, 23 d’abril del 2021

Frances ataca de nuevo



Son muy variadas las ocurrencias que a uno le sugiere el visionado de la película Nomadland que está a punto de recibir por lo menos dos premios oscar (así en minúsculas como le corresponde) uno a la mejor actriz, Frances McDormand y otro a la misma Frances como partícipe de la producción de la mejor película:

La primera ocurrencia es que no merece premio alguno y que las nominaciones recibidas, a las que hay que añadir mejor dirección de Chloé Zhao, mejor guión adaptado, la misma Zhao, mejor montaje, otra vez Zhao y fotografía, Joshua James Richards, son en realidad una tomadura de pelo o quizás la constatación que justifican que esos premios se escriban en minúsculas, cada vez a un nivel más bajo en lo que se refiere al arte cinematográfico que se supone es lo que van a resaltar.

La segunda ocurrencia es imaginar al otro intérprete profesional, David Strathaim, tomándose una refrescante jarra de cerveza en compañía de su buen amigo John Sayles contemplando una bonita puesta de sol y diciéndole a su colega: Juanito, tío, ¿te acuerdas de esa película que te dije iba a rodar junto a la Frances, que ella misma producía? ¡Pues ojalá la hubieses escrito y dirigido tú, chaval, porque me parece que no ha salido como yo esperaba.

Aparte: si no han visto o leído referencias a las películas de John Sayles, aquí tienen muy cercanas referencias. Basta que escriban Sayles y le den al botón de busca.

La tercera ocurrencia se relaciona con el mito del buen salvaje, una de cuyas formulaciones más conocidas es la que pergeñó Jean Jaques Rousseau y que sin entrar en profundidades filosóficas es entendida básicamente como la expresión de la bondad natural de la especie humana y el abandono de esa libertad en ciertos aspectos para poder vivir en paz con los vecinos.

Da la sensación que el guión de Zhao parte de la búsqueda del individuo de una libertad que le ha sido privada por unas razones u otras: su protagonista, Fern (Frances McDormand saliendo en casi todos los fotogramas con la misma mueca impávida en el rostro) reacciona huyendo al desastre económico y personal que se nos relata en el inicio: quedó viuda y el pueblo donde residía desaparece al cerrarse la empresa que promovió el nacimiento del asentamiento: adapta una furgoneta como vivienda y toma las de villadiego y en el camino conocerá un montón de gentes como ella que no pueden adaptarse a convivir con otros asumiendo ninguna obligación personal, que necesitan vivir a su aire, sin que ello signifique que renuncien a la solidaridad circunstancial y momentánea, pero siempre sin ataduras.

El título de la película es engañoso porque Nomadland significa tierra de nómadas y esas gentes que vemos (todos verdaderos nómadas, ninguno actor de profesión) se mueven de forma circular transitando por los grandes espacios de los Estados Unidos de Norteamérica, esos desiertos tan cinematográficos que cruzan para ir de un almacén de Amazon en las fiestas navideñas al parque temático de dinosaurios en verano y vuelta a lo mismo trabajando en lo que sale para sobrevivir: no son pedigüeños, algunos son pensionistas jubilados, ninguno puede estarse quieto mucho tiempo en el mismo lugar: tienen mal asiento.

La cuarta ocurrencia es que Zhao pretende vendernos un gato por liebre: en el propio guión hay detalles que chocan contra esa propuesta teóricamente anti sistema, esa pretendida búsqueda de la libertad personal fuera de un capitalismo atroz que lo mismo funda un pueblo que lo deja vacío de sostén económico, ese deambular vital en busca de una vuelta a la naturaleza solitaria de los grandes espacios: hay un momento en el que un personaje asegura que todos esos viajeros a ninguna parte que se en realidad se mueven de forma cíclica vienen a ser como los pioneros del lejano oeste y fue oir esa afirmación y constatar que en toda la película no aparece ningún americano autóctono por generaciones y tampoco ningún negro dignos de mención y los que toman la palabra con grandilocuentes frases vienen a ser físicamente herederos de los que se aventuraron en tierras inhóspitas habitadas por los naturales del país: ese grupo está formado por un montón de inadaptados que rechazan la sociedad pero que en cuanto tienen unos retortijones acuden a la sanidad que pagan los que están cediendo parte de su libertad para obtener cobijo y trabajan y pagan sus impuestos; y cuando necesitan reparar una furgoneta reclaman, exigen, un préstamo de los parientes, asegurando que lo devolverán, porque, agárrense bien, pronto llegarán las navidades y ganarán buenos dineritos en Amazon.(Para mí que huele a propaganda, a un "emplacement" digno de formar parte de la historia de la desvergüenza)

Uno tiene la sensación que a todas esas gentes la calificación de nómadas no se les ajusta más que por el hecho que llevan su casa a cuestas, pero el grupo no se comprende como tal porque ni siquiera existe una unión entre ellos más que ocasional cuando coinciden en algún lugar y desde luego no parecen motivados por un rechazo total a la sociedad capitalista de la que todos proceden y a la que vuelven con prontitud para hacer caja y poder seguir deambulando a su libre albedrío sin ataduras: llevado a un extremo, diríase que más que nómadas son progres de paseo, pero desde luego no hay en el guión asomo alguno de crítica a la sociedad capitalista y esto sí que me sorprendió porque las voces propagandísticas así apuntan en su mayoría.

En lo que hace al aspecto visual y cinematográfico, no hay nada remarcable ni digno de mención: fotografiar bellos paisajes no tiene mucho secreto para alguien con un poco de experiencia y habida cuenta que la propia Zhao se hace responsable del montaje habría que decirse que se olvidó de las tijeras y nos suelta un metraje excesivo a todas luces lo que comporta, además, un falta de ritmo exasperante, una falsa morosidad que no lleva a ninguna parte más allá del aburrimiento mortal del espectador, ausente como se halla de excusa alguna para interesarse ya que el estatismo inane de la protagonista y la escasa calidad de los diálogos nos hurtan toda posibilidad de emocionarnos.

Una castaña en toda regla, vaya. Le darán los premios señalados, eso sí, pero es una castaña, así que quizás sea mejor ahorrársela y ver cualquier película de John Sayles, por ejemplo.



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dimecres, 21 d’abril del 2021

El padre





Ha pasado un lustro desde que se estrenara en nuestras latitudes la obra de teatro escrita por Florian Zeller, dramaturgo francés -parisino por más señas- que triunfó allí donde fué representada y siempre con un común denominador: el protagonista, un padre octogenario, era representado por actores de primera fila que en todos los escenarios conseguían arrebatar el ánimo de los espectadores y arrancarles sentidos vítores y aplausos al final de la función.

Seguramente, Florian Zeller, escamado por el escaso resultado obtenido por alguna que otra traslación de piezas dramáticas suyas al cine, decidió que sería él mismo el que se ocupara de dirigir la película The Father que al cabo de cinco años iba a permitirnos a todos conocer de primera mano el porqué del éxito en las tablas y seguramente, también, Anthony Hopkins no dudó ni un instante en aceptar la posibilidad de ocuparse de ése protagonista tan bien escrito, un verdadero bombón para un comediante en edad provecta sin merma de facultades histriónicas.

Ese padre tiene una hija, Anna, y también podríamos asegurar que Olivia Colman ni siquiera tuvo tiempo de pestañear antes de aceptar el papel, un regalo para una actriz veterana que tiene la oportunidad de lucirse junto a un más que experimentado protagonista en una trama intimista muy bien dialogada.

No había transcurrido ni un tercio del metraje (noventa minutos escasos en total) cuando este comentarista se dijo a sí mismo: "esto es una obra de teatro".

Porque no había tomado referencia alguna y ni me acordaba ya del éxito que tuvo en España Héctor Alterio llevando por todas las partes la función de Zeller.

A la media hora, el lastre teatral se hacía muy evidente. Quienes han leído alguna reseña anteriormente en este bloc, saben que me declaro teatrero pero también que considero al cine como un arte perfectamente distinto y que no siempre las obras de teatro funcionan en el cine, por buenas que sean, porque el lenguaje es distinto. Muy distinto.

A pesar que Zeller tiene buenos detalles cinematográficos (el uso del sonido, por ejemplo, esas melodías que sólo oímos cuando el protagonista las escucha en sus auriculares) y que la fotografía encomendada al experimentado Ben Smithard resulta eficaz y oportuna, el relato de los acontecimientos no funciona igual en el cine que supongo lo hacía en la escena teatral, precisamente porque en el teatro hay un espacio físico común entre el espectador y los personajes y en el cine la mentira del objetivo distorsiona y llega a confundir y uno en ocasiones no acaba de saber si lo que ve es una ensoñación, un delirio, un mal recuerdo o qué, porque los trucos escenográficos teatrales no funcionan en el cine, mucho más poderoso y sugerente a la vez que creíble.

Todo más o menos llega a entenderse al finalizar el relato, pero el discurso durante el desarrollo no acaba de funcionar como debiera.

Por otra parte, a diferencia de lo que puede ocurrir en las tablas, en las que la imaginación del espectador producirá sin duda un entendimiento subjetivo importante en el aprecio del fondo de la cuestión, el continente que observamos en la película probablemente causará en muchos espectadores un alejamiento, una falta de identificación imposible porque lo que se nos presenta es en todo caso, un problema de lo que los británicos -como esa familia londinense que vemos en pantalla- llaman "upper class" con posibilidades de vivir en lo que los estadounidenses llaman un "flat" (clarísimo guiño al público del otro lado del atlántico) y acabar sus días en una residencia en medio del bosque, circunstancias que reducen mucho las posibilidades de identificación. Esto en la típica comedia clásica como High Society no causa el mismo efecto porque nadie pretende identificarse realmente, sino reírse.

El drama es otra cosa y aunque Florian Zeller siempre ha manifestado que El padre es una farsa trágica, esa tragedia de un pobre ricachón en unos tiempos como los que vivimos en los que las diferencias sociales se están situando en niveles éticamente inasumibles, no diría que es una broma de mal gusto pero sí desde luego una presentación que tan sólo representa a un pequeño grupo de espectadores. Muy pequeño. Y por añadidura, en lo que se refiere al padecimiento de una enfermedad tan terrible como el alzheimer, tanto para quien la sufre como para los que aman al enfermo, queda un tanto descafeinado, en agua de borrajas, siendo como es difícilmente soportable.

El mejor atractivo de esta película es el reparto: Hopkins y Colman están de fábula (hay que ver esta película en versión original, evidentemente) y los acompañantes también están magníficos y no me importaría ver la función teatral que todos ellos serían capaces de ofrecernos: seguro que disfrutaría más que con la película.

Puede que no sea tan buena como nos han vendido en la mercadotecnia, pero tampoco es tan mala que cualquier alma cinéfila pueda perdérsela así como así. Véanla, si pueden.



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