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dimecres, 28 de juny del 2023

Un coche, tres historias.



De pura casualidad me detengo hoy, día de celebración del orgullo lgtbi, en una pieza que debe mucho al fecundo escritor Terence Rattigan que ya ha aparecido por aquí en alguna que otra ocasión lo que no resulta sorprendente porque mi querencia por los buenos textos y más por lo que son llevados al cine forzosamente debe contar con la presencia de un literato que aparte de dejar interesantísima obra para lectura y teatro nos deja guiones que tampoco tienen desperdicio y es el caso que la película The Yellow Rolls-Royce (El Rolls-royce amarillo, 1964), sin ser ninguna maravilla especial, sí puedo catalogarla como imperdible para el cinéfilo que nunca ha podido verla y quizás tampoco tenga conocimiento de su existencia, pues por diversos motivos puede resultar de su interés:

Es la última película dirigida por Anthony Asquith, director británico que ya hemos visto también en alguna ocasión, muy capaz de ofrecernos trabajos sólidos tanto en la comedia como en el drama, siempre muy atento a obtener de su elenco lo mejor de cada uno y, en la mejor tradición británica, vigilante de los trabajos de directores artísticos, de vestuario y, naturalmente, de iluminación, a la par que sagaz trasladador a la pantalla de un guión que merezca su total atención.

Rattigan se luce como guionista único (por suerte) creando de la nada tres aventuras de corte digamos que romántico con un nexo de unión mecánico que resultará útil e imbatible hasta extremos a priori impensables, lo que en momentos actuales podría considerarse como un abuso de emplazamiento publicitario excesivo pero que a mediados del siglo pasado resulta absolutamente imaginativo e innecesario para la marca automovilística que entonces no necesitaba publicidad alguna por exceso de demanda.

No entremos en detalles que perturben el plácido seguimiento de la trama, pero apuntemos simplemente que el protagonista de la película, un espléndido Rolls-Royce Phantom pintado para la ocasión de amarillo circulará primero en ambientes aristocráticos al servicio de un ministro de la Reina, luego circulará por la Italia de Mussolini al servicio de un mafioso estadounidense y su querida novia, y acabará conducido por una aguerrida millonaria estadounidense por los caminos boscosos de una Yugoslavia en peligro, y siempre, en todo momento, ese magnífico vehículo servirá para algo más que como medio de desplazamiento.

Sin querer hacer mucha sangre Rattigan dispara con atino empezando de forma brillante la trama con un retrato bastante descarnado a la par que jocoso de la clase alta británica con unos hechos tan significativos como hilarantes: el Marqués de Frinton, ocupado en el ministerio de asuntos exteriores, observa el flamante Rolls-Royce amarillo, una novedad, y entra en la tienda muy decidido: sin mediar palabra, abre el portón y se sienta comprobando que la licorera es muy fea y que el teléfono para hablar con el chófer no está del lado que le gusta a su esposa; por lo demás, ante el asombro del joven vendedor que intenta convencerle de las bondades del nuevo motor (¿no es un Rolls?¡Seguro que funciona!) le exige al propietario del concesionario que lo quiera para esa misma tarde, pero con otra licorera y el teléfono en el otro lado, asintiendo el dueño de la tienda, asegurando que arreglarán el asiento, pues tienen las medidas de las piernas de la Marquesa, faltaría más. El Marqués necesita el coche para regalo a su esposa, pues dos días atrás fue su aniversario y él, ay, se olvidó.

La escena causa risa superficial pero sin duda alberga una idea maliciosa que luego prosigue sin misericordia y en los restantes dos episodios aunque el nivel de acidez no es semejante, Rattigan no deja de insertar puyas por doquier, lo que requiere la atención del espectador que afortunadamente cuenta con la expertísima colaboración de Asquith quien refuerza con la cámara y con el trabajo de sus intérpretes un guión que no tiene desperdicio.

El conjunto permanece como otro ejemplo más de la acertada decisión de la industria cinematográfica del siglo pasado de combatir la existencia de la televisión mediante películas con fotografía panorámica, productos bien vestidos y ambientados, historias capaces de mantener la atención del respetable público y un ramillete de intérpretes de primera categoría:¿quien podía sustraerse en 1964 al reclamo de Ingrid Bergman, Rex Harrison, Jeanne Moreau, Shirley MacLaine, Omar Shariff y Alain Delon, éste como irresistible "latin lover"?

Desde luego no es una obra maestra, pero sin duda si se ponen a verla el sábado después del almuerzo, no harán la siesta, porque las tres historias, breves y muy bien escritas, no dejan de tener cierta incertidumbre que engancha la atención.


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