Estamos tan acostumbrados a sentarnos en la butaca a oscuras y recibir de inmediato destellos luminosos y ruidos y estruendos y síncopes visuales que enfrentarnos a una narración pausada, ágil, comedida, plácida, acaba por convencernos que nos hallamos ante un producto más propio de la pantalla televisiva familiar que de una sala de cine y caemos en el error de catalogar una pieza donde no le toca.
Luego, cuando el cinéfilo rumiante va machacando los recuerdos de lo visto empieza a hallar sabores inesperados y como ocurre con las películas de corte clásico bien hechas, se da cuenta que el taimado director ha aderezado muy bien el plato presentado y aparecen en la memoria detalles que confirman nuevos aspectos de una trama teóricamente predeterminada a cuya apariencia ayuda no poco el título elegido para la exhibición.
Mike Binder ejerce como guionista y director a un tiempo lo que produce en el desconfiado cinéfilo un temor demasiadas ocasiones confirmado: la demostración que el juanpalomismo (de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como) existe y causa estragos, temor a desechar de inmediato en el caso que nos ocupa porque el bueno de Binder se aplica mucho para acercarse a la autoría real: podemos afirmar que trabaja a conciencia la trama ideada, que los diálogos son bastante buenos y que además sabe dirigir la película, eso tan aparentemente sencillo que significa que con su cámara nos cuenta cosas.
Ahí es nada.
No obstante, Binder actúa como un pillo porque se acoge a un título a todas luces engañoso: Black or White (2014) desprende una sensación errónea simulando una propuesta plebiscitaria, una elección forzosa entre dos conceptos claramente antagónicos, simples incluso en su apariencia cromática: el traductor de títulos al castellano rechaza la imposición y se decanta por Lo mejor para ella ofreciendo una alternativa a mi entender demasiado blanda y acomodaticia aunque más cercana a la realidad, sin que dicha cercanía sea deseable, como ocurrió con Rosemary's Baby.
Si seguimos el itinerario señalado por el título original probablemente esperaremos hallar una película que nos hable de la problemática racial en los E.E.U.U. y acabaremos por encontrar una trama que no la muestra como suponíamos: tengo para mí que el título se aprovecha del tirón mediático pero Binder trasciende y amplía considerablemente la propuesta ideológica y ofrece mucha más materia de la que vemos en primer término.
Hagamos un alto para una somera sinopsis: Elliot Anderson (Kevin Costner, fantástico) acaba de enviudar y se hace cargo del cuidado de su nieta Eloise (Jillian Estell, perfecta), de siete años, que lleva viviendo con él desde que nació (su madre falleció en el parto y su padre está en presidio) y en el mismo momento de celebrar el funeral en su casa después del sepelio de su esposa, la abuela paterna, Rowena "Wewe" Jeffers (Octavia Spencer, fantástica), le da un beso en la mejilla y le dice que lo mejor para la niña sería irse a vivir con su abuela, porque con el abuelo no es lo mismo, y que tiene una amplia familia.
El añadido es que Wewe es negra, Elliot es blanco y Eloise, claro, es una dulce y guapa niña mulata.
Elliot dice que nones y Wewe se va contrariada asegurando que eso no va a quedar así.
Y Elliot, automáticamente, se saca un pañuelo del bolsillo y se quita el carmín que en la mejilla le ha dejado Wewe.
Porque sabe que le ha dejado carmín en la mejilla. Porque lo hace siempre. Hay una costumbre pacífica en el gesto. Una normalidad.
Binder, como decimos por aquí, no da puntada sin hilo: los diálogos de su guión están depurados para acercarse a una realidad cotidiana expresando ideas y sentimientos huyendo de la ramplonería simplista que se aboca al uso de palabrotas: cuando Rick, socio y amigo de Elliot comparece en el hospital, recién notificado el deceso, actúa como lo haría cualquier buen amigo: ofreciéndose y sintiéndose incapaz de consolar por la gran pena presente y lo manifiesta sin necesidad de tacos e incluso, para lo acostumbrado en el mundo anglosajón, físicamente, con un sentido abrazo.
Al aparecer el padre de la niña, Reggie (André Holland), súbitamente liberado, la cosa se complica y más aún cuando se cierne la amenaza de un pleito.
El seguimiento del proceso tendrá sus particularidades, notables en cualquier caso para una sociedad que acostumbra a judicializar en exceso sus relaciones casi mostrándose incapaz de solventar por sí mismos sus problemas con un buen arreglo.
Binder no focaliza la atención en la acción judicial, que se desarrollará a lo largo del metraje (dos horas) y llegará a una conclusión difícil de evaluar sin considerar todos los aspectos que el astuto director y guionista nos va plantando uno tras otro de forma muy cinematográfica, sin apenas diálogos, únicamente con gestos y actitudes y el uso de una caligrafía cinematográfica sólida y económica, adecuada y mantenida en el ritmo, sin enfatizar especialmente nada, como pretendiendo que las señales, los signos de su narración, afloren en el recuerdo del conjunto.
Los caracteres pergeñados por Binder revisten una riqueza psicológica que les aleja de los meros prototipos tanto como del maniqueísmo presente en productos de baja calidad: Elliot es un dipsómano creciente desde su viudez y frente al peligro de perder su nieta; Reggie es un adicto al crack capaz de mentir a todos; el primero odia al otro porque le considera causante indirecto de la muerte de su niña (a la que recuerda más que a su propia esposa, lo que refuerza el poder del afecto paterno) y Reggie miente incluso a su madre, Wewe, mujer de negocios que con su esfuerzo ha conseguido poseer dos casas, una frente a otra, donde vive toda su numerosa familia, la mayoría a su costa.
Pero cuando Elliot va a casa de Wewe y se hace acompañar como chófer por Duvan, africano inmigrante que trabaja mucho y tiene varios títulos académicos (es el profesor particular de matemáticas y de piano de Eloise), entra en el lugar como pedro por su casa y lo presenta, jocosamente, como ¡su guardaespaldas! mientras abraza, uno tras otro, a los parientes de su nieta.
Más tarde irá a buscar a su niñita porque el padre se la llevó mediante engaño y, sin alterarse al ver a Eloise tocando el piano con sus primos, en una improvisada jamm session, con la abuela Wewe rezumando alegría, va a por Reggie y le espera en la puerta de atrás porque sabe que saldrá por allí.
Después de unos manotazos y empujones, Elliot, antes de irse, recoge los cubos de basura que se vuelcan en la refriega. Un detalle que no puede, no debe, pasar desapercibido.
Binder pues se sirve muy bien de la cámara para ir contando una historia nada lineal, compleja como lo es la realidad de unas gentes que tienen aciertos y errores sin que ni el odio ni la mala fe empañen una relación que se mueve por derroteros distintos a los planteados a priori, con unos afectos y rencores que, como en la vida, se van modulando, muy lejos de los extremos, en la gran zona de cientos de grises que florecen a cada hora de las veinticuatro que cuenta un día.
Ambos abuelos desean lo mejor para la niña pero cada uno lo hará desde una perspectiva que contiene razones pendientes de la propia satisfacción, sin tenerla mucho en cuenta: Elliot, que es un abogado adinerado, por una parte ansía una sustitución de su fallecida hija al tiempo que pretende alejar a la nieta de la perjudicial influencia de su padre, Reggie : de hecho, la oveja negra de su familia. Porque Wewe, que se ha hecho a sí misma, es una férrea mujer de negocios que mantiene a un grupo de zánganos que siquiera la ayudan y se lamenta de no haber educado bien a Reggie: pero en el fondo, subyace el convencimiento que, fallecida la abuela materna, corresponde a la abuela paterna criar a la niña, con el añadido de crecer con su numerosa familia.
Pero lejos de las típicas películas de pleitos similares, Binder aboga por un alejamiento de las instancias oficiales y completa con retazos vitales el curso de los acontecimientos en los que se ven involucrados unos personajes que, realmente, se aprecian. Aunque sea en el fondo: son la familia de Eloise: son familia.
Esta riqueza de los personajes la puede mostrar Binder gracias al elenco escogido con muy buen tino porque todos realizan un trabajo elogiable, comedido y sobrio sin exagerar más de lo que haría el personaje en cada momento, lo que permite suponer que, además de notable guionista y director de cine, Binder sabe dirigir a sus actores: los múltiples detalles, nimios, que acaban conformando una personalidad, no serían posibles sin el ojo avizor de quien demuestra claramente saber llevar las riendas de un carruaje que esperábamos trazara una línea clara y acaba dejando varias huellas a seguir, quedando, por supuesto, a un nivel muy superior a la típica telecomedia familiar al uso.
En definitiva, una película imperdible para el aficionado a tramas bien urdidas, sólidas, en torno a personajes muy reales: un plato para paladares educados acostumbrados a gozar de los matices.
Quien no haya visto la película, cuídese de los comentarios: algunos contienen spoilers
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Dando tumbos por la red, buscando otra cosa, hace unas semanas me dí de bruces con esta imagen que de inmediato cautivó mi atención.
Le veía algo especial: algo que no acaba de entender hasta que, nueva búsqueda mediante, ésta ya centrada en la imagen, conseguí verla a un tamaño más razonable y entonces lo que parecía una intuición se confirmó, contemplando un diseño gráfico que por fuerza debería tener alguna explicación, algún origen.
Veámosla a tamaño más grande: casi parece un acertijo, ¿verdad?. Llama la atención. Miradla tranquilamente.
Curioso por naturaleza, quise saber de dónde venía y como dice el refrán, quien la sigue y la persigue, al fin la consigue:
Veamos el terceto protagonista.
Supongo que el sencillo acertijo ofrecido como reclamo ya habrá sido resuelto en el acto y, si no fuese así, basta con detener el puntero del ratón sobe la imagen para leer, abajo, el título descriptivo de cada cartel.
Porque son carteles publicitarios de promoción de una campaña de Colsubsidio destinada a promover el intercambio de libros.
La campaña "Vienes con una historia y te vas con otra" intentaba que los colombianos se acercaran a las Bibliotecas Colsubsidio con un libro leído para llevarse otro de su elección, dejado por algún lector.
El trabajo fue encomendado a la compañía publicitaria de Bogotá Lowe SSP3 que por su trabajo obtuvo en el Festival de Publicidad de Cannes de 2012 el León de Bronce
Posteriormente hicieron una nueva campaña con la misma técnica y otras piezas, pero el trío que hemos visto fue la constatación que la publicidad, a veces, no es únicamente comercial y sirve perfectamente para extender una buena idea.
(Lo que no acabo de comprender es lo arduo que resultó hallar los carteles con la frase escrita en castellano.)
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En una entrevista realizada telefónicamente por Luis Martínez y publicada en el diario el Mundo que puede leerse en este enlace, la legendaria actriz, que puede presumir de una filmografía variada e interesante, dos de cuyos títulos, La calumnia y Dos en el balancín ya comentamos extensamente hace tiempo, suelta una frase que, viniendo de alguien que conoce como pocos las entrañas del cine por haber trabajado con grandes productores y grandísimos directores, quizá habría que tener en cuenta:
L.M.: Puede ser más explícita sobre cuánto y cómo ha cambiado Hollywood desde los 50 a ahora?
S.M.: No sé si vamos a tener tanto tiempo, pero resumiendo le diré que la única preocupación de Hollywood ahora son las franquicias y los superhéroes. ¿Cuántas películas de Spiderman, Los Vengadores o Superman se pueden hacer? Hollywood ahora es una actividad empresarial más en manos de grandes corporaciones. Han desaparecido los productores que sabían de cine y hacían películas valientes; más preocupados por el poder de la imaginación que por cuánto dinero podían ganar.
Para que luego a algunos cinéfagos nos llamen recalcitrantes.....
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Cuando hace ocho años inicié el camino que me ha traído hasta aquí lo hice en la intención de poder volcar blanco sobre negro las impresiones que el cine, principalmente, me provoca: y pensaba únicamente en buenas películas: luego vinieron los estrenos, las actualidades y con ellas las decepciones, el hastío y las pocas ganas de escribir sobre algo que no acaba de enganchar el ánimo.
Por eso y por otras razones estas páginas se han visto aletargadas y me duele, ciertamente, porque la pulsión por escribir -por lo menos intentarlo- no es, evidentemente, sujeto de dominio fácil y la dejadez comporta una sensación de vacío melancólica.
Aunque no sé porqué habría de decirlo quedando como arrogante, cuando prácticamente quienes por aquí circulan saben por lo menos tanto y seguramente más que yo mismo de la cuestión.
Vayamos pues al grano y centrémonos en la propuesta de ideas a considerar en torno a una película que he visto en dos ocasiones únicamente, la postrera hace muy poco por fortuna en v.o.s.e. y la primera hace muchos años, juraría que a primeros de los setenta en una sesión noctámbula del UHF aunque no pondría la mano en el fuego si me aseguraran que la vi en un cine de estreno, porque, amigos, tardó en estrenarse en España la friolera de ¡veintitrés años!.
Brief Encounter es una película que David Lean estrenó en Gran Bretaña en 1945 y no fue sino hasta 1968 que se estrenó en España con el correcto título de Breve Encuentro. Nos pilló el estreno un poco fuera de marco, sin duda, peor en los madriles que aguardaron unas semanas quizás por ver qué pasaba en la entonces menos pazguata cartelera barcelonesa.
Muchos temas afloran en una consideración de la película y empezaré por el más íntimo y tonto: durante años, prácticamente hasta que pude corroborarlo a través de internet, me juraba a mí mismo que la magistral actriz que protagoniza la cinta no era otra que Wendy Hiller y así vacilaba de cinefilia cuando veía a Wendy en, por ejemplo, Elephant Man. Quede claro que Dame Hiller no comparece en esta película que descansa principalmente en los delicados pero firmes hombros de Celia Johnson quien poco o nada tiene que envidiar a la erróneamente citada que aparece únicamente como auto castigo a mi propia ignorancia.
Lamento no recordar cuando vi la película en la primera ocasión, porque fue cuando constaté que las películas románticas también podían ser muy buenas y desde entonces incluso empecé a contemplar los ciclos de Douglas Sirk de otro modo. Me dejó una impresión honda (y como he confesado, poco minuciosa) al punto que, habiendo existido ocasiones de verla nuevamente en la televisión, nunca quise repetir, por no hallar un declive. Ha sido hace muy poco, gracias a la fortuna, que he podido verla en versión original y ante esa posibilidad no había excusa.
Hay un dato objetivo que arroja alguna perspectiva quizás no tenida en cuenta por quien ve la cinta de Lean en este siglo sin un bagaje previo: Breve Encuentro es la cuarta película dirigida por el entonces joven David Lean que estaba tutelado por Noël Coward quien codirigió la primera película de Lean e intervino de una forma u otra en las siguientes, incluyendo la que estamos tratando hoy.
Brief Encounter es un guión pergeñado por Noël Coward basándose una pieza de un sólo acto titulada Still Life (que no he podido encontrar gracias a la abundante desinformación que vierten los buscadores) que el muy británico autor escribió en 1936 cuando con Gertrude Lawrence decidieron irse a las tablas londinenses a presentar el espectáculo teatral con el que triunfaron en Broadway, "Tonight at 8:30", compendio de diferentes piezas cortas, algo que alguien hubiera debido (¿quizás lo hicieron?) filmar para la posteridad.
Recordemos que en Broadway, en los treinta del siglo pasado, Noël Coward triunfó con Design for Living, llevada al cine por el maestro Lubitsch, como ya vimos aquí en su momento. La película de Lubitsch, de 1933, se estrenó de casualidad en España en 1934, pero pasado 1940 desapareció del mapa, tanto aquí (que no volvió a estrenarse en cine) como en el resto del mundo "civilizado".
Hay datos objetivos a tener en cuenta: en 1945, en la Gran Bretaña, a los tipos como Noël Coward, los metían en la cárcel con bastante facilidad: que se lo pregunten a Alan Turing, protagonista que ha sido hace poco de una película a reseñar.
El usual tratamiento libre de las relaciones emocionales entre las personas de que hizo gala Noël Coward en los escenarios neoyorquinos en la era pre-macarthy desaparece como por ensalmo en la breve Still Life de la que su autor siempre se sintió muy orgulloso, aunque hay quien asegura que no había para tanto. Habría que leerla, por lo menos, de poderse.
Lo que sí está claro es que en 1945 el nombre de Noël Coward era ya muy conocido y gozaba de una solvencia que David Lean se estaba trabajando y ello se apunta únicamente porque es de ver que en los posters de la época del estreno aparece resaltado el nombre Noël Coward y en los carteles más recientes ha desaparecido por completo, incidiendo de forma errónea en el aprecio de la autoría de la película por el espectador no avisado, que pensará en Lean como máximo responsable, no siendo exacto.
Porque amén de comparecer como guionista de su propia pieza teatral, Noël Coward interviene como productor, en una época, no lo olvidemos, que los productores tenían mucha importancia en el resultado final, en lo que acabamos viendo en pantalla. Como productor, están en su cajón de premios la elección de la banda sonora, el Concierto para piano II de Rachmaninoff interpretado por Eileen Joyce y el haber convencido a Celia Johnson para que interpretara a la protagonista Laura: la actriz, poco inclinada a los rodajes, cedió a la invitación del escritor cuando éste le leyó el guión y, cabe suponer, le empezó a sugerir formas de afrontar la interpretación.
La trama se puede explicar, supongo, porque será conocida: una mujer (casada y con dos hijos) conoce casualmente a un hombre, médico, al asistirla éste cuando una brizna de hollín del tren se aloja en el ojo de ella, causándole molestias, de las que el facultativo la libera fácilmente: él también está casado y tiene tres hijos. A partir de ahí, una vez a la semana, cuando ella va a la ciudad a solazarse y a comprar lo que no halla donde vive, coinciden en el bareto de la estación. Y hacen planes de comer juntos y de ir luego al cine y de darse un garbeo por la campiña inglesa y....
Esa sinopsis, en manos de un tipo capaz de escribir Design for Living una década antes, ahora nos chirría terriblemente.
Debemos situarnos históricamente en la Inglaterra de 1945, un paso atrás muy grande en comparación con las libertades de los treinta iniciales neoyorquinos, parejo, en fin, a la censura imperante en casi todo el mundo "civilizado", para comprender que Coward no tenía alternativas.
Curiosamente, hay recientes trabajos de corte académico que sostienen que Coward escribe las líneas de Laura con la intención de declamarlas como propias en la sinrazón del homosexual que se ve privado por los condicionantes sociales -y en su caso, por las leyes imperantes, represivas y censoras- de satisfacer y completar sus anhelos amorosos. Me parece una interpretación un poco traída por los pelos aunque sin duda sirve para apaciguar la sensación de envejecimiento súbito que uno tiene al ver la película habiendo transcurrido treinta años, con todos los cambios habidos.
Creo que Breve Encuentro debe verse, entre otros motivos, porque es una cinta modélica de expresión de una realidad social que perturba, interfiere y anula una pasión amorosa que, activa, introduce el peligro y la inestabilidad de la institución matrimonial: es el relato de un flechazo que surge sin haberlo buscado, es el nacimiento de una pasión amorosa nada sensual, basada en el sentimiento de coincidencia, de identificación, unas miradas que se auto definen en la pupila del otro, un reconocimiento del ser en el otro y un sufrimiento al constatar que el deseo no podrá ser cumplido, que el anhelo amoroso no triunfará, que será cercenado socialmente, que es imposible, que no puede ser.
Hay que trascender la literalidad del guión escrito por Noël Coward entendiendo que, pese a no ser una película española de la época, sigue sujeta a una censura férrea: el autor debe ingeniárselas para expresarse mediante conceptos y, gracias a su buen hacer como productor, el tipo ése joven al que le encargan que dirija la película toma las riendas y se encarga de demostrar que, antes monaguillo que fraile, David Lean mueve la cámara con una solvencia espectacular y planifica la historia más romántica jamás contada como si se tratara de un drama oscuro mediante una fotografía dura, por momentos espeluznante por su contraste, reforzando la tragedia de los dos enamorados amantes insatisfechos aprovechando el ruido del tren sobre las vías para esconder un beso y un gemido furtivos en el solitario paso de peatones, justo antes de la avalancha de pasajeros que circulan raudos ignorantes del sufrimiento amoroso de ambos protagonistas.
David Lean subraya con firmeza y mucha inventiva las ideas que surgen del espléndido texto de Noël Coward, repleto de frases memorables, dosificando con habilidad en el montaje los riesgos de una narración en flashback y el peligro de caer en un exceso de teatralidad por la abundancia de lugares cerrados que por momentos confieren una sensación claustrofóbica que refuerza la opresión sentida por los enamorados protagonistas ante la imposibilidad de ejecutar libremente sus deseos, situación reforzada por la muy descarada relación de la pareja "cómica" en la que Stanley Holloway se luce a modo, una contrafigura del escueto Trevor Howard que pasa perfectamente por el hombre sensible mucho más apocado que los personajes rotundos que luego darían mucha fama al actor.
La elección del joven Trevor Howard, casi inédito, es también un acierto, como lo es asimismo la intervención de Cyril Raymond como el esposo que acaba mostrándose como todo un personaje, más atento y despierto de lo que parecía, un secundario que se luce lo justo. El elenco es sobresaliente en esta producción y muy justamente fue reconocida la labor de Celia Johnson, que habla más con el gesto y la mirada que con sus palabras, pronunciadas con elegancia y sentimiento notables.
Sin llegar siquiera a la hora y media, esta película, que ahora queda fuera de toda lógica por los cambios sociales producidos, permanece sin embargo como ejemplo de la representación de un verdadero amor imposible, lo que hoy sería una rara avis, entonces en buena parte por los condicionantes sociales pero también por la decisión de ambos protagonistas de someter su amor inesperado a las necesidades de sus respectivas familias: una actitud de respetar un compromiso previo aceptado libremente por encima de la conducta sensiblemente egoísta de perseguir la propia felicidad a cualquier precio sin tener en cuenta a los demás.
En la imposibilidad de acertar cual sea la actitud a tomar con mayor justicia, el flechazo queda relegado, pero jamás olvidado:
Alec: I do love you, so very much. I love you with all my heart and soul.
Laura: I want to die. If only I could die...
Alec: If you'd die, you'd forget me. I want to be remembered.
Imperdible. Si no la has visto: ¿a qué esperas?
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