Titular una novela romántica como El precio de la sal y firmarla con un seudónimo tal que Claire Morgan no sería interesante si no fuese porque vió la luz gracias al valor de la editorial Coward-McCann y habiendo recibido serias críticas en su primera edición en tapa dura, en su segunda edición, en tapas blandas, editada por Bantan Books, llegó a alcanzar ventas cercanas al millón de ejemplares, allá por 1953.
Si añadimos que la obra versa sobre el descubrimiento que del amor hace una jovencita de diecinueve años y que el objeto de sus desvelos amorosos es una mujer que transita su belleza en la treintena y seguimos recordando que todo esto se escribe -y se lee- hace sesenta y cinco años y acabamos por saber que, contra lo que eran usos y costumbres de la época, tal relación no acaba en una tragedia, el interés sin duda aumenta.
Las ganas de leer la novela se incrementan cuando resulta que su autora se llamaba en realidad Patricia Highsmith y que dicha autoría no tuvo reconocimiento público hasta 1984, lo que causó conmoción entre sus lectores, avezados consumidores de sus novelas policíacas, acabando de publicarse el 1990 con el nuevo título de Carol.
Patricia Highsmith nos cuenta en un prólogo y un epílogo las circunstancias de esa novela atípica dentro de su bibliografía: cuando ya había escrito su primera novela, Extraños en un tren, pendiente su publicación, obtuvo un trabajo eventual en la temporada pre navideña de 1948 como vendedora en la juguetería de unos grandes almacenes, tras el mostrador de muñecas: un día quedó impresionada por una joven dama, rubia, luciendo un abrigo de visón y llevando en la mano unos finos guantes de piel; la joven Patricia sintió que le faltaba el aire y así que llegó a su minúsculo apartamento escribió en dos horas prietas lo que sería presentación, nudo y desenlace de una novela que, cuando llevó a su editor, pasado el verano de 1949, recibió un rechazo por apartarse tanto de lo que ya era un éxito adquirido por el famoso Alfred Hitchcock. La joven escritora de veintiocho años no dió su brazo a torcer y rechazando encasillarse como autora de novelas policíacas "estilo Harper & Bros" se buscó otro editor. No en vano la novela la había escrito gracias a un arranque de inspiración y a una varicela inesperada a su edad que la tuvo encerrada y le hizo madurarla hasta que al fin se puso a escribirla.
Carol es pues una novela atípica que rompió moldes y permanece como un ejemplo de obra muy personal fruto de la decisión valiente de una autora que no volvió jamás a adentrarse en temática semejante ni en lo que hace al romanticismo ni tampoco en el acercamiento tan natural de las relaciones lésbicas.
En estos tiempos que corren una lectura precipitada podría tachar de timoratas a ambas protagonistas (anteayer, ayer y hoy se está celebrando el Día del Orgullo LGBT) pero conviene recordar que la situación era muy distinta cuando se publicó la novela: entonces, cuando aparecían esas relaciones "extrañas", siempre acababan mal, usualmente muriendo una parte y la otra arrepintiéndose clamorosamente, para enseñanza del público.
Aparte del valor vindicativo de la novela, que lo tiene y es cabal, el lector se hallará ante una pieza muy bien escrita (y por suerte muy bien traducida) que en algo menos de 300 páginas nos traslada a una época pasada con unos personajes dotados de una psicología que se va desarrollando lentamente en sucesivos capítulos (26 en total) que nos hacen imaginar muy fácilmente dos formas de vida distintas que por azar se han encontrado y ya no pueden seguir la una sin la otra.
Carezco totalmente de experiencia en el género romántico literario y lo cierto es que en esta primera ocasión la suerte me ha sonreído: tampoco había leído nada de Patricia Highsmith (salvo un par de cuentos) y la curiosidad me vino, fácil es imaginarlo, después de haber visto hace tres años la película homónima, Carol, lo que afortunadamente tan sólo ha influido en la lectura al poner imagen a los rostros de las mujeres que viven intensamente su amor desde el súbito flechazo que Patricia Highsmith nos detalla con una pulcritud y una delicadeza perfecta, manteniendo la tensión desde las primeras líneas:
Therese Belivet es una joven preparada para desarrollar sus aptitudes como escenógrafa y mientras no encuentra trabajo de su interés subsiste con eventuales, ocupándose del mostrador de muñecas de la juguetería de unos grandes almacenes: en vísperas de la Navidad, Carol Aird, una joven madre bien estante, adquirirá un regalo para su hijita Rindy procediendo Therese a tomar sus datos domiciliarios para enviarle el paquete a casa: luego, Therese, prendada ya para siempre de Carol, le enviará una postal deseándole unas felices pascuas como si fuera una costumbre comercial; pero al día siguiente, Carol la llama por teléfono para agradecerle el detalle y así se inicia una relación que Patricia Highsmith desarrolla con mimo y vigor absoluto dotando a sus personajes de una idiosincrasia que las hará reconocibles para siempre.
A priori, ambas mujeres no tienen nada en común: una está casada (mal casada, de hecho: está tramitando su divorcio) y tiene una hija y la otra ha acabado sus estudios de escenógrafa, tiene un amigo que pretende ser su novio, y está decidida a labrarse su futuro en su profesión. La una ya tuvo un romance con una amiga y la otra ha tenido sexo heterosexual pero sin emocionarse. La condición social de una y otra no puede ser más dispar. A pesar de ello, la flecha de Cupido hiere a ambas del mismo tiro y todas las aventuras y desventuras que sufrirán llevan un camino cierto, que el lector siente por gracia y obra del arte de la Highsmith.
Resulta extraño que la única novela romántica de Highsmith haya tardado tantos años en aparecer en las pantallas de cine porque aunque su temática choque frontalmente con la moralina propia del matriarcado y en su lectura hallemos también una ácida crítica a la forma de vivir de la sociedad estadounidense del siglo pasado, precisamente la autora, autoexiliada a Europa desde primeros de los sesenta, podía presumir de ser usualmente trasladada al cine después de su triunfal aparición de la mano de Hitchcock, aunque no quedara satisfecha, todo hay que decirlo.
Es sabido que Highsmith no quedó muy contenta con casi ninguna de sus adaptaciones al cine y en todo caso cada cinéfilo tendrá su opinión habiendo leído la novela y visto la película correspondiente: no estoy muy seguro que, a pesar de las movidas interesadas de los charlatanes de la mercadotecnia que nos ofrecen supuestos ganchos como esta entrevista a la guionista Phyllis Nagy la propia Patricia, por mucho que diga ahora Nagy, se mostrara muy conforme con la adaptación perpetrada sobre la novela para trasladarla a guión cinematográfico.
Es bien cierto que buscar similitudes, conciertos, derivadas fieles, de un guión relativas a la novela en que se basa es en la mayoría de los casos bien perder el tiempo bien buscarle los tres pies al gato, porque el lenguaje cinematográfico se rige -o debería regirse- por leyes distintas a las meramente literarias: sin embargo, comprobar cuando uno lee la novela después de haber visto la película y revisada que es ésta como colofón, que la novela queda como muy superior en unas vindicaciones que son en definitiva parte importantísima del todo, comprobando como la supuesta adaptación se reduce simplemente a quitar escenas necesarias para introducir otras fútiles y cambiar de forma harto perceptible el iter interno de la historia pero manteniendo por copia directa los diálogos más potentes, más brillantes, aquellos que dotan de excelsa naturalidad una relación amorosa que no se sujeta a lo que se mal denomina normalidad cuando lo que se quiere decir es "la mayor parte de" logrando con tal planteamiento una posición inédita por su fortaleza en la búsqueda de una cotidianeidad, es, digo, percibir que en este caso quizás lo mejor hubiera sido que en vez de estar quince años rumiando qué hacer hubiese dedicado su tiempo a recortar lo mínimamente prescindible y trasladar a imágenes algunas páginas, que para eso el cine es lo que es, arte en imágenes vivas.
Tengo para mí que al margen de las declaraciones rimbombantes de la Nagy la intervención de la espléndida Cate Blanchet como productora ejecutiva algo tiene a ver en ciertos cambios que otorgan al personaje de Carol otro tinte, más activo románticamente pero por desgracia menos potente en defensa de su libertad personal, quizás con más lucimiento pero con menos poder, tanto como el personaje de Therese, bien soportado por Rooney Mara, queda un tanto disminuido en comparación con la novela, lo que no acaba produciendo desequilibrio en el conjunto pero sí en la fuerza que ambas mujeres gozan en la novela.
Sea como sea, lo cierto es que ambas están magníficas aunque no puedo dejar de proclamar mi preferencia por Carol: el porte de la Blanchet, su elegancia innata, su forma de declamar, apoyada en un vestuario fantástico diseñado por Sandy Powell, le dejan a uno enamorado en la primera secuencia y ya no le pierdes ojo hasta que acaba la película. Una maravilla.
No creo que fuese una idea de Nagy brindar un homenaje tan claro a la película romántica por antonomasia, Breve Encuentro: quiero pensar que fue una buena idea de Todd Haynes empezar y terminar con un encuentro en torno a una breve mesa y una intromisión, con la salvedad que el final no es parecido en absoluto porque hubiese significado traicionar el espíritu central de la novela: Haynes filma de forma decente la historia sin llamar la atención; ante un tema que en ciertos ambientes todavía puede resultar polémico, ofrece un relato sin acentos, quizás convencido que la normalidad buscada por Highsmith se debe servir de forma casi adocenada, siendo así que también quedan un poco en el limbo todas aquellas posiciones obstaculizantes, cerriles, repletas de falsa moralina, en un buen tuntún que perjudica lo que hubiese podido ser una película por lo menos tan vindicativa como lo fue la propia novela en el momento en que se publicó, quedando el conjunto como una especie de memorial bien vestido, bien ambientado y no muy bien fotografiado (hay escenas con un grano inmisericorde totalmente fuera de lugar) que cuando no has leído la novela te deja un poco indiferente y cuando la has leído te deja un poco defraudado, salvada la sensación, eso sí, por la excelente composición que de sus personajes hacen todos los intérpretes, del primero al último.
Si no has visto la película ni leído la novela, te recomiendo ambas y diría que dejases la novela para luego; puestos a elegir, me quedo con la novela. Aunque bien mirado, perderse el trabajo de la Blanchet es una lástima. O sea, a por ambas.
What a fellowship, what a joy divine,
Leaning on the everlasting arms;
What a blessedness, what a peace is mine,
Leaning on the everlasting arms.
Leaning, leaning, safe and secure from all alarms;
Leaning, leaning, leaning on the everlasting arms.
O how sweet to walk, In this pilgrim way,
Leaning on the everlasting arms;
O how bright the path grows from day to day,
Leaning on the everlasting arms.
Leaning on Jesus, leaning on Jesus, safe and secure from all alarms;
Leaning on Jesus, leaning on Jesus, leaning on the everlasting arms.
What have I to dread, what have I to fear,
Leaning on the everlasting arms;
I have blessed peace with my Lord so near,
Leaning on the everlasting arms.
La genialidad de Charles Laughton expresada en lo que por desgracia acabó siendo una excepción reconvierte un himno religioso en una melodía de creciente terror al tiempo que da una lección de cine valiéndose del sonido y la luz.
Un enorme Robert Mitchum se vale de su estupenda voz para anunciar la llegada del mal mientras la legendaria Lilian Gish aguanta el tipo y le responde sin miedo.
Hay Momentos Musicales que se nos han quedado grabados, ¿verdad?
Podríamos decir que Joseph Kesselring fue tocado por la fortuna cuando después de haber pasado sin pena ni gloria por Broadway con una obra provista de un buen reparto, There's Wisdom in Women que se representó en temporada alta sólo en 46 funciones a finales de 1935, casi seis años más tarde consiguió que Howard Lindsay y Rusell Crouse, ambos productores, escritores y socios en espectáculos de éxito, leyeran su nueva obra, un juguete cómico provisto de dosis de suspense terrorífico.
Hay quien asegura que ambos socios, Lindsay y Crouse tuvieron gran parte de mérito en el éxito de la obra escrita por Kesselring pero yo creo que, más allá de alguna "morcilla" apuntada sobre la marcha de los ensayos el autor debe llevarse el honor sin despreciar, visto su historial posterior, que las musas le pillaron trabajando, como suele suceder, y que luego se dedicara a vivir de las rentas.
Porque su obra Arsenic and Old lace que se representó ininterrumpidamente desde enero de 1941 hasta junio de 1944 en Broadway, llegando a dar la vuelta al mundo y todavía siendo representada con éxito en la actualidad, le reportó sin duda pingües beneficios aunque los repartiera con otros a porcentajes, entre los que se hallaba, aparte de los productores, el insigne Boris Karloff, estupendo actor británico que, además de triunfar en películas de terror entre otras cosas, sabía actuar en un teatro y llenarlo con su esfuerzo diario.
La obra, que se ha conocido por aquí como Arsénico y encaje antiguo (en Catalunya como Arsènic i puntes de coixí) es una comedia provista de diálogos brillantes, bien escritos, con un ritmo endiablado tanto en las réplicas como en las acciones y sucede toda ella en el mismo lugar, el salón principal de la casa de la familia Brewster, de los Brewster de toda la vida, descendientes de los Brewster que cruzaron el océano atlántico con el Mayflower.
Son tres actos que ocupan entre cincuenta y noventa páginas según la edición y la traducción pues advierto que hay alguna edición que ha perpetrado la traducción del original basándose, más o menos, en lo que luego sería un guión cinematográfico.
La obra de Kesselring es perfecta y más difícil de representar de lo que a simple vista parece y puedo asegurarlo pues he visto varias versiones y en muchas se percibe que el elenco es muy importante para llevarla a cabo como se debe. Uno lee la obra y se ríe por lo bajini en ocasiones pues Kesselring reparte pullas a diestro y siniestro y de vez en cuando surge irrefrenable carcajada por el surrealismo de la situación, justo en el momento adecuado, como si una varita mágica acertara en todo momento para sostener un ritmo que atrapa de forma irremediable al lector de teatro. Y cuando acabas, te das cuenta que, en esa obra, realmente, no hay un protagonista: hay por lo menos cuatro, pero es que los otros están ahí esperando su entrada para lucirse, porque todos tienen su grandísima oportunidad:
Martha y Abby Brewster son dos ancianitas respetables, muy queridas por todo el vecindario y elogiadas por la policía, dos personas caritativas que viven con Teddy, un sobrino que está chalado y se cree que es Teodoro Roosevelt. En estas que aparece otro sobrino, Mortimer, solterón empedernido, crítico de teatro (lo que dará origen a puyas varias) y escritor de libros contra el matrimonio, que acude para anunciar que va a casarse con Elaine, que es la hija del pastor de la parroquia vecina, separada de la casa de los Brewster por el camposanto. Más imprevista será la llegada de Jonathan, tercer sobrino Brewster, acompañado por el Doctor Einstein, que es un cirujano que le ha cambiado la cara y se la ha dejado como la de Boris Karloff en una de sus películas de terror. Luego aparecerán algunos policías e incluso el director de un manicomio (no lo llamamos así, es una casa de salud) que para su desgracia, está viudo y se siente muy solo.
No entraremos en más detalles, porque de un lado la sinopsis es sobradamente conocida y si alguien tiene la suerte de no conocerla, mejor que se quede como está y proceda como es debido.
El caso es que a pesar de estrenarse en una época que ya empezaba a ser mala para las libertades escénicas, quizás el hecho de ser un juguete cómico hizo que las cargas de profundidad de la obra pasaran sin problema alguno. Hay una cierta sátira que planea sobre la policía de forma descarnada en diversos personajes y por otro lado, el carácter de Elaine se muestra mucho más fuerte y decidido exigiendo sus derechos sin ceder un ápice, siendo como es, posiblemente, el único personaje de la trama que está totalmente en sus cabales, lo que deja a la mujer joven en muy buen lugar.
Alguien hace años afirmó tajantemente que la comedia de Kesselring era una apuesta segura, porque en todas sus representaciones, desde Broadway hasta la función de aficionados de un instituto juvenil, siempre deja algún beneficio, por pequeño que sea: realmente, una pieza tocada por la fortuna.
Ya en el primer trimestre desde su estreno cualquiera podía advertir el redondo negocio que iba a suponer trasladar semejante éxito popular a la pantalla de cine: Frank Capra en 1941 era probablemente el director de cine más consolidado después de haber conseguido en siete años cinco nominaciones al mejor director ganando en tres ocasiones, pero estaba a punto de iniciar su colaboración con el ejército para filmar verdaderas hazañas bélicas y quería dejar a su familia bien protegida económicamente por si las moscas, cuando vió en Broadway la comedia de Kesselring y apenas salir del teatro empezó a interesarse en la posibilidad de rodar una película, percatándose que los de la Warner Bross ya habían comprado los derechos y que Lindsay, Crouse, Kesselring e incluso Boris Karloff los habían cedido con la condición que la película no se iba a estrenar hasta que Broadway decidiera que ya no valía la pena seguir representándola lo que, ahora sabemos, no sucedió hasta junio de 1944.
Capra no pudo conseguir para sí los derechos, pero por lo menos gozaba de la confianza de los jerifaltes de la Warner Bross que le prefirieron antes que al francés René Clair quien, habiendo visto la pieza en Broadway, se adelantó a Capra presentando su interés a Lindsay y Crouse: nunca sabremos cómo hubiese sido, pero desde luego la propuesta surrealista de Kesselring parecía a priori más adecuada para el talentoso director de Vive como quieras así que las maniobras de Capra surtieron sus efectos y tras prometer a la Warner que sería capaz de filmar la película en cuatro semanas y con un presupuesto que no llegaría al millón de dólares, de inmediato empezó a mover hilos.
Jack Warner dejó que Capra fuese productor asociado para rascar porcentaje de recaudación pero en ningún momento se creyó que iban a filmar lo que barruntaba un éxito comercial en apenas cuatro semanas y con cuatro duros: fueron ocho semanas de rodaje y gastaron poco más de un millón de dólares. Capra supo que Boris Karloff, aclamado a diario en Broadway, no iba a dejar ni una representación porque era el gancho comercial del espectáculo, pero lograron que Josephine Hull y Jean Adair junto a John Alexander tuviesen dos meses de vacaciones para repetir en la película sus personajes Brewster y la Warner aprovechó la disponibilidad de Peter Lorre y Raymond Massey para interpretar al Dr. Einstein y al terrorífico Jonathan Brewster, completando el reparto con secundarios de fuste como Edward Everett Horton y Jack Carson y eligiendo a Priscilla Lane para incorporar a la asombrada Elaine Harper, en la película recién casada con Mortimer Brewster.
¿Y quién se iba a ocupar de Mortimer? Capra pensó que era un papel pintado para Bob Hope, pero Bob tenía la agenda llena así que, buscando un comediante con garantías, entre él y Warner hallaron que Cary Grant estaba disponible coincidiendo rigurosamente con el tiempo previsto. Cary Grant nunca había trabajado con Capra y tenía aquella comezón, aquella vocecita en su interior que le hablaba de premios óscars en el aparador de uno y en la imaginación del otro, reconociendo que su colega Jimmy acababa de recibir su primera nominación por su trabajo a las órdenes de Capra y estaba en puertas de recibir uno habiendo trabajado juntos con Cukor...... así que aceptó, un poco a regañadientes.... acabando tan descontento que decidió dedicar la mayor parte de sus 160.000 dólares de emolumentos a donaciones a diversas entidades y jurando que esa fue su peor película y su peor trabajo para el cine....
Los gemelos Epstein, Julius y Philip, ya habían quedado inscritos en la historia del cine por su trabajo en Casablanca cuando su previo guión sobre la pieza de Kesselring, que fue la base de Capra para rodar Arsenic and old Lace (traducido su título para España como Arsénico por compasión, iniciando así una serie de lamentables traducciones chivatando argumentos) se estrenó a finales de 1944 tratando de conectar con la cercana festividad del Halloween. Los Epstein tenían ya bastante experiencia y suficiente criterio como para comprender que la pieza de Kesselring poco debía modificarse y se limitaron a ajustarla para adecuarla a las comedias cinematográficas considerando metraje, presupuesto y acción de la censura, más implacable para el cine que para las tablas, como ya hemos comentado en diversas ocasiones.
De ese modo, la acción se inicia en un campo de béisbol, prosigue en las oficinas municipales para obtener licencia de matrimonio, pero enseguida se centra en el salón familiar de las hermanas Brewster; además, pulieron (recortaron quizás sería más ajustado) los diálogos de Elaine y del policía metido a dramaturgo O'Hara, añadiendo de su cosecha detalles como el reloj que se desmonta a cada carga de Roosevelt cabalgando escaleras arriba y dando portazo, y el lúgubre ruido que hará el baúl bajo la ventana donde residirán dos inoportunos cadáveres. Bueno, sólo uno: el otro, descansaba.
El guión pergeñado por los Epstein permite a Capra desplegar toda su sabiduría de director y último responsable de sus películas: no en vano a Capra se le ha criticado posteriormente por su egolatría al colocar en las letras más grandes su nombre, pero lo cierto es que sus películas son, sin duda, suyas. La pieza tiene su miga y puede aprovecharse para llamar la atención sobre temas tan sensibles como la eutanasia (las ancianitas tratan de otorgar la paz a los solitarios), el maltrato en el matrimonio (apenas casados ya está Elaine protestando por cómo la trata su marido Mortimer, que la echa de la casa sin miramientos), el maltrato policial (O'Hara se aprovecha del desvalimiento de Mortimer para largarle su rollo cuando debería estar haciendo su ronda[y en la pieza teatral es más exagerado el detalle]) y la torpeza de los agentes de la Ley (Einstein se las pira después de escuchar como el capitán lee su descripción como huído de la justicia y acaba despidiéndole mientras le agradece su colaboración) y todo ello con un ritmo prodigioso, endiablado.
Capra aprovecha el muy económico uso de un sólo escenario (desafiando el riesgo de caer en teatralidad excesiva) para explorar una claustrofobia que atenazará a Mortimer y que se irá desarrollando conforme la trama evolucione: para él, la casa ha pasado de ser el lugar donde nació y se crió y se enamoró de su esposa a un lugar peligrosamente mortal, motivo por el que se esfuerza en echar fuera de la casa a Elaine. Los Epstein, sabedores de la intervención de Cary Grant, incrementaron las líneas y acciones que le correspondían focalizando en Mortimer la sensación de pánico y Capra, dando una lección de dirección de intérpretes, consigue convertir a Mortimer en un alter ego del espectador, estableciendo una empatía irresistible que provocará las risas y carcajadas originadas por Kesselring y reforzadas por los Epstein, sin olvidar que Capra, en varias ocasiones, obliga al personaje a romper la cuarta pared, mirando directamente a cámara, como buscando en el respetable público una respuesta a las delirantes incógnitas que se le van presentando. Para reforzar la idea, lógicamente, Mortimer es el único que lo hace. Otra genialidad más de Capra cuidando los detalles.
Cary Grant siempre se lamentó de la sobreactuación que Capra le exigió para afrontar Mortimer. Para este comentarista que suscribe, el trabajo de Capra dirigiendo a todos resulta impecable y sabiendo las facultades superlativas de Grant para la comedia, conseguir que dejara de lado su innata elegancia y control del gesto y mostrase un histrionismo cómico fue una decisión acertadísima y desde luego, nada gratuíta: Mortimer es el único que hará muecas de todo tipo, se tropezará con los muebles, se exclamará como un alocado: él, precisamente, que es el único de la familia en su sano juicio. Comprendo que Grant, al verse en pantalla, quedara horrorizado porque el resto del elenco, dedicado en cuerpo y alma a robar todas las escenas, lo hace con mesura y contención ejemplar: pero es que Grant se miraba a sí mismo en la pantalla, cuando debía estar mirando a Mortimer. Ésa y no otra es la diferencia. Y Capra lo entiende a la perfección y le obliga, le fuerza, a representar a una persona que está, literalmente, al borde del paroxismo y lo hace, no lo olvidemos, desde un punto de vista cómico, no trágico.
La comicidad que desprende Mortimer le viene del surrealismo de la situación siendo el único que lo percibe como tal: sus tías viven, como su hermano pequeño, en otra galaxia: la naturalidad que sus intérpretes confieren a sus personajes refuerza precisamente su locura, como bien sabían Josephine Hull, Jean Adair y John Alexander; en cuanto al temible Jonathan, Capra tuvo la suerte que Raymond Massey se ocupara de darle cuerpo, sufriendo además dos horas de maquillaje más otras dos de desmaquillaje cada jornada, una intervención absolutamente necesaria para reforzar el terror que domina la situación, pánico irresistible que tiene su expresión en el Dr. Einstein que el gran Peter Lorre desarrolla como quien no hace nada, virtud al alcance de pocos elegidos.
Aunque luego Cary maldijera mil veces, su profesionalidad e instinto de comediante le permiten dominar el tempo irresistiblemente cómico de las situaciones y el resto del elenco actúa como un cronómetro a una velocidad superior fijada de antemano por Capra que mantiene un ritmo extenuante, saltos de eje, movimientos de cámara, puertas que se abren y se cierran, gente que entra en el momento, todo milimétricamente ordenado y perfectamente filmado, en lo que sin duda alguna tuvieron algo que merecer tanto Sol Polito como director de fotografía y Daniel Mandell al mando de la moviola.
El resultado es una película que la ves diez veces y te sigue sorprendiendo y cuando la rememoras te pones a reir de forma incontenible mientras, cinéfilo y teatrero al fin y al cabo, te admiras de todo y te percatas que estás ante una pequeña maravilla y entonces ya no te extraña que se vaya reponiendo de vez en cuando. Absolutamente imperdible su revisión y caso de desconocimiento, ocasión pintiparada de paladear una comedia excelente.
N.B. 1 : Por ahí, en youtube, se puede encontrar una versión televisiva de 1969 interesante a medias, mal realizada y con algún error de casting y tres aciertos: Lilian Gish, Helen Hayes como las tías y Fred Gwynne como Jonathan . Sirve perfectamente para darse cuenta del valor de la película de Capra. Hubo una versión anterior, con Toni Randall y Boris Karloff, en 1962, pero ha sido imposible hallarla: dicen que es una muy buena versión. Si alguien la localiza, se agradecerá el apunte.
N.B. 2: Capra estaba en plena contienda (Segunda Gran Guerra Mundial) filmando acciones bélicas cuando vió que algunos infantes de marina gritaban "ataaack" de forma muy parecida a como lo hace el Brewster que se cree Roosevelt: indagando y temeroso de un estreno si haberle avisado por las circunstancias, supo que la película se había ofrecido a batallones de soldados como primicia antes de enviarlos al frente de batalla, para ofrecerles unos minutos de solaz.
N.B. 3: La película, al permanecer en el limbo tres años, perdió posibilidades de promoción de cara a los premios de la academia, lo cual, supongo, acabó por disgustar a Grant y causó un diferimiento en la percepción de los royalties que Capra había presupuestado para su familia "por si acaso", además de los 100.000$ que percibió por dirigirla.
N.B. 4: Para poca vergüenza, la mía: este bloc está a punto de celebrar el undécimo aniversario y hasta ahora nunca había dedicado una entradilla a comentar una película de Frank Capra. Suerte que David no se había dado cuenta...
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