El londinés
Terence Rattigan, probablemente el mejor dramaturgo británico del fenecido siglo XX, escribió dos piezas cortas, tituladas La Mesa en la Ventana (Table by the Window) y La Mesa Nº7 (Table Nº7), ambas situadas geográficamente en el mismo hotel de la costa del Sur de Inglaterra. Tuvo la feliz idea de componer con ambas una sola pieza de mayor calado, Mesas Separadas (
Separate Tables ) estrenada en Londres en 1954 con rotundo éxito, lo que propició de forma natural su viaje a Broadway y ya sabemos que de ahí a la pantalla sólo hay un paso.
Delbert Mann había realizado un trabajo notable en 1955 con la película
Marty , obteniendo un Oscar al mejor director, a la mejor película, con guión de
Paddy Chayefsky y, lo más sorprendente, al mejor actor para
Ernest Borgnine, casi siempre ocupado en papeles de coprotagonista cuando no secundarios.
James Hill, productor cinematográfico que trabajaba asiduamente con
Harold Hetch y con
Burt Lancaster, asociados bajo el nada original nombre comercial de Hetch-Hill-Lancaster Productions, estaba recién casado con
Rita Hayworth cuando adquirió los derechos cinematográficos de Mesas Separadas.
Rita, que ya se iba despidiendo de los treinta y tantos, buscaba un papel de contenido dramático preocupada como estaba por el fin de sus días de intensa belleza, tratando de demostrar que, además de ser guapísima, sabía actuar.
De esta forma (o de otra, vaya usted a saber, pero a mí me gusta ésta) nació la idea de trasladar a la pantalla la obra de teatro de Rattigan: como regalo amoroso de Hill a la rutilante Rita.
La productora
Hetch-Hill-Lancaster Productions , que había iniciado su andadura con un Oscar de la mano de Delbert Mann, no dudó un instante en que era el hombre adecuado para dirigir Mesas Separadas (
Separate Tables , 1958)
Con la evidente intención de obtener un sonado éxito, pusieron el debido empeño y contrataron como guionistas al mismo
Terence Rattigan , a
John Gay y a
John Michael Hayes , con el fin de obtener la cuadratura del círculo; además, apoyaron la película en el buen hacer del compositor
David Raksin y del reconocido camarógrafo
Charles Lang .
La película nos presenta con gran economía de medios y de tiempo, apenas 100 minutos, distintas personalidades y su interacción alrededor de sentimiento tan complicado, profundo y excesivo como es el amor, ejecutado por diferentes parejas y contemplado por seres que, desde la comprensión, la distancia y hasta el desprecio, son espectadores que acabarán por verse implicados en los asuntos ajenos.
Es de noche. Vemos, en un lento travelling, el exterior de un edificio iluminado con muchas ventanas en su planta baja: un letrero anticuado nos indica: Hotel Beauregard. El travelling avanza hasta las ventanas y a través de ellas vemos un comedor, con pequeñas mesas, separadas, que deben estar preparando para la cena de los comensales.
Sobreimpreso, un rótulo:
HOTEL BEAUREGARD
Bournemouth, Inglaterra. A tres minutos del Mar. Cocina exquisita. Mesas Separadas.
Sale una mujer; aparenta treinta años ya bien cumplidos; su figura, encogida bajo un abrigo de verano; se sienta, mirando al horizonte, en un banco solitario, cabe las afueras del hotel; parece aguardar a alguien.
La cámara se coloca tras las rejas que rodean el hotel y vemos, como si estuviera encarcelada, a la joven Sibyl Railton-Bell, interpretada por
Deborah Kerr, en una actuación impresionante, representando un papel infinitamente alejado de sus caracterizaciones habituales.
La joven Sibyl saluda al recién llegado Comandante Pollock, interpretado de forma soberbia por el elegantísimo
David Niven, en un personaje insólito en su carrera de galán de comedia y apuesto y firme actor dramático; el Comandante Pollock es un oficial del ejército retirado en la segunda posguerra mundial y sus historias guerreras suscitan admiración en la apocada Sibyl, que es severamente reprendida por su madre, la Sra. Railton-Bell (
Gladys Cooper), quien la sobreprotege en base a supuestos ataques de nervios e histerismo, al punto que le impide acceder a cualquier empleo, dominándola por completo.
La escena ha sido oida por el joven Charles (
Rod Taylor ), estudiante de medicina que se halla unos días en el hotel con su novia Jean (
Audrey Dalton ), enamorada pareja que, con su ímpetu amoroso, suscitan comentarios de la Sra. Railton-Bell, que les critica, comentando con su amiga Lady Matheson (
Cathleen Nesbit ) su descocada conducta en el sofá de la sala de estar. la rigidez victoriana de la Sra. Railton-Bell choca con la comprensión de Lady Matheson, más cercana a comprender el enamoramiento como estado maravilloso.
La dueña del establecimiento, Sra. Cooper, interpretada de forma magnífica por
Dame Wendy Hiller , va anunciando a todos la cena, cuando llega, espectacular, la Sra. Ann Shankland (
Rita Hayworth), distinguida dama joven, con un porte, un atuendo, que sorprende a todos los huéspedes del hotel, quienes la admiran a través de los ventanales: ¡Seis maletas! dice Miss Meacham (
May Hallat ), solterona entrada casi en la tercera edad al jubilado Mr. Fowler (
Felix Aylmer), a quien acaba de desplumar en su enésima partida de billar.
(Pobre Sr. Fowler, ¿nunca gana?. Sí, en la navidad de hace dos años: fue un regalo de la Sra. Meacham).
La bella Ann, al inscribirse en el hotel, pregunta a la Sra. Cooper por el Sr. Malcom, insistiendo en que no le adviertan de su llegada, pues le quiere dar una sorpresa.
Cuando llega Malcom (
Burt Lancaster), algo pasado de bebida, entra por la cristalera del salón, en vez de por la puerta principal, siendo reprendido por la dueña y criticado por la Sra. Railto-Bell; en un aparte, sabremos que Malcom y Cooper tienen intención de contraer matrimonio en breve.
Cuando Malcom, que llega tarde al comedor, se sienta en su mesa, se encuentra cara a cara con Ann.
Se produce entonces uno de esos momentos mágicos del cine, cuando dos grandísimos intérpretes, sólo con la expresión de sus miradas, de su cuerpo, nos lo dicen todo: la sorpresa de Malcom choca con la gestualidad suave de Ann: ambos se conocen: fueron esposos, años ha.
Delbert Mann, conocedor que tenía entre manos un guión excelente, espléndido, magistral, ha sabido plantear, con el apoyo de un elenco de los que hacen época, una trama eterna: hay un juego de pasiones entre los escasos habitantes del Hotel Beauregard, tres historias de amor, que no sabemos si será correspondido o no, salvo la pareja joven, como punto de modernidad y ejemplo de lo que debería ser una relación feliz, pero que nada más aporta al drama.
Hay unos sentimientos encontrados entre Cooper, Malcom y Ann, que debaten al hombre entre dos amores contrapuestos: por una parte, la estabilidad en el anonimato que le ofrece la relación con Cooper; por otra, el recuerdo de la encendida pasión que vivió con Ann, quien trata de seducirle de nuevo. (Mostrando Rita Hayworth en su interpretación un dominio total de la gestualidad corpórea y del tiempo verdaderamente abrumador, expresándose maravillosamente con miradas, gestos y pausas.)
Ann asegura a Malcom que, pese a su fortuna, se siente muy sola en Nueva York:
es peor la soledad rodeada de miles de personas; hay más compañía en este sencillo hotelucho con tan pocos huéspedes, en mesas separadas.El amor y la soledad. El deseo del amor como paliativo de una soledad impuesta por las circunstancias. La soledad soportada tras un muro psicológico infranqueable de Sibyl y Pollock, que, reconociéndose el uno en el otro, por miedo, detienen sus sentimientos, incapaces de superar sus complejos; la soledad buscada por la Sra. Meacham
(no me fío de las personas; por eso prefiero a los caballos), quizás a causa de desengaños pasados; la soledad de las ancianas victorianas, Lady Matheson y Mrs. Railton-Bell, restos de una clase alta venida a menos en la posguerra; la soledad, de hecho una huída, de Malcom, que busca consuelo en la bebida; la soledad de una mujer trabajadora, como la Sra. Cooper, que, estoicamente, enfrenta su futura boda ante la aparición de la bella ex-modelo neoyorquina que pretende robarle su amor al recuperar uno de sus maridos.
Pero hay un elemento más, de claro componente sexual, que distorsionará la aparente placidez de la cotidiana vida de los huéspedes, apariencia, como hemos visto, falsa, repleta de tensiones.
Esa distorsión, que me guardaré de comentar más claramente, aparece al punto del ecuador del drama, y será el detonante de la expresión clara, sin tapujos, de la forma de ser de cada cual, permitiéndonos entender mejor la compleja psicología de cada uno de los personajes, por medio de unos diálogos realmente admirables, hasta la eclosión final que representará una ruptura, una liberación y un futuro, aunque incierto, distinto de la cotidianidad opresora del ayer.
En el último plano, de nuevo un travelling, esta vez partiendo de los ventanales que nos permiten ver a los comensales en sus mesas separadas, alejándose la cámara, quedando la sensación que allí, en el Hotel Beauregard, la vida sigue, pero ya nada es igual...
Delbert Mann se ciñe, con buen criterio, al clásico esquema dramático y teatral de presentación, nudo y desenlace; que la película tiene origen teatral es cuestión fuera de toda duda, perteneciendo, no obstante y por ello, a la clase de películas que, excepcionalmente, bien sea por el tratamiento cinematográfico, bien sea por las interpretaciones, prenden la atención del espectador que sigue absorto el desarrollo de la trama expuesta.
Ciertamente, el origen teatral es evidente, ya que apenas hay dos escenas que no sean interiores; la magnífica fotografía en blanco y negro de Lang otorga sentido y expresión a cada escena, pasando, como debe ser, inadvertida, sólo notabilísima en el recuerdo y la revisión de la obra.
Decir qu
e
David Niven y
Wendy Hiller, que consiguieron el Oscar por su trabajo, como Actor Principal y como Actriz Secundaria, resplandecen por encima de sus colegas, sería algo injusto, como injusto fue que Deborah Kerr no consiguiera el Oscar a la Mejor Actriz por una interpretación modélica, que aún hoy sorprende por su amplísimo registro y su evidente modernidad.
Véase
aqui, los premios a los que optó con toda justicia Mesas Separadas, y véase, también,
aquí, el porqué no pudo obtener más premios Oscar: la cosecha ese año fue excepcional, y hay que saber repartir...
En definitiva, película totalmente recomendable, ni que sea por el gusto de comprobar lo que daban de sí las estrellas de los grandes estudios cuando se les ponía delante un personaje con la debida enjundia, componiendo, todos ellos, un conjunto irrepetible.
Indispensable para cualquier cinéfilo, más aún para los que, como este comentarista, se rinden ante soberbias actuaciones basadas en tramas inteligentes perfectamente dialogadas.
P.D.: Acabo de enterarme que Deborah Kerr ha fallecido el 18/10/2007, a los 86 años, habiendo padecido en sus últimos años la enfermedad de Parkinson. Sirvan los elogios a ella dedicados en este comentario como homenaje póstumo en reconocimiento por su arte.
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