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diumenge, 22 de novembre del 2020

Realismo hollywoodiense







El 28 de octubre de 1935 se estrenaba en el teatro Belasco sito en Broadway la segunda pieza dramática escrita por el dramaturgo y director de teatro Sidney Kingsley, un hombre de teatro que en toda su interesante carrera se cuidó de que sus obras recibieran la representación que su autor requería. Con su primera pieza, Men in White, recibió el Pulitzer y se representó en 351 funciones, dirigida como excepción (por ser la obra de un primerizo) por Lee Strasberg: es una comedia dramática en torno las vivencias de un hospital.

Quizás envalentonado por el indudable éxito de la primera, Sidney Kingley ofrece en su segunda pieza, titulada Dead End, un descarnado retrato de la realidad neoyorquina fijando su atención en las diferencias sociales existentes entre los opulentos habitantes de los nuevos edificios construídos cabe el río Hudson y la callejuela miserable que existe en su puerta trasera, con habitantes que luchan por salir adelante en medio de la pobreza y la suciedad: de un lado los afortunados y del otro el lumpemproletariado.

Sea por la fuerza del contenido social sea por el miedo que una pieza dramática tejida con tales mimbres debía suponer, la cuestión es que el autor agarró el toro por los cuernos y gracias al patrocinio de diversas personas y asociaciones consiguió agendarla en la sala Belasco y la dirigió él mismo con la afortunadísima colaboración de Norman Bel Geddes que reconstruyó en el escenario un callejón mugriento que finalizaba en un aparente río al que una y otra vez se lanzan los que acabaron siendo conocidos como "Dead End Kids", un grupo de jóvenes que hablan un argot casi ininteligible y chapotean en el río para sacudirse el apestoso calor que les rodea. Norman Bel Geddes hizo construir en el habitual foso para orquesta una bolsa con redes al que se tiraban los actores y los ayudantes tiraban agua salpicando para simular el chapoteo.

El público alucinaba con el escenario construído, pero se quedaba con el corazón encogido por la fuerte crítica social del texto de Sidney Kingsley (que si ha sido traducido no he sido capaz de encontrarlo y en inglés resulta harto difícil de entender por los giros lingüísticos) que con una fuerza inusitada en la escena neoyorquina consigue aunar la denuncia de una realidad vigente y la calidad dramática, consiguiendo permanecer en cartelera nada menos que en 687 representaciones, todo un récord para una obra de fuerte denuncia social, un drama realista que retrata un aspecto de la sociedad normalmente huérfano de representación en el arte ligado al entretenimiento salvo honrosísimas excepciones.

Conste que la pieza, representada hasta el 12 de junio de 1937, nunca más ha vuelto a ser vista en los teatros de Broadway; lo que no significa que no se haya representado en otras partes, pero es un detalle a tener en cuenta, pues en piezas de tal éxito inicial las reposiciones son habituales.

Como era habitual en el Hollywood de la época dorada los productores y directores de cine además de ser ávidos lectores de novelas también solían acercarse a las salas de teatro para pescar ideas: a Samuel Goldwyn (que seguramente estaba requemado porque la Metro-Goldwyn-Mayer [con la que jamás tuvo nada a ver] se había hecho con los derechos cinematográficos de la primera obra de Sidney Kingsley, estrenando Men in White con Clark Gable y Mirna Loy sin hacer otra cosa más allá de ganar mucho dinerito) ya le soplaron, antes del estreno, que Dead End iba a ser una buena base para una película: así que en el mes de marzo de 1936 en compañía de su esposa y de William Wyler -que estaba puliendo el espléndido guión de Dodsworth con Sidney Howard sobre una obra teatral de Sinclair Lewis como sin duda ustedes recordarán, pues lo comentamos aquí el año pasado) y parece que salieron muy impresionados favorablemente, al punto que Goldwyn, que ya lleva tiempo dándole vueltas al asunto, inmediatamente ordenó la oferta de 165.000 dólares para hacerse con los derechos, miró fijamente a Wyler, al que ya tenía ocupado y a punto de empezar el rodaje de Dodsworth, y le dió 25.000 dólares en garantía de que se ocuparía también de la dirección de la película Dead End. Y se largó con su esposa a Europa.

Cartel del argentino Osvaldo Venturi
(Cartel del argentino Osvaldo Venturi)


Esto ocurría en marzo de 1936 y hasta que no finalizaran las representaciones, evidentemente, no habría película a iniciar. Ya sabemos que la obra echó el telón en junio de 1937 y hasta entonces sucedieron muchas cosas y no sólo en Hollywood: en España estalló la guerra civil y en Europa la situación tampoco era muy tranquila que digamos.

Así que Samuel Goldwyn en 1936 iba a estrenar una película basada en una novela de éxito que criticaba la filosofía de la sociedad estadounidense con alejamiento e ironía y ahora, en 1937, se disponía a producir una película basada en un drama de fuerte contenido social, una pieza que no acaba bien y deja al espectador con la boca abierta y pensativo.

Evidentemente, los sabuesos de la Oficina Hays se apresuraron a dar un toque de atención y empezaron las discrepancias entre productor y director mientras Lillian Hellman, que ya había trabajado con ellos dos como guionista de These Three (que ya vimos aquí hace más de tres años) iba escribiendo un guión en el que los cambios de una parte dulcifican la pieza dramática y de otra la acercan a unas propuestas legítimas de la guionista, sin que el autor original, Sidney Kingsley, protestara para nada, consciente de las diferencias que ante la censura había entre cine y teatro causadas primordialmente por el impacto instantáneo del primero en una multitud.

Wyler quería rodar Dead End en escenarios naturales mostrando las sucias callejuelas de Nueva York, esos lugares recreados en la obra de teatro, pero no contaba con dos cuestiones:

Primera, que los censores ya estaban apretando las clavijas a Goldwyn exigiendo que en el guión se limaran situaciones inadmisibles en el cine, so pena de negarle permiso para exhibir la película. Y segunda, que Goldwyn prefería que el rodaje se hiciese en casa, cerquita, donde podía controlar personalmente y a toda hora las vicisitudes del rodaje. Y para ello, decidió darle a Richard Day, que ganaría como director artístico el único premio oscar de Dosworth, la nada despreciable suma presupuestaria de 100.000 dólares para que reconstruyese en estudio el barrio de Nueva York que aparece en la obra de teatro: Richard Day, con la ayuda inestimable de Julia Heron y al parecer algún consejo de Norman Bel Geddes, levantó una calle, sus aledaños e incluso hizo cavar una fosa para simular el río que marca el final de la calle.

Wyler siempre consideró que el decorado era una castaña y agarraba un berrinche cuando los operarios del estudio, siguiendo instrucciones del patrón, limpiaban la suciedad que él esparcía para mostrar las sucias calles de Nueva York y no contentos con ello retiraban la basura y la sustituían por fruta fresca, cortada, eso sí, que cada mañana traía un camión a las órdenes de Goldwyn: en el cine, las calles no podían aparecer sucias.

Con estos antecedentes, cualquiera apostaría a que la película Dead End (Calle sin salida) estrenada el 27 de agosto de 1937, apenas dos meses después de que el teatro dijese adiós al original, sería un fracaso.

Si todos los cinéfilos sabemos que a William Wyler le apodaban "99 takes" estamos al tanto que la constancia y el empeño en conseguir lo que quería era una de sus virtudes y que no se arredraba fácilmente así que como era de esperar capeó el temporal y se dispuso a torear los cornúpetas censores con su maestría habitual, esa ambivalencia propia de alguien nacido en un pueblo, Mulhouse, que tan pronto se pronunciaba en francés como en alemán y decidió que ya que tenía a sus órdenes al gran operador Gregg Toland, el blanco y negro esta vez no iban a estar acompañados de tantos grises como en Dodsworth donde Rudolph Maté hizo un trabajo excelente.

De modo que la iluminación la ajustaría a la crudeza de las imágenes en su sentido literal y retrataría a los personajes acorde a su situación en el contexto generalizado de la trama que se nos cuenta, el transcurso de un día en una callejuela que acaba en las sucias aguas del río, justo donde se abre la puerta de servicio de un lujoso edificio cuyos habitantes, por un día, deberán usar a causa de las obras que se están realizando en la fachada principal, descubriendo así un mundo para ellos inaudito, lleno de chiquillos que no van al colegio, disputan entre ellos y sus vecinos, gritan, hacen fuego para asar patatas y se zambullen en las sucias aguas ribereñas repletas de espumas que provienen de las alcantarillas próximas.

La película se inicia con un letrero en el que se sitúa al espectador poniéndole al corriente de la diversidad social, económica y de origen del vecindario de esa calle y Wyler, sin necesidad de palabra alguna, sólo jugueteando con su cámara usa un travelling vertical pasando de las siluetas de los rascacielos a las sucias callejuelas y nos muestra cómo desde las ventanas del vecindario se tira de todo, hasta líquidos, a la calle; cómo una mujer de avanzada edad se acerca a unos bebés que están en un cochecito al cuidado de su hermano adolescente -más preocupado por mirar a los pillastres tirándose al río- y simulando hacer gorgoritos al más pequeño, le arrebata una rebanada de pan que el crío tenía y se larga zampándosela apresurada: es el hambre en pura expresión de Wyler sin mediar una letra.

A todo esto el cinéfilo se relame y hace bien, porque va a disfrutar de lo lindo: faltan ojos para ver todo lo que Wyler va metiendo en el cuadro.

Wyler recibió un obsequio más de Goldwyn en forma de un elenco que se ajusta perfectamente a todos los personajes que van a vivir en su película: en primer lugar cuenta con el grupo de jovencísimos actores que representan a los adolescentes arrabaleros y que conocían al dedillo los caracteres no en vano siguiendo el consejo de Sidney Kingsley el productor los contrató a todos (a los pequeños no y fue una lástima, porque ahí estaba Sidney Lumet en su primer trabajo teatral y hubiese sido también una presentación cinematográfica reseñable) para repetir en cine el éxito que ya habían tenido en el escenario. Asimismo, contrató a Marjorie Main para repetir el papel de Sra. Martin en una breve aparición más que destacable como madre de Baby Face Martin, delincuente buscado por varios asesinatos, interpretado por Humphrey Bogart que le saca un jugo intenso a su personaje y la teórica pareja protagonista la componen Sylvia Sidney que se beneficia de un nuevo tratamiento de la mano de Lillian Hellman para elevar la importancia de Drina, una mujer joven responsable de un hermano adolescente y díscolo en grado sumo mientras también participa en la lucha social por conseguir mejoras salariales y por último Joel McCrea (que ya había trabajado en These Three) incorporando a Dave, joven nacido en el andurrial ribereño que con su esfuerzo ha conseguido dejar obtener una educación superior hasta obtener el título de arquitecto. Les acompañan como secunddarios Allen Jenkins como Hunk, fiel compadre de Baby Face, y Wendy Barrie en el papel de Kay, que tiene enamoriscado a Dave y como Francey, antigua novia de Baby Face, Claire Trevor en un brevísimo pero muy intenso trabajo que le mereció todos los elogios posibles de los que conociendo a Wyler, éste no debía estar muy lejos de ser gran coadyuvante.

La película, que tiene un metraje aúreo de noventa y tres minutos, arranca como hemos apuntado sin perder un instante en adornarse y de inmediato plantea sin ambages el meollo de la cuestión: vemos a los sucios y mal vestidos mozalbetes deambular cabe las sucias aguas del río y unos metros más arriba en una soleada terraza está Philip Griswald, un adolescente empingorotado vestido con un impoluto traje de lino blanco que en un descuido de la sirvienta que acaba de servirle el desayuno tira el vaso de leche disimuladamente al tiesto de una de las plantas tropicales que adornan ese mirador que los ricos tienen sobre la calle sin salida : todos respiran el mismo aire, pero ésa es la única coincidencia vital.

Pronto comprendemos que esa muchachada tiene un protagonismo inesperado porque Wyler se cuida mucho de mostrarnos sus cuitas, sus anhelos y preocupaciones y su ya incipiente desesperación aceptando un incierto destino amargo a causa de su propia condición, cuna y desarrollo en medio de la pobreza que les envuelve y de la que no aciertan a ver la forma de salir de ella: aunque por la fuerza de la censura se hayan eliminado palabras soeces y tacos, resulta evidente que a todos ellos les falta una mínima educación para poder mejorar e incluso un hogar asentado en el que recibir ejemplos y no malos tratos de un padre borracho desde primeras horas de la mañana como cuenta uno de ellos que prefiere lógicamente la calle al mal llamado hogar.

Esos jóvenes están ojos avizor y orejas tiesas cuando ese hombre bien trajeado que les mira bajo el ala de su sombrero es interpelado por Dave, que acaba de bajarse de una escalera de mano para pintar el rótulo del bar restaurante de la zona: Dave interpela a Baby Face Martin al que cree reconocer como un viejo amigo de correrías en esa misma calle, años atrás.

Martin se resiste a se reconocido porque se ha hecho intervenir por un cirujano estético para alterar su fisonomía: el diálogo con Dave es jugoso y Wyler mantiene la posición de ambos con Martin por encima de Dave, sentado en bajo, como dando a Martin una presencia dominante y amenazante que sin embargo no consigue acobardar a Dave: el juego de cámara de Wyler que va acercándose a ambos usa planos medios pero en picado y contrapicado y la iluminación se hace fuerte y contrastada con composiciones de cuadro muy dinámicas.

Resulta evidente que ambos son dos ejemplos contrapuestos de habitantes de la calle que han crecido y han llegado a lugares distintos: Baby Face Martin usa un traje caro y se lo hace notar a Dave y éste, que ha conseguido llegar a la universidad y ser arquitecto, no encuentra trabajo para el que está cualificado y debe ganarse el pan pintando rótulos para comercios del barrio, cuando su ilusión de siempre ha sido remodelar la calle donde nació y dejarla habitable.

En un plis plas lo que se denomina "sueño americano" queda en entredicho.

Y la censura tragando quina porque Goldwyn supo edulcorarlo, es de justicia reconocerlo.

Esos dos antagonistas que fueron amigos de niños y ahora enfrentan vidas y anhelos muy distintos, tienen sin embargo en la arquitectura dramática ideada por Sidney Kingsley una semejanza: ambos están flanqueados por dos mujeres que tienen mucha importancia en el desarrollo de la trama ya que su relación con ellos provocará acontecimientos decisivos que vamos a dejar en el tintero porque para el amable lector que no haya visto esta enorme película sería una jugarreta explicar más de la cuenta.

Todos sabemos ya de la predilección de Wyler por las escaleras como medio expresivo de posiciones y significados que atañen a cada personaje y su situación en ellas y en esta película las escaleras abundan, así como los diferentes niveles de estructuras, empezando por la calle y las azoteas privilegiadas, vistos en picados y contrapicados nada gratuítos, siempre llenos de connotaciones: a veces el ascenso se convierte en una pesadilla y la bajada a carrerilla una liberación y la cámara de Wyler trabaja muchísimo pasando del plano general al medio y al detalle sin solución de continuidad mostrando un dominio de la caligrafía cinematográfica sobresaliente y extrayendo de sus intérpretes toda su esencia, determinado como estaba Wyler a otorgar a la película toda la carga de crítica social que existía en la pieza teatral y que por fuerza de los censores tuvo que aligerarse: pero no contaban con la excelencia en la cámara, en el lenguaje visual, en la forma de filmar, en suma, marca de la casa: no contaban con que Wyler les daría sopa con honda.

Podría excederme explicando mil detalles que se me ocurren tras un único visionado de la película pero prefiero que tome el lector el riesgo de comprobar lo acertado de los elogios aún siendo advertido que la escena que pueden ver en el vídeo siguiente cuenta algo importante. Si tienen tanta curiosidad y no han visto la película (al final hay un enlace con la que está en youtube doblada en castellano) recomendaría quitar el sonido, que está en su idioma original:



Esta película demuestra una vez más que el aserto que nos dice que una película proviniente de una pieza teatral adolecerá de un lastre insoportable que representará una merma para el arte cinematográfico es absolutamente falso y dependiente en grado sumo de la inteligencia, pericia, habilidad y trabajo de un cineasta que puede ofrecer una trama provista de excelentes diálogos con una fábrica visual enriquecedora, expresiva al punto que el espectador que puede paladear la película más de ocho décadas tras su estreno ni siquiera esforzándose puede imaginar que está viendo una obra de teatro llevada al cine: ésa es la magia del cine y lo demás son tonterías, sandeces y excusas de vagos.

En definitiva, una película absolutamente imperdible para cualquier cinéfilo que se precie de serlo: una obra de arte que no parece haber perdido actualidad en lo trascendental de su contenido más íntimo. Una pieza soberbia que puede sin duda ofrecer la oportunidad de una enriquecedora conversación, tantos son los extremos notables en ella, los aspectos técnicos percibidos y los detalles que puntúan la narración. Dotada de un ritmo interno sólido sin ningún tiempo muerto, sin ningún hurto al espectador al que supone dotado de la inteligencia necesaria para comprender con lo visual bastante más allá de lo que se dice, todo ello me impulsa a catalogarla en mi particular categoría de obras maestras.

Vídeo hallado en youtube de la película doblada al castellano (ojo que hay otra con las proporciones alteradas a 16:9, lo que es una incorrección impropia)




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dimarts, 17 de novembre del 2020

Exposición fotográfica 1976-1986





















































A lo largo de todos estos años creo que en alguna ocasión me he referido a otra de mis aficiones, la de fotografiar casi todo lo que se me pone por delante y me llama la atención y resulta que por una serie de avatares, coincidencias, casualidades o llámelo usted como prefiera, hace ya más de un año me solicitaron material fotográfico para realizar una exposición con la idea de aprovechar unos fondos de imágenes de interés en principio localista para engrosar el archivo municipal y pese a mis reticencias iniciales al fin me ví embarcado en una empresa inédita para mí, la de seleccionar fotografías con el fin de ser expuestas al público.



Ha querido la fortuna que coincidiese la fecha prevista para la inauguración con el primer período de confinamiento general que se aplicó para salvaguardar la salud pública del maldito virus covid y así se aplazó mes tras mes hasta que al fin se decidió que, ya que todo el trabajo previo se había realizado (digitalización mediante escaneo de negativos, selección y proceso de los mismos con las técnicas digitales más modernas, ulterior selección para decidir las definitivas a exponer e impresión y montaje de las mismas) y el material estaba colgado de las paredes de la sala de exposiciones, el pasado día 2 de octubre, con mascarillas y aforo limitado, se inauguró la exposición capítulo Nº9 del "Cicle l'autor i la seva obra" y he de confesar que durante meses me embargó una ambivalente sensación de orgullo y de estar precisamente donde no debía por no merecer tanta atención.

La exposición se ha desarrollado con los trompicones propios de la época que padecemos y al fin el pasado día 2 de este mes se procedió a desmontarla como estaba previsto y creo que después de treinta días de exposición pública limitada por el covid se merecen esas fotografías un poco de aire y me ha parecido que colgarlas en este bloc de notas era lo mínimo que podía hacer, máxime cuando algunos amabilísimos lectores jamás tuvieron oportunidad de ver esas fotografías, que les pueden sonar a cosa rara por ser muy localistas, pero es lo que hay.

Para la exposición me solicitaron un texto introductorio que escribí en catalán y que he procedido a trasladar al castellano dado el bilingüismo de las gentes que por aquí se mueven y si interesa se puede leer en estos enlaces.

La exposición, evidentemente centrada en actividades de mis conciudadanos, se subdividió en cinco temáticas diferentes y he dispuesto un enlace para ver en reproducción continua cada colección por entero. Cualquier fotografía puede verse ampliada simplemente usando el ratón.

Introducció en Català


Ja de ben petit preferia mirar sense fer soroll tot allò que m'envoltava fixant-me en detalls que em deixaven absort al temps que donava la imatge de ser un bon nen, quiet i pacífic, mentre la meva imaginació volava per tot arreu.

A la primera adolescència vaig aconseguir que em deixessin manegar una càmera molt senzilla, una Werlissa, em sembla recordar, i quan havia fet guardiola em comprava un carret de ¡dotze fotos! que ràpidament vaig aprendre a administrar. Ben aviat, a la segona adolescència, vaig aconseguir que em deixessin fer fotos amb una Kodak Retina II ¡que ja portava telèmetre! i la meva afició a mirar silenciosament i a guardar les imatges a un negatiu va créixer.

La primera reflex me la vaig comprar jo mateix i va ser una Minolta 303 SRT que encara es prop meu reposant. Amb ella vaig començar seriosament a practicar la fotografia i ràpidament també vaig iniciar-me al revelat i positivat en blanc i negre, sempre havent en compte que els materials no eren barats i que els carrets no disposaven de gaire més de 36 imatges encara que fossin fets al granel a partir de rotllos de negatiu de 30 metres enllaunats.

Tot una proesa tancar-se a la fosca més profunda, obrir una llauna i d'una cinta de 30 metres tallar-ne un tros i enrotllar-lo dins d'un xassís de carret que acabaria dins la Minolta esperant que jo pensés que aquella imatge valia la pena guardar-la.

De bon segur, per això els fotògrafs que vàrem practicar la fotografia física i química (això que diuen ara, d'analògica com a diferent de digital es una mostra de desconeixement enorme) no ens acabem d'acostumar a tirar fotos com qui metralla. La foto, aleshores, requeria paciència i mirar, mirar molt fins que arribava el moment esperat.

La espècie humana es un motiu inesgotable per mirar, per tafanejar, i, es clar, per fer fotografies.

Sobretot, quan elles o ells es dediquen a fer allò que els agrada, perquè en una activitat de goig, les expressions sempre son interessantíssimes, lliures, sense complexos, sense cabòries: concentrat el subjecte en fer allò que fa de la millor manera, el fotògraf té models que sempre ofereixen bones imatges.

Si això ho ajuntem a que m'agrada la música i la dansa, acaba resultant que sense haver-ho fet premeditadament, tinc una petita col·lecció de fotos que ja formen part de l'historia de El Prat, mostra d'actes culturals que el pratenc va poder gaudir a la desena compresa entre 1976 i 1986.

De forma natural, sortir al carrer a tafanejar per les festes majors sempre ha estat un reclam pel fotògraf i no em podia pas resistir quan el veïnatge permetia barrejar-se i fer anar la càmera quan l'ull ja havia mirat prou i la gent s'havia acostumat a veurem pel mig, com si no fes res, quan estava mirant-los a ells tot esperant el moment de guardar l'instant.

Va ser una gran sort que el meu amic Joaquim Montané, sabedor de la meva passió per fotografiar la gent fent coses, m'avisés i em posés en contacte amb en Josep Vidal, que estava organitzant una pujada amb carros i tartanes a Montserrat amb motiu del 50è aniversari de la tradicional Romeria, al 1982: en Josep Vidal i el seu germà Enric em van admetre a la seva tartana, prometent jo que els ajudaria en el que fes falta i gràcies a aquesta iniciativa que va ser un regal vaig poder fer, aquell primer any i dos més encara, una bona pila de fotografies que, aquestes segur, formen part de l'historia pratenca.

Espero i confio que gaudiu de la mostra d'aquestes fotografies que d'una banda permeten recordar actes i fets de El Prat de fa quaranta anys i d'altre, suposo, assenyalen un interès i una forma de veure de qui es trobava amb l'ull enganxat a la càmera.



Introducción en Castellano


Siendo muy chico prefería mirar sin hacer ruido todo lo que me rodeaba fijándome en detalles que me dejaban absorto al tiempo que daba la impresión de ser un buen niño, quieto y pacífico, mientras mi imaginación volaba por todas partes.

En mi primera adolescencia conseguí que me dejasen manipular una cámara muy sencilla, una Werlissa creo recordar, y en cuanto llenaba la hucha me compraba un carrete de ¡doce exposiciones! que rápidamente aprendí a administrar. Pronto, en la segunda adolescencia, conseguí que me dejasen hacer fotos con una Kodak Retina II ¡que ya llevaba telémetro! y mi afición a mirar silenciosamente y guardar las imágenes en un negativo se incrementó.

La primera reflex me la compré yo mismo y fue una Minolta 303 SRT que descansa cerca de mí. Con ella empecé a practicar la fotografía en serio y rápidamente me inicié en el revelado de negativo y positivado en blanco y negro, siempre teniendo en cuenta que los materiales no eran baratos y que los carretes no albergaban mucho más de 36 exposiciones aunque fuesen hechos a granel a partir de rollos de negativo de 30 metros enlatados.

Toda una proeza encerrarse en la más profunda oscuridad posible, abrir una lata y de una cinta de 30 metros cortar a ciegas un trozo y enrollarlo dentro de un chasis de carrete que acabaría dentro de la Minolta esperando que yo decidiese que aquella imagen valía la pena guardarla.

Seguramente por ello los fotógrafos que practicamos la fotografía física y química no nos acabamos de acostumbrar a tirar fotos como quien ametralla. La foto, entonces, requería paciencia y mirar, mirar mucho hasta que llegaba el momento esperado.

La especie humana es un motivo inagotable para mirar, curiosear y claro, para hacerle fotografías.

Sobre todo, cuando ella o ellos se dedican a hacer lo que les gusta, porque en una actividad de gozo las expresiones son siempre muy interesantes, libres, desacomplejadas, ajenas a toda preocupación: concentrado el sujeto en hacer lo que sea de la mejor manera, el fotógrafo tiene modelos que siempre ofrecen buenas imágenes.

Si a ello añadimos que me gusta la música y la danza, acaba resultando que sin premeditación alguna tengo una pequeña colección de fotografía que ya forman parte de la historia de El Prat, muestra de actos culturales que el pratense pudo disfrutar en la década comprendida entre 1976 y 1986.

De forma natural, salir a la calle a curiosear por las fiestas mayores siempre ha sido un reclamo para el fotógrafo y no me podía resistir cuando el vecindario permitía mezclarse y disparar la cámara cuando el ojo ya había mirado bastante y la gente se había acostumbrado a verme por en medio, como si no hiciese nada, cuando estaba mirándolos esperando que llegara el momento de guardar el instante.

Fue una gran suerte que mi amigo Joaquim Montané, conocedor de mi pasión por retratar gente haciendo cosas, me avisara y me facilitase el contacto con Josep Vidal, que estaba organizando una subida con carros y tartanas a Montserrat con motivo del 50 aniversario de la tradicional Romería, el año 1982. Josep Vidal y su hermano Enric me admitieron en su tartana prometiendo yo que les ayudaría en lo que hiciese falta y gracias a esa iniciativa que fue un regalo para mí pude, aquel primer año y dos más todavía hasta 1984, unas cuantas fotografías que, estas seguro, forman parte de la historia pratense.

Espero y confío que disfrutéis de estas fotografías que de un lado permiten recordar actos y hechos de El Prat de hace cuarenta años y de otro, supongo, muestran un interés y una forma de mirar de quien se encontraba con el ojo pegado a la cámara.




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