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dimecres, 30 de març del 2022

Una compleja pareja



La editorial Harper & Brothers disponía en su catálogo muchas novelas del género thriller cuya enorme aceptación en el público de todas las latitudes representaba un negocio sólido y no era infrecuente la aparición de nuevos autores iniciándose y en 1950 publicaron la primera novela de una jovencita llamada Patricia Highsmith que, como sabemos muy bien porque lo comentamos al referirnos a su segunda novela, Carol, la entregó a la editorial y se fue a trabajar de dependienta mientras esperaba que se la publicaran. Algo sucedió entretanto, pero no avancemos acontecimientos; la novela en cuestión arranca con dos hombres que se conocen casualmente en un viaje en tren mientras están en el vagón de salón de bar; uno es Guy Haines, joven arquitecto con cierta popularidad por su oficio y su vida social y el otro atiende por Charles Anthony Bruno y es un joven holgazán de vida disipada y cómoda a cargo de los dineros de su familia.

La novela, efectivamente, es Extraños en un tren. Y en apariencia consiste en la relación entre ambos personajes a partir del momento en que Bruno, conocedor de las dificultades de Guy por obtener el divorcio de su esposa infiel, propone una solución infalible: él, Bruno, asesinará a Miriam, la esposa reticente, a cambio que Guy asesine a su padre, que no hace más que darle la lata, protestar por su ritmo de vida inútil e impedir que sea feliz. Una proposición de crimen perfecto, porque no hay enlace ninguno entre asesino y víctima en ninguno de los dos casos. Un negocio seguro, limpio y provechoso para ambos.

La locura de la propuesta asombra a Guy que, después de compartir la cena en el cubículo de Bruno, se despide balbuceando excusas para regresar a su propia cabina. Unos días más tarde, Guy estará en México de vacaciones con su novia Anne Faulkner y los padres de ésta, cuando Bruno se ocupará de estrangular a Miriam. Y empezará a exigir a Guy que cumpla con su parte del trato.

Leída que ha sido la novela, uno aseguraría que el editor le dio un vistazo rápido y se ocupó de preparar su publicación y darle buena publicidad. Pero habida cuenta que estamos en 1949 sorprende un poco que no limara el subtexto sexual que reviste una complejidad inusual en novelas de la época porque en aquellos momentos se aplicaba una cierta persecución tanto a los rojos comunistas como a los depravados homosexuales, ambos declarados enemigos de la sociedad estadounidense. Y enseguida resulta bastante evidente que Bruno es homosexual, que ostenta todos los requisitos del conflicto edípico y que se ha enamorado platónicamente de Guy al que no pretende sexualmente porque entiende que viaja de una esposa odiosa a una novia feliz. La cuestión es que Guy después de haber conocido a Bruno ha quedado vivamente impresionado por la personalidad de éste y poco a poco se va estableciendo una relación en la que el majareta Bruno domina incluso los pensamientos de Guy hasta cuando duerme.

El planteamiento de la novela y la construcción de los personajes (la madre de Bruno es una mujer que vive a su manera, flirteando con la indiferencia de su marido y el rencor celoso de su hijo, pero siempre independiente y absolutamente al día, por no decir al momento) es muy interesante y capta la atención con fuerza.

Pero se nota que es una novelista primeriza y que el editor no invirtió mucho tiempo en ella porque la idea era brillante; el desarrollo de la trama se va alargando en exceso a causa de una morosidad innecesaria provocada por exceso literario, una sobreabundancia que lastra la novela y por momentos llega a aburrir, casi obligando a una lectura "en diagonal" para darle carpetazo.

Alfred Hitchcock viajaba en un tren que llevaba de la costa este hacia Hollywood, de regreso del preestreno de su película Pánico en la escena y le acompañaba su esposa Alma Reville y Whitfield Cook, guionista de la película, en la que Alma también intervino. El viaje, muy largo, lo amenizaron leyendo las pruebas de imprenta de una novela que iba a ser publicada en breve, primera obra de una joven desconocida: Patricia Higsmith. La coincidencia de revisar las galeradas que iban de mano en mano de los tres viajeros con la temática que se inicia en un viaje en tren muy semejante sin duda excitó la curiosidad de los viajeros y añadido a que estaban buscando en qué ocuparse mientras los problemas previos de la adaptación de Yo confieso se iban solventando, la cosa acabó en que, llegados a California, lo primero que hizo Hitchcock fue dar instrucciones para que se adquirieran los derechos cinematográficos de la novela incluso antes que se publicara.

Si en la literatura de novelas de bolsillo la vista del censor podía ser amplia y condescendiente, en una película y menos de Hitchcock la censura estaba ojo avizor y desde luego la homosexualidad y el complejo de Edipo de Bruno no iban a pasar de ninguna forma, así que se imponían unos cambios, aunque como era de suponer el taimado director no se iba a quedar tan tranquilo eliminando conceptos psicológicos de los personajes simplemente porque al censor le provocaran escándalo.

Hitchcock enseguida tuvo en la cabeza la película entera pero necesitaba muchas cosas para poder hacerla visible a todo el mundo. De entrada, necesitaba un guionista de relumbrón, con nombre propio, para que atrajese a un público que le había dado esquinazo; y también necesitaría unos intérpretes que dieran la cara con esos personajes.

Elegir el guionista no fue tarea placentera porque fueron muchos los elegidos pero ninguno, tras leer la novela y las ideas de Hitchcock, quiso hacerse cargo del asunto. Al fin Raymond Chandler aceptó escribirlo pero no se produjo la magia entre guionista y director y Hitchcock en el verano de 1950 decidió que no iría nunca más a casa de Chandler a perder el tiempo y encargó la tarea a la joven Czenzi Ormonde, a la que había conocido como ayudante de Ben Hetch y a Whitfield Cook. Este era una apuesta segura porque ya se conocían y porque el maestro pensó con buen criterio que Cook se tomaría con sumo interés el tratamiento del subtexto sexual de la novela, pues era homosexual aunque como era habitual en la época no confeso, pues no le hubiesen dado trabajo en ninguna parte. Incluso llegó a casarse para cubrir las apariencias, como otros tantos.

En realidad, el guión lo confeccionaron entre Ormonde, Cook, Alma y el propio Hitchcock como siempre encima de todo y dando instrucciones y consejos. La figuración de Chandler en los créditos no es más que publicidad: Ormonde aseguró que en su primera entrevista con Hitchcock éste, al escucharle mencionar el guión de Chandler, lo sacó del cajón y tapándose ostensiblemente la nariz, lo tiró a la papelera y le dijo: ¡a trabajar!

La base de la trama de la novela es respetada en el guión de la película, titulada como la novela Strangers on a Train (Extraños en un tren 1951) pero hay algunos cambios forzados por la moralina imperante en el Hollywood de 1950; así la madre de Bruno pierde su condición de casquivana, Anne se torna en mucho más conformista y aparece una hermana menor (representada por Patricia Hitchcock) que en su ingenuidad y afición por el crimen novelesco tendrá también parte importante en la trama, precisamente en aquello que el director decidió iba a ser su tratamiento específico para puntar lo que en la novela es mucho más explícito: la dualidad, tanto sexual como ética y moral.

Hay muchos detalles dobles en esta película que empieza mostrando unas vías que se alejan o entrecruzan y unos pies de dos hombres identificables por los diferentes zapatos que calzan y que acaban por encontrarse con un ligero toque, casualidad que arranca la trama: Bruno (espléndida composición de Robert Walker) reconoce a Guy (Farley Granger) quien es un afamado tenista que, además, está a punto de terminar su carrera deportiva para dedicarse a la política al amparo de su futuro suegro, que es senador. siempre que su esposa Miriam, que está embarazada de otro, le conceda el divorcio, claro.

Hitchcock sabía lo que quería y lo más duro fué lo que él llamaba "la negociación", o sea, el rodaje, porque entonces empezaban a intervenir muchos personajes. Por suerte para él pudo adjudicarse a Robert Burks como camarógrafo con el que se entendió a la mil maravillas y fue capaz de ejecutar las descabelladas ideas que el orondo director tenía para algunas escenas que han quedado en la memoria de cualquier cinéfilo que haya visto la película: el asesinato de Miriam a manos de Bruce, con una elipsis basada en un reflejo distante que llevó varios días de rodaje, una partida de tenis que el estupendo montador William H. Ziegler sacudió a tope dándole un ritmo frenético mientras lo emparejaba con una situación tensa casi minimalista y un final apoteósico repleto de tensión y trucos cinematográficos más una escena que, años después, todavía ponía pálido al mismo Hitchcock por su peligro, según sus propias palabras que, como siempre, podían ser un truco más.

Curiosamente, Hitchcock quería a William Holden, un tipo fuerte, para el personaje de Guy, pero no le dieron el gusto, pues trabajaba por contrato con la Columbia y ésta hubiese cobrado cara su cesión a la Warner. Fue él mismo quien eligió a Robert Walker que viviendo una situación personal complicada, supo dar complejidad a Bruno, dipsómano, jugador, diletante conversador y aficionado a los dimes y diretes de una sociedad bien estante a la que pertenecía por la fortuna paterna y muy atado de una forma dual a una madre medio chalada que le mima y consiente, incapaz de ver cómo es su hijo en realidad, un hijo que la ama y desprecia por momentos, según lleve ocho o diez cócteles bebidos.

Un malvado ejemplar, canónico: de aquellos que mantenían su crueldad oculta en buenas formas, en buenas palabras, en alguna extravagancia leve, nada importante. De los que asesinaban en pantalla sin gestos desabridos, sin pestañerar.

Una composición excelente de Robert Walker que se come todas las escenas en que aparece: siendo el villano, su trabajo le hace merecedor del recuerdo imborrable del espectador. Una lástima que tras el abandono de su esposa cayera en fuertes depresiones y acabara su vida con escasos 32 años, con un futuro halagüeño después de mostrar sus capacidades histriónicas en esta película dando vida a Charles Anthony Bruno, todo un tipo.

Un tipo que idea un complicado trato para aniquilar a su padre. Un plan con su admirado Guy que representa Farley Granger, a quien Hitchcock ya conocía de La soga, un actor elegante, homosexual y falto de la rudeza y fuerza que Hitchcock deseaba para Guy, así que se encontró con un actor perfecto para el Guy de la novela pero no tanto para el Guy de su película, condicionada, no lo olvidemos, por la censura teóricamente inatacable.

Hitchcock juega con la cámara como siempre y nos muestra cosas, nos da a entender conceptos, e insiste en la dualidad: no es por casualidad que Miriam use unas gafas del mismo tipo que las usa Bárbara, la hermana pequeña de Anne Morton, y ello da pie a otra brillante escena marca de la casa en la que el subconsciente de Bruno sale a relucir y sin palabra alguna de un lado muestra una psique retorcida y de otro marca un principio de entendimiento de lo que para todos los personajes es un misterio.

La falta de fortaleza que Hitchcock lamentaba por no haber dispuesto de William Holden la sortea en realidad con habilidad porque la composición de Farley Granger se basa en una sutileza y debilidad que por momentos lleva a pensar que está agradecido profundamente a Bruno por haber apartado a Miriam de su camino y la supuesta rectitud del personaje, que pretende dedicarse a la política (hay ahí un dardo envenenado de Whitfield Cook por la persecución política contra los homosexuales) pero desestima denunciar al asesino por no buscarse problemas innecesarios.

En la misma tesitura, Bárbara muestra su alegría al saber el deceso de Míriam porque al fin su hermana Anne podrá casarse con Guy y será reprendida por su padre, el viejo senador.

Por jugar, Hitchcock juega incluso con el tiempo y las situaciones, creando casuales encuentros en los mismos lugares y valiéndose del montaje en paralelo para acrecentar la tensión cuando ya ha aparecido su habitual cuestión que sitúa a sus personajes en franca inferioridad mientras el espectador tiene noticias ampliadas aunque sigue sin saber cómo se va a resolver el cataclismo causado por el malvado Bruno.

En una palabra: Hitchcock ejecuta una pieza magistral que tiene muchísimos detalles a observar porque, como insistimos siempre, nada es casual en las buenas películas: hay ahí un tipo que constantemente lanza mensajes, apuntes, advertencias, y nada ocurre por casualidad ni porque sí: todo está en la pantalla porque el director así lo ha querido y no se trata tanto de perfeccionismo: se trata de profundo respeto a la inteligencia del espectador al que pretende seducir al tiempo que le da ocasión para entrar en debate más profundo de lo que en apariencia vemos en la pantalla.

Si la han visto, repitan porque seguro que verán cosas que no recordaban si se fijan bien. Si no han tenido ocasión de verla ¿a qué esperan? Aprovechen la suerte que tienen, porque ver una película como esta por primera vez es, a estas alturas, una sorpresa placentera.Y no busquen datos en internet, porque verán que a Alfred Hitchcock jamás le dieron el oscar al mejor director y a la pelmaza Campion le han dado dos, y sacarán impresión errónea.



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