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dimarts, 31 de juliol del 2018

Fahrenheit 451





Con motivo de la edición que conmemoraba el cuadragésimo aniversario de la publicación de su novela más conocida Ray Bradbury escribió en 1993 un interesantísimo prólogo que divulga algunas de las claves que sentaron las bases necesarias para conformar una novela de ciencia ficción que rápidamente adquirió tintes de clásico, la archiconocida Fahrenheit 451 que entre otros conceptos nos ayudó en algún momento de nuestras vidas a comprender la enorme diferencia entre los grados Celsius y los Fahrenheit sin que jamás llegáramos, pobres hombres de letras, a comprender el porqué.

En dicho prólogo el cinéfilo despistado se entera que Bradbury tuvo que darse un poco de prisa -es un decir- en dejar lista esa primera edición porque resulta que John Huston le estaba esperando en Irlanda para pergeñar durante ¡ocho meses! el guión de Moby Dick, que se estrenaría en 1956 y resulta que el bueno de Ray Bradbury llevaba desde 1951 ganándose el pan escribiendo guiones lo que hace contemplar como muy curiosa la afirmación del autor que escribió la novela en una máquina de escribir de alquiler sita en la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles.

Casi todos tendremos por ahí, en un rincón, un ejemplar de la novela y probablemente la leímos hace mucho tiempo. Recomendaría darle un nuevo vistazo y, si no contiene el prólogo citado, ir a por ella con el aditamento pues no tiene pérdida.

Sé que resulta una temeridad detenerse a comentar someramente la novela pero habiéndole dado un repasito hace muy pocas semanas no me resisto a ello intentando convenceros de que hagáis lo propio. Porque aunque la idea básica sea sobradamente conocida: en un futuro nada halagüeño el cuerpo de bomberos se dedica a quemar todos los libros que estén a su alcance pues el gobierno ha decidido que la lectura es un vicio que perjudica a la ciudadanía dinamitando su moral y convicciones, usualmente al ofrecer disyuntivas que pueden ser objeto de debate, lo cual no hace sino crear confrontaciones innecesarias, pues ya el gobierno se ocupa de que todos sean felices.

En poco más de ciento y pico páginas (dependiendo de la edición por su tipografía y composición) Bradbury amplía unas ideas que ya vertió en cuentos brevísimos y anécdotas imprevisibles y crea una sociedad del futuro indefinido en el que los libros han pasado de ser guardianes de sabiduría, emociones y conocimientos útiles a ser objetos prohibidos y su tenencia penada con la máxima gravedad en una sociedad en la que las carreteras están flanqueadas por anuncios enormes a fin de poder ser vistos por los veloces automóviles que pueden atropellar a cualquier peatón imprudente sin problema alguno mientras en las casas (llamarlas hogares sería impreciso) las paredes van llenándose de pantallas de televisión que interactúan con los ocupantes, algunos de los cuales exageran las dosis de pastillas para dormir luego.

Bradbury tiene el acierto de fijar la atención en Montag, el bombero que un buen día conoce a una extraña joven, Clarisse, quien le hace propuestas tan absurdas como frotarse una florecilla, un diente de león, en la barbilla, para saber si uno está enamorado. Y descubrir que el padre y el tío de Clarisse están en el porche de su casa, charlando, cuando todos están dentro mirando la tele. De hecho, ellos ni siquiera tienen antena de tele. ¿De qué charlan? pregunta Montag, sorprendido.

La novela nos habla a un tiempo de la transición personal que sucede en el ánimo de Montag pasando de bombero incinerador de libros a revolucionario en defensa de la lectura y lo hace con un estilo sencillo y eficaz dotado de un ritmo constante apenas interrumpido por alguna descripción excesiva en palabras y habiendo pasado ya casi sesenta y cinco años de su primera edición (la más conocida en forma de serial en los números dos, tres y cuatro de la revista Play Boy: Hefner pagó 450 dólares [todo lo que tenía] y nunca se arrepintió de ello) uno acaba por decidir que si hace cincuenta años cuando la leí por primera vez y tuve una idea de lo que luego conocería como distopía, ahora, en 2018, creo que Ray Bradbury se acercó mucho a un visionario.

Ciertamente no se queman libros: se sepultan bajo toneladas de otros libros y se dejan en los anaqueles o estanterías mientras la familia se dispone ante la enorme pantalla, cada vez más dotada de interactividad; puede que a diferencia de la mujer de Montag nadie pretenda tener varias pantallas de televisión en una misma habitación, pero sin duda hay más de una en muchas casas. Y en todas, como dice en un momento el Bombero Jefe, hay bombardeo de anuncios.

La importancia de la novela de Bradbury se incrementa si constatamos la época en que fue escrita, justo a mediados del siglo pasado, cuando la censura todavía planeaba con fuerza sobre la sociedad estadounidense desde los propios estamentos gubernamentales. Lo que no podía imaginar el amigo Ray ni siquiera en 1993 cuando escribió el citado prólogo es que los usos censores no tan sólo no desaparecieron sino que se han extendido como una plaga; él no pudo saberlo entonces pero ahora, gracias a la facilidad de internet, empezamos a vislumbrar unos usos sorprendentes

La importancia de la denuncia formulada por Bradbury es tal que a pesar de su clamoroso éxito desde que apareció en 1953 nunca hubo en la industria del cine estadounidense el más mínimo interés en darle alas y ofrecerla en las pantallas: tuvo que esperar trece años a que desde el otro lado del charco, en Europa, François Truffaut se encargara de escribir un guión y luego dirigir la película homónima Fahrenheit 451 (1966) gracias al interés de una productora británica y la ayuda de Jean Louis Richard como guionista.

Truffaut lleva a la pantalla la novela de Bradbury modificándola en parte pero dejando el meollo inalterado aunque sin apretar las clavijas a una sociedad que ya entonces empezaba a apoyarse mucho en la televisión (todos sabían ya que el celebérrimo JFK había ganado por guapo a Nixon gracias a los debates televisados) y siguiendo el camino del novelista se centra en la aventura de Montag con alguna que otra licencia digamos que conveniente; el centrarse en el personaje y sus relaciones con su esposa, con la joven Clarisse y con su jefe, Beatty, sin acentuar el entorno como sí lo hace Bradbury en sus reflexiones, la película pierde fuerza y vista ahora de nuevo cincuenta años más tarde la primigenia sensación de extrañeza que me dejó se convierte en la constatación que hace aguas por casi todas partes.

Porque si a la dificultad de apuntar alto le añadimos una sensación de falta de presupuesto en una película que necesita elementos del futuro creíbles y un vestuario que ya en su estreno causaba risa, un camión de bomberos ¡que van de pié, agarrados a una barra! que parece ideado por el Profesor Franz de Copenhague, lo único reseñable es la aparición (y el mal uso que del mismo se hace) del tren elevado de Châteneuf-sur-Loire que me parecía recordar había leído hace medio siglo que estaba en Bélgica, pero resulta que no. Quizás el "invento" quedó gafado por la película: no diría que no.

Truffaut tuvo por encima de todo un fallo garrafal en esta proposición con una base tan poderosa: dejó campar a sus anchas a todos los actores, del primero al último, del veterano Cyril Cusack al figurante que simula caerse con tan poca gracia que habría que repetir la toma cien veces. Desde luego es difícil conseguir que Oskar Werner abandone su cara de pato mareado y que Julie Christie deje de intentar epatar al personal con sus ojazos y sus interminables labios, pero para eso está el director: para mandar un poco y poner orden. Los personajes, todos, se caen por culpa de unas actuaciones lamentables, indignas de una novela como ésa: hay una incredulidad que traspasa la pantalla: los rostros de esos protagonistas en ningún momento se adecúan a lo que están diciendo y las más de las veces o parecen zombies sin expresión alguna o se limitan, como Cusack, a un repertorio de gestos risibles, inoportunos, ineficaces, sin convicción alguna. No sé si es que no se leyeron el guión entero, si jamás habían leído la novela o si es que su sueldo fue tan exiguo que Truffaut no tuvo los arrestos necesarios para repetir tomas hasta que la escena tuviese la fuerza que el texto requiere. Para una vez que el guión resulta aceptable, todo lo demás es una pifia.

No sé lo que pensó o dijo -si es que dijo algo- Bradbury después de haber visto el remedo perpetrado por Truffaut, pero me apostaría una cena a que si hubiese visto la versión de Fahrenheit 451 que dirige Ramin Bahrani automáticamente se hubiera sentido muy satisfecho al comprobar sus facultades de visionario porque en este 2018 se ha podido comprobar cómo pasados casi sesenta y cinco años todavía está pendiente de ofrecerse una buena película basada en la novela de Bradbury y no tan sólo eso, sino que, puestos a pensar mal, pensaremos que la industria multimedia masificadora se ha tomado debida revancha tratando de enterrar de una vez y para siempre ese opúsculo de menos de doscientas páginas que los pone a parir desde hace más de medio siglo.

El amigo Ramin ha dejado cuatro escenas de la novela y ha procedido a elucubrar como si no hubiese leído más que una sinopsis para ¿escribir? su "adaptación", precisamente en una época en que, lejos de los sueños de 1966, el libro de papel ya no tiene más razón de ser que el cariño de algunos "lletraferits" y el archivo digital no sólo puede preservar la deforestación del planeta sino, además, facilitar y abaratar (ésa es una cuestión pendiente de aclarar y ejecutar) la transmisión de la palabra escrita.

El guión de Ramin es descabezado, alocado, inverosímil y falto de toda lógica: un galimatías que mezcla tecnología punta con conceptos arcaicos: una pena, porque la novela de Bradbury permite un ajuste actualizado pues su crítica permanece, quizás más evidente aunque con otros matices más endemoniadamente maquiavélicos: el enemigo no es tonto y su lucha contra la cultura del ciudadano dispone de brazos fuertes, potentes y muy largos.

Lo único que merece la pena en el bodrio perpetrado por Ramin es la actuación del siempre solvente Michael Shannon que incorpora con mucha convicción al Capitán Beatty. Así como en la de 1966 las actuaciones llevan a la pira la película, en la de 2018 la interpretación no puede salvar de la miasma catódica un producto malogrado. Una pena.

Porque la conclusión es que la imperdible y excelente novela de Ray Bradbury está todavía a la espera de una película que le haga justicia. Léansela y disfrútenla mientras aguardan: va para largo, me temo.





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dissabte, 7 de juliol del 2018

La gata de Williams





Estaba seguro que en los once años de vida de este bloc de notas -que se cumplen hoy- había dedicado más de un espacio a glosar alguna película basada en obra teatral procedente de la magnífica pluma de Tennessee Williams y a pesar de mi reconocida y confesa querencia teatrera compruebo, pasmado, que aparte de recordar la efeméride del cuarto de siglo de su fallecimiento, me he olvidado de él absolutamente.

Olvidado en lo que hace a este sitio, aclaremos; así que me alegro de poder dedicarle cuatro letras sin correr el riesgo de que la amabilísima persona que pueda leerlas me regañe justamente por pelmazo.

El 24 de marzo de 1955 se estrenaba en el Morosco Theatre, Broadway, la nueva pieza escrita por el ya célebre Tennessee Williams, una delicia dramática de tres actos titulada Cat on a Hot Tin Roof dirigida por Elia Kazan en cuyo cartel compartían honores Barbara Bel Geddes (como Maggie), Ben Gazzara (como Brick) y Burl Ives (como Big Daddy) y Pat Hingle (como Gooper)



(Yo no sé ustedes, pero a mí, se me hace la boca agua y los dientes largos, de pura envidia por los que vieron eso en directo)

La pieza tuvo justo reconocimiento de crítica y público y se representó nada menos que 694 ocasiones antes de echar el cierre. Posteriormente se ha representado en Broadway en otras cinco ocasiones, la última hace ya cinco años, con Scarlett Johanson como su protagonista, Maggie "la gata".

La gata de Williams.

Para los que no lo recuerden, apuntar que Tennessee Williams, considerado junto a Eugene O'Neill y a Arthur Miller de lo mejor del teatro estadounidense del pasado siglo, era homosexual confeso y nada oculto en una época que nada tiene que ver con la actualidad en la que exhibir pluma es casi un deporte protegido. Williams nunca se escondió y tampoco fue muy dado a la autocensura, lo que le procuró no pocos encontronazos y disgustos incluso con aquellos que apreciaban en su justa medida su arte dramático.

Conocedor por nacimiento y cultura de los ambientes sureños, Tennessee vuelca a mediados del siglo pasado en una pieza corta, menos de sesenta páginas condensadas en tres prietos actos que se constriñen entre cuatro paredes y menos de un día albergando una constelación de personajes riquísimos psicológicamente, colosos habitantes del Parnaso dramático desde el mismo momento de su aparición, desafiantes exámenes para intérpretes que se creen profesionales hasta que intentan poseerlos.

Williams nos presenta una familia acomodada sureña, dueños de una plantación de algodón, una extensión de once mil hectáreas que ha levantado el patriarca de la familia quien justamente cumple sesenta y cinco años el día que vuelve a casa después de una estancia en un hospital donde le han hecho diversas pruebas, pues se sentía enfermo.

En la mansión le aguarda su esposa, Ida, su hijo mayor, Gooper Pollitt, con sus cinco hijos y la madre de éstos, Mae, que está embarazada de un sexto. Y su hijo menor, Brick, con su esposa, Maggie, a la que desprecia al punto que prefiere dormir en el sofá antes que con ella al lado.

Los personajes creados por Williams revisten una complejidad trazada con maestría en muy pocas líneas en un avance imparable que provoca que la atención del lector/espectador quede presa de un texto inmaculado, diáfano, limpio y potente que propicia un ritmo interno de la pieza absolutamente maravilloso de principio a fin sin tiempos muertos ni descanso para el ánimo que se deja conducir sin resistencia en medio de una vorágine de sentimientos, querencias, ambiciones y desengaños que sólo la sinceridad, expresada a media voz, logrará apaciguar. Una batalla de egos en la que puede haber alguna víctima, o quizás no.

Williams, una vez más, presenta un personaje masculino en el que la homosexualidad es un componente importante: en este caso, según algunas fuentes, hubo una autocensura que dejó al ausente Skipper todo el peso de la carga de la homosexualidad latente en su relación con Brick, pero parece ser que hay alguna versión teatral en la que Brick, por lo menos, adopta una conducta bisexual para disimular ante la sociedad que le rodea. No en vano insiste una y otra vez en su deseo de largarse del entorno, de cambiar de aires, buscando lejanía y anonimato.

Maggie no nació, como Brick, en el seno de una familia sureña acomodada, con sirvientes negros a su disposición: ella nació pobre; ella vistió en su casorio un traje prestado por una prima rica a la que odiaba; Maggie salió de la pobreza gracias al matrimonio y está decidida a no desperdiciar su oportunidad; no es ambiciosa para sí misma, pero (no olvidemos que la pieza está fechada a medio siglo pasado) sí para su marido, Brick: la indolencia de éste ella no la comprende: ella quiere para su marido lo que entiende le corresponde, porque la salud del Abuelo Pollitt es precaria y su sucesión próxima y Gooper está con su esposa Mae como si fuesen dos buitres, atentos a los restos del muerto. A Maggie le otorga Williams todo su cariño y le ofrece las mejores líneas, los mejores párrafos de unos diálogos sobresalientes: esa joven luchadora, sabedora de su potencia sexual, tiene todas las bendiciones de un autor homosexual que sabe tiene que autocensurarse y no pudiendo volcar toda la tensión erótica en el marido lo hace en la esposa convirtiéndola en un grito, un alarido casi, de seducción como arma de presentación propia, de reafirmación personal, dotada de una astucia que moldeará lo evidente para todos y especialmente para el moribundo Pollit.

Un muerto que está muy vivo o eso cree él, porque le han engañado: al Abuelo le han asegurado que cumplirá muchos más de los sesenta y cinco y que su cáncer ha quedado en nada: el viejo Pollitt pretende recuperar el tiempo perdido, dedicados que han sido todos sus años al esfuerzo de levantar la plantación: de todos los Pollit, él es el único que se considera trabajador, porque todo lo que tiene, que es mucho, lo consiguió partiendo de la pobreza: quizás por eso aprecia a su nuera Maggie en lo que vale, porque entiende su ambición para no volver a ser pobre.

Williams juega muy bien los equilibrios de sus personajes entre sí mientras podríamos decir que surcan su camino en un pantano de mendacidad: nadie dice la verdad, todos disimulan, pero están en un brete: por una parte, Brick está sumido en una espiral asfixiante de la que intenta salir a base de bourbon y de otra, el Abuelo siente que le queda tiempo para disfrutar de la vida y de repente le anuncian que su muerte está cercana y su hijo mayor, su nuera y sus insoportables nietos le persiguen y adulan hasta la náusea, todo por la fortuna que no podrá siquiera disfrutar ni tampoco malbaratar, dudando entre dejarla a un hijo mendaraz o a uno alcoholizado, su plantación, el trabajo de toda su vida.

La riqueza psicológica de los personajes de Tennessee trasciende más allá de la presentación de humanidades en conflicto para promover debate filosófico sobre el propio sentir de la vida, las ilusiones, el materialismo, el respeto y la libertad de elección. Podría extenderme en consideraciones relativas a la generosidad de Williams al momento de crear sus personajes, pero entonces rompería en exceso el comedimiento y brevedad que busco y ciertamente no consigo como desearía.

La pieza se lee de un tirón porque está escrita con elegancia y precisión y una gran economía de recursos (y muy bien traducida la versión que en 1959 protagonizó Aurora Bautista en Madrid) al punto que cuando uno la ha acabado vuelve a leer un párrafo y luego otro, porque engancha y uno va viendo a cada lectura aspectos nuevos que siguen siendo actuales.

Con estos antecedentes a nadie puede extrañar que hollywood se aprestara a llevar al cine, una vez más, una buena pieza de Tennessee Williams, máxime cuando su éxito popular era incontestable: eso sí, como de costumbre y en observancia del maldito Código Hays, con alguna pequeña modificación.

Richard Brooks acababa de rodar una versión de la muy prolija novela de Dostoyevsky Los hermanos Karamazov gracias a un guión propio confeccionado junto con los gemelos Julius y Philip Epstein (sí: los que hicieron el de Arsenic and Old Lace) y seguro que, como guionista, halló placer en adaptar a la pantalla la pieza dramática de Tennessee Williams con la ayuda de James Poe, que acababa de ganar un oscar por su adaptación de la famosa novela de Julio Verne "La vuelta al mundo en ochenta días".

Estos antecedentes no eran evidentemente los más recomendables para afrontar la pieza de Williams, pero Brooks ya había tomado referencias potentes cuando adaptó con John Huston el breve cuento de Hemingway que se convertiría en el clásico Forajidos y la experiencia debió dejarle buenas sensaciones y el gusto a piezas literarias con verdadera enjundia: sus tres siguientes trabajos, de los cuales uno, basado en buena pieza de Sinclair Lewis, ya lo tratamos aquí hace siete años (cómo pasa el tiempo), acuden a la buena literatura, de la cual el propio Brooks no era ningún extraño, no en vano fue autor de reconocido prestigio de guiones e incluso alguna novela.

Desde luego en 1958 era absolutamente imposible ofrecer en el cine estadounidense ni siquiera la más leve sospecha de homosexualidad que rozara ni siquiera levemente un personaje principal: si acaso un secundario maligno y con muerte dotada de enorme sufrimiento y repugnancia así que Tennessee Williams se pudo dar a todos los diablos y maldecir a gusto en presencia de los amigos de confianza pero Richard Brooks y James Poe iban a cambiar un poco la historia, por mucho que ya difería de la primera escritura que nunca fue editada.

Además, Paul Newman era un valor en alza y la Metro Goldwyn Mayer no iba a jugársela así que, decidida a relanzar el "estrellato" de Elizabeth Taylor (que odiaba la llamaran estrella de cine) hizo un paquete inédito con el apoyo de Burl Ives, ya conocedor del texto de Williams. Alargaron las frases de Brick (Newman), recortaron las de Maggie (Taylor) y lo prepararon todo para que Ives se pudiese lucir, en un año muy especial para él, porque también nos alucinó con su trabajo a las órdenes de Wyler en The Big Country.


El recorte que Brooks hace de las frases de Maggie "la gata" deja la película Cat on a Hot Tin Roof (La gata sobre el tejado de zinc) [lo de "caliente" no pasó la censura española] un poco más equilibrada porque ciertamente en la pieza teatral la autocensura enrabietada de Tennessee acaba por otorgar a Maggie una preeminencia que no molesta en absoluto pero que ¡ay! chocaba entonces (y choca ahora, afirmarán ustedes) con la idea hollywoodiense que los protagonistas son los hombres y las mujeres deben ocupar un lugar "distinto".

Ello no es óbice para que una esplendorosa Elizabeth Taylor se apodere de la película desde el primer segundo y no la abandone hasta que acaba el metraje: hay que verla en pantalla lo más grande posible y en versión original (muy fácil: hay un dvd de la añeja colección de El País) porque el doblaje, siendo bueno, no le hace justicia.

Brooks se percató enseguida que tenía ante sí una oportunidad única: una enorme actriz dispuesta a todo con tal de hacer suyo para siempre un personaje icónico escrito por un maestro: Maggie se nos aparece bajo los rasgos y el cuerpo de una joven Elizabeth Taylor (26 años de nada) que con su mirada igual ardiente que gélida y dura y su voz casi siempre controlada y dulce pero firme y determinada realiza una interpretación absorbente: todos quedamos absolutamente enamorados de ella, todos incapaces de comprender cómo es posible que Brick, su marido, la rechace, salvo que.....

Paul Newman, ese mismo año, había dado una de cal y otra de arena: por un lado, a las órdenes de Arthur Penn había sobreactuado de la forma más ridícula en El zurdo (lo contamos aquí) y también había trabajado con el genial Orson Welles en El largo y cálido verano (lo contamos aquí) y probablemente entre Brooks ojo avizor y el excelso trabajo de la Taylor le ayudaron a ponerse las pilas, ofreciendo una interpretación muy contenida que favorece mucho la ambigüedad sexual que se desprende de su personaje.

Contar con Burl Ives y la gran Judith Anderson como los abuelos Pollit debió de ser para Brooks como que le tocara la lotería y desde luego el bueno de Jack Carson y Madeleine Sherwood afrontan con valentía los personajes de Gooper y su esposa Mae, ésta absolutamente repugnante, mucho más que su marido: sendas composiciones merecieron muy buenas críticas en su momento.

La adaptación del texto de Tennessee que realizan Brooks y Poe, salvo el recorte de Maggie, es brillante, consiguiendo con sus diálogos añadidos no desentonar con los de origen: los cambios ayudan un poco a disimular el origen teatral, con alguna escena de exteriores y ampliando a diversas estancias de la mansión familiar de los Pollit el desarrollo de la acción: no obstante, para el que suscribe lo mejor del guión cinematográfico es el buen uso de los recursos propios del nuevo medio: el sonido de la tormenta puntuando situaciones; el agua torrencial causando impedimentos y el viento impertinente que provoca un mayor aislamiento son elementos usados con mucho acierto por Brooks, lo mismo que las escaleras que comunican el piso del jardín, del centro de la casa, de la planta baja al sótano repleto de paquetes comprados hace años sin siquiera estar desenvueltos sus envoltorios originales, los más llenos de polvo, restos de un acopio material que acentúa una soledad vital.

Brooks además de escribir estupendos guiones también sabía dirigir, contar con la cámara: ayudado por William Daniels a la cámara, la emplaza con seguridad variando ángulos hasta rozar el contrapicado en ocasiones para reforzar la preeminencia momentánea, el primer plano fijo sobre una exasperación y el suave travelling para acompañar algún personaje en su tránsito por una escena dominada por otros que deberán soportar interrupciones e intromisiones que harán crecer la tensión interpersonal de toda la familia Pollit.

Los recursos diseñados por Tennessee para apoyar los simbolismos de la pieza, verbigracia el pie enyesado de Brick y la muleta que usa, las botellas de bourbon que vacía una tras otra, sus repuestos y los vasos, los impresentables niños, etcétera, son explotados apropiadamente por Brooks para enfatizar más si cabe la personalidad rica y compleja de los habitantes de esa mansión familiar que soportará un mal momento igual que soporta una tormenta torrencial, un pequeño trastorno veraniego tras el cual el aire es más puro.

La leve puerta entreabierta que deja Tennessee en su pieza quedará incólume, personificada, para siempre, por la mirada ansiosa y dulce, más amorosa que lasciva, de Maggie mientras sube al encuentro de Brick, a su reclamo.

Una muestra de cine que sublima una buena obra de teatro: lejos de preocuparse Brooks por el mal llamado lastre teatral, se dedica a ofrecernos su versión aprovechando que tiene a su servicio unos elementos que ya jamás volverían a encontrarse en la misma situación; evidentemente las películas que beben del teatro se distinguen por su riqueza de diálogos tanto en calidad como en cantidad y ello jamás me ha parecido vaya en detrimento de nada, quizás porque cuando como en este caso uno se enfrenta a un buen texto, unos buenos intérpretes y un buen director, todo va como una seda. Puede que no haya acción física; pero hay acción, vaya que sí: de la que deja huella.

Absolutamente imperdible para cualquier cinéfilo amante de las buenas interpretaciones y los textos proclives a proporcionar una conversación interesante a posteriori. Algo deberá tener esa gata para que actrices dispares como Kathleen Turner, Ashley Judd y Scarlett Johanson se hayan calzado sus sexys zapatos.

p.d.: Agradecer, un año más, vuestra paciencia al leer y vuestra colaboración al comentar.










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