Hace ya bastantes años vi en la tele una película que me dejó impresionado. De hecho, verla en la tele, con anuncios en medio molestando el discurso cada tanto, al albur de la programación, es un sufrimiento no deseado, impuesto por la industria, que uno, entonces, padecía sin remedio.
Luego apareció el aparato de vídeo y uno se afanaba en grabar películas con el dedo encima del botón de pausa; así se creaba antes una colección interesante al margen de los vaivenes del mercado. Ahora, gracias a la informática, uno puede dejar el ordenador grabando una película y luego, en un plis plas, quitar de en medio toda la morralla publicitaria.
No deja de ser curioso que, un buen día de 1992, apareciera en la tele un anuncio de pantalones que, inmediatamente, despertó un recuerdo cinéfilo.
El anuncio es el que los amables lectores habrán visto en la entrada del lunes pasado: un joven atlético y bien parecido se baña en cuanta piscina se pone a su alcance, llevándose consigo a la más guapa: apenas un minuto de gloria publicitaria, que reportó al anunciante diversos premios internacionales.
Desde luego, la idea, de original, no tiene nada.
La idea la tuvo
John Cheever y la mostró a los lectores de la revista The New Yorker, el 18 de julio de 1964, en forma de relato corto, apenas once páginas demoledoras en las que el autor desgrana magistralmente múltiples y variados conceptos relativos a la forma de vivir de la clase medio-alta estadounidense, que el autor conocía muy bien en la época en que redactó el breve relato.
Neddy Merrill es un hombre de media edad todavía fuerte, robusto y de apariencia deportiva y juvenil. Una tarde de verano, hallándose en casa de unos amigos, decide volver al hogar nadando, creando en su imaginación un río compuesto por las piscinas de los ricos habitantes del privilegiado condado, pletórico de exclusivas villas, sus propietarios todos conocidos de Ned, que decide bautizar ese río imaginario como Río Lucinda en honor a su esposa, de tal nombre conocida por todos.
Mediante una forma de redactar austera, breve y concisa, Cheever realiza una parábola dramática de la sociedad bienestante de la época, un retrato que alejado de localismos innecesarios permite al autor apuntar rasgos perfectamente reconocibles por el lector.
Ese protagonista con espíritu aventurero, imbuido por una fuerte voluntad de cumplir su propio designio, parte en un viaje vital que le lleva de vuelta a casa. Ese regreso al hogar a través de una aguas que se suponen calmas pero que irán convirtiéndose en procelosas ya tiene su precedente en la literatura clásica en el viaje a Ítaca que el esforzado Ulises realizó hace siglos; como le sucedió a Odiseo, el fin del duro viaje reportará una sorpresa; al igual que en el viaje mitológico, el paso de Ned por las diferentes aguas que busca afanosamente en medio del condado, su río vital, albergará una serie de dificultades; obstáculos que, a diferencia del griego, no dependen de la voluntad de los dioses si no que anidan en la propia condición de ese nadador obstinado que, piscina tras piscina, irá descubriendo su verdadero ser, desnudándose ante el lector como una rosa llena de espinas a la que se vayan arrancando sus pétalos hasta quedar, frágil, desprovista de la belleza que la rodeaba, mecidos sus adornos en un aire cada vez más gélido, tormentoso y siniestro.
La apariencia del éxito que oculta la realidad de un fracaso; el dolor del descubrimiento de la realidad, lentamente, paso a paso, encuentro tras encuentro, aflora en Ned, cuyo avance cognoscitivo de su propia identidad le es dado por el trato de quienes va hallando a lo largo de su camino, recovecos y meandros de ese río, huellas que ha dejado en su vida, amarguras y resentimientos disimulados por la convivencia social; espaldas que antes fueron sonrisas, sarcasmos donde hubo servilismo, adulaciones convertidas en desprecios: el precio de la debacle monetaria, social y humana; el héroe orgulloso, preciado de sí mismo, transcurrida una tarde estival con aires otoñales, acabará rechinando los dientes, muda su seductora sonrisa, ajada, agria.
El relato de Cheever obtuvo enorme éxito de inmediato, probablemente porque el autor se limita a exponer unas preguntas que el lector se hará sin hallar la respuesta más que en sí mismo; esas pocas líneas magistrales, como era de esperar, concitaron el interés de la industria del cine y fue la productora
Horizon Pictures, con muy buenas películas en su haber, la que encomendó a
Frank Perry la realización del proyecto; Perry, con escasa experiencia (apenas dos películas y algún episodio televisivo), se valió de su esposa
Eleanor Perry para perfilar el guión.
Eleanor tuvo el coraje y el acierto de modificar mínimamente el excelente relato de Cheever y así, cuatro años más tarde de su aparición en letra impresa, se presentó la película conocida en España como
El Nadador (
The Swimmer, 1968).
La elección del protagonista no pudo ser más acertada: el atlético Ned Merrill toma para siempre la figura de
Burt Lancaster, pletórico físicamente a sus cincuenta y cinco años, que carga sobre sus desnudos hombros el peso de la película.
Ned aparece de entre la maleza, súbitamente, ataviado con un bañador, en casa de unos amigos: se sorprenden de verlo, porque hace años no le veían; no se sabe de dónde viene, ni porqué aparece; sonriente, saluda, bromea, abraza, y tiene la ocurrencia de cruzar a nado el condado para volver a su casa....
Frank Perry, siguiendo el guión de Eleanor, realiza la película de su vida. En su doble condición de director y productor, podemos pensar que la versión del relato de Cheever es propia y personal, tanto como fidedigna. Tan sólo algunos diálogos de más, pocos.
Muchas miradas nos explicarán mejor que las palabras los sentimientos de aquellos que se cruzarán en el camino de Ned, esa vuelta a casa odiseica en la que los tropiezos con el ayer olvidado configurarán un presente desconocido.
Y los gestos, las sensaciones del protagonista las enfatiza acertadamente Perry con primeros planos que resuelven en una imagen las descripciones literarias de Cheever, que debió quedar encantado pues participó en el rodaje como "extra", lo que ahora llamaríamos un "cameo"
No he podido averiguar la razón ni el motivo, pero lo cierto es que
Sidney Pollack tomó el lugar de Perry para rodar una escena cabal en la que Ned se encuentra con una antigua amante, justamente una escena muy ampliada con los diálogos creados por Eleanor, momento en que el protagonista parece confirmar su sospecha que nada es lo que a él le venía pareciendo.
Su optimismo inicial va decayendo cuando se enfrenta a gente que parece saber de él más que él mismo, recuerdos de hechos pasados borrados de la memoria de Ned. El espectador atento acaba por tener en mente un dibujo del solitario nadador que no coincide con la imagen que Ned parece tener de sí mismo y de sus relaciones con quienes trata.
Perry mantiene muy bien a lo largo de la hora y media escasa del metraje el pulso de una narración críptica manteniendo la idea original de Cheever, ofreciendo de forma dosificada los elementos que permitirán al espectador hacerse una composición de la realidad que los ojos cada vez más tristes de Ned irán descubriendo a lo largo de su acuoso periplo.
Unos ojos que pertenecen a Burt Lancaster que, en bañador y descalzo toda la película, como ya lo hiciera dos años antes
Cornel Wilde, acomete con una exhibición de fuerza interpretativa la representación de ese hombre complejo que con alma de explorador iniciará un regreso al hogar que le hará ver la verdad de su vida.
Valiéndose de la estimable colaboración de
David L. Quaid como camarógrafo y con el apoyo de una partitura -que ha envejecido algo, quedando muy "sesentera" de
Marvin Hamlisch, Frank Perry rodó hace ya tantos años una película muy especial, rara, difícil, que estuvo a punto de ser sometida a la mala costumbre de los "remakes" hace un par de años; pero no se atrevieron; seguramente porque hoy, ya no se hacen películas así: una película con muchas preguntas y ninguna respuesta.
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