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dimecres, 30 de novembre del 2016

Capitán Fantástico




No estoy muy seguro que empezar una película mostrando cómo unos chiquillos y un adolescente camuflados con barro acaban a puñaladas con el biznieto de bambi, aquel dulce cervatillo, y que para festejar la hazaña y el tránsito de la adolescencia a la hombría devore el matarife crudo, palpitante, el corazón del pacífico rumiante, sea una buena idea para acaparar audiencia. O quizás sí. Depende, claro, de lo que prosiga.

Me parece que Matt Ross en su segunda tentativa de juanpalomismo
(de Juan palomo, yo me lo guiso, yo me lo como)
cinematográfico lleva las cosas a un punto de no retorno proveyendo a una trama teóricamente bien intencionada características que la acercan peligrosamente a la frivolidad más descarnada, a un límite en el que la ironía y la parodia no acaban de cuajar como realidades y acabado el experimento permanece la sensación de fallido.

La propuesta contenida en el guión escrito por el propio director - Matt Ross – remite a la utópica vuelta a la naturaleza como remedio a todos los males de una sociedad cada vez más materialista y sujeta a los designios de un consumismo imparable; quizás porque en los Estados Unidos de Norteamérica ya tienen alguna que otra comunidad que voluntariamente se aparta del resto, constituyendo grupos sociales más o menos numerosos basados en la exclusividad por motivos ideológicos, usualmente dispuestos a proclamar una solidaridad excluyente como virtud a imitar, es porque hay alguna que otra película en la que esos grupos o grupúsculos se constituyen en protagonistas: recordemos, por ejemplo, The Village (El Bosque, 2004) escrita y dirigida por M. Night Shyamalan, en el que un grupo de acaudalados ciudadanos decide construirse su propio pueblo, con sus propias normas, muy cerca de la civilización.

Matt Ross no aspira a tanto como Shyamalan y se contenta con una familia; numerosa, pero una sola familia, que para dar pena después de apuñalar al ciervo, sabemos que, de repente, la madre de los seis hijos acaba de fallecer en un hospital, allí donde la civilización existe. Porque la familia, encabezada por el padre, el Capitán Fantástico del título, vive en plena naturaleza, en un bosque del noroeste. En un bosque propio, eso sí, que se lo compraron el matrimonio con el dinero que juntaron los cónyuges cuando decidieron abandonar la vida consumista, capitalista y mal llamada civilizada arrastrando a la naturaleza a sus seis hijos.

La endeblez del guión no es alarmante porque se inserta en la normalidad de la época que estamos padeciendo: no hace mucho, en alguna parte que no recuerdo, leí la afirmación de alguien relativa a la excesiva y progresiva infantilización del cine fabricado en Hollywood: busque usted la expresión en internet y le saldrán montones de enlaces: no es un concepto novedoso ni original, así que tampoco un ejemplo puede ser motivo de alarma; lo preocupante es que allí donde se producen más películas el nivel vaya descendiendo y en los otros lugares la imitación sea la panacea.

Admitida la idea de Ross de pronunciarse contra la sociedad de consumo, este comentarista, acabada la película, se dió con un canto en los dientes: desilusión total y absoluta; decepción profunda; un cúmulo de ideas absolutamente ingenuas sazonadas con unos toques perversos y de calado que derrotan la ilusión inicial y acaban por erigirse en una especie de advertencia para ilusos optimistas: no hay nada que hacer, rendición total. Resulta decepcionante comprobar cómo la sociedad actual, mayoritariamente materialista y consumista hasta resultar enfermiza para continente y contenido, es capaz de fagocitar y reconvertir cualquier iniciativa que pretenda cuestionarla: el llamado pomposamente “cine indie” en afortunado apócope que oculta, disimula y pervierte la deseada independencia intelectual del artista cinematográfico alberga a cada festival más productos como el presente que se anuncian épicamente deseosos de formular una idea nueva, revolucionaria y acaban por ser remedos actualizados de las tramas propias del añejo “Selecciones del Reader's Digest” y guiones destinados a “entrener y formar” a los infantes según las convicciones mayoritariamente reflejadas en los productos disneyanos de más poca entidad.

La concurrencia de cinco menores de edad y uno que acaba de convertirse en adulto al comerse el corazón de un ciervo, dotados de unas características físicas y saberes intelectuales sobresalientes, enfrentados por decisión paterna a la malvada sociedad de consumo, como si fuese simplemente la bruja fea del cuento; las comparaciones con unos primos desgraciadamente “normales” en franca desventaja; las prestaciones de los abuelitos, parientes del famoso tío gilito, todo, en suma, excede cuanto cabría esperar inclinando la balanza del discurso justo hacia el lado indeseado, como un subliminal giro subrepticiamente efectuado, como quien dice, en un salto de eje que pasó desapercibido.

Durante varias semanas dándole vueltas para intentar entenderla realmente, la confusión se apodera y el desánimo cunde: Ross presenta un cuento deshilvanado, carente de lógica por completo y adornado por chulerías propias de niñatos bien envalentonados por un orgullo de casta mal entendido. Nada nuevo ni original.

No quisiera explayarme en detalles porque es bien cierto que los chivatazos no deben sazonar un comentario y en este caso, además, aparte de sus fallos, pocas virtudes hay para abonar el tema.

Un punto tiene a su favor, ciertamente: se nota que Matt Ross fue monaguillo antes que fraile, porque obtiene muy buenas interpretaciones de todo el elenco: Viggo Mortensen carga en sus buenas espaldas el peso de casi toda la narración, pero los seis jóvenes intérpretes que personifican a los seis hijos realizan un trabajo casi perfecto, sobrio, muy lejos de lo que acostumbramos a ver en productos de corte disneyano que es la sensación que nos quedará al acabar la película, pasados apenas diez minutos, cuando ya la hayamos rememorado toda ella, intentando entenderla. Para mí, que es una tomadura de pelo o un experimento fallido. A elegir. Avisados quedan.



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