Es habitual entre cinéfilos de la nueva hornada, tan dados como los más veteranos a clasificar, repudiar la década de los setenta del siglo pasado como un decenio con obras poco interesantes, así, sin pensárselo dos veces. Cuando recapacitan, se dan cuenta de la inexactitud de tal aserto, como ya quedó demostrado en este mismo bloc hace unos meses, en uno de los entretenimientos que de vez en cuando asoman.
Precisamente el vicio de la cinefilia es una característica que define la personalidad de un director, treintañero en esa década, que, antes de caer en desgracia ofreció buena muestra de lo que normalmente conocemos como "homenaje a los clásicos", tal y como en estos tiempos hace Quentin Tarantino, con la diferencia que Peter Bogdanovich fijaba su vista en la serie A y Quentin se dedica a la Z. Bogdanovich se inició en su pasión por el cine como crítico y quiso la casualidad que, animado y apoyado por Roger Corman, traspasó la pantalla y se puso al otro lado, convirtiéndose en director de cine.
Después de haber tenido dos éxitos a principio de los setenta, las circunstancias y la buena suerte, así como el ojo certero de su primera esposa, Polly Platt, acabaron por dejar en manos de Bogdanovich un guión de Alvin Sargent que se basó en la novela de Joe David Brown titulada Addie Pray.
Ese guión había estado en manos de John Huston quien había convencido a Paul Newman para que interviniera en el proyecto junto con su hija Nell Potts; Huston, muy atareado en múltiples proyectos a principios de los setenta, desestimó al fin dirigir el guión y Newman decidió asimismo abandonar el proyecto, que se quedó huérfano.
Bogdanovich junto con Francis Ford Coppola y William Friedkin había constituido la productora The Directors Company con la idea de obtener de la Paramount Pictures la libertad deseada por todo director; una asociación que dio únicamente tres frutos, siendo el primero la película que Bogdanovich rodó basándose en ese guión que estaba pacientemente esperando un director que se ocupara de llevarlo a la gran pantalla:
Luna de Papel, perfecta traducción al castellano del original Paper Moon tuvo, pues, un azaroso caminar antes de caer bajo la responsabilidad de Bogdanovich, quien incluso acudió a su amigo Orson Welles para solicitarle consejo acerca de la idoneidad del título; la respuesta del genio no dejó lugar a dudas:"El título es tan bueno que no deberías hacer la película, sino presentar el título y olvidarte de ella" Esta frase de Orson puede parecer a simple vista un exabrupto o una boutade sobre todo para el espectador no estadounidense que probablemente desconocerá la arraigadísima costumbre del pueblo estadounidense de fotografiarse montado en una luna de papel en los años treinta del siglo pasado, como dan fe de ello numerosas páginas en internet. Así pues, Luna de Papel se erige en una historia que nos va a relatar ciertos hechos acontecidos en esa época, los treinta del siglo pasado, coleando todavía con mucha -demasiada- fuerza los efectos de la Gran Depresión de 1929 Bogdanovich tomó buen ejemplo de la intención de Huston y ya que Newman decidió abandonar el proyecto, propuso a Ryan O'Neal , con quien acaba de triunfar con Que me pasa Doctor, que se presentara en el set de rodaje en compañía de su hijita, Tatum O'Neal , a la sazón camino de cumplir los nueve años. La decisión no pudo ser más acertada, porque naturalmente, la química cinematográfica entre ambos es excepcional, ayudando no poco al buen resultado a obtener. Apartándose de la línea desarrollada por su admirado John Ford en Las Uvas de la Ira, Bogdanovich reconduce la historia a un terreno más moderno imprimiéndole un sentido de comedia que la alejará de sensiblerías fáciles, huyendo como alma que persigue el diablo del lacrimal del espectador. Haciendo verdaderos equilibrios, Bogdanovich tampoco entra en el terreno de la ironía, el sarcasmo y la burla, manteniendo un tono y un ritmo ejemplares en la conjunción de dos subgéneros que todo cinéfilo está pronto a mencionar, cuales son las llamadas "road-movie" y "buddy-movie", es decir, la formulación de un viaje de dos colegas o compañeros de fatigas, esqueleto cinematográfico que ha dado grandes obras (véase, por ejemplo, la excelente El Hombre que pudo ser Rey, de Huston, de 1975)
Addie Loggins (Tatum O'Neal) es una niña cuya madre acaba de fallecer y en el sepelio aparece un truhán (enseguida sabemos de su catadura, porque roba unas flores de otra tumba para hacerlas su ofrenda a la difunta) que se presenta como Moses Pray (Ryan O'Neal), "amigo de la difunta", dice. Una de las dos asistentes al sepelio se da cuenta del parecido en la barbilla del truhán y la huerfanita y acaban por confiar a la niña en manos del tipo, que deberá dejarla en casa de su tía, en el profundo páramo de Kansas, dando así inicio forzado a un viaje en el que ambos protagonistas irán conociéndose, sucediéndose toda clase de aventuras.
Moses es un timador de medio pelo que saca dinero a las viudas mediante el artificio de simularse vendedor de biblias encargadas por los difuntos maridos, edición "de lujo" con el nombre de la viuda estampado. Addie se da cuenta de inmediato del engaño al ver las biblias y el tampón practicable. En esos parajes inmensos discurrirá toda la trama, desplazándose de un lugar a otro avanzando hacia la casa de la tía.
La depresión económica es evidente, pero Bogdanovich no se detiene en ella, usándola como marco en el que desarrollará su historia, una trama en la que la complicidad de adulto y niña crecerá en un medio inhóspito en el que ambos son depredadores con escasa, por no decir nula, sensación de contravenir principios éticos básicos.
La evidente alegalidad y nula moral de los actos de ambos no representa obstáculo alguno para que Bogdanovich nos haga sentir empatía con los personajes de su cuento, retratados en un luminoso y amplísimo blanco y negro gracias al buen hacer del director de fotografía Laszlo Kovacs quien supo seguir el buen consejo del genio Orson Welles, cuando le dijo: "usa siempre el filtro rojo" (El filtro rojo intenso, usado en fotografía con soporte de negativo en blanco y negro, produce un efecto de contraste extremo, realzando las altas luces y dando profundas sombras, con muchísimo detalle)
La forma de rodar de Bogdanovich, más que simple y mero homenaje a los clásicos que adoraba, es una recreación oportunísima de una caligrafía cinematográfica aparentemente sencilla pero muy efectiva: mantiene la cámara quieta; aborda a sus personajes en primeros planos con grandes angulares sin distorsión; usa con inteligencia una profundidad de foco que le permite incardinar en la escena el entorno, situando al personaje justo en su lugar, en medio de la desolación económica de la época; los encuadres están concebidos para reforzar cada momento y las distancias entre los sujetos cobran significado evidente de sus sentimientos, haciendo inteligible el curso emocional de ambos en ese viaje por el medio rural que se convertirá en iniciático no tan solo para la niña, pues Moses tiene mucho que aprender también.
Bogdanovich, que actúa también como productor, es dueño y señor de la película y la hace suya por completo, presentando un fresco de una situación social complicada, una lucha por la supervivencia en la que algunos, como nuestros protagonistas, se inclinan por el fraude como medio de conseguir unos emolumentos con los que seguir adelante; no hay en ningún momento, en ninguna escena, en ninguno de los ricos diálogos ideados por Sargent, arrepentimiento de nadie por obrar en busca afanosa del dinero al precio que sea.
Ni por asomo se cuestionan Moses y Addie que se están aprovechando de pobres gentes ilusas; si acaso, la niña muestra alguna puntual condescendencia y empatía con los desgraciados, pero inmediatamente será reprendida por su mentor, ese chofer obligado a acarrear con ella bajo una incierta y supuesta amenaza infantil de reclamarle doscientos dólares, mera excusa argumental que mantiene tensa la cuerda que, poco a poco, les irá atando mutuamente. Una cuerda que les unirá frente a adversidades aparecidas al pretender jugar con individuos de la misma calaña pero más fuertes, cuerda que estará a punto de partirse en alguna ocasión, recuperada por el ingenio de la pillastre aprendiz que demostrará un buen futuro como artista del engaño.
Sin embargo, Bogdanovich sabe capturar el interés del espectador en una duda que se mantendrá a lo largo de la trama: ¿Es Moses el padre de Addie?¿No lo es? Esa duda, mantenida incluso entre ambos protagonistas, que ocasionalmente la mencionarán, nunca en actitud cariñosa, prende la atención y se conforma en el nexo de unión de esos dos gavilanes atentos a desplumar cuanta paloma se les presente, en una complicidad cinematográfica que recuerda otras cintas ya famosas de aventuras corridas al alimón por un adulto y un menor, con la diferencia que Bogdanovich, aprovechando al máximo el buen hacer de Sargent, huye de presentar escenas sentimentaloides, alcanzando la figura de la niña una importancia equiparable a la del adulto que la acompaña; para ello, el astuto director se ocupa de retratar a la niña casi siempre desde su propia altura, es decir, enfocándola directa y horizontalmente a sus maravillosos ojos, pletóricos de sentimiento, años antes que el afamado Spielberg recibiera de la aduladora crítica loanzas por retratar del mismo modo a E.T., bajando la cámara como hace Bogdanovich con la guapa Tatum, que llena la pantalla con una naturalidad verdaderamente pasmosa en una novata de ocho años.
El camino hace amigos; las diferentes vicisitudes por las que pasarán nuestros protagonistas y la forma de enfrentarse a ellas y a los individuos que en las mismas interactuarán, bajo la atenta batuta de Bogdanovich, que filma todo con una naturalidad exenta de artificio, imprimen carácter y estrechan lazos entre los "socios", más allá de una relación normal entre adulto y menor, sin menoscabo de sus rencillas ocasionales que nunca serán solventadas si no es por medio de una negociación y un convencimiento mutuo del beneficio de permanecer unidos, aparentemente material pero con un trasfondo de aprecio mutuo que crece conforme se desarrollará la trama, solventando la subyacente necesidad de compañía que cualquiera puede sentir en momentos de soledad, pero sin caer en una previsión de futuro que no tiene lugar: ambos protagonistas viven el día a día sin pensar en más futuro que el mañana inmediato a la noche actual: no hay planes, hay supervivencia; la esperanza se reduce a soportar el día hasta la noche y esto lo aprende Addie cuando, hablando de su confianza en Roosvelt, el Presidente, rápidamente Moses le hace tocar de pies en el suelo, simplemente observando la realidad a su alrededor.
No hay visión de futuro, porque no hay futuro previsible más allá del momento: lo que hay es un camino a seguir, siempre adelante, sin que el fin del mismo sea visible ni parezca preocupar a ninguno de los dos compañeros de viaje, felices por seguir uno al lado del otro, aun con destino incierto.
El éxito en la transmisión de la idea de Bogdanovich se debe en buena parte también a su excelente dirección de intérpretes; es ya conocido que Tatum O'Neal consiguió el Oscar a la mejor actriz secundaria manteniendo el récord de precocidad al recibirlo con diez años; lo cierto es que su papel de secundario no tiene nada, pero los académicos no quisieron -o no se atrevieron- a nominarla como mejor actriz principal. Un trabajo superlativo el de la niña, a buen seguro fruto de los genes y de la buena dirección del director, porque la carrera de Tatum nunca más alcanzó semejante honor. Incluso Ryan O'Neal está muy bien como Moses, ese pillo timador de medio pelo, que hace gala de un sentido de la comedia muy ajustado, nuevamente en manos de Bogdanovich; los secundarios Madeline Khan y John Hillerman tienen, como no, su oportunidad de robar escena, y a fe que lo hacen sin compasión, colaborando no poco en la recreación de ese entorno maldito en que la trama se mueve: Trixie and Addie
Bogdanovich cuidó los detalles al máximo recreando esa época de hambre y necesidades, al extremo de acudir a la discoteca de su amigo Rudi Fehr para presentar una serie de melodías de la época, datando perfectamente los días en los que transcurre esa aventura de dos pillastres que pueden o no ser padre e hija, pero, desde luego, seguro que tienen la misma barbilla. Puede que no sea una obra maestra, pero, desde luego, es un ejemplar imprescindible en la colección de todo cinéfilo consecuente con su afición, porque revisarla de vez en cuando es un gozo para todos los sentidos.
p.d.: Dedicada al amigo Alfredo, dueño de los 39escalones, porque seguramente se la he "pisado", esperando que estas letras no me impidan leer -en su casa- su particular visión de esta entrañable película.
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