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dissabte, 30 de setembre del 2017

Alienígenas en las calles



Todo el mundo sabe que la ciencia ficción antes de convertirse en un género cinematográfico fue un género literario y que cuando nació ni siquiera existía algo tan básico y caduco como la telefonía con hilos así que sentada la premisa fácilmente nos encontramos afirmando que no toda la ciencia ficción necesita tener en su relato una larga lista de cachivaches a cual más extraño, original y ruidoso.

Como consecuencia podemos asegurar que no es preciso que una historia de ciencia ficción se desarrolle fuera del planeta tierra y admitiremos como válida, en la lógica imaginativa sentada, que muy bien puede ocurrir que sean los extraterrestres los que se molesten en acudir al planeta Tierra y sus aventuras entre nosotros seguirán siendo perfectamente encajables dentro del citado género.

Los párrafos que anteceden son innecesarios para buena parte de los cinéfilos (y lectores) de contrastada veteranía pero quizás ayuden a situarse a las nuevas hordas que ocasionalmente han llegado a creerse que la ciencia ficción está limitada a determinados productos, algunos muy de actualidad cada temporada.

En los años ochenta del pasado siglo se produjeron bastantes películas de ciencia ficción y no todas se dedicaron a salvar el mundo gracias a batallas galácticas: como siempre ha ocurrido, hay quien aprovecha el género para formular parábolas aplicables a la actualidad de su época consiguiendo en muchas ocasiones que el mensaje siga vigente al cabo de tantos años.

En 1984 el director y guionista John Sayles escribió y dirigió una película titulada El hermano de otro planeta (The Brother from another planet).

La trama gira en torno a un alienígena que llega a nuestro planeta estrellando su nave en la desembocadura del río Hudson y establece su primer contacto con los humanos en el barrio de Harlem, el más negro de toda Nueva York. Para él el color no es un problema pues su apariencia física es la de un hombre negro bien parecido, con la salvedad que sus pies tienen sólo tres dedos provistos de garras más que uñas. El tipo se ha vestido con andrajos y un zapato diferente en cada pie y no habla ni produce sonido alguno pero entiende todos los idiomas. Y cuando toca un objeto, sea una pared, unas baldosas, un taburete, recibe como un flash las voces y los sentimientos de quienes antes tocaron el objeto. Así, en el primer edificio que pisa, antiguas dependencias de recepción de inmigrantes a la ciudad de Nueva York, las voces desesperadas de los inmigrantes del pasado resuenan en su cabeza.

Sayles cuenta con el buen hacer de Joe Morton que sin poder valerse de su excelente voz logra comunicar los estados de ánimo de ese extraterrestre que deambula sin mucho problema por el barrio de Harlem recalando en un bar con un dueño y unos parroquianos excepcionalmente amables que le admiten como uno más desde el primer momento pese a todas las rarezas que forzosamente adornan el personaje.

La alegoría formulada por Sayles es clara y no ha perdido vigencia en su propuesta incidiendo en que las personas son capaces de mostrarse solidarias y hospitalarias con el migrante venga éste de donde sea, ayudándole mínimamente para que pueda seguir adelante por sí mismo e incluso, si hace falta, frente a unos sujetos que, presentando unas placas, van inquiriendo acerca del extraño, dando toda la sensación que le persiguen.

La película está rodada con cuatro cuartos y la falta de presupuesto afecta a los efectos especiales, muy cutres, tanto como a los escenarios, la mitad de ellos en lugares públicos, lo que por otra parte confiere un hálito de realidad, de casi docu-drama a las situaciones que vive el protagonista, descubridor de un mundo para él nuevo, con detalles visuales que sin diálogos apuntan cuestiones para él sorprendentes, no en vano su mirada se basa en una vida totalmente diferente a la del lugar donde tratará de aposentarse y recomenzar.

Ello -la falta de dinero- no perjudicaría en demasía la propuesta de Sayles si hubiese aplicado más valor a la intención que se adivina pero no acaba de rematar, porque sin llegar a dar un giro copernicano hay ciertos elementos de acción, persecución y huída, que distraen de lo que a priori se entiende como base de la película. Da la sensación que pese a contar con el apoyo de todo el equipo (en el elenco es evidente la camaradería) Sayles, quizás por miedo a perder taquillaje, se auto-censura, se limita, y no señala la cuestión social con la intensidad que más adelante acabaría por ser marca identitaria de su cine.

Ese "hermano" (¡eh, brother! es lo que le dicen en el bar de Harlem para llamar su atención) llegado de quien sabe donde, que no es el único que nos ha visitado, que seguramente no será el último, es una parábola planteada hace tantos años por Sayles que desgraciadamente sigue vigente no tan sólo en la desembocadura atlántica del Hudson sino también en cualquier otra playa, porque de esos mares enormes siguen llegando gentes necesitadas, gentes que, como el "hermano", llegan huyendo de una vida mucho peor y no llegan sólos: llegan con sus defectos, pero también con sus virtudes, algunas desconocidas para nosotros, como las que adornan al personaje interpretado sin decir ni mú por Joe Morton, que, en el Festival de Cine Fantástico de Sitges de 1984, recibió el premio al mejor actor. Y Sayles, al mejor guionista.

Una película hecha con poco presupuesto que aprovecha al máximo las virtudes de un relato de ciencia ficción.

Tampoco creo que gozara de un presupuesto exorbitante Jack Sholder cuando se encargó de llevar a la pantalla un guión escrito por Jim Kouf dos profesionales con cierto bagaje y experiencia que se aunaron para conseguir una película que sorprende a quien la vez por primera vez: The Hidden (traducido el título en castellano como Hidden [Lo oculto] en una nueva muestra de inoperancia, insensibilidad lingüística y memez, todo en uno) es también una película de ciencia ficción porque se basa en el viaje intergaláctico que un desalmado ser de otra galaxia ha efectuado, huyendo de la policía, recalando en la ciudad de Los Angeles, donde seguirá cometiendo fechorías, tropelías, robos y asesinatos sin cesar, en una espiral delictiva que parece imparable.

Porque este alienígena, llegado en 1987, no se parece en nada al hermano de tres años antes: éste que nos trae Sholder desprecia la vida de los humanos y únicamente busca satisfacerse escuchando música a todo volumen y conduciendo coches deportivos a toda castaña, matando al que se ponga por delante, a todo aquel que se atreva a ponerle traba alguna a sus deseos.

Naturalmente, habrá una oposición por parte de la policía, encargándose el detective Tom Beck (Michael Nouri) de investigar robos y asesinatos brutales sin razón aparente con el entrometimiento de un chusco agente del FBI, un tal Lloyd Gallagher (Kyle MacLachlan) que se comporta de una forma harto extraña.

Es pues una película con diferentes componentes: por una parte, hay un asesino cuyo origen el espectador conoce, pero no el detective protagonista: ello, muy bien llevado por el guión de Kouf presentado enérgicamente por Sholder, confiere a la película ése sentimiento tan grato al espectador de estar al cabo de la calle de lo que está pasando, muy por delante de lo que lleva de cráneo al protagonista. Por otro lado, está la forzosa relación de compañeros entre el detective de crímenes y el agente del FBI, con el conocido mecanismo de afecto y odio, aderezada la convivencia en este caso además porque el tipo ése del FBI parece tener tantos secretos -o más- que el propio asesino que ambos persiguen. Además, la trama nos lleva a las consideraciones relativas a la práctica imposibilidad del género humano de sobrevivir frente a delincuentes tan poderosos, máxime cuando se ocultan bajo unas apariencias que, en algunos casos, llegan a ser apetecibles, sin perder por ello un ápice de peligrosidad.

Sholder, que había experimentado con el terror un par de años antes, reduce un poco los efectos "gore" y se cuida de imprimir a la historia un ritmo sostenido sin decaer nunca, emplazando la cámara con mucha eficacia en todo momento controlando la tentación tan acostumbrada en la época de agitar, como quien dice, la pantalla para conferir la sensación de acción: aquí no hace falta, porque hay acción de sobra en las actuaciones de todos los diferentes personajes que se sucederán, algunos dando cuerpo con presteza a ese ser demoníaco llegado quien sabe de donde: bien, uno sí lo sabe, pero no lo dice...

En este caso, la intervención del alienígena representa una intromisión en la ¿pacífica? vida terrenal, pero carece de ámbito general o por lo menos, no hay apunte de invasión en toda regla: no hay anuncio de amenaza global, pero el espectador siempre será consciente que "no estamos solos" y que esa presencia no anunciada, no deseada, no solicitada, escondida, camuflada, oculta, queda en fábula en la pantalla de una maldad peligrosa, de una voluntad criminal que no atiende a razones, falta de lógica, dañina, mortal e imparable y lo peor de todo es que esa maldad puede infectar a cualquier miembro de la sociedad y por extensión a la sociedad en sí misma.

Podríamos decir que se trata de una película de Serie B, como la anterior, realizada con muy buen oficio, divertida, interesante, sorprendente por la fuerza de su sencillez, claro ejemplo también, que con pocos medios se puede alcanzar un justo reconocimiento, no en vano así le fué en el Festival de Sitges de 1987 (Michael Nouri mejor actor y Jack Sholder Premio de la Crítica) así como en en el Festival de Avoriaz (Gran Premio).

Para el cinéfilo curioso, tan imperdibles ambas como para quien disfruta considerando las alegorías de la ciencia ficción alejada de las galaxias y el espacio sideral.








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dilluns, 11 de setembre del 2017

Cabaret




Goodbye to Berlin es un libro escrito por Christopher Isherwood para contar sus experiencias vividas en el Berlín de la república Weimar, años treinta del siglo pasado, justo en el advenimiento de los nazionalistas de Adolph Hitler cuya demagogia y populismo obtuvo las consecuencias por casi todos ahora conocidos.

Lo interesante, ahora, es observar que Isherwood publica su libro en 1939, ya de regreso a la Gran Bretaña y a salvo de los desmanes de las vociferantes masas germanas influenciadas por el encanto de sus líderes.

En la novela, compuesta de varios capítulos que relatan episodios en cierta forma autónomos, Isherwood muestra la decadencia de un microcosmos formado por él mismo como espectador, una tal Sally Bowles, cantante inglesa en un cabaret, una rica heredera judía, Natalia Landauer, su pretendiente, y una pareja de homosexuales que luchan por aceptarse en una sociedad dominada lentamente por el ideario nazionalista de Hitler y sus acólitos.

Después de la guerra, en 1951, el dramaturgo londinense nacionalizado estadounidense John Van Druten escribió una obra escénica que tituló I Am a Camera, inspirándose en la primera frase de la novela de Isherwood, que decía: "soy una cámara con el obturador abierto, quieta, grabando, sin pensar". La pieza se estrenó en el Empire Theatre de Broadway el 28 de noviembre de 1951 y permaneció en cartel hasta el 12 de julio de 1952, representando para Julie Harris el primero de sus cinco premios Tony a la mejor actriz.

El éxito de Broadway, como es habitual, propició el rodaje de una película con el mismo título, I Am a Camera en 1955, con la misma protagonista Julie Harris, acompañada por Laurence Harvey y Shelley Winters, película que merecidamente no tuvo éxito: la vi hace bastante tiempo en televisión y está claramente descompensada, con un guión que impide que tan ilustres intérpretes saquen beneficio de una idea muy buena.

Es posible que el fracaso de la película provocara que la obra escénica cayera en el olvido, porque no hay noticia que volviera a representarse en Broadway y en consecuencia un productor avispado como Harold Prince con la colaboración de Ruth Mitchell se hizo con los derechos de representación de la obra y encargó su transformación a musical a sus dos amigos John Kander y Fred Ebb que se basaron en un libreto de Joe Masteroff que adaptaba la pieza de John_Van_Druten, encargándose de la coreografía Ronald Field.

El musical se iba a titular Welcome to Berlin pero en 1966 apenas habían transcurrido veinte años desde que finalizó la guerra y con ella el holocausto y a Harold Prince le pareció más comercial titularlo como Cabaret, no en vano la acción transcurría en su mayor parte en el Kit Kat Klub, el cabaret donde actúa Sally Bowles bajo la atenta mirada del Maestro de Ceremonias, interpretado por un joven Joel Grey.

Cabaret se estrenó el 20 de noviembre de 1966 en el Broadhurst Theatre después de veintiuna representaciones con público escogido previas al estreno oficial. Acabó su primera temporada el seis de septiembre de 1969, alcanzando 1165 representaciones en tres teatros distintos sin interrupciones. Un éxito total que consiguió que la gran mayoría estadounidense aceptara un trágala en el que viajaban de la mano una cantante que se acostaba por dinero y acababa abortando, unas relaciones homosexuales entre hombres, una bisexualidad más que sugerida y todo ello con el advenimiento de un nazionalismo imperante en la sociedad y, para rematarlo, sin final feliz.

Las piezas musicales escritas por John Kander y Fred Ebb eran fantásticas y resulta fácil imaginar a Bob Fosse asistiendo al estreno y maldiciéndose a sí mismo porque estaba muy ocupado dirigiendo su versión de la felliniana Las Noches de Cabiria, que había sido un éxito en Broadway protagonizada por su esposa Gwen Verdon, a la sazón enfadada porque el papel en el cine se lo llevó Shirley McLaine. Pero eso es otra historia.

A Bob Fosse se lo llevaban los diablos, porque, además, era muy amigo de ambos autores musicales. Por otra parte, ellos intervinieron, junto con Harold Prince, en una comedia musical titulada Flora, The Red Menace, en la que se presentaba en sociedad una jovencita de diecinueve años que atendía por Liza Minnelli, de la que Kander y Ebb quedaron absolutamente enamorados al comprender que la chica cantaba todas sus canciones justo en la forma que ellos habían imaginado que debían cantarse mientras en sus largas sesiones componían la música y escribían las letras.

El éxito de Cabaret en Broadway, como es lógico, abría las puertas del cine de par en par.

No he podido comprobarlo, pero cualquiera puede imaginar a Bob Fosse mostrándose implacable y pegajoso hasta hacerse con la oportunidad de llevar a la pantalla Cabaret.
Sin duda conocedor de todos los antecedentes de la obra, Fosse trabajó el guión con Jay Allen para dar la forma que el quería a su película. Su visión de un musical llamado a cambiar el concepto cinematográfico del mismo, otorgando a los números musicales una importancia decisiva en la narración de una época determinada que parecía destinada a permanecer en el pasado.

Fosse modificó a su voluntad el formato de la pieza teatral, quitando canciones y poniendo otras, siempre con los mismos autores básicos, no en vano el conjunto, observado desapasionadamente, funciona con una mecánica clásica ya experimentada en la ópera, el espectáculo musical completo que reúne en su seno todas las artes dejando la mera literatura para lo que se conoce como recitativos.

En Cabaret, más que en ningún otro musical, la trama puede seguirse perfectamente por el hilo argumental de las canciones que se cantan y se bailan en el Kit Kat Klub (para ello es muy conveniente poder leer subtituladas las letras de las canciones) y podríamos decir que las escenas meramente habladas servirán para disipar dudas, caso de haberlas, y para complementar detalles, aunque los gestos, el lenguaje corporal y los elementos escénicos son bastantes para definir el curso de los acontecimientos que se van sucediendo en un Berlín en el que el cosmopolitismo y la libertad de costumbres, aún en el seno de una sociedad llena de desigualdades, acabarán por ceder frente a un populismo que se auto identifica públicamente por signos en la vestimenta y gestos multitudinarios, sin que las desigualdades sociales, ahora lo sabemos, llegaran a desaparecer en modo alguno; pero eso es historia que todos deberíamos conocer y parece que muchos ignoran, pero queda para después de la película.

Bob Fosse al tiempo de ocuparse de Cabaret tenía suficiente experiencia en los musicales como para saber que fichar a Joel Grey era una suerte que no debía rechazar y probablemente saber que los autores de la música consideraban a Liza Minnelli como su musa inspiradora debió ser opción imbatible.

Y un verdadero acierto porque sin ellos nada sería igual. He de resistir la tentación de insertar todos los vídeos que hay en la red porque supongo que ya son archiconocidos y enlazaré sólo tres y uno de la pareja protagonista. Es la pieza titulada Money (Dinero) que me lleva a varias consideraciones que sirven perfectamente para aquilatar la película en conjunto:

1.- Cuando se estrenó en España, en octubre de 1972,la película no sufrió cortes de censura. Pero no recuerdo que, viéndola en versión doblada, se ofrecieran subtítulos de las letras de las canciones, con lo cual varios aspectos debían deducirse por lo visto. Leídos los que siguen, sorprende que pasara la censura.

2.- La trama abarca desde la historia personal del muy discreto inglés que se desplaza a Berlín supuestamente para ampliar su experiencia con el alemán hasta las dificultades económicas de una sociedad en la que conviven millonarios con gentes que se despiertan cada día esperando poder llegar a la semana siguiente; unas relaciones que oscilarán entre servicios sexuales remunerados y enamoramientos súbitos, inesperados, afrentando un posicionamiento social que, además, estará mediatizado por el advenimiento de un populacho enfervorizado contemplado por las clases pudientes como medio para quitarse de encima los movimientos sociales y laborales de un comunismo en alza, sin advertir que el populismo empieza matando perros y acaba dando palizas. Y todo ello mientras en el escenario del cabaret los números se suceden mostrando lo que ocurre "fuera".

3.- La maestría innegable de Bob Fosse en el planteamiento cinematográfico: en Cabaret, los números musicales los veremos desde muy distintos ángulos que incluyen picados, contrapicados, planos generales y profusión de primeros planos: la cámara se mueve sin cesar pero no lo hace para disimular la falta de virtudes de quienes bailan: lo hace para remarcar el mensaje de la canción y lo hace también para conseguir que el espectador se sienta como si estuviese en una butaca del Kit Kat Klub: no tan sólo vemos el escenario desde la platea: también algúin camarero pasa por delante nuestro, reforzando la realidad de la sensación: sólo nos falta el olor característico mezcla de licores, humos y sudores varios.





Las coreografías de Bob Fosse mantienen sus tics (el sombrero, los guantes) y se adecúan perfectamente al ambiente claustrofóbico del Kit kat Klub del que se nos ofrecen vistas de su platea, repleta de mesas con teléfonos para intercomunicarse y de su minimo escenario, pero no de sus bambalinas y siempre parece que no van a caber todos en escena y va Fosse y se saca de la manga unos bailes ya canónicos sobre unas sillas y nos quedamos ojipláticos y con ganas de volver a verlo todo otra vez. No hace falta advertir que, naturalmente, los movimientos se ajustan a la música a la perfección y que la cámara realza la maravilla con unos colores que oscilarán entre la sordidez y la fantasía.

Fosse también sale del cabaret y lo hace de inmediato, pues ya en el inicio abandona el número musical en un montaje paralelo dando la bienvenida a quien llega en tren y luego, cuando ya casi todo el pescado está vendido, como quien dice, se va de excursión al campo, se detiene en un lugar de merendolas al aire libre y nos ofrece una imagen bucólica y angelical que pronto devendrá de pacífica en pavoroso aviso para navegantes, una escena que causó y sigue causando cierta polémica porque todavía hay quien, cuando le señalan la luna, sigue viendo sólo un dedo.



Es ejemplar el uso del número musical para representar cómo el nazionalismo, provisto de trampas y triquiñuelas en las que caer insensatamente las personas de buena fe desprovistas de la información necesaria, atraídas por símbolos gráficos destinados alevosamente a provocar un sentimiento de unidad al tiempo que diferencia los buenos de los malos. Hay que recordar que la canción, Tomorrow belongs to me (El mañana me pertenece), no es en modo alguno una canción popular alemana de la época: es una creación muy intencionada de los magníficos John Kander y Fred Ebb.

Fosse cuida muchísimo los detalles y cuenta con un excelente equipo a cargo de escenarios, vestuario y maquillaje sin reparar en gastos: aún en la cutrez de las míseras vidas de los protagonistas, en esa pensión por habitaciones de lo que antaño fue una casa rica, hay una multitud de cachivaches, de ropas ajadas, de elementos inverosímiles que conforman el mundo de las ensoñaciones de esa estadounidense Sally Brown que deja perplejo al muy británico Brian Roberts y hace sonreir, condescendiente, al acaudalado Max, que percibe de inmediato esas ganas de salir de la miseria que proclama Sally, tanto como su consciencia relativa a la dificultad. Cuando él abandone y regrese a casa ella se quedará empeñada en su triunfo y no se quedará sola..........



Tan absolutamente actual que todavía se sigue representando en teatros del todo el mundo la pieza escénica. La película, imperdible: tanto si te gustan los musicales como si no, imperdible para cualquier cinéfilo.






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dilluns, 4 de setembre del 2017

ESD 38 The Dead Pool




El otro día andaba enfrascado en la búsqueda de algunas películas del siglo pasado protagonizadas por Clint Eastwood y me encontré la colección del fortachón y poco escrupuloso Harry que desde que apareció en las pantallas de cine ha recibido desde críticas adversas muy razonadas filosóficamente y escasamente cinematográficas hasta elogiosas recensiones absolutamente inmerecidas que también se alejan demasiado de lo que realmente son: películas de acción pura y simple sin más intención, lo que no implica que pueda haber -que la hay- una ideología subsistente.

Elegí a boleo una y cayó la suerte en el ejemplar de 1988, dirigida por Buddy Van Horn, cuyos tres largometrajes protagonizó -y produjo- Clint Eastwood con su Malpaso.

Van Horn destaca como director de especialistas, es decir, la acción pura y dura.

Esta fue, a la postre, la última película de Harry el sucio y no pasará a la historia del cine por mucho más que por la siguiente secuencia sin diálogos, una persecución en las famosas calles de San Francisco que se inspira declaradamente en la que ya vimos de Bullit, realizada veinte años antes.

Veámosla:



Ese Corvette maligno fué conducido por un campeón de las carreras de vehículos teledirigidos, porque en 1988, por si alguien no lo recuerda o no lo sabe, todavía no había ordenador capaz de recrear digitalmente nada en una película: todo analógico, maquetas, habilidad, ensayo y un buen montaje a cargo de Ron Spang

Otrosí: cuando repasé la película, advertí ciertos rasgos conocidos en la fisonomía y gestualidad del primer personaje en morir a manos del asesino. A punto estuve de montar un examen de cinefilia, pero la facilidad de buscar en internet priva la diversión.

Si alguien todavía se acuerda, que lo diga.... porque yo tuve que consultar imdb: no daba crédito a mis ojos....






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